MICHEL FOUCAULT – Omnes et singulatim: hacia una crítica de la «razón política»

I
El título suena pretencioso, lo
sé. Pero la razón de ello es precisamente su propia excusa. Desde el siglo XIX,
el pensamiento occidental jamás ha cesado en la tarea de criticar el papel de la
razón —o de la ausencia de razón— en las estructuras políticas. Resulta, por lo
tanto, perfectamente inadecuado acometer una vez más un proyecto tan amplio. La
propia multitud de tentativas anteriores garantiza, sin embargo, que toda nueva
empresa alcanzará el mismo éxito que las anteriores, y en cualquier caso la
misma fortuna.
Heme aquí, entonces, en el
aprieto propio del que no tiene más que esbozos y esbozos inacabables que
proponer. Hace ya tiempo que la filosofía renunció tanto a intentar compensar la
impotencia de la razón científica, como a completar su edificio.
Una de las tareas de la
Ilustración consistió en multiplicar los poderes políticos de la razón. Pero muy
pronto los hombres del siglo XIX se preguntaron si la razón no estaría
adquiriendo demasiado poder en nuestras sociedades. Empezaron a preocuparse de
la relación que adivinaban confusamente entre una sociedad proclive a la
racionalización y ciertos peligros que amenazaban al individuo y a sus
libertades, a la especie y a su supervivencia.
Con otras palabras, desde Kant
el papel de la filosofía ha sido el de impedir que la razón sobrepase los
límites de lo que está dado en la experiencia; pero desde esta época —es decir,
con el desarrollo de los Estados modernos y la organización política de la
sociedad —el papel de la filosofía también ha sido el de vigilar los abusos del
poder de la racionalidad política, lo cual le confiere una esperanza de vida
bastante prometedora.
Nadie ignora hechos tan
banales. Pero el que sean banales no significa que no existan. En presencia de
hechos banales nos toca descubrir —o intentar descubrir— los problemas
específicos y quizás originales que conllevan.
El lazo entre la
racionalización y el abuso de poder es evidente. Tampoco es necesario esperar a
la burocracia o a los campos de concentración para reconocer la existencia de
semejantes relaciones. Pero el problema, entonces, consiste en saber qué hacer
con un dato tan evidente.
¿Debemos juzgar a la razón? A
mi modo de ver nada sería más estéril. En primer lugar porque este ámbito nada
tiene que ver con la culpabilidad o la inocencia. A continuación porque es
absurdo invocar «la razón» como entidad contraría a la no razón. Y por último
porque semejante proceso nos induciría a engaño al obligarnos a adoptar el papel
arbitrario y aburrido del racionalista o del irracionalista.
¿Nos dedicaremos acaso a
investigar esta especie de racionalismo que parece específico de nuestra cultura
moderna y que tiene su origen en la Ilustración? Esta fue, me parece, la
solución que escogieron algunos miembros de la escuela de Francfort. Mi
propósito no consiste en entablar una discusión con sus obras, que son de lo más
importante y valioso. Yo sugeriría, por mi parte, otra manera de estudiar las
relaciones entre racionalidad y poder:
1. Pudiera resultar prudente no
considerar como un todo la racionalización de la sociedad o de la cultura, sino
analizar este proceso en diferentes campos, fundado cada uno de ellos en una
experiencia fundamental: locura, enfermedad, muerte, crimen, sexualidad, etc.
2. Considero que la palabra
«racionalización» es peligrosa. El problema principal, cuando la gente intenta
racionalizar algo, no consiste en buscar si se adapta o no a los principios de
la racionalidad, sino en descubrir cuál es el tipo de racionalidad que utiliza.
3. A pesar de que la
Ilustración haya sido una fase muy importante de nuestra historia y del
desarrollo de la tecnología política, pienso que debemos referirnos a procesos
mucho más alejados si queremos comprender cómo nos hemos dejado atrapar en
nuestra propia historia.
Tal fue la «línea de conducta»
de mi trabajo anterior: analizar las relaciones entre experiencias como la
locura, la muerte, el crimen, la sexualidad y diversas tecnologías del poder.
Actualmente trabajo sobre el problema de la individualidad, o más bien debería
decir sobre la identidad referida al problema del «poder individualizante».
Todos sabemos que en las
sociedades europeas el poder político ha evolucionado hacia formas cada vez más
centralizadas. Desde hace decenas de años los historiadores han estudiado la
organización del Estado, con su administración y burocracia.
Me gustaría sugerir, a lo largo
de estas dos conferencias, la posibilidad de analizar algún otro tipo de
transformación en estas relaciones de poder. Esta transformación quizá sea menos
conocida. Pero creo que no está desprovista de importancia, sobre todo para las
sociedades modernas. En apariencia, esta evolución se opone a la evolución hacia
un Estado centralizado. A lo que me refiero en realidad es al desarrollo de las
técnicas de poder orientadas hacia los individuos y destinadas a gobernarlos de
manera continua y permanente. Si el Estado es la forma política de un poder
centralizado y centralizador, llamemos pastorado al poder individualizador.
Mi propósito aquí consiste en
trazar el origen de esta modalidad pastoral del poder, o por lo menos de algunos
aspectos de su historia antigua. En la próxima conferencia intentaré mostrar
cómo este pastorado vino a asociarse con su polo opuesto, el Estado.
La idea de la divinidad, del
rey o del jefe como la de un pastor seguido por su rebaño de ovejas no era
familiar ni para los griegos, ni para los romanos. Sé que hubo excepciones: las
primeras en la literatura homérica, otras más tardías en algunos textos del Bajo
Imperio. Volveré a ellas más tarde. A grandes rasgos podríamos decir que la
metáfora del rebaño se encuentra ausente de los grandes textos políticos griegos
o romanos.
Ese no es el caso en las
sociedades orientales antiguas: Egipto, Asiría, Judea. El faraón era un pastor
egipcio. En efecto, el día de su coronación recibía ritualmente el cayado de
pastor; y el término «pastor de hombres» era uno de los títulos del monarca
babilónico. Pero Dios también era un pastor que llevaba a los hombres a los
pastos y les proveía de alimento. Un himno egipcio invocaba a Ra de la siguiente
manera: «Oh, Ra, que vigilas mientras los hombres duermen, tú que buscas aquello
que le conviene a tu rebaño». La asociación entre Dios y el rey se lleva a cabo
fácilmente, puesto que los dos desempeñan el mismo papel: el rebaño que vigilan
es el mismo, al rey-pastor le corresponde cuidar las criaturas del gran pastor
divino. Una invocación asiría al rey rezaba de la siguiente manera: «Ilustre
compañero de pastos, tú que cuidas de tu tierra y la alimentas, pastor de toda
la abundancia».
Pero, como sabemos, fueron los
hebreos quienes desarrollaron y amplificaron el tema pastoral con, sin embargo,
una característica muy singular: Dios, y solamente Dios, es el pastor de su
pueblo. Solamente se da una excepción positiva: David, como fundador de la
monarquía, es invocado bajo el nombre de pastor. Dios le ha encomendado la tarea
de reunir un rebaño.
También hay excepciones
negativas: los malos reyes se comparan consecuentemente con los malos pastores:
dispersan el rebaño, le dejan morir de sed y lo esquilan exclusivamente para su
provecho. Yahvé es el único y verdadero pastor. Guía a su pueblo en persona,
ayudado sola-mente por sus profetas. Como dice el salmista: «Como un rebaño
guías a tu pueblo de la mano de Moisés y de Aarón». No puedo tratar, como es
lógico, ni de los problemas históricos referidos al origen de esta comparación,
ni de su evolución en el pensamiento judío. Solamente desearía abordar algunos
temas típicos del poder pastoral. Quisiera señalar el contraste con el
pensamiento político griego, y mostrar la importancia que cobraron después estos
temas en el pensamiento cristiano y en las instituciones.
1. El pastor ejerce el poder
sobre un rebaño más que sobre una tierra. Probablemente sea mucho más complicado
que todo eso, pero, de una forma general, la relación entre la divinidad, la
tierra y los hombres difiere de la de los griegos. Sus dioses poseían la tierra,
y esta posesión original determinaba las relaciones entre los hombres y los
dioses. Por el contrario, la relación del Dios-Pastor con su rebaño es la que es
original y fundamental. Dios da, o promete, una tierra a su rebaño.
