ALAIN BADIOU - La Ética. Ensayo sobre la conciencia del Mal
Alain Badiou
INTRODUCCIÓN
Ciertas
palabras sabias, mucho tiempo confinadas en los diccionarios y la prosa
académica, tienen la suerte, o la mala suerte –como una solterona resignada que
se transforma, sin comprender por qué, en estrella de una fiesta– de salir de
repente al aire libre de los tiempos, de ser plebis y publicitada, impresa,
televisada, mencionada hasta en los discursos gubernamentales. La palabra
ética, que huele tanto a griego, o a curso de filosofía, que evoca a
Aristóteles (la Ética a Nicómaco, ¡un best–seller famoso!) está hoy bajo
las luces de la escena.
Ética
concierne, en griego, la búsqueda de una buena "manera de ser" o la
sabiduría de la acción. A este título, la ética es una parte de la filosofía, la
que dispone la existencia práctica según la representación del Bien.
Sin
duda son los estoicos los que con más constancia han hecho de la ética,.no
solamente una parte, sino el corazón mismo de la sabiduría filosófica.
Sabio es aquel que, sabiendo discernir las cosas que dependen de él de aquellas
que no dependen, organiza su voluntad alrededor de las primeras y resiste
impasiblemente a las segundas. Se cuenta, por otra parte, que los estoicos
tenían la costumbre de comparar la filosofía a un huevo, cuya cáscara era la
Lógica, la clara la Física y la yema la Ética.
En
los modernos, para quienes la cuestión del sujeto es, desde Descartes, central,
ética es casi sinónimo de moralidad, o –diría Kant de razón práctica
(diferenciada de la razón pura, o razón teórica). Se trata de las relacione"!;
de la acción subjetiva, y de sus intenciones representables, con una Ley
universal. La ética es un principio para el juzgamiento de las prácticas de un
Sujeto, sea este sujeto individual o colectivo …
Se
observará que Hegel introduce una fina distinción entre "ética" (Sttlichkeit) y
"moralidad" (moralitat). El reserva el principio ético para fa acción
inmediata, mientras que a la moralidad le concierne la acción
reflexiva. Dirá, por ejemplo, que "el orden ético consiste esencialmente
en la decisión inmediata".
El
actual "retorno a la ética", toma la palabra en un sentido evidentemente
esfumado, pero ciertamente más próximo a Kant (ética del juicio) que a Hegel
(ética de la decisión).
En
verdad, ética designa hoy un principio en relación con' 'lo que pasa", una vaga
regulación de nuestro comentario sobre las situaciones históricas (ética de los
derechos del hombre), las situaciones técnico–científicas (ética de 10 viviente,
bio–ética), las situaciones sociales (ética del ser–en–conjunto), las
situaciones referidas a los medios (ética de la comunicación), etc.
Esta
norma de los comentarios y de las opiniones es adosada a las instituciones, y
dispone así de su propia autoridad: hay" comisiones nacionales de ética"
nombradas por el Estado. Todas las profesiones se interrogan sobre su "ética".
Asimismo se montan expediciones militares en nombre de la "ética de los derechos
del hombre".
Respecto
a la inflación socializada de la referencia ética, lo que pone en juego el
presente ensayo es doble:
–En
un primer tiempo, se tratará de examinar la naturaleza exacta de este fenómeno,
que es, en la opinión y en las instituciones, la principal tendencia
"filosófica" del momento. Se intentará demostrar que en realidad se trata de un
verdadero nihilismo y una amenazante denegación de todo pensamiento.
–En
un segundo tiempo, se disputará a esta tendencia la palabra ética,
dándole totalmente otro sentido. En lugar de ligarla a categorías abstractas
(el Hombre, el Derecho, el Otro...) se la relacionará con situaciones. En
lugar de hacer de ella una dimensión de la piedad por las víctimas, se las
propondrá como la máxima durable de procesos singulares. En lugar de
poner allí en juego solamente la buena conciencia conservadora, quedará ligada
al destino de las verdades.
I.
¿EXISTE EL HOMBRE?
La
"ética", en la acepción corriente de la palabra, concierne de manera
privilegiada los" derechos del hombre" –o, subsidiariamente, los derechos del
viviente.
Se
supone que existe un sujeto humano por todos reconocible y que posee" derechos"
de alguna manera naturales: derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de
disponer de libertades "fundamentales" (de opinión, de expresión, de designación
democrática de los gobiernos, etc.). Estos derechos se los supone evidentes y
son el objeto de un amplio consenso. La "ética" consiste en preocuparse por
estos derechos, en hacerlos respetar.
Este
retorno a la vieja teoría de los derechos naturales del hombre, está
evidentemente ligado al desfondamiento del marxismo revolucionario y de todas
las figuras del compromiso progresista que de él dependían. Desprovistos de
todas las referencias colectivas, desposeídos de la idea de un "sentido de la
Historia", no pudiendo esperar más una revolución social, numerosos
intelectuales, y con ellos amplios sectores de opinión, han adherido en política
a la economía de tipo capitalista y a la democracia parlamentaria. En filosofía,
han redescubierto las virtudes de la ideología constante de sus adversarios de
la víspera: el individualismo humanitario y la defensa liberal de los derechos
contra todas las coacciones del compromiso organizado. Antes que buscar los
términos de una nueva política de emancipación colectiva, adoptaron, en suma,
las máximas del orden "occidental" establecido.
Al
hacerlo, diseñaron un violento movimiento reactivo, respecto de todo lo que los
años sesenta habían pensado y propuesto.
1. ¿La muerte del
Hombre?
En
aquella época Michel Foucault había escandalizado anunciando que el Hombre,
concebido como sujeto, era un concepto histórico y construido, perteneciente a
un cierto régimen de discursos, y no una evidencia intemporal capaz de fundar
derechos o una ética universal. El anunciaba el fin de la pertinencia de este
concepto, por el hecho mismo de que el único tipo de discurso que le daba
sentido estaba históricamente perimido.
De
igual manera Althusser anunciaba que la historia no era, como pensaba Hegel, el
devenir absoluto de] Espíritu, el advenimiento de un sujeto–sustancia, sino un
proceso racional reglado, que él nombraba un "proceso sin sujeto", al cual
únicamente tenía acceso una ciencia particular, el materialismo histórico. De
ahí resultaba que el humanismo de los derechos y de la ética abstracta no eran
sino construcciones imaginarias –ideologías– y que era preciso comprometerse en
la vía que él llamaba de un "antihumanismo teórico".
Al
mismo tiempo, Jacques Lacan intentaba sustraer al psicoanálisis de toda
tendencia psicológica y normativa. Mostraba que era necesario distinguir
absolutamente el Yo, figura de unidad imaginaria, y el Sujeto. El sujeto no
tenía ninguna sustancia, ninguna "naturaleza"; dependía tanto de las leyes
contingentes del lenguaje, como de la historia, siempre singular, de los objetos
del deseo. De ello resultaba que toda visión de la cura analítica como
reinstauración de un deseo "normal" era una impostura, y que, más generalmente,
no existía ninguna norma de la que pudiera sostenerse la idea de un "sujeto
humano" cuyos deberes y derechos la filosofía hubiera tenido la tarea de
enunciar.
Lo
que estaba de esa manera cuestionado era la idea de una identidad, natural o
espiritual, del Hombre, y por consecuencia, el fundamento mismo de una doctrina"
ética" en el sentido en que hoy se la entiende: legislación consensual
concerniente a los hombres en general, a sus necesidades, su vida y su muerte. O
aun: delimitación evidente y universal de lo que es el mal, de lo que no
conviene a la esencia humana.
¿Esto
quiere decir que Foucault, Althusser, Lacan, pregonaban la aceptación de lo que
hay, la indiferencia a la suerte de la gente, el cinismo? Por una paradoja que
esclareceremos a continuación, es exactamente lo contrario: todos eran, a
su manera, militantes atentos y valientes de una causa, mucho más allá de lo que
hoy lo son los sostenedores de la "ética" y de los "derechos". Michel Foucault,
por ejemplo, estaba comprometido de manera particularmente rigurosa en la
cuestión de los presos, y consagraba a ella, dando pruebas de un inmenso talento
de agitador y de organizador, gran parte de su tiempo.
Althusser
no tenía en vista sino la redefinición de una verdadera política de
emancipación. El mismo Lacan, además de ser un clínico 'total", al punto de
pasar lo mejor de su vida escuchando a la gente, concebía su combate contra las
orientaciones "normativas" del psicoanálisis americano, y la subordinación
envilecedora del pensamiento al american way of life, como un compromiso
decisivo. De tal manera que las cuestiones de organización y de polémica eran a
sus ojos constantemente homogéneas a los asuntos teóricos.
Cuando
los que sostienen la ideología "ética" contemporánea proclaman que el retorno al
Hombre y a sus derechos nos ha liberado de las" abstracciones mortales"
engendradas por "las ideologías", se burlan del mundo. Seríamos dichosos si
viéramos hoy una preocupación tan constante por las situaciones concretas, una
atención tan sostenida y tan paciente concentrada en lo real, un tiempo tan
vasto consagrado a la búsqueda interesada por las gentes más diversas y más
alejadas, en apariencia, del medio ordinario de los intelectuales, como aquellas
de los que hemos sido testigos entre 1965 y 1980.
En
realidad, fue suministrada la prueba de que la temática de la "muerte del
hombre" es compatible con la rebelión, la insatisfacción radical respecto al
orden establecido y el compromiso completo en lo real de las situaciones,
mientras. que el tema de la ética y los derechos del hombre es compatible con el
egoísmo satisfecho de las garantías occidentales, el servicio de las potencias y
la publicidad. Los hechos son esos.
La
dilucidación de estos hechos exige que se pase por el examen de los fundamentos
de la orientación" ética".
2. Los fundamentos de la ética de
los derechos del hombre
La
referencia explícita de esta orientación, en el corpus de la filosofía
clásica, es Kant. El momento actual es el de un vasto "retorno a Kant", cuyos
detalles y diversidad son, a decir verdad, laberínticos. Aquí no tendré en
cuenta sino la doctrina "media". Lo que esencialmente se retiene de Kant (o de
una imagen de Kant, o mejor aun de los teóricos del "derecho natural") es que
existen exigencias imperativas formalmente representables, que no han de ser
subordinadas a consideraciones empíricas o a exámenes de la situación; que estos
imperativos tocan los casos de ofensa, de crimen, de Mal; se añade a eso que "un
derecho nacional e internacional debe sancionarlos; que por consecuencia, los
gobiernos están obligados a hacer figurar en su legislación estos imperativos y
a darles toda la realidad que ellos exigen; de no ser así, está fundado
obligarlos a ello (derecho de ingerencia humanitaria, o derecho de ingerencia
del derecho).
La
ética es aquí concebida a la vez como capacidad a priori para distinguir
el Mal (ya que en el uso moderno de la ética, el Mal –o lo negativo– está
primero: se supone un consenso sobre lo que es bárbaro) y como principio último
del juzgar, en particular del juicio político: es lo que interviene muy
patentemente contra un Mal identificable a priori. El derecho mismo es
ante todo el derecho "contra" el Mal. Si se exige el "Estado de derecho", es
porque él se basta a sí mismo para autorizar un espacio de identificación del
Mal (es la "libertad de opinión" la que, en la visión ética, es en primer lugar
libertad de designar el Mal) y provee los medios para arbitrar cuando el asunto
no está claro (sistemas de precauciones judiciales).
Los
presupuestos de este nudo de convicciones son claros:
1)
Se supone un sujeto humano general, de modo tal que el mal que lo afecta sea
universalmente identificable (aunque esta Universalidad reciba con frecuencia un
nombre totalmente paradojal: "opinión pública") de tal modo que este sujeto es a
la vez un sujeto pasivo patético o reflexible: aquel. que sufre; y un sujeto que
juzga, activo, o determinante, aquel que ,identificando el sufrimiento, sabe que
es necesario hacerlo cesar por todos los medios disponibles.
2)
La política está subordinada a la ética en el único punto que verdaderamente
importa en esta visión de las cosas: el juicio, comprensivo e indignado, del
espectador de las circunstancias.
3)
El Mal es aquello a partir de lo cual se define el Bien, no a la inversa.
4)
Los "derechos del hombre" son los derechos al no–Mal: no ser ofendido y
maltratado ni en su vida (horror a la muerte y a la ejecución), ni en su cuerpo
(horror a la tortura, a la sevicia y al hambre), ni en su identidad cultural
(horror a la humillación de las mujeres, de las minorías, etc.).
La
fuerza de esta doctrina es, ante todo, su evidencia. En efecto, se sabe por
experiencia que el sufrimiento se ve. Ya los teóricos del siglo XVIII habían
hecho de la piedad –identificación con el sufrimiento del viviente– el principal
recurso de la relación con el prójimo. Que la corrupción, la indiferencia o la
crueldad de los dirigentes políticos sean las causas mayores de su descrédito,
era algo que ya los teóricos griegos de la tiranía habían señalado. Las iglesias
ya hicieron la experiencia de que es más cómodo construir un consenso sobre lo
que es el Mal que sobre lo que es el Bien: siempre les fue más fácil indicar lo
que no se debía hacer, incluso contentarse con esas abstinencias, que
desenmarañar lo que es necesario hacer. No hay duda, además, que toda política
digna de ese nombre, encuentra su punto de partida en las representaciones que
se hacen las personas de sus vidas y de sus derechos.
Se
podría en consecuencia decir: he aquí un cuerpo de evidencias capaz de cimentar
un consenso planetario y darse la fuerza de su imposición.
Sin
embargo, es preciso sostener que esto no es así, que esta "ética" es
inconsistente, y que la realidad, perfectamente constatable, es el
desencadenamiento de los egoísmos, la desaparición o extrema precariedad de las
políticas de emancipación, la multiplicación de las violencias "étnicas" y la
universalidad de la competencial salvaje.
3. El hombre: ¿animal viviente, o
singularidad inmortal?
El
centro de la cuestión es la suposición de un Sujeto humano universal, capaz de
ordenar la ética según los derechos del hombre y las acciones humanitarias.
Hemos
visto que la ética subordina la identificación de este' sujeto al universal
reconocimiento del mal que le es hecho. Por lo tanto, la ética define al hombre
como una víctima. Se dirá: "¡Pero no! ¡Ustedes olvidan al sujeto activo,
aquel que interviene contra la barbarie!". En efecto, seamos precisos: el hombre
es aquel que es capaz de reconocerse a sí mismo como víctima.
Esta
definición es necesario declararla inaceptable. Y esto por tres razones
principales.
1).
Ante todo, porque el estado de víctima, de bestia sufriente, de moribundo
descarnado, asimila al hombre a su subestructura animal, a su pura y simple
identidad de viviente (la vida, como lo dice Bichat, no es sino "el conjunto de
las funciones que resisten a la muerte".). Cierto, la humanidad es una especie
animal. Es mortal y depredadota. Pero ni uno ni otro de estos roles pueden
singularizarla en el mundo de lo viviente, En tanto que verdugo, el hombre es
una abyección animal, pero es preciso tener el coraje de decir que en tanto
víctima en general no tiene un valor mayor. Todos los relatos de torturados (4)
y sobrevivientes lo indican con fuerza: si los verdugos y burócratas de los
calabozos y de los campos pueden tratar a sus víctimas como animales destinados
al matadero y con los cuales ellos, los criminales bien alimentados, no tienen
nada en común, es que las víctimas han realmente devenido animales. Se ha hecho
lo necesario para eso. Que algunos, sin embargo, sean aún hombres (y den
testimonio de ello) es un hecho comprobado; Pero justamente, es siempre por un
esfuerzo inaudito, saludado por sus testigos –en quienes suscita un
reconocimiento radiante– a la manera de una resistencia casi incomprensible, en
ellos, que no coincide con la identidad de víctimas. Ahí está el Hombre,
si se insiste en pensarlo: en aquello que hace que se trate, como lo dice Varlam
Chalamov en sus Relatos de la vida en los campos, de una bestia
resistente diferente de los caballos, no por su cuerpo frágil, sino por su
obstinación a persistir en lo que es, es decir, precisamente, otra cosa que una
víctima, otra cosa que un ser–para–la–muerte, o sea: otra cosa que un
mortal.
Un
inmortal: he aquí lo que las peores situaciones que le pueden ser infligidas
demuestran qué es el Hombre, en la medida en que se singulariza en el torrente
multiforme y rapaz de la vida. Para pensar lo concerniente al Hombre, debemos
partir de aquí. De tal manera que si existen los" derechos del hombre", éstos no
son seguramente los derechos de la vida contra la muerte, o los derechos de la
supervivencia contra la miseria. Son los derechos del Inmortal afirmándose por
sí mismos, o los derechos del Infinito, ejerciendo su soberanía sobre la
contingencia del sufrimiento y de la muerte. Que finalmente todos nosotros
muramos y que allí haya solamente polvo no cambia en nada la identidad del
Hombre como inmortal, en el instante en el que afirma lo que es a contrapelo del
querer–ser–un–animal al que la circunstancia lo expone. y cada hombre, se sabe,
imprevisiblemente, es capaz de ser este inmortal, en las grandes o en las
pequeñas circunstancias,.por una verdad importante o secundaria, poco importa.
