Emil M. Cioran - Los peligros de la sensatez
Cuando se toma en cuenta la importancia que para
la conciencia normal revisten las apariencias, es imposible aceptar la tesis del
Vedanta según la cual «la no-distinción es el estado natural del alma». Lo que
aquí se entiende por estado natural es la vigilia, estado que, precisamente, no
tiene nada de natural. El ser vivo percibe existencia por todas partes; desde el
momento en que está despierto, en que ya no es naturaleza, empieza a
descubrir lo falso en lo aparente, lo aparente en lo real y termina por
sospechar incluso de lo real. No más distinciones, por lo tanto, no más tensión
ni drama. Contemplado desde muy alto, el reino de la diversidad y de lo múltiple
se desvanece. A un cierto nivel del conocimiento, sólo el no-ser se
sostiene.
No vivimos sino por carencia de saber. Desde el
momento en que sabemos, ya no nos abastecemos de nada más.
Mientras permanecemos en la ignorancia, las apariencias prosperan y provocan una
sospecha de inviolabilidad que nos permite amarlas y detestarlas, estar en lucha
con ellas. Pero, ¿cómo medirnos con fantasmas? Y en eso se transforman las
apariencias cuando, desengañados, no podemos promoverlas ya al rango de
esencias. El saber, el despertar, mejor dicho, suscita entre ellas y nosotros un
hiatus que, por desgracia, no es un conflicto, pues si lo fuera todo
estaría mejor, sino la supresión de los conflictos, la funesta abolición de lo
trágico.
Contrariamente a la afirmación del Vedanta, el
alma es llevada con naturalidad hacia la multiplicidad y la diferenciación, sólo
florece en medio de simulacros y se marchita si llega a desenmascararlos y a
liberarse de ellos. Despierta, el alma se priva de sus poderes y no puede ni
desencadenar ni sostener el menor proceso creativo. La liberación es el polo
opuesto de la inspiración, abocarse a ella equivale, para un escritor, a una
dimisión, es decir, a un suicidio. Si el escritor quiere producir, que siga sus
buenas y sus malas inclinaciones, las malas sobre todo, pues si se emancipa de
éstas, se aleja de sí mismo: sus miserias son sus oportunidades. El medio más
seguro para que eche a perder sus dones es que se sitúe por encima del éxito y
del fracaso, del placer y del pesar, de la vida y de la muerte. Si insiste en
liberarse, se encontrará un buen día exterior al mundo y a sí mismo, capaz
todavía de concebir algún proyecto, pero desesperado ante la idea de realizarlo.
Más allá del escritor, el fenómeno tiene un alcance general: a quien le importa
la eficacia deberá hacer una disyunción total entre vivir y morir, agravar las
parejas de contrarios, multiplicar abusivamente las irreductibilidades,
regodearse en la antinomia, quedar, en suma, en la superficie de las cosas.
Producir, «crear», es prohibirse la clarividencia, es tener el valor, o la
suerte, de no distinguir la mentira de la diversidad, el carácter engañoso de lo
múltiple. Una obra no es realizable a menos que nos ceguemos respecto a las
apariencias: desde el momento en que dejamos de atribuirles una dimensión
metafísica, perdemos todos nuestros recursos.
Nada estimula tanto como agrandar las naderías,
mantener falsas oposiciones y discernir conflictos donde no los hay. Si se
resistiera uno a ello, el resultado sería una esterilidad universal. Sólo la
ilusión es fértil, sólo ella es origen. Gracias a ella se da a luz, se engendra
(en todos los sentidos) y se asimila uno al sueño de la diversidad. El intervalo
que nos separa de lo absoluto bien puede ser irreal, nuestra existencia es esa
irrealidad misma pues ese intervalo en cuestión no es de ninguna manera una
mentira para los fervientes del acto. Mientras más nos anclamos en las
apariencias, más fecundos somos: hacer una obra es acatar todas esas
incompatibilidades, todas esas oposiciones ficticias por las que enloquecen los
espíritus inquietos. Mejor que nadie, el escritor debería saber lo que se le
debe a estas apariencias, a estos engaños, y cuidarse bien de no otorgarles
importancia: si no le provocan curiosidad, si los delata, deja de pisar tierra
firme, suprime sus materiales, no tiene ya nada más sobre que ejercitarse. Y si
después se vuelve hacia el absoluto, lo que ahí encontrará, en el mejor de los
casos, será la delectación en el pasmo.
