EMIL M. CIORAN – Retrato del hombre civilizado
El encarnizamiento por borrar
del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme, linda con la
indecencia. Sin duda es deplorable que todavía devoren en ciertas tribus a los
ancianos estorbosos; sin embargo, no hay que olvidar que el canibalismo
representa, tanto un modelo de economía cerrada, como una costumbre que, algún
día, seducirá al atestado planeta. y a pesar de que se persiga sin piedad a los
antropófagos, no me conmueve que vivan en el terror y que terminen por
desaparecer, minoría ya de por sí, desprovista de confianza en sí misma, incapaz
de abogar por su propia causa. Distinta en extremo me parece la situación de los
analfabetas, considerable masa apegada a sus tradiciones y privaciones y a la
que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a fin de cuentas, ¿es un
mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E incluso pienso que
deberemos vestir luto por el hombre cuando desaparezca el último
iletrado.
El interés de los hombres
civilizados por los pueblos que se llaman atrasados, es muy sospechoso. Incapaz
de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga sobre esos pueblos
el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir sus miserias, los
conjura para que afronten un destino que él ya no puede afrontar solo. A fuerza
de considerar la suerte que han tenido de no "evolucionar", experimenta hacia
ellos los resentimientos de un audaz desconcertado y falto de equilibrio. ¿Con
qué derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación al cual él se
encuentra sometido desde hace tanto tiempo sin poder liberarse? La civilización,
su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que
han permanecido fuera de ella. "Vengan a compartir mis calamidades;
solidarícense con mi infierno", es el sentido de su solicitud, es el fondo de su
indiscreción y de su celo. Excedido por sus taras y, más aún, por sus "luces",
sólo descansa cuando logra imponérselas a los que están felizmente exentos. El
hombre civilizado ya procedía así incluso en la época en que no era ni tan
"ilustrado" ni estaba tan harto, sino entregado a la avaricia y a su sed de
aventuras y de infamias. Los españoles, por ejemplo, en la cúspide de su
carrera, debieron sentirse tan oprimidos por las exigencias de su fe y los
rigores de la Iglesia, que se vengaron de ellos mediante la
Conquista.
¿Alguien trata de convertir a
otro? No será jamás para salvarlo, sino para obligarlo a padecer, para exponerlo
a las mismas pruebas por las que atravesó el impaciente convertidor: ¿vigilia,
plegaria tormento? Pues que al otro le ocurra lo mismo, que suspire, que aúlle,
que se debata en medio de iguales torturas. La intolerancia es propia de
espíritus devastados cuya fe se reduce a un suplicio más o menos buscado que
desearían ver generalizado, instituido. La felicidad del prójimo no ha sido
nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo se la invoca para alimentar
la buena conciencia y cubrirse de nobles pretextos: el impulso que nos guía y
que precipita la ejecución de cualquiera de nuestros actos, es casi siempre
inconfesable. Nadie salva a nadie; no se salva uno más que a sí mismo, aunque se
disfrace con convicciones la desgracia que se quiere otorgar. Por mucho
prestigio que tengan las apariencias, el proselitismo deriva de una generosidad
dudosa, en sus efectos que una abierta agresividad. Nadie está dispuesto a
soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha aceptado. La
venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol. Su aplicación en
convertir no es para liberar sino para convertir.
En cuanto alguien se deja
envolver por una certeza, envidia en otros las opiniones flotantes, su
resistencia a los dogmas y a los slogans, su dichosa incapacidad de atrincherarse en ellos. Se
avergüenza secretamente de pertenecer a una secta o a un partido, de poseer una
verdad y de haber sido su esclavo, y así, no odiará a sus enemigos declarados, a
los que enarbolan otra verdad, sino al Indiferente culpable de no perseguir
ninguna. Y si para huir de la esclavitud en que se encuentra, el Indiferente
busca refugio en el capricho o en lo aproximado, hará todo lo posible por
impedírselo, por obligarlo a una esclavitud similar, idéntica a la suya. El
fenómeno es tan universal que sobrepasa el ámbito de las certezas para englobar
el del renombre. Las Letras, como era de esperarse, proporcionarán la penosa
ilustración. ¿Qué escritor que goce de una cierta notoriedad no acaba por sufrir
a causa de ella, por experimentar el malestar de ser conocido o comprendido, de
tener un público, por restringido que sea? Envidioso de los amigos que se
pavonean en la comodidad del anonimato, se esforzará por sacarlos de él, por
turbar su apacible orgullo con el fin de que también ellos experimenten las
mortificaciones y ansiedades del éxito. Para alcanzarlo, cualquier maniobra le
parecerá legítima, y a partir de entonces su vida se convierte en una pesadilla.