En todos los casos, la subjetivación es inmortal y hace al Hombre. Fuera del
cual existe una especie biológica, un "bípedo sin plumas" cuyo encanto no es
evidente.
Si
no se parte de ahí (lo que se dice muy simplemente: el Hombre piensa, el Hombre
está tejido de algunas verdades) si se identifica al Hombre con su pura realidad
viviente, se cae inevitablemente en el contrario real de lo que el principio
parece indicar. Y a que este' 'viviente" es en realidad despreciable, y se lo
despreciará. ¿Quién no ve en las expediciones humanitarias, las ingerencias,
los desembarcas de legionarios caritativos, que el supuesto Sujeto universal
está escindido? Del lado de las víctimas, el animal huraño que se expone sobre
.la pantalla. Del lado del benefactor, la conciencia y el imperativo. ¿Y por qué
esta escisión pone siempre los mismos en los mismos roles? ¿Quién no siente que
esta ética volcada sobre la miseria del mundo esconde, detrás de su
Hombre–víctima, el hombre–bueno, el hombre–blanco? Como la barbarie de la
situación no es pensada sino en términos de "derechos del hombre" –aun cuando se
trata siempre de una situación política, que requiere un pensamiento–práctico
político, del cual hay siempre sobre el lugar auténticos actores– se la percibe,
desde lo alto de nuestra paz civil aparente, como la incivilizada que exige de
un civilizado una intervención civilizadora. Ahora bien, toda intervención en
nombre de la civilización exige un desprecio primero de la situación
entera, incluidas las víctimas. Y es por lo que la" ética" es contemporánea,
después de decenios de valientes criticas al colonialismo y al imperialismo de
una sórdida auto–satisfacción de los "Occidentales", de la machacona tesis según
la cual la miseria del tercer mundo es el resultado de su impericia, de su
propia inanidad, en resumen: de su subhumanidad.
2)
En segundo lugar, porque si el "consenso" ético se funda sobre el reconocimiento
del mal, de ahí resulta que toda tentativa de reunir a los hombres en torno de
una idea positiva del Bien, y más aún, de identificar al Hombre por un tal
proyecto, es en realidad' la verdadera fuente del mal mismo. Es lo
que se nos inculca desde hace quince años, todo proyecto de revolución,
calificada de "utópica" gira, se nos dice, a la pesadilla totalitaria. Toda
voluntad de inscribir una idea de la justicia o de la igualdad vira hacia lo
peor. Toda voluntad colectiva del Bien hace el Mal.
Ahora
bien, esta sofistica es devastadora. Puesto que si se trata de hacer valer,
contra un mal reconocido a priori, el compromiso ético, ¿de dónde
procederá el proyecto de una transformación cualquiera de lo que es? ¿De dónde
sacará el hombre la fuerza para ser el inmortal que él es? ¿Cuál será el destino
del pensamiento, del que se sabe que, o bien es invención afirmativa o no es? En
realidad el precio pagado por la ética es el de un espeso conservadorismo.
La concepción ética del hombre, además de ser, al fin de cuentas, o bien
biológica (imágenes de las víctimas) o bien "occidental" (satisfacción del
benefactor armado), impide toda visión positiva amplia de los posibles. Lo que
nos es aquí ensalzado, lo que la ética legitima, es en realidad la conservación,
por el pretendido" Occidente", de lo que él posee. Es asentada en esta posesión
(posesión material, pero también posesión de su ser) que la ética determina el
Mal como siendo, de una cierta manera, aquello de lo que ella no goza. Ahora
bien, el Hombre como inmortal, se sostiene en lo incalculable y en lo no
poseído. Se sostiene en el no–siendo. Pretender impedirle representarse el
Bien, ordenar sus poderes colectivos, trabajar por el advenimiento de posibles
insospechados, pensar lo que puede ser en radical ruptura con lo que es,
simplemente es impedirle la humanidad misma.
3).
Por último, por su determinación negativa y a priori del Mal la ética se
prohibe pensar la singularidad de las situaciones, que es el comienzo obligado
de toda acción propiamente humana. Así, el médico adherido a la ideología
"ética" meditará en reuniones y en comisiones toda clase de consideraciones
sobre los "enfermos" concebidos exactamente al modo en que lo es para el
partidario de los derechos humanos, la multitud indistinta de víctimas:
totalidad "humana" de reales subhombres. Pero el mismo médico no tendrá ningún
inconveniente en que esta persona no sea atendida en el hospital, con
todos los medios necesarios, porque no tiene sus papeles o no está matriculado
en la Seguridad social. ¡Responsabilidad "colectiva", una vez más, obliga! Lo
que aquí es abolido, es que solamente hay una situación médica: la situación
clínica, y que no hay necesidad de ninguna "ética" (sino una visión clara de
esta situación) para saber que en esta circunstancia el médico es médico
únicamente si él trata la situación bajo la regla de lo posible maximal: tratar
a esta persona que se lo demanda (¡nada de ingerencia aquí!) hasta el
fin, con todo lo que él sabe, con todos los, medios que él sabe que existen y
sin considerar ninguna otra cosa. y si se le quiere impedir curarlo por causa
del presupuesto del Estado, de la estadística de la morbilidad o por las leyes
sobre los flujos migratorios, ¡que le manden la gendarmería! Aún su estricto
deber hipocrático sería dispararles. Las "comisiones de ética" y otras
divagaciones sin fin sobre los "gastos de salud" y la "responsabilidad
gestionaria", siendo radicalmente exteriores a la única situación propiamente
médica, en realidad no pueden sino impedir que se le sea fiel. Ya que
serle fiel querría decir: tratar el posible de esta situación hasta el fin.
O, si se quiere, hacer advenir, en la medida de lo posible, lo que esta
situación contiene de humanidad afirmativa, o sea: intentar ser el inmortal de
esta situación.
En
realidad la medicina burocrática concebida por la ideología ética tiene
necesidad de "los enfermos" cómo víctimas indistintas o estadísticas, pero es
rápidamente desbordada por toda situación efectiva y singular de demanda. De ahí
que la medicina "gestionaria", "responsable" y “ética" sé reduzca a la abyección
de decidir qué enfermos el "sistema de salud francés" puede 'curar, y cuáles
deben ser reenviados, ya que el presupuesto y la opinión lo exigen, a morir en
suburbios de Kinshasa. .'
4. Algunos
principios
Es
necesario rechazar el dispositivo ideológico de la “ética", no conceder nada a
la definición negativa y victimaria del hombre. Este dispositivo identifica al
hombre con un simple animal mortal, es el síntoma de un inquietante
conservadorismo y, por su generalidad abstracta y estadística impide pensar la
singularidad de las situaciones
Se
le opondrán tres tesis:
–Tesis
1: El Hombre se identifica por su pensamiento afirmativo, por las verdades
singulares" de las que es capaz, por lo Inmortal que hace de él el más
resistente y el más paradojal de los animales.
–Tesis
2: Es a partir de la capacidad positiva para el Bien, o sea, para el
tratamiento amplio de los posibles y para el rechazo del principio conservador,
aunque fuese la conservación del ser, que ,se determina el Mal, y no
inversamente.
–Tesis
3: Toda humanidad cobra raíces en la identificación por el pensamiento de
situaciones singulares. No hay ética en 'general. Hay sólo –eventualmente– ética
de procesos en los que se tratan los posibles de una situación.
Pero
entonces surge el hombre de la ética refinada, que murmura: "¡Contrasentido!
Contrasentido desde el comienzo. La ética no se funda para nada sobre la
identidad del Sujeto, ni siquiera en la identidad como víctima reconocida. Desde
el principio, la ética es ética del otro, implica la apertura principal
al otro, ella subordina la identidad a la diferencia".
Examinemos
esta pista. Midamos su novedad.
II
¿EXISTE EL OTRO?
La
visión de la ética como "ética del otro", o "ética de la diferencia", toma su
punto de partida en las tesis de Emmanuel Lévinas más que en las de Kant.
Lévinas
ha consagrado su obra, después de un recorrido fenomenológico (confrontación
ejemplar entre Husserl y Heidegger) a destituir a la filosofía en provecho de la
ética. A él debemos, mucho antes que la moda de hoy, una suerte de radicalismo
ético.(8)
1. La ética en el sentido de
Lévinas
Esquemáticamente:
Lévinas sostiene que, cautiva de su origen griego, la metafísica ha ordenado el
pensamiento siguiendo la lógica de lo Mismo, el primado de la sustancia y de la
identidad. Pero, según él, es imposible reunir un pensamiento auténtico de lo
Otro (y por consecuencia una ética del lazo con los otros) a partir del
despostismo de lo Mismo, incapaz de reconocer a este Otro. La dialéctica de lo
Mismo y de lo Otro, considerada "ontológicamente" bajo el primado de la
identidad consigo mismo organiza la ausencia del Otro en el pensamiento
efectivo, suprime toda verdadera experiencia del otro, y cierra el camino
para una apertura ética de la alteridad. Es necesario, entonces, bascular el
pensamiento hacia un origen diferente, un origen no griego, que proponga una
apertura radical y primera al Otro, ontológicamente anterior a la construcción
de la identidad. Es en la tradición judaica que Lévinas encuentra el punto de
apoyo de semejante basculación. Lo que nombra la Ley (en el sentido a la vez
inmemorial y efectivo que toma la Ley judía) es precisamente la anterioridad
fundada en el ser–que–precede–a–lo–Mismo, de la ética de la relación al Otro,
con respecto al pensamiento teórico, concebido como señalamiento" objetivo" de
las regularidades y de las identidades. En efecto, la Ley no me dice lo que es,
sino qué es lo que impone la existencia de los otros. Se podría oponer la Ley
(del Otro) a las leyes (de lo real).
Para
el pensamiento griego, actuar de manera adecuada supone primeramente un dominio
teórico de la experiencia, para que la acción se conforme a la racionalidad del
ser. A partir de ahí existen las leyes de la Ciudad y de la acción. Para
la ética judía, en el sentido de Lévinas, todo se enraíza en la inmediatez de
una apertura al Otro que destituye al sujeto reflexivo. El "tú" se impone sobre
el "yo". y ese es todo el sentido de la Ley.
Lévinas
propone toda una serie de temas fenomenológicos donde se experimenta la
originalidad del Otro, en el centro de los cuales se encuentra el del rostro, la
donación singular y "en persona" del Otro por su epifanía carnal, que no es la
comprobación de un reconocimiento mimético (el Otro como "semejante",
idéntico a mí) sino, al contrario, aquello a partir de lo cual yo me
compruebo éticamente como "consagrado" al Otro en tanto que un aparecer, y
subordinado en mi ser a esta vocación.
La
ética es para Lévinas el nuevo nombre del pensamiento, el cual ha girado
desde su captura "lógica" (principio de identidad) hacia su profética sumisión a
la ley de la alteridad fundadora.
2. La "ética de la
diferencia"
Sabiéndolo
o sin saberlo, es en nombre de este dispositivo que se nos explica hoy que la
ética es "reconocimiento del otro" (contra el racismo, que negaría a este otro),
o "ética de las diferencias" (contra el nacionalismo sustancialista, que querría
la exclusión de los inmigrantes, o el sexismo, que negaría el ser–femenino), o
"multiculturalismo' , (contra la imposición de un modelo unificado de
comportamiento Y de intelectualidad). O, simplemente, la buena y vieja
"tolerancia", que consiste en no ofuscarse si otros piensan y actúan de otra
manera que la suya propia.
Este
discurso del buen sentido no tiene ni fuerza ni verdad. Está vencido de entrada
en el enfrentamiento que él declara entre "tolerancia" y "fanatismo", entre
"ética de la diferencia" y "racismo", entre "reconocimiento del otro" y
"crispación de la identidad".
Por
el honor de la filosofía, es ante todo necesario convenir que esta ideología de
un "derecho a la diferencia", o este catecismo contemporáneo de la buena
voluntad respecto de "otras culturas", están singularmente alejados de las
verdaderas concepciones de Lévinas.
3. Del Otro al
Absoluto–Otro
La
objeción capital–pero también superficial– que se podría hacer a la ética (en el
sentido de Lévinas) es la siguiente: ¿qué es lo que comprueba la
originalidad de mi ab–negación al Otro? Los análisis fenomenológicos del rostro,
de la caricia, del amor, no pueden fundar por si mismos la tesis antiontológica
(o anti–identidad) del autor de Totalidad e Infinito. Una concepción
"mimética", que origine el acceso al otro en mi propia imagen redoblada,
esclarece también lo que hay de olvido de sí mismo en la captura de este otro:
lo que yo aprecio es este mí–mismo–a–distancia, el que justamente, porque es
objetivado por mi conciencia, me construye como dato estable, como interioridad
dada en su exterioridad. El psicoanálisis explica brillantemente cómo
esta construcción del Yo en la identificación al otro –este efecto de espejo
(9)– combina el narcisismo (yo me complazco en la exterioridad del otro en tanto
yo–mismo visible) y la agresividad (yo invisto en el otro mi propia pulsión de
muerte, mi deseo arcaico de autodestrucción).
Sin
embargo, nosotros estamos bien lejos de lo que nos quiere trasmitir Lévinas.
Como siempre, el puro análisis del aparecer fenoménico no puede resolver entre
orientaciones divergentes.
Para
eso es preciso la explicitación de axiomas del pensamiento que decidan
una orientación.
La
dificultad, que es también el punto de aplicación de tales axiomas, se puede
decir así: el primado ético de lo Otro sobre lo Mismo exige que la experiencia
de la alteridad esté ontológicamente “garantida" como experiencia de una
distancia, o de una no–identidad esencial; franquearla constituye la
experiencia ética misma. Ahora bien, el simple fenómeno del otro no contiene una
tal garantía. Y eso simplemente porque es cierto que la finitud del aparecer del
otro puede investirse como semejanza, como imitación, y así reconducir a
la lógica de lo Mismo. El otro se me parece siempre demasiado, lo que hace
necesaria la hipótesis de una apertura originaria a su alteridad.
Entonces
es preciso que el fenómeno del prójimo (su rostro) sea el testimonio de una
alteridad radical que sin embargo él no puede fundar por sí solo. Es necesario
que el Otro, tal como él se me aparece en lo finito, sea la epifanía de una
distancia al otro propiamente infinita, cuyo atravesamiento es la experiencia
ética originaria.
Quiere
decir que la inteligibilidad de la ética impone que el Otro sea de alguna manera
sostenido por un principio de alteridad que trascienda la simple
experiencia finita. Este principio Lévinas lo llama: el "Absoluto–Otro"
("Tout–Autre"), y es evidentemente el nombre ético de Dios. No hay Otro sino en
la medida en que es el fenómeno inmediato del Absoluto–Otro. No hay consagración
finita a lo no–idéntico sino en la medida en que hay consagración infinita del
principio a lo que subsiste fuera de él. No hay ética sino en la medida en que
hay el indecible Dios.
En
la empresa de Lévinas, la primacía de la ética del Otro sobre la ontología
teórica de lo mismo, está completamente unida a un axioma religioso y es ofender
el movimiento íntimo de este pensamiento, su rigor subjetivo, creer que se puede
separar lo que él une. A decir verdad, no hay filosofía de Lévinas. Ni siquiera
es la filosofía como "sirvienta" de la teología: es la filosofía (en el sentido
griego de la palabra) anulada por la teología, la cual, por otra parte,
no es una theología (nominación aun demasiado griega, que supone la aproximación
de lo divino por la identidad y los predicados de Dios) sino, justamente, una
ética.
Sin
embargo, que la ética sea el nombre último de lo religioso como tal (esto es: de
lo que re–liga al Otro bajo la autoridad indecible del Absoluto–Otro) la aleja
aun más completamente de todo lo que se deja suponer bajo el nombre de
"filosofía".
Digámoslo
crudamente: lo que la empresa de Lévinas nos recuerda con una singular
obstinación, es que toda tentativa de hacer de la ética un principio de lo
pensable y del actuar, es de esencia religiosa. Decimos que Lévinas es el
pensador coherente e inventiva de un dato que ningún ejercicio académico de
velamiento o de abstracción puede hacer olvidar: sacada de su uso griego (donde
ella está claramente subordinada a lo teórico) y tomada en general, la ética es
una categoría del discurso piadoso.
4. La ética como religión
descompuesta
¿Qué
puede devenir esta categoría si se pretende suprimir, o enmascarar, su valor
religioso, conservando el dispositivo abstracto de su constitución aparente
("reconocimiento del otro", etc.)? La respuesta es clara: la confusión
incomprensible. Un discurso piadoso sin piedad, Una suplencia del alma para
gobernantes incapaces, una sociología cultural que sustituye, por las
necesidades de la predicación, la difunta lucha de clases.