Sólo un Dios ávido de imperfección en sí mismo y
fuera de sí, sólo un Dios devastado podía imaginar y realizar la creación, y
sólo un ser igualmente desapacible puede pretender una operación del mismo
género. Si la sensatez ocupa el primer lugar entre los factores de esterilidad,
es porque trata de reconciliarnos con el mundo y con nosotros mismos; es la
mayor desgracia que puede abatirse sobre nuestros talentos, los hace juiciosos,
es decir que los mata, que socava nuestras profundidades, nuestros secretos,
persigue aquellas de nuestras cualidades que son felizmente siniestras; la
sensatez nos mina, nos hunde, compromete todos nuestros defectos.
¿Hemos atentado contra nuestros deseos,
fastidiado y ahogado nuestras ataduras y pasiones? Maldeciremos a aquellos que
nos han animado a hacerlo y, en primer lugar, a nuestro yo sensato, nuestro más
terrible enemigo, culpable de habernos curado de todo sin quitarnos la añoranza
de nada. La confusión no tiene límites para aquel que suspira por sus arrebatos
de antaño y que, desconsolado por haber triunfado sobre ellos, se ve sucumbir al
veneno de la quietud. Una vez que hemos percibido la nulidad de todos los
deseos, es necesario un esfuerzo sobrehumano de obnubilación, es necesaria la
santidad, para poder experimentarlos de nuevo y abandonarse a ellos sin
reflexión. Si fuera creyente, el detractor de la sensación no cesaría de
repetir: «Señor, ayúdame a caer en lo más bajo, a revolcarme en el fango de
todos los errores y de todos los crímenes, inspírame palabras que te quemen y me
devoren, que nos reduzcan a cenizas». No se puede saber lo que es la nostalgia
de la decadencia si no se ha tenido la nostalgia de la pureza hasta sentir
náuseas. Cuando se ha soñado demasiado con el paraíso, y el más allá se ha
vuelto familiar, acabamos por llegar a la lasitud y a la irritación. El hartazgo
de otro mundo conduce al ansia amorosa por el infierno. Sin esta obsesión las
religiones, en lo que tienen de verdaderamente subterráneo, serían
incomprensibles. La repulsión por los elegidos, la atracción por los réprobos,
es el doble movimiento de todos aquellos que sueñan con sus antiguas locuras y
que cometerían cualquier pecado con tal de no tener que escalar «el camino de la
perfección». Su desesperación es comprobar los progresos que han hecho en lo que
se refiere a desprendimiento cuando sus inclinaciones no los llamaban a
sobresalir en ello. En las Questions de Milinda, el rey Menandro le
pregunta al asceta Nagasenta qué es lo que distingue al hombre sin pasión del
hombre apasionado: «El hombre apasionado, ¡oh rey!, cuando come gusta del sabor
y de la pasión del sabor; el hombre sin pasión gusta del sabor pero no se
apasiona por el sabor.» Todo el secreto de la vida y del arte, todo lo de
aquí abajo, reside en esa «pasión del sabor». Cuando ya no la sentimos
más, sólo nos queda, en nuestro desamparo, el recurso de una sonrisa
exterminadora. Avanzar por entre el desapego es privarnos de todas nuestras
razones para actuar, es, al perder el beneficio de nuestros defectos y de
nuestros vicios, zozobrar en ese estado que se llama cafard -ausencia que
sigue a la desaparición de nuestros apetitos, ansiedad degenerada en
indiferencia, hundimiento en la neutralidad. Si en la sensatez uno se sitúa por
encima de la vida y la muerte, en el cafard (en tanto fracaso de
la sensatez) se cae por debajo de ellas. Es ahí donde se igualan las
apariencias, donde se invalida la diversidad. Las consecuencias de esto son
desastrosas, especialmente para el escritor, pues si todos los aspectos del
mundo se equivalen, no podrá inclinarse por ninguno en especial, y de ahí su
imposibilidad para escoger un tema: ¿cuál preferir si incluso los objetos son
intercambiables y distintos? De ese desierto pintoresco incluso el ser está
fuera como algo demasiado pintoresco. Nos encontramos en el corazón de lo
indiferenciado, del Uno monótono y sin falla donde, en lugar de la ilusión, se
despliega una iluminación postrada que todo nos revela, pero cuya revelación nos
es tan contraria que únicamente pensamos en olvidarla. Con todo lo que sabe, con
lo que conoce, nadie puede salir avante, y menos aún el hombre de cafard
que vive en medio de una pesada irrealidad: la no existencia de las cosas
le pesa. Para realizarse, para respirar incluso, tendrá que liberarse de su
ciencia. Así es como concibe la salvación: a través del no-saber. Sólo accederá
a ella si se encarniza contra el espíritu de desinterés y de objetividad. Un
juicio «objetivo», parcial, mal fundado, constituye una fuente de dinamismo: a
nivel del acto sólo lo falso está cargado de realidad pero cuando estamos
condenados a una visión exacta de nosotros mismos y del mundo, ¿a qué adherirse
y contra qué sublevarse aún?