2. El pastor agrupa, guía y
conduce a su rebaño. La idea según la cual le correspondía al jefe político
calmar las hostilidades en el seno de la ciudad y hacer prevalecer la unidad
sobre el conflicto está sin duda presente en el pensamiento griego. Pero lo que
el pastor reúne son los individuos dispersos. Estos se reúnen al oír su voz:
«Silbaré y se reunirán». Y a la inversa, basta con que el pastor desaparezca
para que el rebaño se disperse. Dicho con otras palabras, el rebaño existe
gracias a la presencia inmediata y a la acción directa del pastor. Una vez que
el buen legislador griego, como Solón, ha resuelto los conflictos, deja tras de
sí una ciudad fuerte dotada de leyes que le permitirán permanecer con
independencia de él.
3. El papel del pastor consiste
en asegurar la salvación de su rebaño. Los griegos también sostenían que la
divinidad salvaba la ciudad; y nunca dejaron de comparar al buen jefe con un
timonel que mantiene su nave lejos de las rocas. Pero la forma que tiene el
pastor de salvar a su rebaño es muy diferente. No se trata solamente de
salvarlos a todos, a todos juntos, cuando se aproxima el peligro. Se trata de
una bondad constante, individualizada y finalizada. De una bon-dad constante
porque el pastor asegura el alimento a su rebaño, cada día sacia su sed y su
hambre. Al dios griego se le pedía una tierra fecunda y cosechas abundantes.
Pero no se le exigía mantener a un rebaño día a día. Y bondad individualizada
también, porque el pastor atiende a cada una de sus ovejas sin excepción para
que coma y se salve. Más adelante, y sobre todo los textos hebraicos, acentuaron
este poder individualmente bondadoso: un comentario rabínico delÉxodo explica
por qué Yahvé convirtió a Moisés en el pastor de su pueblo: había abandonado a
su rebaño por ir a la búsqueda de una oveja descarriada.
Y por último, aunque no menos
importante, la bondad final. El pastor dispone de una meta para su rebaño. Debe
o bien conducirlo hasta los mejores pastos, o bien llevarlo de nuevo al redil.
4. Queda otra diferencia en la
idea según la cual el ejercicio del poder es un «deber». El jefe griego debía
naturalmente tomar decisiones en el interés de todos, y habría sido un mal jefe
de haber preferido su interés privado. Pero su deber era un deber glorioso: aun
cuando tuviera que sacrificar su vida en la guerra, su sacrificio se veía
compensado por un don de un valor extremo: la inmortalidad. Nunca perdía. La
bondad pastoral, por el contrario, se halla más próxima de la «abnegación». Todo
lo que hace el pastor lo hace por el bien de su rebaño. Este es su preocupación
constante. El vela el sueño de sus ovejas.
El tema de la vigilia es
importante. Hace resaltar dos aspectos de la dedicación del pastor. En primer
lugar, actúa, trabaja y se desvive por los que alimenta y se encuentran
dormidos. En segundo lugar, cuida de ellos. Presta atención a todos, sin perder
de vista a ninguno. Se ve llevado a conocer al rebaño en su conjunto, y en
detalle. Debe conocer no sólo el emplazamiento de los buenos pastos, las leyes
de las estaciones y el orden de las cosas, sino también las necesidades de cada
uno en particular. De nuevo, un comentario rabínico sobre el Éxodo describe en
los términos siguientes las cualidades pastorales de Moisés: enviaba a pacer las
ovejas por turno, primero las más jóvenes, para que encontraran la hierba más
tierna, luego las más viejas porque eran capaces de pacer la hierba más dura. El
poder pastoral supone una atención individual a cada miembro del rebaño.
Estos no son sino temas que los
textos hebraicos asocian a las metáforas del Dios-Pastor y de su pueblo-rebaño.
No pretendo con esto, de ninguna manera, afirmar que el poder político se
ejerciera de este modo en la sociedad judía anterior a la caída de Jerusalén. Ni
siquiera pretendo que esta concepción del poder político sea en absoluto
coherente.
No son más que temas.
Paradójicos, e incluso contradictorios. El cristianismo debió concederles una
importancia considerable, tanto en la Edad Media como en los tiempos modernos.
De todas las sociedades de la historia, las nuestras —quiero decir, las que
aparecieron al final de la Antigüedad en la vertiente occidental del continente
europeo— han sido quizá las más agresivas y las más conquistadoras; han sido
capaces de la violencia más exacerbada contra ellas mismas, así como contra
otras. Inventaron un gran número de formas políticas distintas. En varias
ocasiones modificaron en profundidad sus estructuras jurídicas. No hay que
olvidar que fueron las únicas en desarrollar una extraña tecnología de poder
cuyo objeto era la inmensa mayoría de los hombres agrupados en un rebaño con un
puñado de pastores. De esta manera, establecían entre los hombres una serie de
relaciones complejas, continuas y paradójicas.
Sin duda se trata de algo
singular en el curso de la historia. El desarrollo de la «tecnología pastoral»
en la gestión de los hombres trastornó profundamente las estructuras de la
sociedad antigua.
Con el fin de explicar mejor la
importancia de esta ruptura, quisiera volver brevemente sobre lo que he dicho de
los griegos. Adivino las objeciones que se me pueden dirigir.
Una de ellas es que los poemas
homéricos emplean la metáfora pastoral para designar a los reyes. En la
Ilíada
y en la
Odisea,
la expresión
poim¾n laîn aparece más de una vez. De-signa a los jefes y subraya la
magnitud de su poder. Además, se trata de un título ritual, frecuente incluso en
la literatura indoeuropea tardía. En Beowulf, el rey es considerado todavía como un pastor. Pero el
hecho de que se vuelva a encontrar el mismo título en los poemas épicos
arcaicos, como por ejemplo en los textos asirios, no tiene nada de sorprendente.
El problema se plantea más bien
en lo que se refiere al pensamiento griego. Existe al me-nos una categoría de
textos que incluyen referencias a los modelos pastorales: son los textos
pitagóricos. La metáfora del pastor aparece en los Fragmentos de Arquitas, citados por
Estobeo. La palabra nÒmoj (la ley) está relacionada con
nomeÚj (pastor): el pastor reparte, la ley asigna. Y Zeus es
llamado NÒmioj y Nšmeioj porque cuida del alimento de sus ovejas. Y por fin, el
magistrado ha de ser fil£nqrwpoj, es decir desprovisto de
egoísmo. Debe mostrarse lleno de celo y de solicitud como un pastor.
Grube, el editor alemán de los
Fragmentos
de Arquitas,
sostiene que esto revela una influencia hebraica única en la literatura griega.
Otros comentaristas, como Delatte, afirman que la comparación entre los dioses,
los magistrados y los pastores era frecuente en Grecia. Por consiguiente, es
inútil insistir en ello.
Me limitaré a la literatura
política. Los resultados de la investigación son claros: la metáfora política
del pastor no aparece ni en Isócrates, ni en Demóstenes, ni en Aristóteles. Ello
resulta bastante sorprendente si se piensa que en su Areopagítico, Isócrates insiste sobre los
deberes del magistrado: subraya con fuerza que deben mostrarse abnegados y
preocuparse de los jóvenes. Y sin embargo no existe la más mínima alusión a la
imagen del pastor.
Por el contrario, Platón habla
a menudo del magistrado-pastor. Menciona la idea en el Critias, La república
y las
Leyes.
La discute a
fondo en El
Político. En
la primera obra el tema del pastor es bastante secundario. A veces, se evocan
esos días felices en los que la humanidad se hallaba directamente gobernada por
los dioses y pacía en pastos abundantes (Critias). Otras, se insiste en la
necesaria virtud del magistrado, por oposición al vicio de Trasímaco
(La
república). Por último, el problema radica a veces en definir el
papel de los magistrados subalternos: en realidad, igual que a los perros
policía, sólo les queda obedecer a «quienes se encuentran en lo alto de la
jerarquía» (Leyes).
Pero en El político, el poder pastoral es el
problema central, objeto de largas discusiones. ¿Puede definirse como una
especie de pastor a aquel que en la ciudad toma las decisiones y manda?