Una
primera sospecha nos gana cuando consideramos que los apóstoles que alardean de
la ética y el "derecho a la diferencia", visiblemente se horrorizan por toda
diferencia un poco marcada.
Para
ellos, ya las costumbres africanas son bárbaras, las islámicas dan asco, los
chinos son totalitarios, y así sucesivamente. En verdad, este famoso "otro" es
presentable únicamente si es un buen otro, es decir, ¿qué otra cosa
que un idéntico a nosotros mismos? ¡Respeto de las diferencias, claro que
sí! Pero bajo la reserva de que el diferente sea demócrata–parlamentario,
partidario de la economía de mercado, sostenedor de la libertad de opinión,
feminista, ecologista... Lo que también puede decirse así: yo respeto las
diferencias, en la medida en que resulte claro que quien difiere respeta
exactamente como yo dichas diferencias. De la misma manera que “no hay libertad
para los enemigos de la libertad", igualmente no hay respeto para aquél cuya
diferencia consiste precisamente en no respetar las diferencias. Sólo hay que
ver la cólera obsesiva de los partidarios de la ética ante todo lo se parezca a
un musulmán "integrista".
El
problema es que el "respeto de las diferencias", la ética de los derechos del
hombre ¡parecen definir muy bien una identidad! y que, en consecuencia, respetar
las diferencias no se aplica sino en la medida en que ellas son razonablemente
homogéneas a esta identidad (la cual no es, después de todo, sino la de un
"Occidente" rico, pero visiblemente en su ocaso). Aun los inmigrantes de estos
países únicamente son, a los ojos de los partidarios de la ética, aceptablemente
diferentes si son "integrados”, si ellos quieren la integración (lo cual, mirado
más de cerca, parece querer decir: si ellos desean suprimir su
diferencia). Muy bien podría ser que, desligada de la predicación religiosa que
al menos le confería la amplitud de una identidad" revelada"; la ideología ética
no sea sino la última palabra de un civilizado conquistador: "Deviene en lo que
soy yo, y respetaré tu diferencia".
5. Retorno a lo
Mismo
La
verdad es que, sobre el terreno de un pensamiento a–religioso, y realmente
contemporáneo de las verdades de este tiempo, toda la predicación ética sobre el
otro y su "reconocimiento" debe ser pura y simplemente abandonado ya que la
verdadera cuestión, extraordinariamente difícil, es en todo caso la del
reconocimiento de lo Mismo.
Pongamos
nuestros propios axiomas. No hay ningún Dios. Lo que también se dirá: el Uno no
es. El múltiple "sin Uno" –todo múltiple siendo siempre a su turno un múltiple
de múltiples– es la ley del ser. El único punto de detención es el vacío. El
Infinito, como ya lo sabía Pascal, es la banalidad de toda situación Y no el
predicado de una trascendencia; puesto que el infinito, como lo ha mostrado
Cantor con la creación de la teoría de los conjuntos, es, en efecto, la forma
más general del ser–múltiple. En realidad, toda situación, en tanto que ella es,
es un múltiple compuesto de una infinidad de elementos, de los cuales cada uno
es a su vez un múltiple. Considerados en su simple pertenencia a una situación
(a un múltiple infinito), los animales de la especie Homo sapiens son
multiplicidades ordinarias.
Entonces,
¿qué debemos pensar del otro, de las diferencias, de su reconocimiento
ético?
La
alteridad infinita es simplemente lo que hay. Cualquier experiencia es
despliegue al infinito de diferencias infinitas. Aun la pretendida experiencia
reflexiva de mí mismo no es en absoluto la intuición de una unidad, sino un
laberinto de diferenciaciones, y Rimbaud ciertamente no se equivocaba al
declarar: "Yo es otro" . Hay tanta diferencia entre, digamos, un
campesino chino y un joven ejecutivo noruego, como entre yo mismo y cualquier
otro, incluido yo mismo.
Tanta,
pero también ni más ni menos.
6. Diferencias" culturales" y
culturalismo
La
ética contemporánea provoca un gran barullo sobre las diferencias "culturales".
Su concepción del "otro" apunta esencialmente a este tipo de diferencias. La
coexistencia tranquila de las "comunidades" culturales, religiosas, nacionales,
etc., el rechazo de la "exclusión", es su gran ideal.
Lo
que en todo caso es preciso sostener es que estas diferencias no tienen ningún
interés para el pensamiento, que ellas no son sino la evidente multiplicidad
infinita de la especie humana, la cual es tan flagrante entre yo y mi primo de
Lyon como entre la "comunidad" chiita de Irak y los corpulentos cow–boys de
Texas.
El
cimiento objetivo (o histórico) de la ética contemporánea es el culturalismo, la
fascinación verdaderamente turística por la multiplicidad de los hábitos, de las
costumbres, de las creencias. Y especialmente por la inevitable disparidad de
las formaciones imaginarias (religiones, representaciones sexuales, formas de
encarnación de la autoridad...) Si lo esencial de la "objetividad" ética se
sostiene en una sociología vulgar heredera directa del asombro colonial ante los
salvajes, dando por entendido que los salvajes están también entre nosotros
(drogadictos de los suburbios, comunidades de creencias, sectas: todo el
aparataje periodístico de la amenazante alteridad interior), a la que la ética,
sin cambiar el dispositivo de investigación, opone su "reconocimiento" y sus
trabajadores sociales.
Contra
estas fútiles descripciones (todo lo que se nos cuenta allí pertenece a la
realidad a la vez evidente y por eso mismo inconsistente), el verdadero
pensamiento debe afirmar esto: siendo las diferencias 10 que hay, y siendo toda
verdad un venir–a–ser de lo que aún no es, las diferencias son precisamente lo
que toda verdad destituye, o hace aparecer como insignificante. Ninguna
situación concreta se deja esclarecer por el motivo del "reconocimiento del
otro". Hay, en toda configuración colectiva moderna, gentes de todas partes que
comen diferente, hablan varios idiomas, llevan diversos sombreros, practican
diferentes ritos, tienen relaciones complicadas y variables con la cosa sexual,
aman la autoridad o el desorden, y así va el mundo.
7. De lo Mismo a las
verdades
Filosóficamente,
si lo otro es indiferente, es claro que la dificultad está del lado de lo Mismo.
Lo Mismo, en efecto, no es lo que es (o sea el múltiple infinito de las
diferencias), sino lo que adviene. Ya le hemos dado el nombre a aquello
respecto de lo cual no hay sino la venida de lo Mismo: es una verdad Sólo
una verdad es, como tal_ indiferente a las diferencias. Se lo sabe
desde siempre, aun si los sofistas de todas la épocas se encarnizan en
obscurecer esta certeza: una verdad es la misma para todos.
Lo
que debe ser postulado en cada uno, y que nosotros hemos nombrado su "ser de
inmortal", no es ciertamente lo que recubren las diferencias "culturales", tan
masivas como insignificantes. Es su capacidad para lo verdadero, o sea para ser
esto mismo que una verdad convoca a su propia' 'mismidad". Es
decir, según las circunstancias, su capacidad para las ciencias, para el amor,
la política o el arte, ya que tales son los nombres universales bajo los cuales,
según nosotros, se presentan las verdades.
Es
por una verdadera perversión, cuyo precio será históricamente terrible, que se
ha creído poder adosar una "ética" al relativismo cultural. Puesto que es
pretender que un simple estado contingente de las cosas pueda ser el fundamento
de una Ley.
Sólo
hay ética de las verdades. O más precisamente: únicamente hay ética de
los procesos de verdad, de la labor que hace advenir en este mundo algunas
verdades. La ética se debe tomar en el sentido supuesto por Lacan cuando habla,
oponiéndose de esta manera a Kano y a la intención de una moral general, de
ética del psicoanálisis. La ética no existe. Sólo hay la ética de (de la
política, del amor, de la ciencia, del arte).
En
efecto, no hay un solo sujeto, sino tantos como verdades hay, y tantos tipos
subjetivos como procedimientos de verdad.
En
cuanto a nosotros, señalamos cuatro "tipos" fundamentales: político, científico,
artístico y amoroso.
Cada
animal humano, participando en talo cual verdad singular, se inscribe en uno de
los cuatro tipos subjetivos.
Una
filosofía se propone construir un lugar de pensamiento donde los
diferentes tipos subjetivos, dados en las verdades singulares de su tiempo
coexistan. Pero esta coexistencia no es una unificación, y es por eso que es
Imposible hablar de una Ética.
III.
LA ÉTICA, FIGURA DEL NIHILISMO
Que
se la determine como representación consensual del Mal o como preocupación por
el otro, la ética designa ante todo la incapacidad, característica del mundo
contemporáneo, de nombrar y de querer un Bien, Aun es preciso ir más lejos: el
reino de la ética es un síntoma para un universo en el que domina una singular
combinación de resignación a lo necesario y de voluntad puramente negativa,
incluso destructiva. Es esta combinación la que se debe designar como
nihilismo.
Nietzsche
ha mostrado muy bien que la humanidad prefiere querer la nada antes que no
querer nada. Se reservará el nombre de nihilismo a esta voluntad de nada, que es
como la otra cara de la necesidad ciega.
1. La ética como sirvienta de la
necesidad
Es
sabido que el nombre moderno de la necesidad es: "economía". La objetividad
económica –que es preciso llamar por su nombre: la lógica del Capital– es a
partir de lo cual nuestros regímenes parlamentarios organizan una opinión y una
subjetividad que de entrada está forzada a validar lo necesario. La huelga, la
anarquía productiva, las desigualdades, la completa desvalorización del trabajo
manual, la persecución a los extranjeros: todo eso encadena un consenso
degradado, alrededor de un estado de cosas tan aleatorio como el clima del día
(la "ciencia" económica es aun más incierta en sus previsiones que la
meteorología) pero en el cual hay lugar para constatar la inflexible e
interminable coacción externa.
La
política parlamentaria, tal como hoy es practicada, no consiste en absoluto en
fijar objetivos derivados de algunos principios, dándose los medios para
alcanzarlos. Consiste en transformar en opinión consensual resignada (aunque
evidentemente inestable) el espectáculo de la economía. Por sí misma la economía
no es ni buena ni mala, no es el lugar de ningún valor (salvo el valor
mercancía, y el dinero como equivalente general). Como tal, "va" más o menos
bien. La política es el momento subjetivo, o valorizante de esta exterioridad
neutra. Ya que las posibilidades cuyo movimiento pretende organizar están, en
realidad, de antemano circunscriptas y anuladas por la neutralidad externa del
referente 'económico. De tal manera que la subjetividad general es
inevitablemente reenviada a una suerte de impotencia malhumorada, cuya vacuidad
re cubren las elecciones y las frases hechas de los jefes de partido.
Desde
este primer momento, en la constitución de la subjetividad contemporánea (en
términos de "opinión pública"), la ética juega su rol de acompañante, puesto que
sanciona de entrada la ausencia de todo proyecto, de toda política de
emancipación, de toda causa colectiva verdadera. Poniendo una barrera en la
ruta; en nombre del Mal y de los derechos del hombre, a la prescripción positiva
de los posibles, el Bien como sobrehumanidad de la humanidad, a lo Inmortal como
amo del tiempo, la ética acepta el juego de lo necesario como zócalo objetivo de
todos los juicios de valor.
El
famoso "fin de las ideologías", que por todos lados se proclama como la buena
nueva que elabora el "retorno de la ética", significa en los hechos la adhesión
a las chicanas de la necesidad y un empobrecimiento extraordinario del valor
activo, militante, de los principios.
La
idea misma de una "ética" consensual, que parte del sentimiento general
provocado por la visión de las atrocidades, y que reemplaza las "viejas
divisiones ideológicas", es un potente factor de resignación subjetiva y de
consentimiento a lo que hay. Y a que lo propio de todo proyecto emancipador, de
cualquier advenimiento de una posibilidad inaudita, es dividir las conciencias.
En efecto ¿cómo lo incalculable de una verdad, su novedad, el agujero que
produce en los saberes establecidos, podrían inscribirse en una situación sin
encontrar allí resueltos adversarios? Precisamente porque una verdad, en su
invención, es la única cosa que es para todos, no se efectúa realmente
sino contra las opiniones dominantes, las que siempre trabajan, no para
todos, sino para algunos_ estos algunos disponen, ciertamente, de su posición,
de sus capitales, de sus instrumentos mediáticos. Pero sobre todo tienen la
potencia inerte de la realidad y del tiempo contra lo que siempre es –como toda
verdad– el advenimiento azaroso, precario, de una posibilidad de 10 intemporal.
Como lo decía Mao–Tse–tung con su simplicidad acostumbrada: "Si ustedes tienen
una idea, será necesario que el uno se divida en dos". Ahora bien, la ética se
presenta explícitamente como el suplemento de alma del consenso. La "división en
dos" le produce horror (es propio de la ideología, de les partidarios del
pasado...). Ella forma parte de lo que impide toda idea, todo proyecto de
pensamiento coherente, y se contenta con aplicar sobre situaciones impensadas y
anónimas el palabrerío humanitarista (el cual, ya lo hemos dicho, no contiene en
sí mismo ninguna idea positiva de humanidad).
De
igual manera, la "preocupación por el otro" significa que no se trata, que no se
trata jamás, de prescribir a nuestra situación y, en definitiva, a
nosotros mismos, posibles todavía inexplorados. La Ley (los derechos del hombre,
etc.) está desde siempre ahí. Ella regla los juicios y las opiniones
sobre lo nefasto que ocurre en otro sitio variable.
Pero
la cuestión nunca es la de remontar hasta el fundamento de esta "Ley" , hasta la
identidad conservadora que la sostiene.
Como
todos lo saben, Francia, que bajo Vichy ha votado una ley sobre el estatuto de
los judíos, y que en este mismo momento vota leyes de identificación racial,
bajo el nombre de "inmigrante clandestino", de un supuesto enemigo interior;
Francia, que está subjetivamente dominada por el miedo y la impotencia, es un
"islote de derecho y de libertad". La ética es la ideología de esta insularidad,
y lo es porque ella valoriza en todo el mundo, con la fatuidad de la
"ingerencia" , las cañoneras del Derecho. Pero al hacerlo, difundiendo hacia
adentro en todo lugar la arrogancia y la satisfacción temerosa de sí,
esteriliza todo agrupamiento colectivo alrededor de un pensamiento fuerte de lo
que puede (y entonces debe) ser hecho aquí y ahora. Por eso es
directamente una variante del consenso conservador.
Es
preciso ver bien, sin embargo, que la resignación a las necesidades (económicas)
no es el único, ni el peor, de los componentes del espíritu público que la ética
viene a cimentar. Ya que la máxima de Nietzsche nos impone considerar que todo
no–valor (toda impotencia) está trabajada por la voluntad de nada, cuyo nombre
es: pulsión de muerte.
2. La ética como dominio
“occidental" de la muerte
Se
debería estar más conmocionado de lo que en general se está, por una,
observación que vuelve constantemente en todos los artículos y comentarios
consagrados a la guerra en la ex–Yugoeslavia: allí se remarca, con una suerte de
excitación subjetiva, de patética ornamental, que todas estas atrocidades pasan
"a dos horas de avión de París". Los autores de estos textos son todos
partidarios, naturalmente, de los derechos del hombre, de la ética, de la
ingerencia humanitaria, del hecho de que el Mal (que se creía haber exorcizado
con la caída de los "totalitarismos") opera un terrible retorno. Pero de golpe,
la observación parece incongruente: si Se trata de los principios éticos, de la
esencia victimaria del Hombre, del hecho de que "los derechos son universales e
imprescriptibles", ¿qué nos importa la duración de un viaje en avión? El
"reconocimiento del otro" ¿sería tanto más intenso si yo tengo a este otro, de
alguna manera, casi bajo la mano?
En
este pathos de lo próximo, se adivina el temblor equívoco, equidistante
del miedo y del goce, el percibir el horror y la destrucción, la guerra y el
cinismo ,finalmente todo cerca de nosotros. La ideología ética dispone,
casi a las puertas de su seguro abrigo civilizado, de la combinación indignante
y deliciosa de un Otro confuso (croatas, serbios, y estos enigmáticos
"musulmanes" de Bosnia) y de un Mal comprobado. Los alimentos de la ética
nos son servidos a domicilio por la Historia.
La
ética se alimenta demasiado del Mal y del Otro para no gozar en silencio,
(silencio que es el revés abyecto de su palabrería) de verlos de cerca.
Ya que el nudo que domina internamente a la ética es siempre tener que
decidir quién muere y quién no.
La
ética es nihilista porque su convicción subyacente es que la Única cosa que
verdaderamente puede advenirle al hombre es la muerte. Esto es cierto, en
efecto, en la medida en que se nieguen las verdades, que se recuse la
inmortal disyunción que ellas operan en una situación cualquiera. Entre el
Hombre como soporte posible del azar dejas verdades, o el Hombre como
ser–para–la–muerte (o para–la felicidad: es lo mismo), es preciso escoger. Esta
elección también opera entre filosofía y "ética", o entre el coraje de las
verdades y el sentimiento nihilista.