Había un loco en nosotros, el sensato lo ha
echado fuera. Con él se ha ido lo más precioso que poseíamos, lo que nos hacía
aceptar las apariencias sin tener que practicar a cada paso esta discriminación,
tan ruinosa para ellas, entre lo real y lo ilusorio. Mientras el loco estaba
ahí, no teníamos nada que temer, ni tampoco las apariencias que, milagro
ininterrumpido, se metamorfoseaban en cosas ante nuestros ojos. Desaparecido él,
ellas pierden su rango y recaen en su indigencia primitiva. El loco le daba
sabor a la existencia. Ahora, ningún interés, ningún punto de apoyo. El
verdadero vértigo es la ausencia de la locura.
Realizarse es abocarse a la embriaguez de lo
múltiple. En el Uno lo único que cuenta es el Uno. Rompámoslo pues, si queremos
escapar al hechizo de la indiferencia, si queremos que llegue a su fin la
monotonía dentro y fuera de nosotros. Todo lo que centellea en la superficie del
mundo, todo lo que en él se considera interesante, es fruto de embriaguez
y de ignorancia. Pasada la embriaguez, sólo distinguimos alrededor soledad y
desolación.
Fuera de la ceguera, la diversidad se
deshace al contacto del cafard -saber fulminado, gusto perverso por la
identidad y horror de lo nuevo. Cuando este horror se apodera de nosotros y ya
no hay acontecimiento que no nos parezca impenetrable y risible a la vez, ni
cambio de cualquier tipo que no proceda del misterio y de la farsa, no es en
Dios en quien pensamos, es en la deidad, en la esencia inmutable que no se digna
crear, ni aun existir, y que, por su ausencia de determinación, prefigura ese
instante indefinido y sin sustancia, símbolo de nuestra
inconclusión.
Si, según el testimonio de la antigüedad, el
Destino gusta de echar a perder todo lo que se edifica, el cafard sería
el precio que el hombre debería pagar por su elevación. Pero el cafard,
más allá del hombre, afecta sin duda, aunque en menor grado, a todo ser vivo que
de una manera u otra se aparta de sus orígenes. La vida misma está expuesta al
cafard desde el momento en que acorta su paso y se calma el frenesí que
la sostiene y anima. ¿Qué es ella, en última instancia, sino un fenómeno de
furor? Furia bendita a la cual es importante entregarse. Desde el momento en
que nos arrebata, nuestros impulsos insatisfechos se despiertan: mientras más
refrenados estuvieron, mayor es su desencadenamiento. A pesar de su aspecto
desolador, el espectáculo que en esos momentos ofrecemos prueba que nos
reintegramos a nuestra verdadera condición, a nuestra naturaleza, aunque sea
despreciable e inclusive odiosa. Más vale ser abyecto sin esfuerzo que «noble»
por imitación o persuasión. Siendo preferible un vicio innato a una virtud
adquirida, uno se siente necesariamente incómodo ante aquellos que no se
aceptan, ante el monje, el profeta, el filántropo, ante el avaro esclavo del
gesto, el ambicioso de la resignación, el arrogante de la prevención, ante todos
los que se vigilan, sin exceptuar al sensato, el hombre que se controla y se
constriñe, aquel que no es nunca él mismo. La virtud adquirida forma un
cuerpo extraño, no la amamos ni en nosotros ni en los demás: es una victoria que
nos persigue, un éxito que nos agobia y hace sufrir aun cuando nos sintamos
orgullosos de él. Que cada quien se contente con lo que es: ¿no es acaso tener
predilección por la tortura y la desgracia querer ser mejor a toda
costa?