El análisis de Platón es
conocido. Para resolver esta pregunta utiliza el método de la división. Traza
una diferencia entre el hombre que transmite órdenes a las cosas inanimadas (por
ejemplo el arquitecto), y el hombre que da órdenes a animales, distingue entre
el que da órdenes a animales aislados (a una yunta de bueyes, por ejemplo) y el
que da órdenes a rebaños, y por fin, entre el que da órdenes a rebaños animales
y el que da órdenes a rebaños humanos. Aquí encontramos al jefe político: un
pastor de hombres.
Pero esta primera división
resulta poco satisfactoria. Conviene desarrollarla más. El método de oponer
hombres
a todos los
demás animales no es bueno. Y así el diálogo vuelve a empezar otra vez y
establece una serie de distinciones: entre los animales salvajes y los
domésticos, los que viven en el agua y los que viven en la tierra, los que
tienen cuernos y los que no los tienen, los de pezuña partida y los de pezuña
entera, los que pueden reproducirse mediante el cruce y los que no. El diálogo
se pierde en divisiones interminables.
¿Qué muestra entonces el
desarrollo inicial del diálogo y su consiguiente fracaso? Que el método de la
división no prueba nada cuando no se aplica correctamente. Demuestra también que
la idea de analizar el poder político en términos de relación entre un pastor y
sus animales debió ser en aquella época bastante controvertida. Se trata, en
efecto, de la primera hipótesis que se presenta al espíritu de los
interlocutores cuando intentan descubrir la esencia de lo político. ¿Acaso era
entonces un lugar común? ¿O estaba Platón discutiendo más bien un tema
pitagórico? La ausencia de la metáfora pastoral en los demás temas políticos
contemporáneos parece abogar en favor de la segunda hipótesis. Pero
probablemente podemos dejar la discusión abierta.
Mi investigación personal tiene
por objeto la manera en que Platón aborda este tema en el resto del diálogo. Lo
hace primero mediante argumentos metodológicos, y a continuación invocando el
famoso mito del mundo que gira en torno a su eje.
Los argumentos metodológicos
son extremadamente interesantes. No es decidiendo cuáles son las especies que
forman parte de un rebaño, sino analizando lo que hace un pastor como se puede
decidir si el rey es o no una especie de pastor.
¿Qué es lo que caracteriza su
tarea? En primer lugar el pastor se encuentra solo a la cabeza de su rebaño. En
segundo lugar su trabajo consiste en proporcionar alimento a sus ovejas, en
cuidarlas cuando están enfermas, en tocar música para agruparlas y guiarlas, en
organizar su reproducción con el fin de obtener la mejor descendencia.
Encontramos así claramente los temas típicos de la metáfora pastoral presentes
en los textos orientales.
¿Cuál es, entonces, respecto a
todo esto, la tarea del rey? Se halla solo, como el pastor, a la cabeza de la
ciudad. Pero, ¿quién proporciona a la humanidad su alimento? ¿El rey? No. El
labrador, el panadero. ¿Quién se ocupa de los hombres cuando están enfermos? ¿El
rey? No. El médico. ¿Y quién les guía con la música? El titiritero y no el rey.
Siendo así, muchos ciudadanos podrían reivindicar con suficiente legitimidad el
título de «pastores de hombres». El político, como pastor del rebaño humano,
cuenta con numerosos rivales. En consecuencia, si queremos descubrir lo que es
real y esencialmente el político, deberemos apartarlo «de la multitud que lo
rodea» y demostrar así por qué no es un pastor.
Platón recurre, pues, al mito
del mundo que gira en torno a su eje en dos movimientos sucesivos y de sentido
contrario.
En una primera fase, cada
especie animal pertenece al rebaño conducido por un Genio-Pastor. El rebaño
humano se hallaba conducido por la propia divinidad. Disponía con toda profusión
de los frutos de la tierra, no necesitaba refugio alguno, y después de la muerte
los hombres resucitaban. Una frase capital añade: «Al tener a la divinidad por
pastor, los hombres no necesitaban constitución política.»
En una segunda fase, el mundo
giró hacia la dirección opuesta. Los dioses dejaron de ser los pastores de los
hombres y éstos se encontraron abandonados a sí mismos. Pues les había sido dado
el fuego. ¿Cuál sería entonces el papel del político? ¿Se convertiría
él
en pastor y
ocuparía el lugar de la divinidad? De ninguna manera. A partir de ahora, su
papel consistiría en tejer una sólida red para la ciudad. Ser un hombre político
no iba a querer decir alimentar, cuidar y velar por el crecimiento de la
descendencia, sino asociar: asociar diferentes virtudes, asociar temperamentos
contrarios (fogosos o moderados), utilizando la «lanzadera» de la opinión
pública. El arte real de gobernar consistía en reunir a los seres vivos «en una
comunidad que reposara sobre la concordia y la amistad», y en tejer así «el más
maravilloso de todos los tejidos». Toda la población, «esclavos y hombres libres
envueltos en sus pliegues».
El político parece representar la más
sistemática reflexión de la Antigüedad clásica sobre el tema del pastorado, que
tanta importancia adquiriría en el Occidente cristiano. El hecho de que
discutamos de ello parece demostrar que el tema, de origen oriental quizás, era
lo suficientemente importante en tiempos de Platón como para merecer una
discusión, pero queremos insistir en su dimensión, ya en aquel momento objeto de
controversias.
Controversias que, por otra
parte, no fueron absolutas. Platón admitió que el médico, el campesino, el
titiritero y el pedagogo actuaran como pastores. Pero en cambio les prohibía que
se mezclaran en actividades políticas. Lo dice explícitamente: ¿cómo podría el
político encontrar tiempo para ir a ver a cada uno en particular, darle de
comer, ofrecerle conciertos y curarle, en caso de enfermedad? Solamente un Dios
de la Edad de Oro podría actuar así, o incluso, al igual que un médico o un
pedagogo, ser responsable de la vida y del desarrollo de un pequeño número de
individuos. Pero situados entre los dos —los dioses y los pastores— los hombres
que detentan el poder político no son pastores. Su tarea no consiste en
salvaguardar la vida de un grupo de individuos. Consiste en formar y asegurar la
unidad de la ciudad. Dicho en pocas pala
bras, el problema político es
el de la relación entre lo uno y la multitud en el marco de la ciudad y de sus
ciudadanos. El problema pastoral concierne a la vida de los individuos.
Todo esto puede parecer quizá
muy lejano. Si insisto en estos textos antiguos es porque nos muestran que este
problema —o más bien esta serie de problemas— se plantearon desde muy pronto.
Abarcan la historia occidental en su totalidad, y son de la mayor importancia
para la sociedad contemporánea. Tienen que ver con las relaciones entre el poder
político que actúa en el seno del Estado, en cuanto marco jurídico de la unidad,
y un poder, que podríamos llamar «pastoral», cuya función es la de cuidar
permanentemente de todos y cada uno, ayudarles, y mejorar su vida.
El famoso «problema del Estado
providencia» no sólo no evidencia las necesidades o nuevas técnicas de gobierno
del mundo actual, sino que debe ser reconocido por lo que es: una de las muy
numerosas reapariciones del delicado ajuste entre el poder político, ejercido
sobre sujetos civiles, y el poder pastoral, que se ejerce sobre individuos
vivos.
Es evidente que no tengo la más
mínima intención de volver a trazar la evolución del poder pastoral a través del
cristianismo. Es fácil imaginar los inmensos problemas que esto plantearía:
problemas doctrinales, como el del título de «buen pastor» dado a Cristo;
problemas institucionales, como el de la organización parroquial, o el reparto
de responsabilidades pastorales entre sacerdotes y obispos...
Mi único propósito es el de
aclarar dos o tres aspectos que considero importantes en la evolución del
pastorado, es decir, en la tecnología del poder.
1. En primer lugar, en relación
con la responsabilidad. Hemos visto que el pastor debía asumir la
responsabilidad del destino del rebaño en su totalidad y de cada oveja en
particular. En la concepción cristiana, el pastor debe poder dar cuenta, no sólo
de cada una de las ovejas, sino de todas sus acciones, de todo el bien o el mal
que son capaces de hacer, de todo lo que les ocurre.