3. Bio–ética
Sin
duda esto esclarece la elección privilegiada que hace la ética, entre las
"cuestiones de sociedad" de las que nuestro cotidiano se regala –tanto más
porque ninguna de entre ellas tiene el menor sentido–, del sempiterno debate
sobre la eutanasia.
La
palabra eutanasia pone en claro la cuestión: "¿cuándo y cómo, en nombre
de nuestra idea de felicidad, se puede matar a alguien?".
Nombra
así el nudo estable a partir del cual opera el sentimiento ético. Se sabe del
uso constante que el "pensamiento" ético hace de la "dignidad humana". Pero la
combinación de ser–para–la–muerte y de la dignidad construye precisamente la
idea de la "muerte digna".
Comisiones,
prensa, magistrados, políticos, curas, médicos, discuten una definición ética,
sancionada por la ley, de la muerte dignamente administrada.
Ciertamente,
el sufrimiento, la degradación, no son" dignos", no son conformes a la imagen
pulida, joven, bien alimentada que nos hacemos del Hombre y sus derechos. ¿Quién
no ve que el "debate" sobre la eutanasia designa sobre todo la falta radical de
simbolización en que se encuentran hoy la vejez y la muerte? ¿El carácter
insoportable de su visión para los vivientes? La ética se encuentra aquí
en la unión de dos pulsiones que no son sino aparentemente contradictorias:
definiendo al Hombre por el no–Mal, luego por la "felicidad" y la vida, está a
la vez fascinada por la muerte e incapaz de inscribirla en el pensamiento. El
saldo de este balance es la transformación de la muerte misma en un espectáculo
lo más discreto posible, en una desaparición de la cual los vivientes tienen el
derecho de esperar que ella no derogará sus hábitos, estériles, de satisfacción
sin concepto. Por lo tanto, el discurso ético es a la vez fatalista y
resueltamente no–trágico: “deja hacer" a la muerte, sin oponerle lo Inmortal de
una resistencia.
Observemos,
ya que estos son los hechos, que “bio–ética" y obsesión de Estado concerniendo
la eutanasia han sido, explícitamente, categorías del nazismo. En el fondo, el
nazismo era de cabo a rabo una ética de la Vida. Tenía su propio concepto de la
"vida digna", y asumía implacablemente la necesidad de poner fin a las vidas
indignas. El nazismo ha aislado y llevado a su colmo el nudo nihilista del
dispositivo "ético", a partir del momento en que éste tiene los medios políticos
para ser otra cosa que una charlatanería. A este respecto, la aparición en
nuestros países de grandes comisiones de Estado encargadas de la "bio–ética" es
de mal augurio. Se pondrá el grito en el cielo. Se dirá que justamente, es
respecto al horror nazi que resulta necesario legislar para defender el derecho
a la vida y a la dignidad, el hecho que el impetuoso empuje de las ciencias deja
en nuestras manos la posibilidad de practicar toda suerte de manipulaciones
genéticas. Este grito no debe impresionamos. Es preciso mantener con fuerza que
la necesidad de semejantes comisiones de Estado y de semejantes legislaciones
indica que, en la conciencia y en la configuración de los espíritus, la
problemática sigue siendo esencialmente sospechosa. El abrazo de "ética" y de
"bio" es por sí mismo amenazante. De la misma manera que lo es la
similitud de los prefijos entre el eugenismo (deshonrados) y eutanasia
(respetable). Una doctrina hedonista del "bien–morir" no será una barrera para
la potente aspiración, verdaderamente mortífera, del "bien–generar", instancia
evidente del "bien–vivir”
El
fondo del problema es que, de cierta manera, toda definición del Hombre a partir
de la felicidad es nihilista. Se ve bien que las barricadas erigidas en las
puertas de nuestra prosperidad mal hecha, tienen como garantía interna contra la
pulsión nihilista, la ridícula y cómplice barrera de las comisiones de
ética.
Cuando
un primer ministro, pregonero político de una ética de la ciudadanía, declara
que Francia 'no puede acoger a toda la miseria del mundo", se guarda muy bien de
decirnos "según qué criterios y con qué métodos, se va a discernir la parte de
la mencionada miseria que se habrá de acoger de aquella que será invitada, sin
duda en los centros de retención, a recuperar su lugar de muerte, para que
podamos gozar de nuestras riquezas irrepartibles –las cuales, como se sabe,
condicionan a la vez nuestra felicidad y nuestra "ética". De igual manera, es
sin duda imposible estabilizar los criterios "responsables" y evidentemente
"colectivos", en nombre de los cuales las comisiones de bio–ética harán el
reparto entre eugenismo y eutanasia, entre el mejoramiento científico del hombre
blanco así como de su felicidad, y la liquidación "en dignidad" de los
monstruo)s, de los sufrimientos y de los espectáculos molestos.
El
azar, las circunstancias de la vida, el laberinto de las conciencias, combinados
en un tratamiento riguroso y sin excepción de la situación clínica, valen mil
veces más que el pomposo y mediático requerimiento de las instancias de la
bio–ética, cuyo terreno de ejercicio, y hasta el mismo nombre, no huelen muy
bien.
4. El nihilismo ético entre el
conservadorismo y la pulsión de muerte
Considerada
como figura del nihilismo, reforzada por el hecho de que nuestras sociedades
carecen de un porvenir universalmente presentable, la ética oscila entre dos
deseos apareados: un deseo conservador, que querría que sea reconocida por todos
la legitimidad del orden propio a nuestra perspectiva "occidental" , esto es:
imbricación de una economía objetiva salvaje y de un discurso del derecho; y un
deseo mortífero, que en un mismo gesto promueve y vela un integral dominio de la
vida, lo que bien quiere decir igualmente: consagrar lo que es al dominio
"occidental" de la muerte.
Razón
par la cual la ética sería mejor designada –ya que ella habla griego– una
"eu–eudénose"; un nihilismo beato.
Todo
cuanto puede oponérsele es aquello cuyo modo de ser es el de no ser aún, pero de
lo que nuestro pensamiento se declara capaz.
Cada
época –y en definitiva ninguna vale más que cualquier otra– tiene su propia
figura nihilista. Los nombres cambian, pero bajo estos nombres ("ética", por
ejemplo) se reencuentra siempre la articulación de una propaganda conservadora y
de un oscuro deseo de catástrofe.
Es
solamente declarando querer lo que el conservadorismo decreta como imposible, y
afirmando las verdades contra el deseo de nada, que uno se separa del nihilismo.
La posibilidad de lo imposible, que todo encuentro amoroso, toda refundación
científica, toda invención artística y toda secuencia de la política de
emancipación, ponen bajo nuestros ojos, es el único principio –contra la ética
del bien vivir, cuyo contenido real es decidir la muerte– de una ética de las
verdades.
IV–
LA ÉTICA DE LAS VERDADES
Es
una pesada tarea para el filósofo, arrancar los nombres a quienes prostituyen su
uso. Ya Platón padecía todas las penas del mundo por mantenerse firme sobre la
palabra justicia contra el uso enredado y versátil que de ella hacían las
sofistas.
Sin
embargo intentemos, a pesar de todo lo dicho, conservar la palabra ética,
ya que también, desde Aristóteles, aquellas que hicieron un uso razonable
componen una larga y estimable progenie.
1. Ser, acontecimiento, verdad,
sujeto
Si
no hay ética "en general", es que falta el Sujeto abstracto, y habría que
proveerlo. No hay sino un animal particular, convocado por las circunstancias a
devenir sujeto. O, más bien, a entrar en la composición de un sujeto. Lo
que quiere decir que todo lo que es, su cuerpo, sus capacidades, se encuentre,
en un momento dado, requerido para que la verdad haga su camino. Es entonces que
el animal humano es intimado a ser el inmortal que no era.
Qué
son estas "circunstancias"? Son las circunstancias de una verdad. Pero, ¿qué es
preciso entender por tales? Queda claro que lo que hay (los múltiples,
las diferencias infinitas, las situaciones "objetivas” por ejemplo, el estado
ordinario de la relación con el otro antes de un encuentro amoroso) no puede
definir una tal circunstancia. En este tipo de objetividad, el animal,
universalmente, se desenvuelve como puede. Se debe entonces suponer que lo que
convoca a la composición de un sujeto es un plus, o sobreviene en las
situaciones como aquello de lo que estas situaciones, y la manera usual de
comportarse allí, no pueden dar cuenta. Decimos que un sujeto, que
sobrepasa al animal (pero el animal es su único soporte) exige que algo haya
pasado, algo irreductible a su inscripción ordinaria en "lo que hay". A este
suplemento, llamémoslo un acontecimiento, y distingamos al
ser–múltiple, donde no se trata de la verdad (sino solamente de opiniones), del
acontecimiento(10) que nos coacciona a decidir una nueva manera de ser.
Semejantes acontecimientos están perfectamente testimoniados: la Revolución
francesa de 1792; el encuentro de Eloísa y Abelardo; la creación galileana de la
física; la invención de Haydn del estilo musical clásico... Pero también: la
revolución cultural China (1965–1967); una pasión amorosa personal; la creación
del matemático Grothendieck de la teoría de los Topos; la invención por
Schoemberg del dodecafonismo...
Entonces,
¿en qué "decisión" se origina el proceso de una verdad? En la decisión de
relacionarse de ahora en más con la situación desde el punto de vista del
suplemento del acontecimiento. Designemos esto como una fidelidad.
Ser fiel a un acontecimiento, es moverse en la situación que este
acontecimiento ha suplementado, pensando (pero todo pensamiento es una
práctica, una puesta a prueba) la situación "según" el acontecimiento. Lo que,
bien entendido, ya que el acontecimiento estaba fuera de todas las leyes
regulares de la situación, obliga a inventar una nueva manera de ser y de
actuar en la situación.
Está
claro que bajo el efecto de un encuentro amoroso, y si quiero serle fiel
realmente, debo recomponer de arriba a abajo mi manera ordinaria de
"habitar" mi situación. Si quiero ser fiel al acontecimiento "Revolución
cultural", debo en todo caso practicar la política (en especial la relación con
los obreros) de manera completamente diferente de lo que propone la tradición
socialista y sindicalista. De la misma manera, Berg y Webem, fieles al
acontecimiento musical que tiene el nombre" Schoenberg", no pueden continuar
como si nada el neorromanticismo de fin de siglo. Después de los textos de
Einstein de 1905, si soy fiel a su radical novedad, no puedo continuar
practicando la física en su cuadro clásico, etc. La fidelidad al acontecimiento
es ruptura real (pensada y practicada) en el orden propio en el que el
acontecimiento ha tenido lugar (político, amoroso, artístico,
científico...).
Se
llama “verdad" (una verdad) al proceso real de una fidelidad a un
acontecimiento. Aquello que esta fidelidad produce en la situación. Por
ejemplo, la política de los maoístas franceses entre 1966 y 1976, que intenta
pensar y practicar una fidelidad a dos acontecimientos entreverados: la
Revolución cultural China y Mayo del 68 en Francia. O la música llamada
"contemporánea" (nombre tan admitido como faro), que es fidelidad a los grandes
Vieneses de comienzos del siglo. O la geometría algebraica en los años cincuenta
y sesenta, fiel al concepto de Universo (en el sentido de Grothendieck), etc. En
el fondo, una; verdad es la traza material, en la situación, de la
suplementación del acontecimiento. En consecuencia, es una ruptura inmanente.
"Inmanente", porque una verdad procede en la situación y en ninguna
otra parte. No hay el Cielo de las verdades. "Ruptura", porque lo que hace
posible el proceso de verdad –el acontecimiento– no estaba en los usos de la
situación, ni se dejaba pensar por los saberes establecidos.
También
se dirá que un proceso de verdad es heterogéneo a los saberes instituidos de la
situación. O, para utilizar una expresión de Lacan, que es un "agujero" en estos
saberes.
Se
llama "sujeto" al soporte de una fidelidad, luego, al soporte de un proceso de
verdad. El sujeto no preexiste para nada a un proceso. El es absolutamente
inexistente en la situación "antes" del acontecimiento. Se dirá que el proceso
de verdad induce un sujeto.
Aquí
es necesario prevenir que el "sujeto", así concebido,. No recubre al sujeto
psicológico, ni aun al sujeto reflexivo (en el sentido de Descartes) o al sujeto
trascendental (en el sentido de Kant). Por ejemplo, el sujeto inducido por la
fidelidad a un encuentro amoroso, el sujeto del amor, no es el sujeto
"amante" descrito por los moralistas clásicos. Porque un tal sujeto psicológico
depende de la naturaleza humana, de la lógica de las pasiones. Mientras que
aquello de lo que nosotros hablamos no tiene ninguna preexistencia" natural".
Los amantes entran como tales en la composición de un sujeto de amor, que
los excede a uno y a otro.
De
la misma manera, el sujeto de una política revolucionaria no es el militante
individual, ni tampoco, por supuesto, la quimera de una "clase–sujeto". Es una
producción singular que ha tenido nombres diferentes (a veces "Partido", a veces
no). Es cierto que el militante entra en la composición de este sujeto, que una
vez más también lo excede (es justamente este exceso el que lo hace advenir como
inmortal). .
Así
también, el sujeto de un proceso artístico no es el artista (el "genio" , etc.).
En realidad, los puntos–sujetos del arte son las obras de arte. El artista entra
en la composición de estos sujetos (las obras son "las suyas"), sin que se pueda
de ninguna manera reducirlas a "él" (y por otra parte, ¿de qué "él" se
trataría?).
Los
acontecimientos son singularidades irreductibles, "fuera de la–ley" de las
situaciones. Los procesos fieles a una verdad son rupturas inmanentes siempre
enteramente inventadas. Los sujetos, que son las circunstancias locales
de un proceso de verdad ("puntos" de verdad) son inducciones particulares e
incomparables. Es con respecto a estos sujetos que –acaso– sea legítimo hablar
de una "ética de las verdades" .
2. Definición formal de la ética
de una verdad
Se
llama de manera general “ética de una verdad" al principio de continuación de un
proceso de verdad –o, de manera más precisa y compleja: lo que da
consistencia a la presencia de alguien en la composición de un sujeto que induce
el proceso de esta verdad.
Despleguemos
esta fórmula.
1)
¿Qué debemos entender por "alguien"? "Alguien" es un animal de la especie
humana, este tipo de múltiple particular que los saberes establecidos designan
como perteneciendo a la especie. Es este cuerpo, y todo aquello de lo que él es
capaz, lo que entra en la composición de un "punto de verdad". Bajo la
suposición de que ha habido un acontecimiento, y una ruptura inmanente en
la forma continuada de un proceso fiel.
"Alguien"
es eventualmente este espectador cuyo pensamiento es puesto en
movimiento, capturado y desconcertado por un resplandor teatral, y que de esta
forma entra en la compleja configuración de un momento de arte. O aquel que
constantemente aplicado a un problema de matemáticas, en el momento preciso en
el que se opera, después de la ingrata tarea donde los saberes obscurecidos
giran sobre si mismos, el esclarecimiento de la solución. O aquel amante cuya
visión de lo real está a la vez ensombrecida y trastocada, porque se rememora
apoyada en el otro el instante de la declaración. O aquel militante que alcanza,
al término de una reunión complicada, a decir simplemente el enunciado hasta
entonces inhallable y del cual todos acuerdan que es el necesario para hacerla
trabajar en la situación.
El
"alguien" que así tomado atestigua que pertenece, como punto–soporte, al proceso
de una verdad, es simultáneamente él–mismo, ningún otro que él mismo, una
singularidad múltiple por todos reconocible y en exceso sobre él–mismo,
porque la traza aleatoria de la fidelidad pasa por él, transita su
cuerpo singular y lo inscribe, desde el interior mismo del tiempo, en un
instante de eternidad.
Digamos
que lo que se puede saber de él está enteramente comprometido en lo que
ha tenido lugar; no hay, materialmente, nada más que este referente de un saber,
pero todo eso capturado en la ruptura inmanente al proceso de la verdad, de
manera que, co–perteneciendo a su propia situación (política, científica,
artística, amorosa...) y a la verdad que deviene, "alguien" queda
imperceptible e interiormente roto, o agujereado, por esta verdad que
"pasa" a través de este múltiple que se sabe que él es.
Se
podría decir más simplemente: de esta co–pertenencia a una situación y al
trazado azaroso de una verdad, de este devenir–sujeto, el "alguien" estaba
incapacitado de saberse capaz.
En
la medida en que él entra en la composición de un sujeto, que es
subjetivación de sí, el "alguien" existe en su propio
no–saber.
2)
Ahora ¿qué es preciso entender por "consistencia"? Simplemente que hay una
ley de lo no–sabido. Si, en efecto, el "alguien" no entra en la composición
del sujeto de una verdad, sino exponiéndose "completamente" a una fidelidad
post–acontecimiento, el problema consiste en saber qué va a devenir el
"alguien" en esta prueba.