Los aguijonea, los obliga a producir y a exhibirse, contraría sus aspiraciones a
una gloria clandestina, sueño supremo de los delicados y de los abúlicos.
Escriban, publiquen, les repite con rabia, con impudicia. Y los desgraciados se
empeñan en ello sin pensar en lo que les aguarda. Sólo el escritor famoso lo
sabe. Los espía, pondera sus tímidas divagaciones violencia y desmesura, con un
calor furibundo, y, para precipitarlos en el abismo de la actualidad, les
encuentra o les inventa admiradores o discípulos, o una turba de lectores,
asesinos omnipresentes e invisibles. Perpetrado el crimen, se tranquiliza y se
eclipsa, colmado por' el espectáculo de sus protegidos presa de los mismos
tormentos y vergüenzas que él, vergüenzas y tormentos resumidos en la fórmula de
no recuerdo qué escritor ruso: "Se podría perder la razón ante la sola idea de
ser leído".
Así como el autor atacado
contaminado por la celebridad se esfuerza por contagiar a los que no la han
alcanzado, así el hombre civilizado, víctima de una conciencia exacerbada, se
esfuerza por comunicar sus angustias a los pueblos refractarios a sus divisiones
internas, pues ¿cómo aceptar que las rechacen, que no sientan ninguna curiosidad
por ellas? No desdeñará entonces ningún artificio para doblegarlos, para
hacerlos que se parezcan a él y que recorran su mismo calvario: los maravillará
con los prestigios de su civilización que les impedirán discernir lo que podría
tener de bueno y lo que tiene de malo. Y sólo imitarán sus aspectos nocivos,
todo lo que hace de ella un azote concertado y metódico. ¿Esos pueblos eran
inofensivos y perezosos? Pues desde ahora querrán ser fuertes y amenazadores
para satisfacción de su bienhechor que se interesará en ellos y les brindará
"asistencia", satisfecho al contemplar cómo se enredan en los mismos problemas
que él y cómo se encaminan hacia la misma fatalidad. Volverlos complicados,
obsesivos, locos. Su joven fervor por los instrumentos y el lujo, por las
mentiras de la técnica, le asegura al civilizado que ya se convirtieron en unos
condenados, en compañeros de su mismo infortunio, capaces de asistirlo ahora a
él, de cargar sobre sus hombros una parte del peso agobiante, o, al menos, de
cargar uno tan pesado como el suyo. A eso llama "promoción", palabra escogida
para disfrazar su perfidia y sus llagas.
Ya sólo encontramos restos de
humanidad en los pueblos que, distanciados de la historia, no tienen ninguna
prisa por alcanzarla. A la retaguardia de las naciones, no tocados por la
tentación del proyecto, cultivan sus virtudes anticuadas, se afanan por
permanecer fuera de época. Son "retrógrados", no cabe .duda, y permanecerían
gustosos en su estancamiento si tuvieran los medios para hacerlo. Pero el hábil
complot que los "avanzados" traman contra ellos no se lo permite. Una vez
desencadenado el proceso de degradación, furiosos por no haber podido oponerse a
él, se dedicarán, con el desenfado de los neófitos, a acelerar su curso, a
provocar el horror, según la ley que hace que prevalezca siempre el nuevo mal
sobre el antiguo bien. y querrán ponerse al día aunque sólo sea para demostrar a
los otros que también ellos saben lo que es caer, y que incluso pueden, en
materia de decadencia, sobrepasarlos. ¿De qué sirve asombrarse o quejarse? ¿No
están los simulacros por encima de la esencia, la trepidación por encima del
reposo? ¿Acaso no se diría que asistimos a la agonía de lo indestructible?
Cualquier paso adelante, cualquier forma de dinamismo lleva consigo algo de
satánico: el "progreso" es el equivalente moderno de la Caída, la versión
profana de la condenación. y los que creen en él son sus promotores. Y todos
nosotros no somos más que réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas
máquinas, a esas ciudades que únicamente un desastre exhaustivo podría suprimir.
Esa sería la oportunidad de demostrar cuán útiles son nuestros inventos, y
rehabilitarlos.