Además, entre cada oveja y su
pastor, el cristianismo concibe un intercambio y una circulación complejos de
pecados y de méritos. El pecado de la oveja es también imputable al pastor.
Deberá responder de él, el día del juicio final. Y a la inversa, al ayudar a su
rebaño a encontrar la salvación, el pastor encontrará también la suya. Pero
salvando a las ovejas corre el riesgo de perderse; si quiere salvarse a sí mismo
debe correr el riesgo de perderse para los demás. Si se pierde el rebaño se verá
expuesto a los mayores peligros. Pero dejemos estas paradojas a un lado. Mi meta
consistía únicamente en señalar la fuerza de los lazos morales que asocian al
pastor a cada miembro de su tribu. Y, sobre todo, quería recordar con fuerza que
estos lazos no se referían solamente a la vida de los individuos, sino también a
los más mínimos detalles de sus actos.
2. La segunda modificación
importante tiene que ver con el problema de la obediencia. En la concepción
hebraica, al ser Dios un pastor, el rebaño que le sigue se somete a su voluntad
y a su ley.
Por su parte, el cristianismo
concibe la relación entre el pastor y sus ovejas como una relación de
dependencia individual y completa. Este es, seguramente, uno de los puntos en
los que el pastorado cristiano diverge radicalmente del pensamiento griego. Si
un griego tenía que obedecer, lo hacía porque era la ley o la voluntad de la
ciudad. Si surgía el caso de que obedeciera a la voluntad de algún particular
(médico, orador o pedagogo), era porque esta persona había logrado persuadirle
racionalmente. Y esto con una finalidad estrictamente determinada: curarse,
adquirir una competencia, llevar a cabo la mejor elección.
En el cristianismo, el lazo con
el pastor es un lazo individual, un lazo de sumisión personal. Su voluntad se
cumple no por ser conforme a la ley, ni tampoco en la medida en que se ajuste a
ella, sino principalmente por ser su voluntad. En las Instituciones de los cenobitas, de Casiano, se encuentran
multitud de anécdotas edificantes en las cuales el monje halla su salvación
ejecutando las órdenes más absurdas de su superior. La obediencia es una virtud.
Lo cual significa que no es, como para los griegos, un medio provisional para
alcanzar un fin, sino más bien un fin en sí. Es un estado permanente; las ovejas
deben someterse permanentemente a sus pastores: subditi. Como dice san Benito, los
monjes no viven según su libre albedrío, su voto es el de someterse a la
autoridad de un abad: ambulantes alieno judicio et imperio. El cristianismo griego llamaba
¢p£qeia a este estado de obediencia. La evolución del sentido de
esta palabra es significativa. En la filosofía griega ¢p£qeia designa el imperio que el individuo ejerce sobre sus
pasiones, gracias al ejercicio de la razón. En el pensamiento cristiano, el
p£qoj es la voluntad ejercida sobre uno mismo, y para sí
mismo. La ¢p£qeia nos libera de tal obstinación.
3. El pastorado cristiano
supone una forma de conocimiento particular entre el pastor y cada una de las
ovejas. Este conocimiento es particular. Individualiza. No basta con saber en
qué estado se encuentra el rebaño. Hace falta conocer cómo se encuentra cada
oveja. Este tema ya existía antes del pastorado cristiano, pero se amplificó
considerablemente en tres sentidos diferentes: el pastor debe estar informado de
las necesidades materiales de cada miembro del grupo y satisfacerlas cuando se
hace necesario. Debe saber lo que ocurre, y lo que hace cada uno de ellos —sus
pecados públicos— y, lo último pero no por ello menos importante, debe saber lo
que sucede en el alma de cada uno, conocer sus pecados secretos, su progresión
en la vía de la santidad.
Con el fin de asegurar este
conocimiento individual, el cristianismo se apropió de dos instrumentos
esenciales que funcionaban en el mundo helénico: el examen de conciencia y la
dirección de conciencia. Los recogió pero sin alterarlos considerablemente.
Se sabe que el examen de
conciencia estaba extendido entre los pitagóricos, los estoicos y los epicúreos,
que veían en él una forma de contabilizar cada día el mal y el bien realizados
respecto a los deberes de cada uno. Así, cada cual podía medir su progreso en la
vía de la perfección, por ejemplo, el dominio de uno mismo y el imperio ejercido
sobre las propias pasiones. La dirección de conciencia también predominaba en
ciertos ambientes cultos, pero tomaba entonces la forma de consejos dados —a
veces retribuidos— en circunstancias particularmente difíciles: en la aflicción
o cuando se sufría una racha de mala suerte.
El pastorado cristiano asociaba
estrechamente estas dos prácticas. La dirección de conciencia constituía un lazo
permanente: la oveja no se dejaba conducir con el único fin de atravesar
victoriosamente algún paso difícil, se dejaba conducir a cada instante. Ser
guiado constituía un estado, y uno estaba fatalmente perdido si intentaba
escapar. La eterna cantinela reza de la siguiente manera: quien no soporta
ningún consejo se marchita como una hoja muerta. En cuanto al examen de
conciencia, su propósito no era cultivar la conciencia de uno mismo, sino
permitir que se abriera por completo a su director para revelarle las
profundidades del alma.
Existen numerosos textos
ascéticos y monásticos del siglo I que versan sobre el lazo entre la dirección y
el examen de conciencia, y muestran hasta qué punto estas técnicas eran
capitales para el cristianismo, y cuál era ya su grado de complejidad. Lo que yo
quisiera subrayar es que traducen la aparición de un fenómeno muy extraño en la
civilización grecorromana, esto es, la organización de un lazo entre la
obediencia total, el conocimiento de uno mismo y la confesión a otra persona.
4. Hay otra transformación, la
más importante quizá. Todas estas técnicas cristianas de examen, de confesión,
de dirección de conciencia y de obediencia tienen una finalidad: conseguir que
los individuos lleven a cabo su propia «mortificación» en este mundo. La
mortificación no es la muerte, claro está, pero es una renuncia al mundo y a uno
mismo: una especie de muerte diaria. Una muerte que, en teoría, proporciona la
vida en el otro mundo. No es la primera vez que nos encontramos con el tema
pastoral asociado a la muerte, pero su sentido es diferente al de la idea griega
del poder político. No se trata de un sacrificio para la ciudad: la
mortificación cristiana es una forma de relación con uno mismo. Es un elemento,
una parte integrante de la identidad cristiana.
Podemos decir que el pastorado
cristiano ha introducido un juego que ni los griegos ni los hebreos imaginaron.
Un juego extraño cuyos elementos son la vida, la muerte, la verdad, la
obediencia, los individuos, la identidad; un juego que parece no tener ninguna
relación con el de la ciudad que sobrevive a través del sacrificio de los
ciudadanos. Nuestras sociedades han demostrado ser realmente demoníacas en el
sentido de que asociaron estos dos juegos —el de la ciudad y el ciudadano, y el
del pastor y el rebaño— en eso que llamamos los Estados modernos.
Como se habrán dado cuenta, lo
que he intentado hacer esta tarde no es resolver un problema, sino sugerir una
forma de abordar un problema. El problema es semejante a aquellos sobre los
cuales he estado trabajando desde mi primer libro sobre la locura y la
enfermedad mental. Como ya les dije anteriormente, este problema se ocupa de las
relaciones entre experiencias (como la locura, la enfermedad, la transgresión de
leyes, la sexualidad y la identidad), saberes (como la psiquiatría, la medicina,
la criminología, la sexología y la psicología) y el poder (como el poder que se
ejerce en las instituciones psiquiátricas y penales, así como en las demás
instituciones que tratan del control individual).
Nuestra sociedad ha
desarrollado un sistema de saber muy complejo, y las estructuras de poder más
sofisticadas: ¿en qué nos ha convertido este tipo de conocimiento, este tipo de
poder? ¿De qué manera se encuentran relacionadas esas experiencias fundamentales
de la locura, el sufrimiento, la muerte, el crimen, el deseo, la individualidad?
Estoy convencido de que jamás hallaré la respuesta, pero esto no significa que
debamos renunciar a plantear la pregunta.