El
comportamiento ordinario del animal humano depende de lo que Spinoza llama la
"perseverancia en el ser" y que no es otra cosa que la persecución del interés,
es decir, de la conservación de sí. Esta perseverancia es la ley del alguien
tal como él se sabe. Ahora bien, la prueba de una verdad no cae bajo esta
ley. Pertenecer a la situación es el destino natural de cualquiera, pero
pertenecer a la composición del sujeto de una verdad depende de una traza
propia, de una ruptura continuada, de la que es muy difícil saber cómo se
sobreimprime o se combina con la simple perseverancia en el propio ser.
Llamamos
"consistencia" (o "consistencia subjetiva") al principio de esta sobreimpresión,
o de esta combinación. Dicho de otra forma, la manera en la cual nuestra pasión
de matemáticos va a comprometer su perseverancia en lo que rompe o contraria
esta perseverancia y que es su pertenencia a un proceso de verdad .0 la
manera en que nuestro amante será completamente "él–mismo" en la prueba
continuada de su inscripción en un sujeto de amor.
Finalmente,
la consistencia es comprometer su singularidad (el "alguien" animal) en la
continuación de un sujeto de verdad. O bien: poner la perseverancia de lo que es
sabido al servicio de una duración propia de lo no sabido. .
Lacan
tocaba este punto cuando proponía como máxima de la ética: "No ceder sobre su
deseo". Puesto que el deseo es constitutivo del sujeto del inconsciente, es lo
no sabido por excelencia, de manera que "No ceder sobre su deseo" quiere decir:
"No ceder sobre lo que de sí mismo no se sabe". Nosotros añadimos que la prueba
de lo no sabido es el efecto lejano del suplemento de un acontecimiento, el
agujereamiento de un "alguien" a causa de una fidelidad a este suplemento
desvanecido, y que no ceder quiere decir, finalmente: no ceder sobre su propia
captura por un proceso de verdad.
Como
el proceso de verdad es fidelidad, si "No ceder" es la máxima de la consistencia
–luego, de la ética de una verdad– bien se puede decir que se trata, para el
"alguien", de ser fiel a una fidelidad, y no lo puede ser sino haciendo
servir allí su propio principio de continuidad, la perseverancia en el ser de lo
que es. Ligando (es justamente la consistencia) lo sabido por medio de lo
no sabido.
La
ética de una verdad, por lo tanto, se pronuncia fácilmente: "Haz todo lo que
puedas para que persevere lo que ha excedido tu perseverancia. Persevera en la
interrupción. Atrapa en tu ser lo que te ha atrapado y roto" .
La
“técnica" de consistencia es siempre singular, dependiente de los rasgos
"animales" de alguien. A la consistencia del sujeto que se ha devenido, por
haber sido requerido y capturado por un proceso de verdad, un "alguien" pondrá
al servicio su angustia y su agitación; este otro su gran estatura y su flema;
tal otro su voraz apetito de dominación; un otro su melancolía; otro su
timidez... Todo el material de la multiplicidad humana se deja labrar, ligar,
por una ._' consistencia" –al mismo tiempo que le opone terribles inercias, que
expone al "alguien" a la permanente tentación de ceder, de volver a la simple
pertenencia a una situación" ordinaria" , de tachar los efectos de lo no sabido.
.
La
ética se manifiesta por el conflicto crónico entre dos funciones del material
múltiple que hace todo el ser de un "alguien": por una parte, el desplegamiento
simple, la pertenencia a la situación, lo que se puede llamar el principio de
interés; por la otra, la consistencia, la ligazón de lo sabido por lo no
sabido, lo que se puede llamar el principio subjetivo.
Entonces
es fácil descubrir las manifestaciones de la consistencia', esquematizar una
fenomenología de la ética de las verdades.
3. La experiencia de la
"consistencia" ética
Demos
dos ejemplos.
1).
Si se define el interés como' 'perseverancia en el ser" (que es, recordémoslo,
la simple pertenencia a las situaciones múltiples), se ve que la consistencia
ética se manifiesta como interés desinteresado. Tiene que ver con el
interés, en el sentido en que compromete los recursos de la perseverancia (los
rasgos singulares de un animal humano, de un "alguien"). Pero es desinteresada
en un sentido radical, puesto que se propone ligar estos rasgos a una fidelidad,
que a su vez, se. dirige a una fidelidad primera, aquella que constituye el
proceso de verdad y que por sí misma no guarda ninguna relación con los
"intereses" del animal, que es indiferente a su perpetuación y tiene par destino
la eternidad.
Aquí
se puede jugar sobre la ambigüedad de la. palabra interés. Ciertamente,
el apasionado de la matemática, el espectador fijado sobre su butaca de teatro,
el amante transfigurado, el militante entusiasta, manifiestan por lo que hacen
–por el advenimiento en ellos del Inmortal del cual no se sabían capaz– un
prodigioso interés. Nada podría en el mundo suscitar más la intensidad de
existencia que ese actor que me hace re encontrar a Hamlet; esta percepción por
el pensamiento de lo que es ser dos; este problema de geometría algebraica del
que de repente descubro sus innumerables ramificaciones; o esta asamblea en la
calle a la entrada de una fábrica, donde verifico que mi enunciado político
reúne y transforma. Sin embargo, respecto de mis intereses de animal mortal y
depredador, aquí no pasa nada que me concierna o de lo cual un saber me indique
que se trata de una circunstancia apropiada para mí. Estoy acá por entero,
ligando mis componentes en el exceso sobre mi mismo que induce el pasaje
a través de mí de una verdad. Pero de golpe estoy también suspendido, roto,
revocado: des–interesado. Puesto que no podría, en la fidelidad a la fidelidad
que define la consistencia ética, interesarme por mí mismo y perseguir mis
intereses. Toda mi capacidad de interés, que es mi propia perseverancia en el
ser, está volcada sobre las consecuencias futuras de la solución de este
problema científico; sobre el examen del mundo a la luz del ser–dos del amor;
sobre lo que haré de mi encuentro, una noche, con el eterno Hamlet; o sobre la
etapa siguiente del proceso político, cuando la reunión delante de la fábrica se
haya dispersado.
No
hay sino una cuestión en la ética de las verdades: ¿cómo voy, en tanto que
alguien, a continuar excediendo mi propio ser? ¿Cómo ligar de manera
consistente lo que sé con los efectos de la captura por lo no–sabido?
Lo
que también se puede decir: ¿cómo vaya continuar pensando?
Es
decir, a mantener en el tiempo singular de mi ser..múltiple, y por el
único recurso material de este ser, el Inmortal que una verdad hizo advenir por
mi intermedio a una composición de sujeto.
2).
Toda verdad, ya lo hemos dicho, depone los saberes constituidos y, en
consecuencia, se opone a las opiniones, ya que se llama opiniones a las
representaciones sin verdad, los desechos anárquicos de un saber circulante.
Ahora
bien, las opiniones son el cimiento de la sociabilidad. Es de lo que los
animales humanos conversan, todos, sin excepción. No se puede hacer de
otra manera: el tiempo que hace; la última película; las enfermedades de los
chicos; los bajos salarios; las vilezas del gobierno; la actuación del equipo
local de fútbol; la televisión; las vacaciones; las atrocidades lejanas y
próximas; los sinsabores de la escuela pública; el Último disco de un conjunto
de hard–rock; el mal momento por el que se atraviesa; si haya no demasiados
inmigrantes; los síntomas neuróticos; los éxitos en la institución; las comidas
ricas; la última lectura; las revistas donde encontrar por poca plata lo que se
necesita; los autos; el sexo; el sol... ¿Qué haríamos nosotros, miserables, si
no hubiera todo eso que circula y se repite entre los animales de la ciudad? ¿A
qué silencio deprimente estaríamos condenados? La opinión es la materia prima de
toda comunicación.
Se
sabe la fortuna que hoy tiene este término, y que algunos ven ahí el
enraizamiento de lo democrático y de la ética. Se sostiene frecuentemente que lo
que cuenta es "comunicar", que toda ética es "ética de la comunicación". Si se
pregunta: comunicar, es cierto, ¿pero qué? Es fácil responder: las opiniones
sobre el despliegue total de los múltiples que este múltiple especial, el animal
humano, experimenta en la empecinada determinación de sus intereses.
Opiniones
sin un gramo de verdad. Ni tampoco de falsedad. La opinión está más acá
de 10 verdadero y de lo falso, justamente porque su único oficio es ser
comunicable. Por el contrario, lo que determina un proceso de verdad no se
comunica. La comunicación es apropiada únicamente para las opiniones (e,
insistimos: no podríamos prescindir de ella). En todo lo que concierne a las
verdades se requiere que haya encuentro. Lo Inmortal del que soy capaz no
podría ser suscitado en mí por los efectos de la sociabilidad comunicante, debe
ser directamente capturado por la fidelidad. Lo que quiere decir: roto,
en su ser múltiple, siguiendo el trazado de una ruptura inmanente y finalmente
requerido, aunque más no fuese sin saberlo, por el suplemento de un
acontecimiento. Entrar en la composición del sujeto de una verdad 1610 puede ser
del orden de aquello que a uno le ocurre.
Así
lo atestiguan las circunstancias concretas en donde alguien es capturado por una
fidelidad: encuentro amoroso; un poema que súbitamente sienten dirigido a
ustedes; teoría científica cuya belleza, primeramente indistinta, los subyuga;
inteligencia activa de un lugar político La filosofía
no es una excepción, ya que cada uno sabe que para mantener el
interés–desinteresado, es preciso haber encontrado, una vez en la vida, la
palabra de un Maestro.
De
repente, la ética de una verdad es todo lo contrario de una "ética de la
comunicación". Es una ética de lo real si es verdad que, como lo sugiere
Lacan, todo acceso a lo real es del orden del encuentro. Y la consistencia, que
es el contenido de la máxima ética: "i Continuar!", no va sino a mantener el
hilo de este real.
Se
lo podría formular asÍ: "No olvides jamás lo que has encontrado". Pero sabiendo
que el no–olvido no es una memoria (¡ah, la insoportable y periodística "ética
de la memoria"!). El no–olvido consiste en pensar y practicar el acomodamiento
de mi ser–múltiple al Inmortal que él detenta, y que el atravesamiento de un
encuentro ha compuesta en sujeto.
Lo
que en un antiguo libro habíamos formulado así: "Ama lo que jamás creerías dos
veces". Porque la ética de una verdad se opone de manera absoluta a la opinión y
a la ética a secas, que no es más que un esquema de opinión. Y a que la máxima
de la opinión es: "No amen sino lo que creen desde siempre".
4 – ¿Ascetismo?
¿Es
la ética de las verdades ascética? ¿Exige de nosotros un renunciamiento? Este
debate es, desde el alba de la filosofía, esencial. Interesaba ya a Platón,
resuelto a probar que el filósofo, hombre de las verdades, es "más
afortunado" ,que el tirano que goza, y que, en consecuencia, el animal sensible
no renuncia a nada esencial consagrando su vida a las Ideas.
Llamamos
"renunciamiento" al hecho que se deba ceder sobre la persecución de nuestros
intereses, persecución que, excluida la verdad, hace la totalidad de nuestro
ser–múltiple. ¿Hay renunciamiento cuando una verdad me captura? Sin duda que no,
ya que esta captura se manifiesta por intensidades de existencia
inigualables. Se les puede dar nombres: en el amor hay dicha; en la ciencia,
hay alegría. (en el sentido de Spinoza: beatitud intelectual); en la política,
hay entusiasmo; y en el arte, placer. Estos" afectos de la verdad" , al mismo
tiempo que señalan la entrada de alguien en una composición subjetiva hacen
vanas todas las consideraciones acerca del renunciamiento. La experiencia lo
muestra hasta el hartazgo.
Pero
la ética no es del orden dé la pura captura. Ella regla la consistencia
subjetiva, en la medida en que su máxima es "¡Continuar!". Ahora bien, nosotros
hemos visto que esta continuación supone un verdadero desvío de la
"perseverancia en el ser". Los materiales de nuestro ser–múltiple se subordinan
a la composición subjetiva, a la fidelidad a una fidelidad, ya no más a la
persecución de nuestro interés. Esta desviación ¿equivale aun
renunciamiento?
Es
preciso decir que aquí hay un punto propiamente indécidible.
"Indecidible" quiere decir que ningún cálculo permite decidir si hay o no
renunciamiento esencial.
–Por
un lado, es cierto que la ética de las verdades impone una distancia tal
respecto de las opiniones que se la puede considerar propiamente asocia/.
Esta a–sociabilidad es reconocida desde siempre: son las imágenes de Tales
que cae en un pozo porque busca penetrar el secreto de los movimientos celestes;
el proverbio: "los enamorados están solos en el mundo"; el destino apartado de
los grandes revolucionarios; el tema de la "soledad del genio" ,etc. En el más
bajo nivel es el sarcasmo contemporáneo contra el "intelectualoso", o la
representación inevitable del militante como "dogmático" o "terrorista". Ahora
bien, la a–sociabilidad se paga con una constante restricción en cuanto a la
persecución de los intereses, porque esta persecución está precisamente reglada
por el juego social y por la comunicación. Aquí no se trata tanto de represión
(aunque evidentemente existe y puede tomar formas extremas) como de una
discordancia insuperable, propiamente ontológica,13 entre la fidelidad
post–acontecimiento y el transcurso normal de las cosas, entre verdad y
saber.
––Por
otro lado, es preciso reconocer que el' 'mí–mismo" compra'" metido en la
composición subjetiva es idéntico a aquél que persigue su interés: para
nosotros no hay dos figuras distintas del "alguien". Son los mismos múltiples
vivientes los que son requeridos en todos estos casos. Esta ambivalencia de mi
composición–múltiple, hace que el interés no pueda más ser claramente
representable como distinto del interés–desinteresado. Toda representación de
mí–mismo es la imposición ficticia de una unidad a sus componentes múltiples
infinitos. Que esta ficción sea en general cimentada por el interés, no hay duda
alguna. Pero como los componentes son ambiguos (son ellos los mismos que sirven
para ligar mi presencia en una fidelidad), es posible que, aun bajo la regla del
interés, la unidad ficticia se subordine como tal a un sujeto, al Inmortal, y no
al animal socializado.
En
el fondo, la posibilidad de que algún ascetismo sea requerido por la
ética de las verdades, proviene de que el esquema del interés no tiene otra
materia para unificar ficticiamente que aquella a la cual la ética de las
verdades da consistencia. De ahí que el interés desinteresado pueda ser
representado como interés a secas. Cuando éste es el caso, no se podría hablar
de ascetismo: el principio del interés gobierna, en efecto, la práctica
consciente.
Pero
no se trata sino de una simple posibilidad y en ningún caso una necesidad. En
efecto, no olvidemos que falta mucho para que todos los componentes de mi
ser–múltiple sean comprometidos en su conjunto, tanto en la persecución de mis
intereses como en la consistencia de un sujeto de verdad. Siempre puede ocurrir
que la brutal requisitoria de tal o cual componente "dormido", ya sea bajo la
presión socializada de los intereses o para la etapa en curso de una fidelidad,
desestabilice todos los montajes ficticios anteriores por medio de los cuales
organizo la representación de mí–mismo. En consecuencia; la percepción del
interés–desinteresado, como interés a secas puede deshacerse, ser representable
la escisión y el ascetismo venir a la orden del día, tanto como la inversa: la
tentación de ceder, de retirarse de la composición subjetiva, de romper un amor
porque un deseo obsceno se impone; traicionar una política porque se ofrece el
reposo del "servicio de los bienes"; reemplazar la exasperación científica por
la carrera por los créditos y los honores, o regresar al academicismo bajo la
fachada de una propaganda que denuncia el carácter "superado" de las
vanguardias.
Pero
entonces, la llegada del ascetismo es idéntica al descubrimiento de un sujeto de
verdad como puro deseo de si. El sujeto debe de alguna manera continuar
por sus propias fuerzas, ya sin la protección de las ambigüedades de la ficción
representativa. Es el punto propio de lo indecidible: este deseo del sujeto de
perseverar en su consistencia ¿es comparable al deseo del animal de asir su
suerte socializada? Nada, una vez allí, exime del coraje. Uno se armará, si se
puede, del optimismo de Lacan, cuando escribe: "El deseo, lo que se llama el
deseo [Lacan habla aquí de lo insabido subjetivo] basta para hacer que la vida
no tenga sentido si produce un cobarde." 14
V.
EL PROBLEMA DEL MAL
Subrayamos
ya hasta qué punto la ideología ética contemporánea se enraíza en la evidencia
consensual del Mal. Hemos invertido este juicio determinando el proceso
afirmativo de las verdades como núcleo central, tanto de la composición posible
de un sujeto, como del advenimiento singular, para el "alguien" que entra en
esta composición, de una ética perseverante.