Si el "progreso" es un mal tan
grande, ¿cómo es posible que no hagamos nada para desembarazarnos de él? ¿lo
deseamos realmente? En nuestra perversidad es lo "máximo" que perseguimos y
deseamos: búsqueda nefasta, contraria en todo punto a nuestra dicha. Uno no
avanza ni se "perfecciona" impunemente. Sabemos que el movimiento es una
herejía, y por eso mismo nos atrae y nos lanzamos en él, depravados
irremediablemente, prefiriéndolo a la ortodoxia de la quietud. Estábamos hechos
para vegetar, para florecer en la inercia, y no para perdernos en la velocidad y
en la higiene responsable de la abundancia de esos seres desencarnados y
asépticos, de ese hormigueo de fantasmas donde todo bulle y nada está vivo. Al
organismo le es indispensable una cierta dosis de mugre (fisiología y suciedad
son términos intercambiables), por ello la perspectiva de una higiene a escala
universal inspira legítimas aprehensiones. Debimos conformarnos, piojosos y
serenos, con la compañía de las bestias, estancarnos a su lado durante algunos
milenios más, respirar el olor de los establos y no el de los laboratorios,
morir de nuestras enfermedades y no de nuestros remedios, dar vueltas alrededor
de nuestro vacío y hundirnos en él suavemente. Hemos sustituido la
ausencia,
que debió
haber sido una tarea y una obsesión, por el acontecimiento, y todo
acontecimiento nos mancha y nos corroe puesto que surge a expensas de nuestro
equilibrio y de nuestra duración. Mientras más se reduce nuestro futuro, más nos
dejamos sumergir por lo que nos arruina. Estamos tan intoxicados con la
civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta todos los
síntomas de una adicción, mezcla de éxtasis y de odio. Tal como van las cosas,
no hay duda de que acabará con nosotros, y ya no podemos renunciar a ella, o
liberarnos, hoy menos que nunca. ¿Quién vendrá en nuestra ayuda? ¿Un Antistenes,
un Epicuro, un Crisipo que ya encontraban demasiado complicadas las costumbres
antiguas? ¿qué pensarían de las nuestras, y quién de ellos, transportado a
nuestras metrópolis, tendría suficiente temple como para conservar su serenidad?
Más sanos y más equilibrados en todos los aspectos, los antiguos podrían haber
prescindido de una sabiduría que, no obstante, elaboraron: lo que nos
descalifica para siempre es que a nosotros ni nos importa ni tenemos la
capacidad para elaborar una. ¿Acaso no es significativo que entre los modernos
el primero en denunciar con vigor los estragos de la civilización, por amor a la
naturaleza, haya sido lo contrario de un sabio? Le debemos el diagnóstico de
nuestro mal a un insensato, más marcado que cualquiera de nosotros, un maniático
comprobado, precursor y modelo de nuestros delirios. y no menos significativo me
parece el reciente acontecimiento del psicoanálisis, terapéutica sádica,
preocupada más por irritar nuestros males que por calmarlos, y singularmente
experta en el arte de sustituir nuestros ingenuos malestares por malestares
alambicados.
Cualquier necesidad, al
dirigirse hacia la superficie de la vida para escamoteamos las profundidades, le
confiere un precio a lo que no tiene ni sabría tenerlo. La civilización, con
todo su aparato, está fundamentada en nuestra propensión a lo irreal y a lo
inútil. Si consintiéramos en reducir nuestras necesidades, en no satisfacer más
que las indispensables, ésta se hundiría de inmediato. Así, para durar, se
reduce a crearnos siempre nuevas necesidades, multiplicándolas sin descanso,
pues la práctica general de la ataraxia le traería consecuencias más graves que
las de una guerra de destrucción total. La civilización, al agregarle a los
inconvenientes fatales de la naturaleza los inconvenientes gratuitos, nos obliga
a sufrir doblemente, diversifica nuestros tormentos y refuerza nuestras
desgracias. y que no vengan a machacarnos que ella nos ha curado del miedo. De
hecho, la correlación es evidente entre la multiplicación de nuestras
necesidades y el acrecentamiento de nuestros terrores. Nuestros deseos, fuente
de nuestras necesidades, suscitan en nosotros una constante inquietud,
intolerable de una manera muy diferente al escalofrío que se siente ante algún
peligro de la naturaleza. Ya no temblamos a ratos, temblamos sin parar. ¿Qué
hemos ganado con trocar miedo por ansiedad? ¿Y quién no escogería entre un
pánico instantáneo y otro difuso y permanente? La seguridad que nos envanece
disimula una agitación ininterrumpida que envenena nuestros instantes, los
presentes y los futuros, haciéndolos inconcebibles. Feliz aquel que no resiente
ningún deseo, deseo que se confunde con nuestros terrores. Uno engendra a los
otros en una sucesión tan lamentable como malsana. nos mejor en aguantar el
mundo y en considerar cada impresión que recibimos como una impresión
impuesta
que no nos
concierne que soportamos como si no fuera nuestra. "Nada de lo que sucede me
concierne, nada es mío", dice el Yo cuando se convence de que no es de aquí, que
se ha equivocado de universo y que su elección se sitúa entre la impasibilidad y
impostura.