II
He intentado mostrar cómo el
cristianismo primitivo configuró la idea de una influencia pastoral, que se
ejerce continuamente sobre los individuos a través de la demostración de su
verdad particular. Y he intentado mostrar hasta qué punto esta idea del poder
pastoral era ajena al pensamiento griego, a pesar de un cierto número de
imitaciones tales como el examen de conciencia práctico y la dirección de
conciencia.
Ahora me gustaría, efectuando
un salto de varios siglos, describir otro episodio que ha resultado en sí mismo
particularmente importante en la historia de este gobierno de los individuos por
su propia verdad.
Este ejemplo se refiere a la
formación del Estado en el sentido moderno del término. Si establezco esta
conexión histórica no es, evidentemente, para sugerir que el aspecto pastoral
del poder desapareció durante el curso de los diez grandes siglos de la Europa
cristiana, católica y romana, pero me parece que, contrariamente a lo que era de
esperar, este período no fue el del pastorado triunfante. Ello se debe a
distintas razones. Algunas son de naturaleza económica: el pastorado de las
almas es una experiencia típicamente urbana, difícilmente conciliable con la
pobreza y la economía rural extensiva de comienzos de la Edad Media. Las demás
razones son de naturaleza cultural: el pastorado es una técnica complicada que
requiere un cierto nivel de cultura, tanto por parte del pastor como por parte
del rebaño. Otras razones se refieren a la estructura sociopolítica. El
feudalismo desarrolló entre los individuos un tejido de lazos personales de un
tipo muy distinto al del pastorado.
No es que pretenda afirmar que
la idea de un gobierno pastoral de los hombres desapareciera por completo de la
Iglesia medieval. En realidad, permaneció durante este período y hasta puede
decirse que tuvo gran vitalidad. Dos series de hechos tienden a demostrarlo. En
primer lugar, las reformas que habían sido llevadas a cabo en el seno de la
Iglesia, en particular en las órdenes monásticas —las diferentes reformas tenían
lugar, sucesivamente, en el interior de los monasterios existentes—, tenían por
finalidad restablecer el rigor del orden pastoral entre los monjes. En cuanto a
las órdenes de nueva creación, dominicos y franciscanos, se propusieron, sobre
todo, efectuar un trabajo pastoral entre los fieles. En el curso de sus crisis
sucesivas, la Iglesia intentó continuamente recobrar sus funciones pastorales.
Pero hay más. A lo largo de toda la Edad Media se asiste, en la propia
población, al desarrollo de una larga serie de luchas cuyo precio era el poder
pastoral. Los que critican a la Iglesia por incumplir sus obligaciones, rechazan
su estructura jerárquica y buscan formas más o menos espontáneas de comunidad,
en la que el rebaño pueda encontrar al pastor que necesita. Esta búsqueda de una
expresión pastoral reviste numerosos aspectos: a veces, como en el caso de los
valdenses, provocó luchas de una terrible violencia; en otras ocasiones fue
pacífica, como sucedió con la comunidad de los Frères de la Vie. A veces suscitó
movimientos de una amplitud muy extensa como los husitas, otras fermentó en
grupos limitados como el de los Amis de Dieu de l'Oberland. Podía suceder que
estos movimientos estuvieran próximos a la herejía, como en el caso de los
begardos, o que fueran movimientos ortodoxos rebeldes que se agitaban en el seno
mismo de la Iglesia (como en el caso de los oratorianos de Italia, en el siglo
XV).
Evoco todo esto de manera muy
alusiva con el único fin de insistir en que, si bien el pastorado no se
instituyó como un gobierno efectivo y práctico de los hombres durante la Edad
Media, sí que fue una preocupación permanente y el objeto de luchas incesantes.
A lo largo de todo este período se manifestó un deseo intenso de establecer
relaciones pastorales entre los hombres y esta aspiración afectó tanto a la
corriente mística como a los grandes sueños milenaristas.
Es evidente que mi intención no
es tratar aquí el problema de la formación de los Estados. Ni tampoco explorar
los diferentes procesos económicos, sociales y políticos de donde proceden. Mi
pretensión tampoco es la de analizar los diferentes mecanismos e instituciones
que utilizan los Estados para asegurar su permanencia. Me gustaría solamente
proponer algunas indicaciones fragmentarias sobre algo que se encuentra a mitad
de camino entre el Estado, como tipo de organización política y sus mecanismos,
a saber, el tipo de racionalidad implicada en el ejercicio del poder de Estado.
Ya lo he mencionado en mi
primera conferencia. Más que preguntarse si las aberraciones del poder de Estado
son debidas a excesos de racionalismo o de irracionalismo, me parece que sería
más correcto ceñirse al tipo específico de racionalidad política producida por
el Estado.
Después de todo, y por lo menos
a ese respecto, las prácticas políticas se parecen a las científicas: no se
aplica «la razón en general», sino siempre un tipo muy específico de
racionalidad.
Llama la atención el hecho de
que la racionalidad del poder de Estado siempre fuera reflexiva y perfectamente
consciente de su singularidad. No estaba encerrada en prácticas espontáneas y
ciegas, ni tampoco fue descubierta por ningún tipo de análisis retrospectivo. Se
formuló, particularmente, en los cuerpos de doctrina: la razón de Estado
y
la teoría de la
policía. Sé
que estas dos expresiones adquirieron enseguida un sentido estrecho y
peyorativo. Pero durante los aproximadamente ciento cincuenta o doscientos años,
durante los cuales se formaron los Estados modernos, su sentido era mucho más
amplio que el de hoy en día.
La doctrina de la razón de
Estado intentaba definir en qué medida los principios y los métodos del gobierno
estatal diferían, por ejemplo, de la manera en que Dios gobernaba el mundo, el
padre su familia, o un superior su comunidad.
En cuanto a la doctrina de la
policía, define la naturaleza de los objetos de actividad racional del Estado,
define la naturaleza de los objetivos que persigue y la forma general de los
instrumentos que emplea.
Es, pues, de este sistema de
racionalidad del que quisiera hablar ahora. Pero hay que comenzar por dos
preliminares: 1) habiendo publicado Meinecke uno de los libros más importantes
sobre la razón de Estado, hablaré, esencialmente, de la teoría de la policía; 2)
Alemania e Italia se enfrentaron a las mayores dificultades para constituirse en
Estados, y son los dos países que produjeron el mayor número de reflexiones
sobre la razón de Estado y la policía. Remitiré con frecuencia a textos
italianos y alemanes.
Comencemos con la
razón de
Estado. He
aquí algunas definiciones:
BOTERO: «El conocimiento
perfecto de los medios a través de los cuales los Estados se forman, se
refuerzan, permanecen y crecen».
PALAZZO (Discurso sobre el gobierno y la
verdadera razón de Estado, 1606): «Un método o arte nos permite descubrir cómo hacer
reinar el orden y la paz en el seno de la República».
CHEMNITZ (De ratione Status,
1647): «Cierta
consideración política necesaria para to-dos los asuntos públicos, los consejos
y los proyectos, cuya única meta es la preservación, la expansión y la felicidad
del Estado, para lo cual se emplean los métodos más rápidos y cómodos».
Me detendré a considerar
algunos rasgos comunes de estas dos definiciones.
- 1. 1 La razón de Estado se considera como un «arte», esto es, una técnica en conformidad con ciertas reglas. Estas reglas no pertenecen, simplemente, a las costumbres o a las tradiciones, sino también al conocimiento: al conocimiento racional. Hoy en día, la expresión razón de Estado evoca «arbitrariedad» o «violencia». Pero en aquella época, se entendía por ello una racionalidad propia del arte de gobernar los Estados.
- 2. 2 ¿De dónde infiere este arte específico de gobernar su razón de ser? La respuesta a esta pregunta provoca el escándalo del naciente pensamiento político. Y, sin embargo, es muy sencilla: el arte de gobernar es racional si la reflexión le lleva a observar la naturaleza de lo que es gobernado, en este caso el Estado.
Ahora bien, proferir semejante
banalidad significa romper con una tradición a la vez cristiana y judicial, una
tradición que sostenía que el gobierno era esencialmente justo. Representaba
todo un sistema de leyes: leyes humanas, ley natural, ley divina.
