ROLAND BARTHES - Roland Barthes por Roland Barthes (1/2)

Zurdo
Activo/reactivo
En
lo que escribe hay dos textos. El texto I es reactivo, movido por indignaciones,
temores, réplicas interiores, pequeñas paranoias, defensas, escenas. El texto II
es activo, movido por el placer. Pero al irse escribiendo, corrigiendo, al irse
plegando a la ficción del Estilo, el texto I se hace a su vez activo; entonces
pierde su piel reactiva, que sólo subsiste por placas (en pequeños paréntesis).
El
adjetivo
Tolera
mal toda imagen de sí mismo, sufre si es nombrado. Considera que la
perfección de una relación humana depende de esa vacancia de la imagen: abolir
entre los dos, entre el uno y el otro, los adjetivos; una relación que se
adjetiva está del lado de la imagen, del lado de la dominación y de la muerte.
(En
Marruecos, no tenían visiblemente ninguna imagen de mí; el esfuerzo que yo hada,
como buen occidental, para ser esto o aquello, no obtenía
respuesta: ni esto ni aquello me era devuelto bajo la forma de un
hermoso adjetivo; no se les pasaba por la cabeza comentarme, se negaban, sin
saberlo, a nutrir y halagar mi imaginario. Al comienzo esta opacidad de la
relación humana tenía algo de agotador; pero poco a poco empezó a aparecer como
un valor de civilización o como la forma verdaderamente dialéctica del
intercambio amoroso).
La
comodidad
Hedonista
(ya que se cree tal), aspira a un estado que es en suma el confort; pero este
confort es más complicado que el confort doméstico cuyos elementos fija nuestra
sociedad; es un confort que él mismo se organiza, que se fabrica con sus propias
manos (como mi abuelo B., que al fin de su vida se había armado un pequeño
estrado a lo largo de su ventana para ver mejor el jardín mientras trabajaba).
Este confort personal podríamos llamarlo la comodidad. La comodidad
recibe una dignidad teórica ("No tenemos por qué mantener la distancia frente al
formalismo sino ponernos cómodos en él", 1971,I*), Y también una fuerza ética:
es la pérdida voluntaria dé todo heroísmo, aun en el goce.
* Ver las referencias de los
textos citados al final del libro.
El
demonio de la analogía
El
enemigo jurado de Saussure era la arbitrariedad (del signo). La suya es
la analogía. Desacredita las artes "analógicas" (el cine, la fotografía),
los métodos "analógicos" (la crítica universitaria, por ejemplo). ¿Por qué?
Porque la analogía implica un efecto de Naturaleza: constituye a lo "natural" en
fuente de verdad; y lo que agrava la maldición de la analogía es que es
irreprimible (Ré, 23): en cuanto una forma es vista, tiene que parecerse a otra
cosa: la humanidad parece estar condenada a la Analogía, es decir, en resumidas
cuentas, a la Naturaleza. De allí el esfuerzo de los pintores, de los
escritores, por escapar de ella. ¿Cómo? Mediante dos excesos opuestos, o, si se
prefiere, dos ironías, que hacen irrisoria la Analogía, ya sea simulando
un respeto espectacularmente chato (se trata de la Copia que, en lo que a
ella respecta, está a salvo), ya sea deformando regularmente –según
reglas– el objeto imitado (se trata de la Anamorfosis, CV, 64).
Fuera
de estas transgresiones, lo que se opone benéficamente a la pérfida Analogía, es
la simple correspondencia estructural: la Homología, que reduce la
evocación del primer objeto, a una alusión proporcional (etimológicamente, o
sea, en los tiempos felices del lenguaje, analogía quería decir
proporción).
(El
toro se enfurece cuando le ponen el señuelo rojo ante los ojos; los dos rojos,
el de la furia y el del señuelo, coinciden: el toro está en plena analogía, es
decir, en pleno imaginario. Cuando me resisto a la analogía, de hecho, es
al imaginario a lo que opongo resistencia, o sea, a la fusión del signo, a la
similitud del significante y el significado, al homeomorfismo de las imágenes,
al Espejo, al señuelo cautivador. Todas las explicaciones científicas que
recurren a la analogía –y son legión–participan de la ilusión, forman el
imaginario de la Ciencia).
En el
pizarrón
M.
B., profesor de la clase de Tercero A en el liceo Louis–le–Grand, era un
viejecito, socialista y nacional. Al iniciarse el año escolar, anotaba
solemnemente en el pizarrón los parientes de los alumnos que habían "muerto en
e! campo de honor"; había muchos que tenían tíos y primos, pero yo fui el único
que pude anunciar un padre; sentí cierto embarazo, como ante una distinción
excesiva. Sin embargo, una vez borrado el pizarrón, nada quedaba de ese luto
proclamado, sino, en la vida real, que es siempre silenciosa, la figura de un
hogar sin anclaje social: ni padre que matar, ni familia que odiar, ni medio que
rechazar: ¡gran frustración edipiana!