Resultado de las apariencias,
cada deseo, al hacernos dar un paso fuera de nuestra esencia, nos ata a un nuevo
objeto limita nuestro horizonte. Sin embargo, a medida que se exaspera, el deseo
nos permite entender esa sed mórbida de la que emana. Si deja de ser natural y
nace de nuestra condición de civilizados, es impuro y perturba y mancha nuestra
sustancia. Es vicio todo lo que se agrega a nuestros imperativos profundos, todo
lo que nos deforma y perturba sin necesidad. Hasta la risa y la sonrisa son
vicios. En cambio, es virtud lo que nos induce a vivir a contra corriente de
nuestra civilización, lo que nos invita a comprometer y a sabotear su marcha. En
cuanto a la felicidad -si es que esta palabra tiene un sentido-, consiste en la
aspiración a lo mínimo y a la ineficacia, en el más acá erigido en hipóstasis. Nuestro
único recurso: renunciar, no sólo al fruto de nuestros actos, sino a los actos
mismos, constreñirse a la improducción, dejar inexploradas una buena parte de
nuestras energías y de nuestras oportunidades. Culpables de querer realizarnos
más allá de nuestras capacidades y de nuestros méritos, fracasados por ineptos
para el verdadero cumplimiento, nulos a fuerza de tensión, grandes por
agotamiento, por la dilapidación de nuestros recursos, nos prodigamos sin tener
en cuenta nuestras posibilidades y nuestros límites. De ahí nuestro hastío,
agravado por los mismos esfuerzos que hemos desplegado para acostumbrarnos a la
civilización, a todo lo que implica de corrupción tardía. Que también la
naturaleza esté corrompida es algo que no negamos; pero esta corrupción sin
fecha es un mal inmemorial e inevitable al que nos hemos acostumbrado, mientras
que el de la civilización viene de nuestras obras o dc nuestros caprichos, y
tanto más agobiante cuanto que nos parece fortuito, marcado por la opción o la
fantasía, por una fatalidad premeditada o arbitraria. Con razón o sin ella,
creemos que este mal pudo no surgir, que dependía de nosotros el que no se
produjera. Lo que acaba por hacérnoslo más odioso de lo que es. Nos descorazona
tener que soportarlo y enfrentar sus sutiles miserias cuando pudimos habernos
contentado con aquellas útiles miserias vulgares, pero soportables, con las que
la naturaleza nos ha dotado ampliamente.
Si pudiéramos abstenernos de
desear, de inmediato estaríamos a salvo de un destino; con el sacrificio de
nuestra identidad, reacios a amalgamarnos al mundo, superiores a los seres, a
las cosas, a nosotros mismos, obtendríamos la libertad, inseparable de un
entrenamiento de anonimato y de abdicación. "Soy nadie, he vencido mi nombre", exclama
aquel que, no queriendo rebajarse a dejar huella, trata de conformarse a la
prescripción de Epicuro: "Esconde tu vida". Siempre regresamos a los antiguos
cuando se trata de ese arte de vivir cuyo secreto hemos perdido en dos mil años
de sobre naturaleza y de caridad compulsiva. Regresamos a la ponderación antigua
en cuanto decae el frenesí que el cristianismo nos ha inculcado; la curiosidad
que despiertan los sabios antiguos corresponde a una disminución de nuestra
fiebre, a un regreso hacia la salud. Y volvemos a ellos porque el intervalo que
nos separa del universo es más vasto que el universo mismo y, por ello, nos
proponen una forma de desapego que inútilmente buscaríamos en los
santos.