No hay libro edificante, ni inclusive cínico, en
donde no se insista sobre los daños de la cólera, esa hazaña, esa gloria del
furor. Cuando la sangre se sube a la cabeza y empezamos a temblar, en ese
instante se anula el efecto de días y días de meditación. Nada más ridículo ni
más degradante que tal acceso, inevitablemente desproporcionado a la causa que
lo desencadenó; sin embargo, pasado el acceso se olvida el pretexto, mientras
que un furor concentrado corroe hasta el último de nuestros suspiros. Lo mismo
sucede con las humillaciones que nos han infligido y que hemos soportado
«dignamente». Si ante la afrenta que nos fue hecha, reflexionando en las
represalias, hemos oscilado entre la bofetada y el perdón, esta oscilación, al
hacernos perder un tiempo precioso, habrá consagrado nuestra cobardía. Es una
vacilación de graves consecuencias, una falta que nos oprime, mientras que una
explosión, aunque termine en algo grotesco, nos hubiera aliviado. Tan penosa
como necesaria, la cólera nos impide ser presa de obsesiones y nos ahorra el
riesgo de complicaciones serias: es una crisis de demencia que nos preserva de
la demencia. Mientras podamos contar con ella, con su aparición regular, nuestro
equilibrio estará asegurado, y también nuestra vergüenza. Es cierto que la
cólera es un obstáculo para el avance espiritual pero para el escritor (ya que
es su caso el que tratamos aquí) no es bueno, incluso es peligroso que llegue a
dominar sus arranques. Que los sustente como pueda, bajo pena de muerte
literaria.
En la cólera uno se siente vivir, pero como
desgraciadamente no dura mucho, hay que resignarse a sus subproductos que van
desde la maledicencia hasta la calumnia y que, de todas maneras, ofrecen más
recursos que el desprecio, demasiado débil, demasiado abstracto, sin calor ni
aliento, e incapaz de procurar el menor bienestar. Cuando uno se aparta del
desprecio descubre maravillado la voluptuosidad que hay en ensuciar a los demás,
se encuentra uno al mismo nivel que ellos, no está más solo. Antes uno
examinaba a los otros por el placer teórico de encontrar su punto débil, ahora
para derribarlos. Quizá no debería uno ocuparse más que de sí mismo: es
deshonroso, es innoble juzgar a los otros; sin embargo, es lo que todo el mundo
hace, y abstenerse equivale a estar fuera de la humanidad. El hombre es un
animal lleno de hiel, y cualquier opinión que emite sobre sus semejantes lleva
ya algo de degradación. No es que no pueda hablar bien de los demás, pero
experimenta una sensación de placer y de fuerza sensiblemente menor que cuando
habla mal. Si rebaja y ajusticia a sus semejantes, no es tanto para dañarlos
como para salvaguardar sus propios residuos de cólera, sus restos de vitalidad,
para escapar a los efectos debilitadores que trae consigo una larga práctica del
desprecio.
El calumniador no es el único que saca provecho
de la calumnia, pues ésta le sirve igual, o más, al calumniado, a condición, sin
embargo, de que la resienta vivamente, pues de esta manera le confiere un vigor
insospechado, tan provechoso para sus ideas como para sus músculos; la calumnia
lo incita a odiar; ahora bien, el odio no es un sentimiento sino una fuerza, un
factor de diversidad, que hace prosperar a los seres a expensas del ser.
Cualquiera que aprecie su status de individuo, debe buscar todas las
ocasiones en que se vea obligado a odiar; siendo mejor la calumnia, estimarse su
víctima, es emplear una expresión impropia, es desconocer las ventajas
que se pueden sacar de ella. Tanto el mal que se dice de nosotros como el mal
que se nos hace, sólo es válido si nos hiere, si nos fustiga y despierta.