Existe a este propósito un
texto muy revelador de Santo Tomás. Recuerda que «el arte debe, en su ámbito,
imitar lo que la naturaleza realiza en el suyo», solamente es razonable bajo
ésta condición. En el gobierno de su reino, el rey debe imitar el gobierno de la
naturaleza por Dios, e incluso el gobierno del cuerpo por el alma. El rey debe
fundar las ciudades exactamente igual que Dios creó el mundo, o como el alma dio
forma al cuerpo. El rey también ha de conducir a los hombres hacia su finalidad,
tal y como lo hace Dios con los seres naturales o el alma al dirigir el cuerpo.
¿Y cuál es la finalidad del hombre? ¿Lo que resulta bueno para el cuerpo? No.
Porque entonces sólo necesitaría de un médico, no de un rey. ¿La riqueza?
Tampoco, porque entonces bastaría con un administrador. ¿La verdad? Ni siquiera
eso. Porque entonces sólo se necesitaría a un maestro. El hombre necesita de
alguien capaz de abrirle el camino de la felicidad celeste a través de su
conformidad, aquí en la tierra, con lo honestum.
Como vemos, el arte de gobernar
tiene por modelo a Dios cuando impone sus leyes sobre sus criaturas. El modelo
de gobierno racional propuesto por santo Tomás no es un modelo político,
mientras que, bajo la denominación de «razón de Estado», los siglos XVI y XVII
buscaron principios susceptibles de guiar en la práctica a un gobierno. Su
interés no se centra ni en la naturaleza, ni en sus leyes en general. Su interés
se centra en lo que es el Estado, lo que son sus exigencias.
Y así es como podemos
comprender el escándalo religioso que levantó este tipo de investigación.
Explica por qué la razón de Estado fue asimilada al ateísmo. En Francia,
particular-mente, esta expresión que nació en un contexto político, fue
comúnmente asociada con la del ateísmo.
3. La razón de Estado también
se opone a otra tradición. En El Príncipe, el problema de Maquiavelo consiste en saber si es posible
proteger contra enemigos, interiores o exteriores, una provincia o un territorio
adquiridos por herencia o por conquista. Todo el análisis de Maquiavelo intenta
definir aquello que asegura o refuerza el lazo entre el príncipe y el Estado,
mientras que el problema planteado por la razón de Estado es el de la existencia
misma y el de la de la naturaleza del Estado, Por este motivo los teóricos de la
razón de Estado procuraron permanecer tan alejados de Maquiavelo como fuera
posible; éste tenía mala reputación, y no podían considerar que su problema
fuera el mismo que el de ellos. Por el contrario, quienes se oponían a la razón
de Estado, intentaron comprometer este nuevo arte de gobernar, denunciando en él
la herencia de Maquiavelo. Pese a las confusas polémicas que se desarrollaron un
siglo después de la redacción del Príncipe, la razón de Estado supone, sin embargo, la
emergencia de un tipo de racionalidad extremadamente —aunque sólo en parte—
diferente de la de Maquiavelo.
La finalidad de semejante arte
de gobernar consiste precisamente en no reforzar el poder que un príncipe puede
ejercer sobre su dominio. Su finalidad consiste en reforzar el propio Estado.
Este es uno de los rasgos más característicos de todas las definiciones que los
siglos XVI y XVII propusieron. El gobierno racional se resume, por decirlo de
alguna manera, en lo siguiente: teniendo en cuenta la naturaleza del Estado,
éste puede vencer a sus enemigos durante un período de tiempo indeterminado. Y
solamente es capaz de hacerlo si aumenta su propia potencia. Y si sus enemigos
también lo hacen. El Estado cuya única preocupación fuera el mantenerse
acabaría, sin duda, por caer en el desastre. Esta idea es de la mayor
importancia y se halla ligada a una nueva perspectiva histórica. En definitiva,
supone que los Estados son realidades que deben, necesariamente, resistir
durante un período histórico de una duración indefinida, en un área geográfica
en litigio.
4. Por último, podemos darnos
cuenta de que la razón de Estado, en el sentido de un gobierno racional capaz de
aumentar la potencia del Estado en consonancia con el mismo, presupone la
constitución de cierto tipo de saber. El gobierno no es posible si la fuerza de
Estado no es conocida, y de esta manera puede mantenerse. La capacidad del
Estado y los medios para aumentarla deben ser conocidos, de la misma manera que
la fuerza y la capacidad de los demás Estados. El Estado gobernado debe ser
capaz de resistir a los demás. El gobierno no debe, pues, limitarse a aplicar
exclusivamente los principios generales de la razón, de la sabiduría y de la
prudencia. Un saber se hace necesario; un saber concreto, preciso y que se
ajuste a la potencia del Estado. El arte de gobernar característico de la razón
de Estado se encuentra íntimamente ligado al desarrollo de lo que se ha llamado
estadística
o
aritmética
política, es
decir, el conocimiento de las fuerzas respectivas de los diferentes Estados. Tal
conocimiento era indispensable para el buen gobierno.
En resumen: la razón de Estado
no es un arte de gobernar según leyes divinas, naturales o humanas. No necesita
respetar el orden general del mundo. Se trata de un gobierno en consonancia con
la potencia del Estado. Es un gobierno cuya meta consiste en aumentar esta
potencia en un marco extensivo y competitivo.
Los autores del siglo XVI y
XVII entienden, por lo tanto, por «policía» algo muy distinto a lo que nosotros
entendemos. Merecería la pena estudiar por qué la mayoría de estos autores son
italianos o alemanes, pero dejémoslo. Por «policía», ellos no entienden una
institución o un mecanismo funcionando en el seno del Estado, sino una técnica
de gobierno propia de los Estados; dominios, técnicas, objetivos que requieren
la intervención del Estado.
Con ánimo de ser claro y
sencillo, ilustraré mi propósito con un texto que tiene que ver a la vez con la
utopía y el proyecto. Es una de las primeras utopías —programas— para un Estado
dotado de policía. Turquet de Mayenne la elaboró y la presentó en 1611 a los
Estados generales de Holanda. En su libro La ciencia en el gobierno de
Luis XIV, J.
King llama la atención sobre la importancia de esta extraña obra, cuyo título,
De la monarquía
aristodemocrática, basta para demostrar qué es lo importante para su autor;
no se trata tanto de escoger entre los distintos tipos de constitución como de
combinarlas para un fin vital: el Estado. Turquet llama también al Estado,
Ciudad, República e incluso Policía.
He aquí la organización que
propone Turquet. Cuatro grandes dignatarios secundan al rey. Uno está encargado
de la justicia, el segundo del ejército, el tercero de la hacienda, es decir, de
los impuestos y de los recursos del rey; el cuarto, de la policía. Parece que el papel de este
dignatario fuera esencialmente moral. Según Turquet, debía inculcar a la
población «modestia, caridad, fidelidad, asiduidad, cooperación amistosa y
honestidad». Reconocemos aquí la idea tradicional: la virtud del sujeto asegura
el buen funcionamiento del reino. Pero cuando se entra en detalles, la
perspectiva se vuelve diferente.
Turquet sugiere que se creen en
cada provincia consejos encargados de mantener la ley y el orden. Habrá dos de
ellos para vigilar a las personas y otros dos para vigilar los bienes. El primer
consejo, el encargado de las personas, debía preocuparse de los aspectos
positivos, activos y productivos de la vida. O dicho de otra manera, se ocuparía
de la educación, determinaría los gustos y las aptitudes de cada uno y escogería
las ocupaciones útiles de cada cual: toda persona de más de veinticinco años
debía estar inscrita en un registro en el que se indicaba su profesión. Los que
no se hallaran empleados de una forma útil eran considerados como la escoria de
la sociedad.
El segundo consejo debía
ocuparse de los aspectos negativos de la vida: de los pobres (viudas, huérfanos,
ancianos) que necesitaran ayuda, de las personas sin empleo, de aquellos cuyas
actividades exigían una ayuda pecuniaria (no se les podía cobrar interés), pero
también de la salud pública (enfermedades, epidemias) y de accidentes, tales
como los incendios o las inundaciones.
Uno de los consejos encargados
de los bienes debía especializarse en las mercancías y productos manufacturados.