Al transformarnos en
frenéticos, el cristianismo nos preparaba, a pesar de sí mismo, a engendrar una
civilización de la que él es víctima: ¿acaso no creó en nosotros demasiadas
necesidades, demasiadas exigencias? Necesidades y exigencias interiores en su
inicio, que iban a degradarse y a volverse exteriores, así como el fervor del
que emanaban tantas plegarias suspendidas bruscamente, y que, al no poder ni
desvanecerse ni quedar sin empleo, se puso al servicio de dioses de recambio
forjando símbolos a la medida de su nulidad. Estamos entregados a una
falsificación de infinito, a un absoluto sin dimensión metafísica, sumergidos en
la velocidad a falta de estarlo en el éxtasis. Esa chatarra jadeante, réplica de
nuestra inquietud, yesos espectros que la conducen, ese desfile de autómatas,
esa procesión de alucinados, ¿a dónde van, qué buscan?, ¿qué espíritu de
demencia los impulsa? Cada vez que estoy a punto de absolver a los hombres
civilizados, cada vez que tengo dudas sobre la legitimidad de la aversión o del
terror que me inspiran, me basta con pensar en las carreteras campestres de un
día domingo para que la imagen de esa gusanera motorizada me reafirme en mi asco
o en mis temores. En medio de esos paralíticos al volante que han abolido el uso
de las piernas, el caminante parece un excéntrico o un proscrito: pronto será
visto como un monstruo. No más contacto con el suelo: todo lo que en él se hunde
se nos ha vuelto extraño e incomprensible. Desarraigados, incapaces de congeniar
con el polvo o con el lodo, hemos logrado la hazaña de romper, no sólo con la
intimidad de las cosas, sino con su misma superficie. En este punto la
civilización aparecería como un pacto con el diablo, si es que el hombre tuviera
todavía un alma que vender.
¿Es realmente para ganar tiempo
que se inventaron esos aparatos? Más desprovisto, más desheredado que el
troglodita, el hombre civilizado no tiene un instante para sí; incluso sus ocios
son enfebrecidos o agobiantes: un presidiario con licencia que sucumbe en el
aburrimiento de no hacer nada y en la pesadilla de las playas. Cuando se han
recorrido comarcas donde el ocio es de rigor y donde todos lo ejercen, se adapta
uno mal a un mundo donde nadie lo conoce ni sabe gozarlo, donde nadie respira.
El ser esclavizado por las horas, ¿es todavía un ser humano? ¿Tiene derecho a
llamarse libre
cuando sabemos
que se ha sacudido todas las esclavitudes salvo la esencial? A merced del tiempo
que alimenta y nutre con su propia sustancia, el hombre civilizado se extenúa y
debilita para asegurar la prosperidad de un parásito o de un tirano. Calculador
a pesar de su locura, se imagina que sus preocupaciones y problemas aminorarían
si pudiera "programárselos" a pueblos "subdesarrollados" a los que le reprocha
no entrar "al aro", es decir, al vértigo. Para mejor precipitarlos en él, les
inyectará el veneno de la ansiedad y no los dejará en paz hasta que observe en
ellos los mismos síntomas de ajetreo. Con el fin de realizar su sueño de una
humanidad sin aliento, perdida y atada al reloj, recorrerá los continentes,
siempre en busca de nuevas víctimas sobre quienes verter el excedente de su
febrilidad y de sus tinieblas. Mirándolo se adivina la verdadera naturaleza del
infierno: ¿acaso no es ahí el lugar donde el tiempo es condena
eterna?
De nada sirve someter al
universo y apropiárnoslo: mientras no hayamos triunfado sobre el tiempo,
seguiremos siendo esclavos. Ahora bien, esa victoria se adquiere merced a la
renuncia, virtud hacia la que nuestras conquistas nos vuelven particularmente
ineptos, de manera que, mientras más numerosas son, más se intensifica nuestra
sujeción. La civilización nos enseña cómo apoderarnos de las cosas, cuando
debería iniciarnos en el arte de despojarnos de ellas, pues no hay libertad ni
"verdadera vida" si no se aprende a renunciar. Me apodero de un objeto, me
considero su dueño, y, de hecho, sólo soy su esclavo, como también soy esclavo
del instrumento que fabrico y manejo. No hay nueva adquisición que no signifique
una cadena más, ni hay factor de poder que no sea causante de debilidad. Hasta
nuestros dones contribuyen a encadenarnos; el espíritu que se eleva por encima
de los demás es menos libre: confinado en sus facultades y en sus ambiciones,
prisionero de sus talentos, los cultiva a sus expensas, los hace valer a costa
de su salvación. Nadie se libera si se obliga a ser alguien o algo. Todo lo que
poseemos o producimos, todo 10 que se sobrepone a nuestro ser, nos desnaturaliza
y ahoga. y qué error, qué herida haberle adjudicado la existencia a nuestro
mismo ser cuando hubiéramos podido, inmaculados, preservarlo en lo virtual y en
lo invulnerable. Nadie se cura del mal de nacer, plaga capital si es que existe
una. Y aceptamos la vida y soportamos todas sus pruebas sólo porque tenemos la
esperanza de curarnos algún día. Los años pasan, la llaga
permanece.