(Ese
mismo M. B., los sábados por la tarde, a guisa de distracción, pedía a un alumno
que le sugiriese un tema de reflexión, un rema cualquiera, y por más
estrafalario que éste fuese, nunca dejaba de extraer de él un pequeño dictado
que improvisaba, paseándose por la clase, con lo cual daba testimonio de su
dominio moral y de su facilidad de redacción.)
Afinidad
carnavalesca del fragmento y del dictado: el dictado reaparecerá a veces
aquí como figura forzosa de la escritura social, restos de la redacción escolar.
El
dinero
Por
la pobreza, fue un niño desocializado, aunque no desclasado: no
pertenecía a ningún medio (a B., medio burgués, sólo iba en las vacaciones:
de visita, y como se asiste a un espectáculo); no participaba de los
valores de la burguesía, y éstos no podían causarle indignación ya que no eran
para él más que escenas de lenguaje, relacionadas con el género novelesco:
participaba solo de su arte de vivir (1971, II). Este arte subsistía,
incorruptible, en medio de las crisis pecuniarias; conocía, no la miseria, pero
sí los apuros económicos, o sea: el terror de los fines de mes, el problema de
las vacaciones, de los zapatos, de los libros escolares y aun de la comida. De
estas privaciones soportables (el apuro económico lo es siempre) surgió
tal vez una pequeña filosofía de la compensación libre, de la sobredeterminación
de los placeres, de la comodidad (que es precisamente el antónimo del apuro). El
problema que lo formó fue sin duda el del dinero y no el del sexo.
En
el plano de los valores, el dinero tiene dos sentidos contrarios (es un
enantiosema ): se le condena con ardor, sobre todo en el teatro (muchos
reproches contra el teatro comercial más o menos por el año 1954), y luego se le
rehabilita, siguiendo a Fourier, para reaccionar contra las tres morales que se
le oponen: la marxista, la cristiana y la freudiana. (SFL, 90). Sin embargo, lo
que se defiende no es, desde luego, el dinero retenido, envarado, tragado; es el
dinero gastado, despilfarrado, acarreado por el propio movimiento de la pérdida,
dinero al que da brillo el lujo de una producción; el dinero se convierte así,
metafóricamente, en oro: el Oro del Significante.
La
nave Argos
Imagen
frecuente: la de la nave Argos (luminosa y blanca); los argonautas iban
reemplazando poco a poco todas sus piezas, de suerte que al fin tuvieron una
nave enteramente nueva, sin tener que cambiarle ni el nombre ni la forma. Esa
nave Argos es muy útil: proporciona a la alegoría un objeto eminentemente
estructural, creado, no por el genio, la inspiración, la determinación, la
evolución, sino por dos actos modestos (que no pueden captarse en ninguna
mística de la creación): la sustitución (una pieza desplaza a otra, como
en un paradigma) y la nominación (el nombre no está vinculado para nada a
la estabilidad de las piezas): a fuerza de hacer combinaciones dentro de un
mismo nombre, no queda ya nada del origen: Argos es un objeto que no
tiene otra causa que su nombre, u otra identidad que su forma.
Otro
Argos: tengo dos espacios de trabajo, uno en París y el otro en el campo. Del
uno al otro no hay ningún objeto en común, pues no se transporta nunca nada. Sin
embargo, los dos lugares son idénticos. ¿Por qué? Porque la disposición de los
útiles (papel, plumas, pupitres, relojes, ceniceros) es la misma: es la
estructura de! espacio lo que configura su identidad. Este fenómeno privado
bastaría para esclarecer el estructuralismo: el sistema prevalece sobre el ser
de los objetos.
La
arrogancia
No
le gustan para nada los discursos de victoria. Como no tolera la humillación de
nadie, en cuanto se anuncia en alguna pareé una victoria, siente ganas de irse a
otra parte (si fuese Dios, trastocaría continuamente las victorias –¡que
es, por otra parte, lo que hace Dios!) Ya en el plano del discurso, la victoria
más justa se convierte en un mal valor de lenguaje, en una arrogancia:
esta palabra, encontrada en Bataille, quien habla en alguna parte de la
arrogancia de la ciencia, la ha extendido a todos los discursos triunfantes.
Sufro, pues, tres arrogancias: la de la Ciencia, la de la Doxa, la del
Militante.
La
Doxa (palabra que aparecerá a menudo aquí), es la Opinión pública, el
Espíritu mayoritario, el Consenso pequeño–burgués, la Voz de lo Natural, la
Violencia del Prejuicio. Se puede calificar de doxología (palabra de Leibnitz)
toda forma de hablar que se adapta a la apariencia, a la opinión o a la
práctica.
Lamentaba
a veces el haberse dejado intimidar por lenguajes. Alguien le decía entonces:
¡sin embargo, sin eso, usted no hubiese podido escribir! La arrogancia circula
como un vino espeso entre los convidados del texto. El interrexto no abarca sólo
textos delicadamente escogidos, secretamente amados, libres, generosos,
discretos, sino también textos comunes, triunfantes. Usted mismo puede ser el
texto arrogante de otro texto.