Debía indicar qué había que producir, y cuál era la forma de hacerlo, pero
igualmente tenía que controlar los mercados y el comercio. El cuarto consejo
vigilaría la «hacienda», es decir el territorio y el espacio, controlaría los
bienes privados, las herencias y las ventas, reformaría los derechos señoriales
y se ocuparía de las carreteras, de los ríos, de los edificios públicos y de los
bosques.
En buena medida, este texto se
asemeja a las utopías políticas tan frecuentes de la época. Pero también es
contemporáneo de las grandes discusiones teóricas sobre la razón de Estado y la
organización administrativa de las monarquías. Es altamente representativo de lo
que debieron ser, en el espíritu de la época, las tareas de un Estado gobernado
según la tradición.
¿Qué es lo que demuestra?
1. La «policía» aparece como
una administración que dirige el Estado, junto con la justicia, el ejército y la
hacienda. Es verdad. Sin embargo, abarca todo lo demás. Como explica Turquet,
extiende sus actividades a todas las situaciones, a todo lo que los hombres
realizan o emprenden. Su ámbito abarca la justicia, la finanza y el ejército.
2. La política lo abarca todo. Pero desde un
punto de vista muy singular. Los hombres y las cosas son contemplados desde sus
relaciones: la coexistencia de los hombres en un territorio, sus relaciones de
propiedad, lo que producen, lo que se intercambia sobre el mercado. También se
interesa por la forma en que viven, por las enfermedades y los accidentes a los
que se exponen. Lo que la policía vigila es al hombre en cuanto activo, vivo y
productivo. Turquet emplea una expresión muy notable: «El hombre es el verdadero
objeto de la policía».
3. Bien podría calificarse de
totalitaria semejante intervención en las actividades humanas. ¿Qué fines se
persiguen? Se dividen en dos categorías. En primer lugar, la policía tiene que
ver con todo lo que constituye la ornamentación, la forma y el esplendor de una
ciudad. El esplendor no tiene únicamente que ver con la belleza de un Estado
organizado a la perfección, sino también con su potencia y su vigor. Así, la
policía asegura el vigor del Estado y lo coloca en primer plano. En segundo
lugar, el otro objetivo de la policía es el de desarrollar las relaciones de
trabajo y de comercio entre los hombres, así como la ayuda y la asistencia
mutua. Aquí también, la palabra que emplea Turquet es importante: la policía
debe asegurar la «comunicación» entre los hombres, en el sentido amplio de la
palabra. Pues de otra forma los hombres no podrían vivir, o su vida sería
precaria y miserable, y se encontraría perpetuamente amenazada.
Podemos reconocer aquí, me
parece, una idea que es importante. En cuanto forma de intervención racional que
ejerce un poder político sobre los hombres, el papel de la policía consiste en
proporcionarles un poco más de vida, y al hacerlo, proporcionar al Estado,
también, un poco más de fuerza. Esto se realiza por el control de la
«comunicación», es decir, de las actividades comunes de los individuos (trabajo,
producción, intercambio, comodidades).
Ustedes objetarán: pero si se
trata sólo de la utopía de algún oscuro autor. ¡No puede inferir de ella
consecuencias que sean significativas! Pero yo, por mi parte, afirmo que el
libro de Turquet no es más que un ejemplo de una inmensa literatura que
circulaba en la mayoría de los países europeos de aquella época. El hecho de que
sea excesivamente simple, y, sin embargo, muy detallado evidencia con la mayor
claridad características que no se podían reconocer en todas partes. Me gustaría
sostener, ante todo, que estas ideas no nacieron abortadas. Se difundieron a lo
largo de los siglos XVII y XVIII, o bien en forma de políticas concretas (como
el cameralismo o el mercantilismo), o bien en cuanto materias de enseñanza (la
Polizeiwissenschaft alemana; no olvidemos que con
este título se enseñó en Alemania la ciencia de la administración).
Estas son las dos perspectivas
que quisiera, no estudiar, pero sí al menos sugerir. Empezaré por referirme a un
compendio administrativo francés, y a continuación a un manual alemán.
1. Cualquier historiador conoce
el Compendium
de Delamare. A
comienzos del siglo XVIII este historiador emprendió la compilación de
reglamentos de policía de todo el reino. Se trata de una fuente inagotable de
informaciones del mayor interés. Mi propósito aquí radica en mostrar la
concepción general de la policía que indujo a Delamare a formular semejante
cantidad de reglas y de reglamentos.
Delamare explica que existen
once cosas que la policía debe controlar dentro del Estado: 1) la religión, 2)
la moralidad, 3) la salud, 4) los abastecimientos, 5) las carreteras, los
canales y puertos, y los edificios públicos, 6) la seguridad pública, 7) las
artes liberales (a grandes rasgos, las artes y las ciencias), 8) el comercio, 9)
las fábricas, 10) la servidumbre y los labradores, y 11) los pobres.
La misma clasificación
caracteriza todos los tratados relativos a la policía. Igual que en el programa
utópico de Turquet, con excepción del ejército, de la justicia en un sentido
estricto y de los impuestos directos, la policía vigila aparentemente todo. Se
puede decir lo mismo con otras palabras: el poder real se afirmó contra el
feudalismo gracias al apoyo de una fuerza armada, así como al desarrollo de un
sistema judicial y al establecimiento de un sistema fiscal. Así es como se
ejercía tradicionalmente el poder real. Ahora bien, el término de «policía»
designa el conjunto que cubre el nuevo ámbito en el cual el poder político y
administrativo centralizados pueden intervenir.
Pero, ¿cuál es entonces la
lógica que funciona detrás de la intervención en los ritos culturales, las
técnicas de producción en pequeña escala, la vida intelectual y la red de
carreteras?
La respuesta de Delamare parece
un poco dubitativa. Comienza diciendo que la policía vela por todo lo que se
refiere a la «felicidad» de los hombres, y añade: la policía vela por todo lo que
regula la «sociedad» (las relaciones sociales) que prevalece entre los
hombres. De pronto, también afirma que la policía vela sobre lo que está
vivo.
Esta es la
definición sobre la cual me voy a detener. Es la más original y aclara las otras
dos; incluso el propio Delamare insiste en ello. He aquí cuáles son sus
observaciones sobre los once objetos de la policía. La policía se ocupa de la
religión, evidentemente no desde el punto de vista de la verdadera dogmática,
sino desde el punto de vista de la calidad moral de la vida. Al velar sobre la
salud y los abastecimientos, se preocupa de la preservación de la vida;
tratándose del comercio, de las fábricas, de los obreros, de los pobres y del
orden público, se ocupa de las comodidades de la vida. Al velar sobre el teatro,
la literatura, los espectáculos, su objeto son los placeres de la vida. En pocas
palabras, la vida es el objeto de la policía: lo indispensable, lo útil y lo
superfluo. Es misión de la policía garantizar que la gente sobreviva, viva e
incluso haga algo más que vivir.
Así enlazamos con el resto de
las definiciones que propone Delamare: «El único objetivo de la policía es el de
conducir al hombre a la mayor felicidad de la que pueda gozar en esta vida». De
nuevo, la policía vela sobre las ventajas que ofrece exclusivamente la vida en
sociedad.
2. Echemos ahora una ojeada a
los manuales alemanes. Fueron utilizados un poco más tarde para enseñar la
ciencia de la administración. Esta enseñanza se impartió en diversas
universidades, en particular en Gotinga, y revistió una importancia muy grande
para la Europa occidental. Ahí es donde se formaron los funcionarios prusianos,
austriacos y rusos, los que llevaron a cabo las reformas de José II y de
Catalina la Grande. Algunos franceses, sobre todo en los círculos allegados a
Napoleón, conocían muy bien las doctrinas de la Polizeiwissenschaft.
¿Qué se encontraba en estos
manuales?
En su Liber de Politia,
Huhenthal
distinguía las rúbricas siguientes: el número de ciudadanos, la religión y la
moralidad, la salud, la alimentación, la seguridad de las personas y de las
cosas (en particular respecto a los incendios y a las inundaciones), la
administración de la justicia, los objetos de agrado y de placer de los
ciudadanos (cómo alcanzarlos y cómo moderarlos). A continuación sigue una serie
de capítulos sobre los ríos, los bosques, las minas, las salinas, la vivienda y,
por fin, varios capítulos sobre los diferentes medios de adquirir bienes para la
agricultura, la industria o el comercio.