¿
Quiere decir que es necesario recusar toda validez a la noción del Mal y
reenviarla en bloque a su evidente origen religioso?
A) La vida, las verdades, el Bien
Aquí
no haremos ninguna concesión a la opinión según la cual habría una suerte de
"derecho natural" fundado, en último análisis, sobre la evidencia de lo que
perjudica al Hombre.
Restituido
a su simple naturaleza, el animal humano debe ser considerado del mismo modo que
sus compañeros biológicos. Este masacrador sistemático persigue en los gigantes
hormigueros que edificó intereses de supervivencia y satisfacción ni más ni
menos estimables que los de los topos o de las cicindelas. El animal humano se
ha mostrado el más taimado de los animales, el más paciente, el más
obstinadamente esclavo de los deseos crueles de su propia potencia. Sobre todo
supo poner al servicio de su vida mortal la capacidad que le es propia, y que
consiste en ubicarse sobre el trayecto de las verdades de manera que le advenga
una parte de Inmortal. Es lo que ya dejaba presentir Platón, cuando indicaba que
su famoso prisionero evadido de la caverna y encandilado por el sol de la Idea,
tenía como deber volver a la sombra y hacer que sus compañeros de servidumbre se
beneficien de aquello que, en el umbral del mundo obscuro, lo había capturado.
Sólo hoy mensuramos plenamente lo que este retorno significa: es el de la física
galileana hacia la maquinación técnica o el de la teoría atómica hacia los
explosivos y las centrales atómicas. El retorno del interés–desinteresado hacia
el interés bruto, el 'forzamiento de los saberes por algunas verdades. Todo lo
cual condujo al animal humano a devenir amo absoluto de su biosfera que, por
cierto, no es sino un planeta de segundo orden.
Pensado
así (y es lo que de él sabemos) queda claro que el animal humano no depende "en
sí" de ningún juicio de valor. Nietzsche tenía sin ninguna duda razón, puesto
que determina a la humanidad según la norma de su potencia vital, en declararla
esencialmente inocente, en sí misma extranjera al Bien y al Mal. Su quimera es
imaginar una sobrehumanidad devuelta a esta inocencia, una vez liberada de la
tenebrosa empresa de aniquilamiento de la vida, llevada a cabo por la potente
figura del Sacerdote. No, ninguna vida, ninguna potencia natural, podría estar
más allá del Bien y del Mal. Es necesario decir que toda vida, comprendida la
del animal humano, está del lado de acá del Bien y del Mal.
Lo
que hace surgir el bien y por vía de simple consecuencia el Mal, concierne
exclusivamente a la rara existencia de los procesos de ver dad. Transido por una
ruptura inmanente, el animal humano ve su principio de supervivencia –su
interés– desorganizado. Decimos entonces que el Bien, si por tal se entiende que
alguien pueda entrar en la composición del sujeto de una verdad, es precisamente
la norma interna de una desorganización prolongada de la vida.
Todo
el mundo, por otra parte, lo sabe: las rutinas de la supervivencia son
indiferentes al Bien, cualquiera que éste sea. Toda prosecución de un interés no
tiene legitimidad sino en su logro. Por el contrario, "caer enamorado" (la
palabra" caer" señala la desorganización de la marcha de las cosas), ser tomado
por el furioso insomnio de un pensamiento, o comprobar que algún compromiso
político radical resulta incompatible con todo principio de interés inmediato,
me obliga a evaluar la vida, mi vida de animal humano socializado, según otro
patrón que el de esa vida en sí misma. Especialmente cuando, más allá de la
evidencia dichosa o entusiasta de la captura, sé trata de saber si., y cómo,
continúo en la vía de la desorganización vital, dotando así a la desorganización
primordial de una organización paradojal segunda, la misma que hemos nominado
"consistencia ética".
Si
hay el Mal, es necesario pensarlo a partir del Bien. Sin la consideración del
Bien y, en consecuencia, de las verdades, no hay sino la inocencia cruel de la
vida, que está más acá del Bien y del Mal.
De
modo que, por extraño que resulte el propósito, es absolutamente necesario que
el Mal sea una dimensión posible de las verdades. Sobre este punto no nos
contentaremos con la solución demasiado fácil del platonismo: el Mal como simple
ausencia de la verdad, el Mal como ignorancia del Bien, puesto que la idea misma
de ignorancia es inasible. ¿Para quién una verdad está ausente? Para el animal
humano como tal, empecinado en la persecución de sus intereses, no hay verdad,
sino opiniones que hacen a la socialización, En cuanto al Sujeto –el Inmortal–
la verdad no le podría faltar, ya que su constitución depende sólo de ella, dada
como trayecto fiel.
Es
preciso, entonces, si es que el Mal resulta identificable como una forma del
ser–múltiple, que surja como efecto (posible) del Bien mismo. Lo que se
dirá: no es sino porque hay verdades, y en la medida en que existen los sujetos
de estas verdades, que hay el Mal.
O
también: el Mal, si existe, es un efecto perturbado de la potencia de la
verdad.
Pero,
¿existe el Mal?
B) De la existencia del Mal
Puesto
que rechazamos toda idea de un reconocimiento consensual, o a priori, del
Mal, la única línea de pensamiento riguroso sería definir el Mal sobre nuestro
propio terreno, es decir, como una dimensión posible de un proceso de verdad,
para sólo después examinar las coincidencias entre los efectos esperados de esta
definición y los ejemplos "flagrantes" (los ejemplos de opinión) del Mal
histórico o privado.
Sin
embargo vamos a proceder de manera más inductiva, ya que el objetivo de este
libro es ceñir de cerca la actualidad de los problemas. Los partidarios de la
ideología "ética" saben bien que la identificación del Mal no es asunto de poca
importancia, aun si, en definitiva, toda su construcción reposa sobre el axioma
según el cual en esa materia hay una evidencia de opinión. A partir de allí
proceden como hemos visto que lo hacía Lévinas respecto de la cuestión del
'reconocimiento del Otro": radicalizan el propósito. De la misma manera que
Lévinas, en definitiva, suspende la originalidad de la apertura al Otro a. la
suposición de un Absoluto–Otro, los defensores de la ética también hacen
depender la identificación consensual del Mal a la suposición de un Mal
radical.
Si
bien es cierto que la idea de un Mal radical se remonta (por lo menos) a Kant,
su versión contemporánea se apoya de manera sistemática sobre un "ejemplo": la
exterminación de los judíos en Europa por los nazis. Nosotros no empleamos la
palabra ejemplo a la ligera. Ciertamente, un ejemplo es de ordinario algo
que debe repetirse o imitarse. Tratándose de la exterminación nazi, ella
ejemplifica el Mal radical cuya imitación o repetición debe ser impedida a
cualquier precio. O más precisamente: es aquello cuya no–repetición cumple
función de norma para todo juicio sobre las situaciones. Entonces, hay
acá "ejemplaridad" del crimen, ejemplaridad negativa. Sin embargo, la función
normativa del ejemplo permanece: la exterminación nazi es el Mal radical en
tanto que da para nuestro tiempo la medida única, inigualable, –y en este
sentido, trascendente o indecible– del Mal a secas. Lo que el Dios de Lévinas es
en la evaluación de la alteridad (el Absoluto–Otro como medida inconmensurable
del Otro), la exterminación lo es en la evaluación de las situaciones históricas
(el' Absoluto–Mal como medida inconmensurable del Mal).
De
ahí que la exterminación y los nazis sean a la vez declaradas impensables,
indecibles, sin precedente ni posteridad concebibles –puesto que nombran la
forma absoluta del Mal–; y sin embargo constantemente invocados, comparados,
encargados de esquematizar toda circunstancia en la que se quiere producir, en
la opinión, un efecto de conciencia del mal ..,.ya que no hay apertura al Mal en
general sino bajo la condición histórica de un Mal radical. Es así que en 1956,
para legitimar la invasión a Egipto por las fuerzas anglo–francesas, los
políticos y la prensa no dudaban un segundo ante la fórmula: "Nasser es Hitler".
Esto se ha vuelto a ver recientemente, tanto en lo que concierne a Saddam
Hussein (en Irak) como respecto a Slobodan Milosevic (en Serbia). Pero, al mismo
tiempo, se recuerda con insistencia que la exterminación y los nazis son únicos
y que compararlos con cualquier otra cosa es una profanación.
Esta
paradoja es en realidad la del Mal 'radical mismo (y, a decir verdad, de toda
"puesta en trascendencia" de una realidad o de un concepto). Es necesario que
aquello que constituye la medida no sea mensurable y que, sin embargo, sea
constantemente mensurado. La exterminación, precisamente, es a un tiempo la
medida de todo el Mal del que nuestra época es capaz –y como tal, resulta en sí
misma inconmensurable; como también –y esto supone medirla sin cesar– aquello a
lo que debe compararse todo cuanto requiera ser juzgado según la evidencia del
Mal. Ese crimen, en tanto ejemplo negativo supremo, es inimitable, pero al mismo
tiempo cualquier crimen es su imitación. .
Para
salir de este círculo, al que nos condena el hecho de querer ordenar la cuestión
del Mal según un juicio consensual de la opinión (juicio que se debe
pre–estructurar por la suposición de un Mal radical), es preciso evidentemente
abandonar el tema del Mal absoluto, de la medida sin medida, Este tema, como el
del Absoluto–Otro, pertenece a la religión. .
Sin
embargo, no hay duda que la exterminación de los judíos de Europa es un crimen
de Estado atroz, cuyo horror es tal que no se puede, sin entrar en una
repugnante sofistica, dudar que se trata, de cualquier manera que se lo mire, de
un Mal que nada lo rehabilita ni permite clasificarlo tranquilamente
(''hegelianamente") en el capítulo de las necesidades transitorias del
movimiento histórico,
Se
admitirá también sin reservas la singularidad del exterminio. La mediocre
categoría de "totalitarismo" ha sido forzada para reunir en un solo concepto la
política nazi y la política de Stalin, la exterminación de los judíos de Europa
y las deportaciones y masacres en Siberia. Esta amalgama poco ayuda al
pensamiento, ni siquiera al pensamiento del Mal. Es preciso admitir la
irreductibilidad de la exterminación (así como también la irreductibilidad del
Partido–estado stalinista).
Pero
justamente, toda la cuestión reside en localizar esta singularidad. En el fondo,
los defensores de la ideología de los derechos del hombre intentan localizarla
directamente en el Mal, conforme a sus objetivos de pura opinión. Hemos visto
que esta tentativa de absolutización religiosa del Mal es incoherente. Es además
muy amenazante, como todo lo que opone al pensamiento un "límite" infranqueable,
ya que la realidad de lo inimitable es la constante imitación. A fuerza de ver a
Hitler por todas partes se olvida que ha muerto –y que bajo nuestros ojos pasa
el advenimiento de nuevas singularidades del Mal.
En
realidad, pensar la singularidad de la exterminación es pensar, ante todo, la
singularidad del nazismo como política. Ese es todo el problema. Hitler pudo
conducir la exterminación como una colosal operación militarizada, porque había
tomado el poder y lo hizo en nombre de una política que incluía entre sus
categorías la de "judío".
Los
que sostienen la ideología ética insisten tanto en localizar la singularidad de
la exterminación directamente en el Mal que, por lo general, niegan
categóricamente que el nazismo haya sido una política. Pero esta es una posición
a la vez débil y sin coraje. Débil, porque la constitución del nazismo en
subjetividad" masiva" integrando la construcción de la palabra judío como
esquema político, es lo que hizo posible, luego necesaria, la exterminación. Sin
coraje, porque es imposible pensar la política hasta el fin, si se renuncia a
considerar que puedan existir políticas cuyas categorías orgánicas, las
prescripciones subjetivas, son criminales.
Los
partidarios de la "democracia de los derechos del hombre” gustan mucho, con
Hanna Arendt, definir la política como la escena del “ser–en–conjunto". Es,
además, apoyados sobre esta definición que hacen el impasse sobre la esencia
política del nazismo. Pero esta definición es sólo un cuento de hadas, tanto más
si el "ser–en–conjunto” debe primeramente determinar –y esa es toda la cuestión–
el conjunto del que se. trata. Nadie deseaba más que Hitler el ser–en–conjunto
de los Alemanes. La categoría nazi de "judío" servía para nombrar el interior
alemán, el espacio del ser–en–conjunto, por la construcción (arbitraria, pero
prescriptiva) de un exterior que podía acosar al interior, de igual manera que
la certeza de ser" entre Franceses" supone que se persigue aquí mismo a aquellos
que caen bajo la categoría de "inmigrante clandestino".
Una
de las singularidades de la política nazi ha sido declarar con precisión la
"comunidad" historial a la que trataba de dotar de una subjetividad
conquistadora. Es esta declaración la que permitió su victoria subjetiva y
puso la exterminación a la orden del día.
Más
fundado sería decir, entonces, que en la circunstancia, el lazo entre política y
Mal se introduce justamente por el sesgo de tomar en consideración tanto al
conjunto (temática de las comunidades), como al ser–con (temática del consenso,
de las normas compartidas).
Pero
lo que importa es que la singularidad del Mal es tributaria, en último análisis,
de la singularidad de una política.
Esto
nos reconduce al pensamiento de la subordinación del Mal, si no directamente al
Bien, al menos a los procesos que lo invocan. Es probable que la política nazi
no haya sido un proceso de verdad. Pero "capturó" la situación alemana sólo en
la medida en que era representable como tal. De manera que aun en el caso de
este Mal que llamamos, no radical, sino extremo, la inteligibilidad de su ser
"subjetivo", la cuestión de los" alguienes" que han podido participar en su
atroz ejecución como si cumpliesen un deber, exigen que se los refiera a las
dimensiones intrínsecas de los procesos de verdad política.
Podríamos
también señalar que los sufrimientos subjetivos más intensos, que ponen
realmente a la orden del día lo que es "hacer el mal a alguien" , y que a menudo
determinan el suicidio o el asesinato, tienen por horizonte la existencia del
proceso amoroso.
Plantearemos
que:
–
el Mal existe;
–
debe ser distinguido de la Violencia empleada por el animal humano para
perseverar en su ser, para perseguir sus intereses, violencia que está del
lado de acá del Bien y del Mal;
–
sin embargo, no hay Mal radical por el cual se esclarecería esta cuestión;
–
sólo es posible pensar el Mal como distinto de la depredación trivial, en la
medida en que se lo trate desde el punto de vista del Bien, o sea, a partir de
la captura de "alguien" por un proceso de verdad;
–
en consecuencia, el Mal no es una categoría del animal humano es una categoría
del sujeto;
–
no hay Mal sino en la medida en que el hombre es capaz de devenir el Inmortal
que es;
–
la ética de las verdades, como principio de consistencia de la fidelidad a una
fidelidad, o la máxima "¡Continuar!", es lo que intenta evitar el Mal que toda
verdad singular hace posible.
Falta
ligar estas tesis, hacerlas homogéneas a lo que sabemos de la forma general de
las verdades.
C) Retorno sobre el
acontecimiento, la fidelidad, la verdad
Recordemos
las tres dimensiones capitales de un proceso de verdad, que son:
–
el acontecimiento, que hace advenir "otra cosa" que la situación, las
opiniones, los saberes instituidos; que es un suplemento azaroso, imprevisible,
disipado apenas aparece;
–
la fidelidad, que es el nombre de un proceso: se trata de una
investigación coherente de la situación, bajo el imperativo del acontecimiento;
es una ruptura continuada e inmanente;
–
la verdad propiamente dicha, que es ese múltiple interno a la situación
que construye, poco a poco, la fidelidad; aquello que la fidelidad reagrupa y
produce.
Estas
tres dimensiones del proceso tienen características "ontológicas;'
esenciales:
1).
El acontecimiento es a la vez situado –es un acontecimiento de tal o cual
situación– y suplementario, es decir, absolutamente desprendido o
desligado de todas las reglas de la situación. Así, el surgimiento con Haydn (o
bajo el nombre de este "alguien", Haydn) del estilo clásico, concierne a la
situación musical y a ninguna otra, situación que estaba reglada por el
predominio del estilo barroco. Es un acontecimiento para esta situación. Pero
por otro lado, lo que este acontecimiento autoriza como configuraciones
musicales no es legible desde la plenitud alcanzada por el estilo barroco; se
trata realmente de otra cosa.
Se
preguntará, entonces, qué es lo que hace lazo entre el acontecimiento y la
"razón" por la cual es un acontecimiento. Este lazo es el vado de la
situación anterior. ¿Qué es preciso entender por tal? Que en el corazón de
toda situación, como fundamento de su ser, hay un vacío "situado", alrededor del
cual se organiza la plenitud (o los múltiples estables) de la situación en
cuestión. Así, en el corazón del estilo barroco llegado a su saturación
virtuosa, se encuentra el vacío (tan desapercibido como decisivo) de un
pensamiento verdadero de la arquitectónica musical. El acontecimiento–Haydn se
da como una suerte de "nominación" musical de este vacío, ya que es precisamente
un principio totalmente nuevo, arquitectónico, temático, una nueva manera de
desarrollar la escritura a partir de algunas células transformables, lo que
constituye al acontecimiento mismo. Es decir, lo que en el interior del estilo
barroco no era justamente perceptible (no podía haber allí ningún saber acerca
de eso).