¿Tenemos la desgracia de ser insensibles a él? Caeremos entonces en un
desastroso estado de vulnerabilidad, pues perdemos el privilegio inherente a los
golpes dados por los hombres, e incluso a los dados por la suerte (quien está
por encima de la calumnia, estará sin dificultad por encima de la muerte). Si lo
que se dice de nosotros no nos atañe de ninguna manera, ¿por qué agotarse en una
tarea inseparable de las aprobaciones exteriores? ¿Se puede concebir una obra
que sea producto de una autonomía absoluta? Volverse invulnerable es cerrarse a
la casi totalidad de las sensaciones que se tienen en la vida en común. Mientras
más se inicia uno en la soledad, más se desea abandonar la pluma. ¿De qué y de
quién hablar si los otros no cuentan ya, si nadie merece la dignidad de enemigo?
Dejar de reaccionar ante la opinión ajena es un síntoma alarmante, una
superioridad fatal adquirida en detrimento de nuestros reflejos y que nos sitúa
en la posición de una divinidad atrofiada, feliz de no moverse más porque
encuentra que nada merece que se haga ni siquiera un gesto. Por el contrario,
sentirse existir es empecinarse en aquello que es manifiestamente mortal, es
dedicar un culto a la insignificancia, irritarse perpetuamente en el seno de la
inanidad, buscarle tres pies al gato.
Aquellos que ceden a sus emociones o a sus
caprichos, aquellos que se dejan llevar por la cólera a lo largo de todo el día,
están a salvo de trastornos graves. (El psicoanálisis sólo interesa a los
anglosajones y a los escandinavos que tienen la desgracia de «saber
comportarse»; en cambio, apenas si intriga a los pueblos latinos.) Para ser
normales, para conservarnos en buena salud, no deberíamos tomar ejemplo del
cuerdo sino del niño: rodar por tierra y llorar todas las veces que se nos venga
en gana; ¿hay algo más lamentable que desearlo y no atreverse a hacerlo? Por
haber desaprendido las lágrimas nos hemos quedado sin recursos -inútilmente
limitados a nuestros ojos. En la antigüedad se lloraba, también en la Edad Media
o durante el Gran Siglo (y según Saint-Simon, el rey lo hacía bastante bien).
Desde entonces, fuera del intermedio romántico, se desacreditó uno de los más
eficaces remedios que jamás haya tenido el hombre. ¿Se trata de un descrédito
pasajero o de una nueva concepción del honor? Lo que parece seguro es que toda
una parte de los infortunios que nos acosan, todos esos males difusos,
insidiosos, indespistables, vienen de la obligación que tenemos de no
exteriorizar nuestros furores o aflicciones, y de no dejarnos llevar por
nuestros más antiguos instintos.
Deberíamos tener la capacidad de aullar un
cuarto de hora al día, cuando menos, y habría que crear, con ese fin,
«aulladeros». «¿La palabra en sí, objetarán algunos, no aligera ya
suficientemente?, ¿por qué regresar a usos tan gastados?» Convencional por
definición, ajena a nuestras exigencias imperiosas, la palabra está vacía,
extenuada, sin contacto con nuestras profundidades no hay ninguna que emane o
descienda de ellas. Si en el principio, cuando hizo su aparición, podía servir,
ahora es diferente: no hay una sola palabra, ni siquiera aquellas que se
transforman en maldiciones, que contenga la menor virtud tónica: la palabra se
sobrevive en un largo y lastimoso desuso. No obstante el principio de anemia que
padece, ejerce sobre nosotros su influencia nociva. El aullido, por el
contrario, modo de expresión de la sangre, nos subleva, nos fortifica y a veces
nos cura. Cuando tenemos la dicha de entregarnos a él de inmediato nos sentimos
próximos a nuestros lejanos ancestros que, seguramente, rugían sin parar en sus
cavernas, todos, incluso aquellos que embadurnaban las paredes. Contrariamente a
esos tiempos felices, hoy estamos reducidos a vivir en una sociedad tan mal
organizada que el único lugar donde se puede aullar impunemente es el asilo de
locos. De esa manera nos está prohibido el único método que tenemos para
desembarazarnos del horror que nos producen los demás y del horror de nosotros
mismos. ¡Si por lo menos hubiera libros de consuelo! Pero hay muy pocos, por la
sencilla razón de que no hay consuelo, ni podrá haberlo mientras no se sacudan
las cadenas de la lucidez y la decencia. El hombre que se contiene, que se
domina en todo encuentro, el hombre «distinguido» es, en suma, un perturbado
virtual. Lo mismo sucede con cualquiera que «sufre en silencio». Si tendemos a
un mínimo de equilibrio, auspiciémonos en el grito, no perdamos ninguna ocasión
de hacerlo y de proclamar su urgencia. El furor nos ayudará, ya que, por otra
parte, procede del fondo mismo de la vida. Así, no es de extrañar que la cólera
sea particularmente efectiva en las épocas en que la salud se confunde con la
convulsión y el caos, en las épocas de innovación religiosa. No hay
compatibilidad posible entre religión y sensatez: la religión es conquistadora,
combativa, agresiva, sin escrúpulos, carga con todo y no le preocupa ni se
detiene ante nada. Lo admirable en ella es que consiente en favorecer nuestros
más bajos sentimientos, sin lo cual, por supuesto, no haría presa de nosotros
tan fácilmente. Con ella puede uno ir tan lejos como se quiera, en cualquier
dirección. Impura, puesto que es solidaria de nuestra vitalidad, nos invita a
todos los excesos y no fija un límite ni a nuestra euforia ni a nuestro derrumbe
en Dios.