En su Compendio para la policía,
Wilebrand
aborda sucesivamente la moralidad, las artes y oficios, la salud, la seguridad,
y, por último, los edificios públicos y el urbanismo. Al menos en lo que
respecta a los temas, no existe mucha diferencia con las afirmaciones de
Delamare.
Pero el más importante de estos
textos es el de Justi, Elementos de policía. El objetivo específico de la
policía se define todavía como la vida en sociedad de individuos vivos. Von
Justi organiza, sin embargo, su obra de forma un poco diferente. Comienza por
estudiar lo que él llama los «bienes rurales del Estado», es decir, el
territorio. Lo considera bajo dos aspectos: cómo está poblado (ciudad y campo),
cómo son sus habitantes (número, crecimiento geográfico, salud, mortalidad,
emigración). A continuación, von Justi analiza los «bienes y los efectos», es
decir, las mercancías, los productos manufacturados, así como su circulación,
que plantea problemas relacionados con su coste, crédito y curso. Finalmente, la
última parte está dedicada a la conducta de los individuos: su moralidad, sus
capacidades profesionales, su honradez y su respeto a la ley.
A mi modo de ver, la obra de
Justi es una demostración mucho más elaborada de la evolución del problema de la
policía que la «Introducción» de Delamare a su compendio de reglamentos. Esto se
debe a cuatro razones.
En primer lugar, von Justi
define en términos mucho más claros la paradoja central de la policía. La policía, explica, es lo que
permite al Estado aumentar su poder y ejercer su fuerza en toda su amplitud. Por
otro lado, la policía debe mantener a los ciudadanos felices, entendiendo por
felicidad la supervivencia, la vida y una vida mejor. Define perfectamente lo
que considera la finalidad del arte moderno de gobernar o de la racionalidad
estatal: desarrollar estos elementos constitutivos de la vida de los individuos
de tal modo que su desarrollo refuerce la potencia del Estado.
Acto seguido, von Justi
establece una distinción entre esta tarea, que llama, igual que hacen sus
contemporáneos, Polizei, y la Politik, die Politik. Die Politik es fundamentalmente una tarea
negativa. Consiste para el Estado en luchar contra los enemigos tanto del
interior como del exterior. La Polizei, por el contrario, es una tarea positiva: consiste en
favorecer, a la vez, la vida de los ciudadanos y la potencia del Estado.
Y aquí radica un punto
importante: von Justi insiste mucho más que Delamare en una noción que iba a
volverse cada vez más importante durante el siglo XVIII: la población. La
población se definía como un grupo de individuos vivos. Sus características eran
las de todos los individuos que pertenecían a una misma especie, viviendo unos
al lado de otros. (Se caracterizaban así por sus tasas de mortalidad y de
fecundidad, estaban sujetos a epidemias y a fenómenos de superpoblación,
presentaban cierto tipo de reparto territorial.) Es cierto que Delamare empleaba
el término «vida» para definir el objeto de la policía, pero no insistía en ello
demasiado. A lo largo del siglo XVIII, y sobre todo en Alemania, vemos que lo
que es definido como objeto de la policía es la población, es decir, un grupo de
individuos que viven en un área determinada.
Y por fin, basta con leer a von
Justi para darse cuenta de que no se trata solamente de una utopía, como sucedía
con Turquet, ni de un compendio de reglamentos sistemáticamente clasificados.
Von Justi pretende elaborar una Polizeiwissenschaft. Su libro no es una simple lista
de prescripciones. Es también un prisma a través del cual se puede observar el
Estado, es decir, su territorio, riquezas, población, ciudades, etc. Von Justi
asocia la «estadística» (la descripción de los Estados) y el arte de gobernar.
La Polizeiwissenschaft es a la vez un arte de gobernar
y un método para analizar la población que vive en un territorio.
Tales consideraciones
históricas deben parecer muy lejanas e inútiles respecto de nuestras
preocupaciones actuales. No llegaré tan lejos como Hermann Hesse cuando afirma
que sola-mente es fecunda «la referencia constante a la historia, al pasado, a
la antigüedad». Pero la experiencia me ha enseñado que la historia de las
diversas formas de racionalidad resulta a veces más efectiva para quebrantar
nuestras certidumbres y nuestro dogmatismo que la crítica abstracta. Durante
siglos, la religión no ha podido soportar que se narrara su propia historia. Hoy
en día nuestras escuelas de racionalidad tampoco aprecian que se escriba su
historia, lo cual es, sin duda, significativo.
Lo que he querido mostrar ha
sido una línea de investigación. Estos no son sino rudimentos de un estudio
sobre el cual trabajo desde hace dos años. Se trata del análisis histórico de lo
que, con una expresión obsoleta, podríamos llamar el arte de gobernar.
Este estudio se fundamentó en
un cierto número de postulados básicos, que resumiré de la siguiente manera:
1. El poder no es una
sustancia. Tampoco es un misterioso atributo cuyo origen habría que explorar. El
poder no es más que un tipo particular de relaciones entre individuos. Y estas
relaciones son específicas: dicho de otra manera, no tienen nada que ver con el
intercambio, la producción y la comunicación, aunque estén asociadas entre
ellas. El rasgo distintivo del poder es que algunos hombres pueden, más o menos,
determinar por completo la conducta de otros hombres, pero jamás de manera
exhaustiva o coercitiva. Un hombre encadenado y azotado se encuentra sometido a
la fuerza que se ejerce sobre él. Pero no al poder. Pero si se consigue que
hable, cuando su único recurso habría sido el de conseguir sujetar su lengua,
prefiriendo la muerte, es que se le ha obligado a comportarse de una cierta
manera. Su libertad ha sido sometida al poder. Ha sido sometido al gobierno. Si
un individuo es capaz de permanecer libre, por muy limitada que sea su libertad,
el poder puede someterle al gobierno. No hay poder sin que haya rechazo o
rebelión en potencia.
2. En lo que respecta a las
relaciones entre los hombres existen innumerables factores que determinan el
poder. Y, sin embargo, la racionalización no deja de proseguir su tarea y de
revestir formas específicas. Difiere de la racionalización propia de los
procesos económicos, y de las técnicas de producción y de comunicación; difiere
también de la del discurso científico. El gobierno de los hombres por los
hombres —ya forme grupos modestos o importantes, ya se trate del poder de los
hombres sobre las mujeres, de los adultos sobre los niños, de una clase sobre
otra, o de una burocracia sobre una población— supone cierta forma de
racionalidad, y no de violencia instrumental.
3. En consecuencia, los que
resisten o se rebelan contra una forma de poder no pueden satisfacerse con
denunciar la violencia o criticar una institución. No basta con denunciar la
razón en general. Lo que hace falta volver a poner en tela de juicio es la forma
de racionalidad existente. La crítica al poder ejercido sobre los enfermos
mentales o los locos no puede limitarse a las instituciones psiquiátricas;
tampoco pueden satisfacerse con denunciar las prisiones, como instituciones
totales, quienes cuestionan el poder de castigar. La cuestión es: ¿cómo se
racionalizan semejantes relaciones de poder? Plantearla es la única manera de
evitar que otras instituciones, con los mismos objetivos y los mismos efectos,
ocupen su lugar.
Durante siglos, el Estado ha
sido una de las formas de gobierno humano más notables, una de las más temibles
también.
Resulta muy significativo que
la crítica política haya reprochado al Estado el hecho de ser, simultáneamente,
un factor de individualización y un principio totalitario. Basta con observar la
racionalidad del Estado en cuanto surge, y comprobar cuál fue su primer proyecto
de policía para comprender cómo, desde el principio, el Estado fue a la vez
individualizante y totalitario. Oponerle el individuo y sus intereses es igual
de dudoso que oponerle la comunidad y sus exigencias.
La racionalidad política se ha
desarrollado e impuesto a lo largo de la historia de las sociedades
occidentales. Primero se enraizó en la idea de un poder pastoral, y después en
la de razón de Estado. La individualización y la totalización son efectos
inevitables. La liberación no puede venir más que del ataque, no a uno o a otro
de estos efectos, sino a las raíces mismas de la racionalidad política.
[Nota: el presente texto ha sido
escaneado a partir de Michel Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1990, pp.
95-140.]
Fuente: Caosmosis
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