Se
podría decir, puesto que una situación está compuesta por los saberes que por
ella circulan, que el acontecimiento nombra el vacío en tanto que nombra lo
no sabido de la situación.
Para
tomar un ejemplo célebre, Marx hace acontecimiento en el pensamiento político en
la medida en que designa, bajo el nombre de proletariado, el vacío central de
las sociedades burguesas incipientes. Ya que el proletariado, sumido en la
privación total, ausente de la escena política, es aquello alrededor de lo cual
se organiza la plenitud satisfecha del reino de los propietarios de
capitales.
Por
último, diremos que el carácter ontológico fundamental de un acontecimiento es
el de inscribir, nombrar, el vacío situado que es la razón por la cual él se
constituye como acontecimiento.
2).
Con respecto a la fidelidad, ya hemos dicho bastante acerca de ella. El punto
más importante consiste en que jamás es necesaria. Hay indecibilidad en cuanto a
saber si el interés–desinteresado que supone para el "alguien" que de ella
participa puede, aunque sea en una ficción de la representación de sí, valer
como interés a secas. Entonces, como el único principio de perseverancia es el
del interés, la perseverancia de alguien en una fidelidad –la continuidad del
ser–sujeto de un animal humano– permanece aleatoria. Sabemos que es en función
de este aleatorio que hay un espacio para una ética de las verdades.
3).
Finalmente, tratándose de la verdad como resultado, es preciso sobre todo
señalar su potencia. Hemos evocado este tema a propósito del "retorno" del
prisionero de Platón a la caverna, que es el retorno de una verdad hacia los
saberes. Una verdad "agujerea' los saberes, es heterogénea a ellos, pero es
también la única fuente conocida de saberes novedosos. Diremos que la verdad
fuerza los saberes.
El
verbo forzar indica que siendo la ruptura la potencia de una verdad, es
violentando los saberes establecidos y en circulación que retorna hacia lo
inmediato de la situación, o bien, reorganiza esta suerte de enciclopedia
portátil de la que se extraen las opiniones, las comunicaciones y la
sociabilidad. Si una verdad como tal jamás es comunicable, implica sin embargo,
a distancia de sí misma, poderosas recomposiciones de las formas y de los
referentes de la comunicación –sin que, por otro lado, estas recomposiciones
"expresen" la verdad, o indiquen un "progreso" de las opiniones. Así, todo un
saber musical se organiza rápidamente a partir de los grandes nombres del
estilo clásico, un saber anteriormente informulable. No hay allí ningún'
'progreso" puesto que el academicismo clásico, o el culto a Mozart, no tiene
nada de superior con respecto a lo que había antes. Sin embargo es un
forzamiento de saberes, una modificación a menudo muy extensa de los códigos de
la comunicación (o de las opiniones que los animales humanos intercambian sobre
"la música"). Por supuesto, estas opiniones transformadas son perecederas, en
tanto que las verdades, que son las grandes creaciones del estilo clásico,
subsisten eternamente.
De
igual manera, es el destino de las invenciones matemáticas más sorprendentes, el
de figurar finalmente en los manuales universitarios, servir incluso para
reclutar a nuestra" élite dirigente", por el sesgo de los concursos de admisión
a las Grandes Escuelas. La eternidad producida por las verdades matemáticas no
es responsable de ello, como no sea por haber forzado los saberes así requeridos
para hacerlos entrar en compromisos sociales; esa es la forma de su retorno
hacia los intereses del animal humano.
Es
de estas tres dimensiones de un proceso de verdad convocatoria, por el
acontecimiento, del vacío de una situación, incertidumbre de la
fidelidad y potencia de forzamiento de los saberes por una verdad,
que depende el pensamiento del Mal.
Ya
que el Mal tiene tres nombres:
–imaginar
que un acontecimiento convoca no al vacío sino al pleno de la situación
anterior, es el Mal como simulacro, o terror;
–decaer
en una fidelidad, es el Mal como traición en sí–mismo del inmortal que se
es;
–identificar
una verdad a una potencia total, es el Mal como desastre.
Terror,
traición y desastre son lo que la ética de las verdades –y no la impotente moral
de los derechos del hombre– intenta evitar, en la singularidad del soporte de
una verdad en curso. Pero éstos son al mismo tiempo, como lo vamos a ver,
posibles de ser actualizados por el proceso mismo de una verdad. Queda entonces
asegurado que no hay Mal sino en tanto hay el procedimiento de un
Bien.
D) Esquema de una teoría del Mal
1.
El simulacro y el terror
Hemos
visto que toda "novedad" no es un acontecimiento. Aun es necesario que aquello
convocado y nombrado por el acontecimiento sea el vacío central de la situación,
respecto del cual este acontecimiento es un acontecimiento. La cuestión de la
nominación es esencial, pero aquí no podemos presentar la teoría completa(16).
Se comprenderá fácilmente, sin embargo, que el acontecimiento, teniendo por ser
el desaparecer, puesto que es una suerte de suplemento fulminante que adviene en
la situación, lo que se retiene en ella y sirve de guía a la fidelidad, es algo
así como una traza, o un nombre, en relación con el acontecimiento disipado.
Cuando
los nazis hablan de "revolución nacional–socialista", toman prestado una
nominación –"revolución", "socialismo" – certificada por los grandes
acontecimientos políticos modernos (la Revolución de 1792 o la Revolución
bolchevique de 1917). Toda una serie de rasgos quedan ligados por este préstamo
y por él legitimados: la ruptura con el antiguo orden, el apoyo buscado en las
asambleas de masas, el estilo dictatorial del Estado, el palhos de la
decisión, la apología del Trabajador, etc.
Sin
embargo, el "acontecimiento" así nombrado, salvo las consideraciones formalmente
semejantes a aquéllas de las cuales toma prestados el nombre y los rasgos, sin
las cuales no habría objetivo propio ni lenguaje político constituido, se
caracteriza por un léxico de la plenitud, o de la sustancia: la revolución
nacional–socialista hace advenir –dicen los nazis– una comunidad particular, el
pueblo alemán, a su verdadero destino, que es un destino de dominación
universal. De tal manera se supone que el "acontecimiento" hace advenir al ser,
nombra, no el vacío de la situación anterior, sino su completud. No la
universalidad de lo que no se sostiene, justamente, en ningún trazo (en ningún
múltiple) particular, sino la particularidad absoluta de una comunidad, ella
misma enraizada en los rasgos de la tierra, la sangre, la raza.
Lo
que hace que un acontecimiento verdadero pueda constituirse en origen de una
verdad, única cosa que es para todos y que es eterna, reside en que justamente
está ligado a la particularidad de una situación sólo por el sesgo de su vacío.
El vacío,. el múltiple–de–nada no excluye ni obliga a nadie. Es la neutralidad
absoluta del ser. De modo que la fidelidad de la que un acontecimiento es el
origen, aunque sea una ruptura inmanente en una situación singular, no por eso
deja de apuntar a la universalidad.
Por
el contrario, la ruptura sorprendente inducida por la toma del poder por los
nazis en 1933, que formalmente es indistiguible de un acontecimiento –eso es lo
que desorientó a Heidegger–17 en la medida en que se la piensa como revolución
"alemana", y no es fiel sino a la supuesta sustancia nacional de un pueblo, en
realidad sólo se dirige a aquellos que ella misma determina como" Alemanes". Por
lo tanto, a partir de la nominación del acontecimiento, al no tomar en cuenta
que esta nominación: "revolución", sólo funciona bajo la condición de verdaderos
acontecimientos universales (por ejemplo, las Revoluciones de 1792 ó de 1917),
es radicalmente incapaz de cualquier verdad.
Cuando
bajo nombres tomados en préstamo a los procesos reales de verdad, una ruptura
radical en una situación convoca, en vez del vacío, la particularidad' 'plena" o
la sustancia supuesta de esta situación, diremos que se tiene un simulacro de
verdad.
"Simulacro"
debe ser tomado en sentido fuerte: todos los rasgos formales de una verdad son
puestos en obra en el simulacro. No solamente una nominación universal del
acontecimiento, induciendo la fuerza de una ruptura radical, sino también la
"obligación" de una fidelidad y la promoción de un simulacro de sujeto,
erigido –sin que ningún Inmortal sin embargo advenga– por encima de la
animalidad humana de los otros, de aquellos que son arbitrariamente declarados
como no perteneciendo a la sustancia comunitaria, de la cual el simulacro de
acontecimiento asegura la promoción y dominación.
La
fidelidad a un simulacro, a diferencia de la fidelidad a un acontecimiento,
regla su ruptura no sobre la universalidad del vacío, sino sobre la
particularidad cerrada de un conjunto abstracto (los" Alemanes", o los "Arios").
Inevitablemente, su ejercicio es el de construir sin fin este conjunto, y para
eso no hay otro medio que "hacer el vacío" a su alrededor. El vacío, expulsado
por la promoción en simulacro de un "acontecimiento–sustancia", retorna, con su
universalidad, como lo que debe ser efectuado para que la sustancia sea. También
se puede decir: lo que es dirigido "a todos" (y aquí "todos" es forzosamente
aquello que no pertenece a la sustancia comunitaria alemana, la cual no es un
"todo", sino un "algunos" ejerciendo su dominación sobre "todos") es la muerte,
o esta forma diferida de la muerte que es la esclavitud al servicio de la
sustancia alemana.
Así,
la fidelidad al simulacro (que demanda a los "algunos" de la sustancia alemana
sacrificios y compromisos prolongados, puesto que tiene realmente la forma de
una fidelidad), tiene por contenido la guerra y la masacre. Allí no se trata de
los medios: es todo el real de esa fidelidad.
En
el caso del nazismo, el vacío ha retornado bajo un nombre privilegiado, el
nombre de "judío". Ciertamente hubo otros: los gitanos, los enfermos mentales,
los homosexuales, los comunistas... Pero el nombre "judío" fue el nombre de los
nombres para designar aquello cuya desaparición creaba, alrededor de la supuesta
sustancia alemana, promovida por el simulacro "revolución nacional–socialista",
un vacío suficiente para identificar la sustancia. La elección de este nombre
reenvía sin ninguna duda a su lazo evidente con el universalismo, en particular
con el universalismo revolucionario, aquello que, en suma, este nombre tenía ya
de vacío, es decir, conectado a la Universalidad y a la eternidad de
las verdades. No obstante, en la medida en que ha servido para organizar la
exterminación, el nombre "judío" es una creación política nazi, que no tiene
ningún referente preexistente. Un nombre cuyo uso nadie puede compartir con los
nazis y que supone el simulacro y la fidelidad al simulacro –y en consecuencia,
la singularidad absoluta del nazismo como política.
Pero
aun en este punto, es preciso reconocer que esta política imita el proceso de
una verdad. Toda fidelidad a un acontecimiento auténtico nombra a los
adversarios de su perseverancia. Contrariamente a la ética consensual, que
pretende evitar la escisión, la ética de las verdades es siempre más o menos
militante, combatiente. Ya que su heterogeneidad respecto a las opiniones y los
saberes establecidos se da concretamente en la lucha contra todo tipo de
tentativas de interrupción, de corrupción, de retorno a los intereses inmediatos
del animal humano, de sarcasmo y de represión contra el Inmortal que adviene
como sujeto. La ética de las verdades supone el reconocimiento de estas
tentativas y, en consecuencia, la operación singular que consiste en nombrar
enemigos. El simulacro "revolución nacional–socialista" indujo esas
nominaciones, en particular la de "judío". Pero la subversión que implica el
simulacro respecto del acontecimiento verdadero se continúa en estos nombres. Ya
que el enemigo de una verdadera fidelidad subjetiva es justamente el conjunto
cerrado, la sustancia, la comunidad. Es contra estas inercias que se debe hacer
valer el trazado azaroso de una verdad y de su destinación universal.
Toda
invocación a la tierra, la sangre, la raza, la costumbre, la comunidad, trabaja
directamente contra las verdades; es este conjunto el que precisamente nombra
como enemigo la ética de las verdades. Allí donde la fidelidad al simulacro
promueve la comunidad, la sangre, la raza, etc., nombra precisamente como
enemigo, por ejemplo, bajo el nombre de "judío", al universa abstracto, la
eternidad de las verdades, lo destinado a todos.
Es
preciso añadir a esto que el tratamiento de lo que se supone bajo los nombres,
es diametralmente opuesto. Ya que por más enemigo que sea de una verdad, un"
alguien" , está siempre representado en la ética de 'las verdades, como capaz de
devenir el Inmortal que es. Podemos, entonces, combatir los juicios y opiniones
que intercambia con otros para corromper toda fidelidad, pero no su persona,
que es para el caso indiferente, y a la cual, en última instancia, toda
verdad también se dirige. En tanto que el vacío, por el cual trabaja el fiel a
un simulacro para cercar una supuesta sustancia, debe ser un vacío real,
obtenido labrando en la carne misma. Puesto que no constituye la llegada
subjetiva de ningún Inmortal, la fidelidad al simulacro –esta terrible imitación
de las verdades– tampoco supone ninguna otra cosa, en lo que designa como
enemigo, que su estricta y particular existencia de animal humano: eso mismo que
debe soportar el retorno del vacío. Por esta razón el ejercicio de la fidelidad
al simulacro es necesariamente ejercicio del terror. Entendemos aquí por
terror, no el concepto político de Terror, ligado (en cupula universalizable) al
de Virtud por los Inmortales del Comité de salvación pública, sino la reducción
pura y simple de todos a su ser–para–la–muerte. El terror así concebido postula
en realidad que para que la sustancia sea, nadie debe ser.
Hemos
seguido el ejemplo del nazismo porque compone, en una parte esencial, la
configuración "ética" (el "Mal radical") a la que oponemos la ética de las
verdades. Allí se trata del simulacro de un acontecimiento dando lugar a una
fidelidad política. Su condición de posibilidad reside en las revoluciones
políticas con real capacidad de acontecimiento y, por lo tanto, universalmente
dirigidas. Pero también existen simulacros ligados a todos los otros tipos
posibles de procesos de verdad. Es un ejercicio útil, para el lector,
identificarlos. Así se puede ver que ciertas pasiones sexuales son simulacros de
acontecimientos amorosos. Que entrañan bajo ese título terror y violencia, no
cabe ninguna duda. Brutales predicaciones obscurantistas se presentan como
simulacros de ciencias, y sus estragos son perceptibles. Y así sucesivamente.
Pero en todos los casos, estas violencias y estos estragos son ininteligibles si
no se los piensa a partir de procesos de verdad cuyos simulacros
organizan.
Finalmente,
nuestra primera definición del Mal será la siguiente: el Mal es el proceso de un
simulacro de verdad. Es, en su esencia, terror dirigido a todos bajo un nombre
inventado por él.
2.
La traición
Hemos
avanzado ampliamente este punto en el capítulo precedente. Dijimos que es
propiamente indecidible que el interés–desinteresado que anima el devenir–sujeto
de un animal humano determine el interés a secas, puesto que este animal humano
no consigue nunca unificar a los dos en una ficción plausible de la unidad de sí
mismo.
Se
trata aquí de los que se pueden llamar los momentos de crisis. No hay en sí
"crisis" de un proceso de verdad. Iniciado por un acontecimiento, se despliega
rectamente al infinito. De lo que puede haber crisis es de uno o varios"
alguien" que entran en la composición del sujeto inducido por este proceso. Todo
el mundo conoce los momentos de crisis de un amante, de desaliento de un
investigador, de desánimo de un militante, de esterilidad de un artista. O
también, la incomprensión durable de una demostración matemática para aquel que
la lee, la obscuridad irreductible de un poema del cual, sin embargo, vagamente
se percibe la belleza, etc.
Hemos
dicho de dónde provienen estas experiencias: bajo la presión de las exigencias
del interés, o bajo aquélla, por el contrario, del imperativo de una novedad
difícil, en la continuidad subjetiva de la fidelidad, hay ruptura de la ficción
por la cual yo soporto, como imagen de mí mismo, la confusión entre interés e
interés–desinteresado, entre animal humano y sujeto, entre mortal e inmortal. A
partir de ese momento, se descubre una elección pura entre el "¡Continuar!" de
la ética de esta verdad y la lógica de la "perseverancia en el ser" del simple
mortal que soy.
Una
crisis de fidelidad es siempre lo que pone a prueba, por defección de una
imagen, la única máxima de la consistencia, o sea, de la ética: "¡Continuar!".
Continuar aun cuando se haya perdido la huella; cuando no se sienta más
"atravesado" por el proceso; cuando el acontecimiento mismo se haya oscurecido,
de haya extraviado su nombre, o que uno se pregunte si no nombraba un error,
incluso un simulacro.