Y es porque la sensatez no dispone de ninguna de
estas ventajas, por lo que resulta tan nefasta para el que quiere manifestarla y
ejercer sus dones. La cordura es ese continuo despojo al cual sólo se acerca uno
saboteando lo que se posee de irreemplazable, para bien y para mal. La sensatez
no desemboca en nada, es el callejón sin salida erigido como disciplina. ¿Qué
puede oponer al éxtasis que excusa y redime a las religiones en su totalidad?
Únicamente un sistema de capitulaciones: la retención, la abstención, el
retroceso, no sólo con respecto a este mundo sino a todos los mundos, una
serenidad mineral, un gusto por la petrificación -tanto por miedo al placer como
al dolor. Al lado de un Epicteto, cualquier santo, cristiano o de otra doctrina,
parece un rabioso. Los santos son temperamentos afiebrados e histriónicos que
seducen y arrebatan: halagan las debilidades de los otros en la misma violencia
que ponen al denunciarlas. Por otra parte, se tiene la impresión de que con
ellos uno podría entenderse: bastaría un mínimo de extravagancia o de
habilidad. Con los sensatos, por el contrario, ni compromiso ni aventura.
Encuentran el furor odioso y hacen a un lado todas sus manifestaciones al
asimilarlas a una fuente de trastornos. El hombre de cafard piensa que se
trata más bien de una fuente de energía y se acoge a ella porque la sabe
positiva, dinámica, aunque pueda volverse contra él mismo.
No es durante la inercia cuando uno se mata, es
en un acceso de furia contra sí (Ayax perdura como el prototipo del suicida), es
la exasperación de un sentimiento que podría definirse de la siguiente manera:
«Ya no puedo soportar por más tiempo el estarme decepcionando de mí
mismo.» De este sobresalto supremo en lo más profundo de una decepción de la
cual somos objeto, aunque sólo lo hubiéramos presentido en raros intervalos,
guardaríamos la obsesión a pesar de haber decidido no matarnos. Si a
través de los años una «voz» nos asegurara que no levantaríamos la mano contra
nosotros, esa voz, con la edad, iría haciéndose menos perceptible. Así es como,
mientras más avanzamos, más estamos a merced de algún silencio
fulgurante.
Aquel que se mata demuestra que bien podía haber
matado, que incluso sentía ese impulso, pero que lo dirigió contra sí mismo. Y
si tiene aspecto taimado, por debajo, es porque sigue los meandros del
odio a sí mismo, y porque medita, con pérfida crueldad, el golpe bajo al cual
sucumbirá, no sin antes haber reconsiderado su nacimiento, que se apresurará a
maldecir. Es, efectivamente, al nacimiento al que hay que detestar si se quiere
extirpar el mal de raíz. Abominarlo es razonable y, no obstante, difícil e
inhabitual. Uno se rebela contra la muerte, contra lo que debe sobrevivir; el
nacimiento, suceso irreparable en otro sentido, se hace a un lado, no nos
preocupamos por él: se presenta tan lejano en el pasado como el primer instante
del mundo, y sólo aquel que sueña con suprimirse se remonta hasta él; se diría
que no puede olvidar el mecanismo innombrable de la procreación y que
trata, a través de un horror retrospectivo, de aniquilar el germen mismo del que
ha salido.