Mientras más se diferencia y
complica la civilización, más maldecimos los lazos que nos atan a ella. Según
Solovieiv, la civilización llegará a su fin (que será, según el filósofo ruso,
el fin de todo) en la plenitud del "siglo más refinado". Lo cierto es que nunca
estuvo tan amenazada ni fue tan odiada como en los momentos en que parecía mejor
establecida, según atestiguan los ataques, en pleno Siglo de las Luces, contra
sus costumbres y prestigios, contra todas las conquistas que la enorgullecían.
"En los siglos cultos se convierte en una especie de religión adorar lo que se
admiraba en los siglos vulgares", anota Voltaire, no muy apto para comprender
las razones de tal entusiasmo. En todo caso, fue en la época de los salones
cuando el "retorno a la naturaleza" se impuso, igual como la ataraxia sólo podía
ser concebida en un tiempo en que, cansados de divagaciones y de sistemas, los
espíritus preferían las delicias de un jardín a las controversias del ágora. La
búsqueda de la sabiduría proviene siempre de una civilización harta de sí misma.
Cosa curiosa: nos es difícil imaginar el proceso que llevó al mundo antiguo a la
saciedad, el objeto ideal de nuestras nostalgias. Por lo demás, comparado al
innombrable hoy, cualquier época nos parece bendita. Al apartarnos de nuestro
verdadero destino, tramos, si es que no estamos ya en él, en el siglo final, en
ese siglo refinado por excelencia (complicado hubiera sido el adjetivo exacto) que será necesariamente
en el que, a todos los niveles, nos encontraremos en la antípoda de lo que
deberíamos haber sido.
Los males inscritos en nuestra
condición son superiores a los bienes; e incluso si se equilibraran, nuestros
problemas no estarían resueltos. Tal y como sugiere la civilización, estamos
aquí para debatirnos con la vida y la muerte, y no para esquivarlas. Y aunque la
civilización consiguiera, secundada por la inútil ciencia, eliminar todos los
azotes, o, para engatusarnos, empresa de disimulo, de encubrimiento de lo
insoluble, nos prometiera otros planetas a guisa de recompensa, sólo lograría
acrecentar nuestra desconfianza y nuestra desesperación. Mientras más se agita y
se pavonea, más envidiamos las edades que tuvieron el privilegio de ignorar las
facilidades y las maravillas con que nos gratifica sin cesar. "Con un poco de
pan, de cebada y de agua, se puede ser tan feliz como Júpiter", repetía el sabio
que nos conminaba a esconder nuestra vida. ¿Es manía citarlo siempre? ¿Y a quién
dirigirse entonces, a quién pedir consejo? ¿A nuestros contemporáneos?, esos
indiscretos, esos intranquilos culpables de habernos convertido, al deificar las
confesiones, el apetito y el esfuerzo, en unos fantasmas líricos, insaciables y
extenuados. Lo único que excusa su furia es que no se derive de un nuevo
instinto, ni de un impulso sincero, sino del pánico ante un horizonte cerrado.