En
efecto, la existencia conocida de simulacros ayuda poderosamente a la puesta en
forma de las crisis. La opinión me murmura (y en consecuencia yo me murmuro,
puesto que jamás estoy fuera de la opinión) que mi fidelidad bien podría ser el
terror ejercido sobre mí mismo y que la fidelidad a la cual soy fiel reúne
mucho, demasiado, de tal o cual Mal identificado. Se trata de una alternativa
siempre posible, puesto que los rasgos formales de este Mal (como simulacro) son
exactamente los de una verdad.
Entonces,
a lo que estoy expuesto es a traicionar una verdad. La traición no es un
simple renunciamiento. Desgraciadamente no se puede simplemente' 'renunciar" a
una verdad. La denegación en mí del Inmortal es mucho más que un abandono, una
cesación: siempre debo convencerme que el inmortal en cuestión no ha existido
jamás yen consecuencia, adherir sobre este punto a las opiniones –cuyo único
ser es estar al servicio de los intereses– es precisamente esta negación. Puesto
que lo Inmortal, si reconozco su existencia, me ordena continuar, tiene la
potencia eterna de las verdades que lo inducen. Por consecuencia, es necesario
que traicione en mí el devenir–sujeto, que devenga enemigo de esta verdad en la
composición de cuyo sujeto entraba, a veces con otros, el "alguien" que soy.
Se
explica así que los antiguos revolucionarios sean obligados a declarar que ellos
estaban en el error y la locura; que un antiguo amante no comprenda más por qué
él amaba a esta mujer o que un científico fatigado llegue a desconocer y
burlarse burocráticamente del devenir de su propia ciencia. Como el proceso de
verdad es ruptura inmanente, no se lo puede "abandonar" (lo que quiere decir,
según la fuerte expresión de Lacan, retomar "al servicio de los bienes"), sino
rompiendo con esta ruptura que había operado una captura. Y la ruptura con una
ruptura tiene por motivo la continuidad de la situación y de las opiniones: aquí
no ocurrió nada bajo el nombre de "política", o de "amor", como no sea una
ilusión en el mejor de los casos y, en el . peor, un simulacro.
De
allí que la derrota de la ética de una verdad, en el punto indecidible de una
crisis, se presente como traición.
Este
Mal del que no se vuelve, es el segundo nombre, después del de simulacro, de un
Mal cuya posibilidad una verdad expone.
3.
Lo innombrable
Dijimos:
una verdad –su efecto de "retorno" – transforma los códigos de comunicación,
cambia el régimen de las opiniones, no hace advenir las opiniones como
"verdaderas" (o falsas) –una opinión es incapaz de ello– sino que cambia su
régimen; una verdad, en su ser múltiple eterno, permanece indiferente a las
opiniones. Pero estas devienen otras. Lo que quiere decir que los juicios
en otros tiempos evidentes para la opinión no son más sostenibles, que son
necesarios otros, que las maneras de comunicar se modifican, etc.
Este
efecto de recomposición de las opiniones, lo hemos llamado In potencia de
las verdades.
La
cuestión que ahora planteamos. es la siguiente: ¿es la potencia de una verdad,
en la situación en donde continúa su trazado fiel, una potencia virtualmente
total?
¿En
qué consiste la hipótesis de una potencia total de talo cual verdad? Para
comprenderlo es preciso recordar nuestros axiomas ontológicos: una situación
(objetiva), en particular aquella en que una verdad (subjetiva) "trabaja",
siempre es un múltiple compuesto de una infinidad de elementos (los que, por
otra parte, a su turno también son múltiples). Entonces, ¿cuál es la forma
general de una opinión? Se trata de un juicio que concierne tal o cual elemento
de la situación objetiva: "el tiempo hoy está tormentoso"; "te digo que los
políticos están todos podridos", etc. Es un requisito para que se pueda
"discutir" en términos de opinión, que los elementos de la situación –que son
todos los que pertenecen a esta situación– puedan ser nombrados de una manera o
de otra. "Nombrar" sólo quiere decir que los animales humanos están en
condiciones de comunicar respecto de esos elementos, de socializar su
existencia, de ordenarlos según sus intereses.
Llamemos"
lenguaje de la situación" a la posibilidad pragmática de nombrar a los elementos
que la componen y, por consecuencia, de intercambiar opiniones al respecto.
Toda
verdad también tiene que ver con los elementos de la situación, ya que su
proceso no es otro que el de examinarlos desde el punto de vista del
acontecimiento. En este sentido, hay una identificación de estos elementos
por el proceso de verdad y es seguro que, al tratarse de alguien que interviene
en la composición del sujeto de una verdad, contribuirá a esta identificación
empleando allí el lenguaje de la situación que, en tanto" alguien", practica
como todo el mundo. Desde este punto de vista, el proceso de verdad atraviesa el
lenguaje de la situación, así como atraviesa todos los saberes que la
conciernen.
Pero
el examen de un elemento según una verdad es totalmente distinto de su
juicio pragmático en términos de opinión. No se trata de adecuar el elemento a
los intereses –por otra parte divergentes, puesto que las opiniones son
incoherentes entre ellas– de los animales humanos. Se trata únicamente de
pronunciarse sobre él "en verdad" a partir de la ruptura inmanente
post–acontecimiento. Este pronunciamiento es desinteresado, apunta a dotar al
elemento de una suerte de eternidad en la que concuerda con el devenir–Inmortal
de los "alguien" que participan en el sujeto de una verdad, sujeto que es el
punto real de la pronunciación. .
De
allí una consecuencia capital: en definitiva, una verdad cambia los nombres.
Entendamos aquí que su nominación propia de los elementos es otra cosa
que la nominación pragmática, tanto en s_ punto de partida (el
acontecimiento, la fidelidad) como en su destinación (una 'verdad eterna), aun
cuando el proceso de verdad atraviese el lenguaje de la situación.
Así,
es necesario admitir que además del lenguaje de la situación objetiva, que
permite la comunicación de las opiniones, existe un lenguaje–sujeto
(lenguaje de la situación subjetiva) que permite la inscripción de una
verdad.
En
realidad, este punto es evidente. La lengua matematizada de la ciencia, de
ninguna manera es la lengua de las opiniones, incluidas las opiniones sobre la
ciencia. La lengua de una declaración de amor puede ser de una fuerte apariencia
trivial (' 'Yo te amo", por ejemplo) pero no es menos cierto que su potencia
en la situación está enteramente sustraída al uso común de las mismas
palabras. La lengua del poema no es la del periodismo. Y la lengua de la
política es a tal ¡punto singular, que el juicio de la opinión sobre ella es que
es un "hablar para no decir nada".
Pero
lo que nos interesa es que la potencia de una verdad. Con respecto a las
opiniones es forzar a las nominaciones pragmáticas (la lengua de la situación
objetiva) a doblegarse y deformarse a! contacto con la lengua–sujeto. Es esto y
ninguna otra cosa lo que cambia los códigos establecidos de la comunicación,
bajo los efectos de una verdad.
Podemos
ahora definir lo que sería una potencia total de una verdad: seria una
potencia total de la lengua–sujeto. O sea, la capacidad de nombrar y evaluar
todos los elementos de la situación objetiva a partir del proceso de una
verdad. Endurecida y dogmatizada (o "enceguecida"), la lengua–sujeto pretendería
poder nombrar, a partir de sus propios axiomas, la– totalidad de lo real –y así
transformar el mundo.
Los
poderes de la lengua de la situación no tienen ellos mismos restricción: todo
elemento es susceptible de ser nombrado a partir de un interés cualquiera y de
ser juzgado en las comunicaciones entre animales humanos. Pero como de todas
maneras el mencionado lenguaje es incoherente y librado al intercambio
pragmático, esta vocación de totalidad poco importa.
Por
el contrario, tratándose de la lengua–sujeto (lengua del militante, del
investigador, del artista, del enamorado...), que es el resultado del proceso de
una verdad, la hipótesis de la potencia total tiene consecuencias de una
naturaleza totalmente distinta.
En
primer lugar, se deberá suponer que la totalidad de la situación objetiva se
deja disponer en la coherencia particular de una verdad subjetiva.
En
segundo lugar, se supondrá que es posible aniquilar a la opinión. En
efecto, si la lengua–sujeto tiene la misma extensión que el lenguaje de la
situación, si de todas las cosas se puede pronunciar lo verdadero, entonces, ya
no producirá más una simple deformación en los usos pragmáticos y comunicativos
que manifiestan la potencia de una verdad, sino que se constituirá en la
autoridad absoluta de la nominación verídica. En consecuencia, una verdad
forzaría un puro y simple reemplazo del lenguaje de la situación por la
lengua–sujeto. Lo que puede decirse: el Inmortal se realizará como negación
integra! del animal humano que lo soporta.
Cuando
Nietzsche se propone" cortar en dos la historia del mundo", dinamitando al
nihilismo cristiano y generalizando el gran" sí" dionisíaco a la Vida; o cuando
los Guardias rojos de la Revolución cultural China anuncian, en 1967, la
supresión completa del egoísmo, Nietzsche y los Guardias rojos claramente se
atan a la visión de una situación en donde el interés ha desaparecido y donde
las opiniones son reemplazadas por la verdad. De la misma manera, el gran
positivismo del siglo XIX, imaginaba que los enunciados de la ciencia irían a
reemplazar a las opiniones y a las creencias sobre todas las cosas. Los
románticos alemanes adoraban un universo de cabo a rabo atravesado por una
poética absolutizada.
Pero
Nietzsche se volvió loco. Los Guardias rojos, después de haber cometido inmensas
destrucciones, fueron fusilados, encarcelados, o traicionaron su propia
fidelidad. Nuestro siglo es el cementerio de las ideas positivistas de progreso.
y los románticos, que ya se suicidaban voluntariamente, han visto, en los
avatares de las políticas "estetizadas", a su "absoluto literario" engendrar sus
monstruos.
Es
que en realidad toda verdad supone, en la composición de los sujetos que ella
induce, la conservación del "alguien", la actividad siempre dual del animal
humano capturado por una verdad. Aun la consistencia ética, lo hemos visto, no
es sino compromiso desinteresado, en la fidelidad, de una perseverancia cuyo
origen es el interés. De manera que todo aquello que apunte a una potencia total
de las verdades, arruina lo que soporta a estas verdades.
El
inmortal no existe sino en y por el animal humano. Las verdades abren su brecha
singular únicamente en el tejido de las opiniones. Somos nosotros–mismos, tal
cuales, quienes nos exponemos a devenir–sujetos. No hay otra Historia que la
nuestra, no hay un mundo verdadero por venir. El mundo en tanto que mundo está y
permanecerá del lado de acá de lo verdadero y de lo falso. No hay un mundo
cautivo de la coherencia del Bien. El mundo está y permanecerá del lado de acá
del Bien y del Mal.
El
Bien no es el Bien si pretende hacer al mundo bueno. Su único interés es el
advenimiento en situación de una verdad singular. En consecuencia es necesario
que la potencia de una verdad sea también una impotencia.
Toda
absolutización de la potencia de una verdad organiza un Mal. No solamente este
Mal es destrucción en la situación (porque la vocación de aniquilar la opinión
en el fondo es idéntica a la vocación de aniquilar, en el animal humano, su
animalidad misma, o sea su ser), sino que, finalmente, también es interrupción
del proceso de verdad en cuyo nombre se efectúa, al no preservar en la
composición de su sujeto, la duplicidad de los intereses (interés–desinteresado
e interés a secas).
Es
la razón por la cual llamamos a esta figura del Mal un desastre, desastre
de la verdad, inducido por la absolutización de su potencia.
Que
la verdad no tenga una potencia total, en última instancia significa que la
lengua–sujeto, resultante del proceso de una verdad, no tiene el poder de
nominación sobre todos los elementos de la situación. Debe al menos existir un
elemento real, un múltiple existente en la situación que permanezca inaccesible
a las nominaciones verídicas, librado sólo a ¡la opinión, al lenguaje de la
situación. Un punto que la verdad no puede forzar.
Llamamos
a este elemento lo innombrable de una verdad.
Lo
innombrable no es "en sí": es virtualmente accesible al lenguaje de la
situación, se puede ciertamente intercambiar opiniones respecto a él, ya que no
hay ningún límite a la comunicación. Lo innombrable es innombrable para la
lengua–sujeto. Digamos que este término no es susceptible de ser eternizado, o
que no es accesible al Inmortal. Es, en este sentido, el símbolo de un puro
real de la situación, de su vida sin verdad.
Es
una tarea difícil del pensamiento (filosófico) determinar el punto de
innombrable del tipo de proceso de una verdad. No es el caso de abordar aquí
esta cuestión. Digamos, sin embargo, que tratándose del amor, se puede
establecer que el goce sexual como tal está sustraído a la potencia de la verdad
(que es verdad sobre el dos). En las matemáticas, que representan por excelencia
al pensamiento no contradictorio, es justamente la no–contradicción que resulta
innombrable: se sabe, en efecto, que es imposible demostrar, en el interior de
un sistema matemático, la no–contradicción de este sistema (es el famoso teorema
de Gódel). En fin; la comunidad, lo colectivo, son los innombrables de la
política: toda tentativa de nombrar' 'políticamente" una comunidad induce un Mal
desastroso (se lo ve tanto en el ejemplo extremo del nazismo, como en el uso
reaccionario de la palabra' 'francés", cuyo único sentido es de perseguir a la
gente de aquí bajo la imputación arbitraria de ser "extranjera").
Lo
que nos importa es el principio general: esta vez el Mal es, bajo condición de
una verdad, querer a cualquier precio forzar la nominación de lo innombrable.
Tal es exactamente el principio del desastre.
Simulacro
(correlacionado al acontecimiento), traición (correlacionada a la
fidelidad), forzamiento de lo innombrable (correlacionado a la potencia
de lo verdadero): tales son las figuras del Mal, Mal cuyo único Bien reconocible
–un proceso de verdad– actualiza su posibilidad.
CONCLUSIÓN
Partimos
de una crítica radical a la ideología" ética" y sus variantes socializadas:
doctrina de los derechos del hombre, visión victimaria del Hombre, ingerencia
humanitaria, bio–ética, "democratismo" amorfo, éticas de las diferencias,
relativismo cultural, exotismo moral, etc.
Mostramos
que estas tendencias intelectuales de nuestro tiempo eran, en el mejor de los
casos, variantes de la vieja predicación moralizante, y en el peor, la mezcla
amenazante del conservadorismo y de la pulsión de muerte.
Hemos
visto, en la corriente de opinión que invoca la "ética" a .cada instante,
un grave síntoma de renunciamiento a lo único que distingue a la especie humana
del viviente depredador que ella es también: la capacidad de entrar en la
composición y el devenir de algunas verdades eternas.
Desde
este punto de vista no vacilamos en decir que la ideología "ética" es, en
nuestras sociedades, el principal (pero transitorio) adversario de todos
aquellos que se esfuerzan por hacer justicia a un pensamiento, cualquiera que
éste sea.
Después
esbozamos la reconstrucción de un concepto admisible de la ética, que subordine
su máxima al devenir de las verdades. ':Esta máxima, en su forma. general, dice:
"¡Continuar!". Continuar siendo ese "alguien", un animal humano como los otros
que, sin embargo, se encontró capturado y desplazado por el
proceso del acontecimiento de una verdad. Continuar siendo partícipes de ese
sujeto de una verdad que solemos devenir.
Es
en el corazón de las paradojas de esta máxima que encontramos, dependiendo por
lo tanto del Bien (las verdades), la verdadera figura del Mal, bajo sus tres
especies: el simulacro (ser el fiel aterrorizante de un falso
acontecimiento), la traición (ceder sobre una verdad en nombre de su
interés), el forzamiento de lo innombrable, o desastre (creer que la
potencia de una verdad es total).
De
manera que el Mal es una posibilidad abierta únicamente por el encuentro con el
Bien. La ética de las verdades, que sólo dará consistencia a ese"
alguien" que somos, cuya perseverancia animal resultó ser el sostén de la
perseverancia in temporal del sujeto de una verdad, es al mismo tiempo lo que
intenta evitar el Mal, por la vía de su inclusión efectiva y tenaz en el proceso
de una verdad.
En
consecuencia, la ética combina bajo el imperativo: "¡Continuar!", una facultad
de discernimiento (no quedar prendido a los simulacros), de coraje (no ceder) y
de reserva (no dirigirse a los extremos de la Totalidad).
La
ética. de las verdades no se propone ni someter al mundo al reino abstracto de
un Derecho, ni luchar contra un mal exterior y radical. Al contrario, ella
intenta, por su propia fidelidad a las verdades, evitar el Mal –del cual ha
reconocido que es su revés o su faz obscura.
BIBLIOGRAFÍA
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– Platón, La République, Les Belles Lettres.
>1<
– Spinoza, Éthique, Seuil, 1988.
>1<
(Advertencia:
Se han omitidos las notas)
Fuente:
http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2009/10/alain-badiou-la-etica-ensayo-sobre-la.html
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