Inventivo y emprendedor, el furor de la
autodestrucción no se limita a arrancar al individuo de la torpeza, también se
apodera de las naciones y les permite renovarse haciéndoles cometer actos en
contradicción flagrante con sus tradiciones. Aquella nación que parecía
encaminarse hacia la esclerosis, se orientaba en realidad hacia la catástrofe y
se hacía secundar por la misma misión que se había arrogado. Dudar de la
necesidad del desastre es resignarse a la consternación, es situarse en la
imposibilidad de comprender la boga de la fatalidad en ciertos momentos. La
clave de todo lo inexplicable que hay en la historia bien podría encontrarse en
el furor contra sí, en el terror a la saciedad y a la repetición, en el hecho de
que el hombre preferirá siempre lo inesperado a la rutina. El fenómeno se
concibe igualmente a nivel de las especies. ¿Cómo admitir si no que tantas de
ellas hayan desaparecido sólo por el capricho del clima? ¿No es más verosímil
que los grandes mamíferos, al cabo de millones y millones de años, hayan
terminado por estar hartos de tanto arrastrarse por la superficie del globo y
hayan alcanzado ese grado explosivo de hastío en el que el instinto, rivalizando
con la conciencia, disputa consigo mismo? Todo lo que está vivo se afirma y se
niega en el frenesí. Dejarse morir es signo de debilidad; aniquilarse, de
fuerza. Lo que es de temer es la caída en ese estado en el que ya ni siquiera es
posible imaginar el deseo de destruirse.
Es paradójico, y quizá deshonesto hacer el
proceso de la indiferencia después de haberla presionado durante tanto tiempo
para que nos diera la paz y nos otorgara la incuriosidad del cadáver. ¿Por qué
retrocedemos cuando por fin empieza a decidirse y aún conserva para nosotros el
mismo prestigio? ¿No es acaso una traición este encarnizamiento contra el ídolo
que más hemos venerado?
Un elemento de felicidad entra innegablemente en
todo cambio súbito, incluso se adquiere una sobrecarga de vigor: el renegar
rejuvenece. Nuestra fuerza se mide por el número de creencias a las que
hemos abjurado; así, cada uno de nosotros debería concluir su carrera como
desertor de todas las causas. Si, a pesar del fanatismo que nos ha
inspirado, la Indiferencia acaba por asustarnos, por parecernos intolerable, es
porque, justamente, al suspender el curso de nuestras deserciones, ataca el
principio mismo de nuestro ser y detiene su expansión. ¿Llevará en sí alguna
esencia negativa de la cual no hemos sabido desconfiar a tiempo? Adoptándola sin
reservas no podíamos evitar esas angustias de la incuriosidad radical en las que
no se sumerge uno sin salir irreconocible. Aquel que solamente las ha
entrevisto, no aspira ya a parecerse a los muertos ni a mirar como ellos hacia
otra parte, hacia cualquier cosa, salvo hacia la apariencia. Lo que quiere es
regresar hacia los vivos y volver a encontrarse, cerca de ellos, con sus
antiguas miserias, las que ha pisoteado en su prisa hacia el
desapego.
Seguir los pasos de un sensato, si uno no lo es
ya de por sí, es descarriarse. Tarde o temprano uno se fatiga de él, rompe todo
lazo, aunque sólo sea por la pasión de la ruptura, le declara la guerra, como
hay que declarársela a todo, empezando por el ideal que no se pudo alcanzar.
Cuando se ha invocado durante años a Pirrón y a Lao Tse, ¿es acaso admisible
traicionarlos en el momento en que se estaba más que nunca imbuido de sus
enseñanzas? Pero, al traicionarlos de una vez por todas, ¿puede uno tener la
presunción de considerarse su víctima cuando lo único que se les podría
reprochar es que están en lo cierto? No es de ninguna manera confortable la
condición de aquel que, después de haberle pedido a la sensatez que lo liberara
del mundo y de sí mismo, termina por execrarla, por no ver en ella un obstáculo
más.
Cioran
Emil E. La caída en el tiempo. Planeta-Agostini, Barcelona, 1986. Págs.
121-138. Traducción de Esther Seligson.

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