Muchos de nuestros filósofos que se asoman, aterrados, al porvenir, no son más
que los intérpretes de una humanidad que, sintiendo que los instantes se le
escapan, trata de no pensar en ello -sin dejar de pensar. Sus sistemas ofrecen
la imagen y el desenvolvimiento discursivo de esa obsesión. Lo mismo ocurre con
la Historia, quien solicita su interés cuando ya el hombre tiene todas las
razones para dudar que aún le pertenezca y siga siendo su agente. De hecho todo
ocurre como si, escapándosele, la Historia, él comenzara una carrera no
histórica, breve y convulsionada, que relegaría a nivel de tonterías las
calamidades que hasta ahora lo enorgullecían tanto. Su dosis de ser se adelgaza
a cada paso que avanza. Sólo existimos gracias al retroceso, gracias a la
distancia que mantenemos entre las cosas y nosotros mismos. Moverse es
entregarse a lo falso y a lo ficticio, es practicar una discriminación abusiva
entre lo posible y lo fúnebre. Al grado de movilidad que hemos llegado, ya no
somos dueños ni de nuestros gestos ni de nuestra suerte. Seguramente nos preside
una providencia negativa cuyos designios, a medida que nos aproximamos de
nuestro se hacen cada vez más impenetrables pero que se develarían sin esfuerzo
ante cualquiera que solamente quisiera detenerse y salir de su papel para
contemplar, aunque fuera por un instante, el espectáculo de esa trágica horda
sin aliento a la cual pertenece.
Y, pensándolo bien, el siglo
final no será el más refinado, ni siquiera el más complicado, sino el más
apresurado, aquel en que, disuelto el ser en el movimiento, la civilización, en
un supremo ímpetu hacia lo peor, se desmenuzará en el torbellino que suscitó. Y
puesto que nada puede impedirle ya que se hunda él, renunciemos a ejercer
nuestras virtudes en su contra, sepamos distinguir, incluso en los excesos en
los que se complace, algo exaltante que nos invite a moderar nuestras
indignaciones y a revisar nuestro desdén. Así nos parecerán menos odiosos esos
espectros, esos alucinados al reflexionar sobre los móviles inconscientes y las
profundas razones de su frenesí: ¿acaso no sienten que el plazo que les ha sido
acordado se reduce día con día v que el desenlace está cerca? ¿y no es para
alejar esta idea por lo que se en la velocidad? Si estuvieran seguros de algún
otro porvenir no tendrían ningún motivo para huyendo de sí mismos: reducirían su
ritmo y se instalarían sin temor en una expectativa indefinida. Pero ni siquiera
se trata de este porvenir o de otro cualquiera, puesto que simplemente no tienen
ninguno; esa es una oscura certeza informulada que surge del enloquecimiento de
la sangre, que temen enfrentar, que quieren olvidar apresurándose, yendo cada
vez más rápido y negándose un solo instante para sí mismos. Las máquinas son el
resultado, y no la causa, de tanta prisa, de tanta impaciencia. No son ellas las
que empujan al hombre civilizado hacia su perdición; es porque ya iba hacia
ellas que las inventó como medios, como auxiliares para perderse más rápida y
eficazmente. No contento con ir hacia ella, quería rodar. En este sentido, pero sólo en
éste, las máquinas le permiten "ganar tiempo". Y las distribuye, las impone a
los "atrasados" para que puedan seguirlo, adelantarse incluso en la carrera
hacia el desastre, en la instauración de una locura universal y mecánica. y con
el fin de asegurar este acontecimiento, se encarniza nivelando, uniformando el
paisaje humano, borrando las irregularidades y proscribiendo las sorpresas. Lo
que quisiera es que reinara la anomalía, la anomalía rutinaria y monótona, convertida en
reglamento de conducta, en imperativo. A los que se escabullan los acusa de
oscurantistas o extravagantes, y no se dará por vencido hasta que los introduzca
en el camino correcto, es decir en sus errores de hombre civilizado. Los
primeros en negarse son los iletrados, y por ello los obligará a aprender a leer
y a escribir, con el fin de que, atrapados en la trampa del saber, ninguno
escape a la desgracia común. Tan grande es la obnubilación del hombre
civilizado, que no concibe que se pueda optar por un género de perdición
distinta a la suya. Desprovisto del descanso necesario para ejercitarse en la
autoironía, se priva también de cualquier recurso contra sí mismo, y tanto más
nefasto resulta para los demás. Agresivo y conmovedor, no deja de tener algo
patético: es comprensible que, frente a lo inextricable que lo aprisiona, sienta
uno cierto malestar en atacarlo y denunciarlo, sin contar con que siempre es de
mal gusto hablar de un incurable, aunque sea odioso. Sin embargo, si nos
negáramos al mal gusto, ¿aún podría jamás emitir juicio alguno?
Cioran Emil E. La caída en el
tiempo.
Planeta-Agostini, Barcelona, 1986. Pags. 29-47. Traducción de Esther
Seligson.

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