No
sirve de mucho decir "ideología dominante", pues es un pleonasmo: la ideología
no es otra cosa que la idea en tanto que domina (PIT, 53). Pero yo puedo
enriquecerlo subjetivamente y decir: ideología arrogante.
El
gesto del arúspice
En
S/Z (pág. 20), la lexía (el fragmento de lectura) es comparada a ese
trozo de cielo que deslinda el bastón del arúspice. Esa imagen le gustó: debía
ser hermoso, antaño, ese bastón que apuntaba hacia el cielo, es decir, hacia lo
inapuntable; y además es un gesto insensato: trazar solemnemente un límite del
que no queda inmediatamente nada, a no ser por el remanente intelectual
de un deslinde, abocarse a la preparación totalmente ritual y totalmente
arbitraria de un sentido.
El
asentimiento, no la elección
"¿De
qué se trata? Es la guerra de Corea. Un pequeño grupo de voluntarios de las
fuerzas francesas patrulla vagamente por los matorrales de Corea del Norte. Uno
de ellos, herido, es recogido por una niña coreana que lo lleva a su aldea donde
lo acogen los campesinos: el soldado elige quedarse entre ellos, con ellos.
Elegir, ese es, al menos, nuestro lenguaje. No es del todo el de Vinaver:
de hecho, no presenciamos ni una elección ni una conversión sino más bien un
asentimiento progresivo: el soldado da su aquiescencia al mundo coreano
que descubre ... " (En relación con Aujourd'hui ou les Coréens, de Michel
Vinaver, 1956).
Mucho
más tarde (1974), con ocasión de su viaje a China, trató de retomar la palabra
asentimiento para hacer comprender a los lectores de Le Monde –o
sea, de su mundos–que no elegía a China (le faltaban demasiados elementos
para esclarecer su elección), sino que daba su aquiescencia en silencio
(silencio que él llamaba "desabrimiento"), como el soldado de Vinaver, a lo que
allí se tramaba. Esto fue muy mal comprendido: lo que reclama el público
intelectual es una elección: había que salir de China como un toro sale
del toril hacia el ruedo atestado: furioso o triunfante.
Verdad
y aserción
Su
malestar, a veces muy agudo –algunas tardes, después de haber escrito todo el
día llegaba a convertirse en una especie de miedo–, provenía de la sensación de
que estaba produciendo un discurso doble, cuyo modo iba, de alguna manera, mis
allá de sus miras: pues el propósito de su discurso no es la verdad, y ese
discurso es sin embargo asertivo.
(Es
un malestar que sintió desde muy temprano; se esfuerza por dominarlo –pues si no
tendría que dejar de escribir pensando que es el lenguaje el que es asertivo, no
él. Qué remedio tan irrisorio, y en esto todo el mundo estaría de acuerdo, sería
añadir a cada frase alguna cláusula de incertidumbre, como si cualquier cosa que
provenga del lenguaje pudiera hacer temblar al lenguaje).
(A
causa de esta misma sensación, ante cada cosa que escribe se imagina que va a
herir a uno de sus amigos –nunca el mismo: van cambiando).
La
atopía
Fichado,
estoy fichado, asignado a un lugar (intelectual), a una residencia de casta
(si no de clase). Contra lo cual una sola doctrina interior: la de la atopía
(la del habitáculo a la deriva). La atopía es superior a la utopía (la
utopía es reactiva, táctica, literaria, proviene del sentido y lo pone a andar).
La
autonimia
La
copia enigmática, la que interesa, es la copia despegada: al mismo tiempo,
reproduce y devuelve: no puede reproducir sino devolviendo, perturba el
encadenamiento infinito de las réplicas. Esta tarde, los dos mesoneros del
Flore, van a tomar el aperitivo al Café Bonaparte; uno lleva a su "dama", al
otro se le olvidó su supositorio contra la gripe; les sirve ( Pernod y Martini )
el joven mesonero del Bonaparte, el cual sí está de servicio, ("Discúlpeme, no
sabía que era su señora"): todo marcha dentro de la familiaridad y la
reflexividad y, sin embargo, los papeles, por fuerza, se mantienen separados.
Miles de ejemplos de esta reverberación siempre fascinante: peluquero que
va a peinarse, limpiabotas (en Marruecos) que se hace limpiar los zapatos,
cocinera que se cocina una comida, actor que va al teatro en su día libre,
cineasta que ve películas, escritor que lee libros; la señorita M., dactilógrafa
de edad, no puede escribir sin borrones la palabra "borrón"; M., alcahuete, no
puede encontrar a nadie que le procure (para su uso personal) las personas que
él suministra a sus clientes, etc. Todo esto es la «autonimia: e!
estrabismo inquietante (cómico y chato) de una operación circular: algo como un
anagrama, una sobreimpresión invertida, un aplastamiento de niveles.
La
deambulanre
Antaño,
un tranvía blanco efectuaba el servicio de Bayona a Biarritz; en verano, le
enganchaban un vagón todo abierto, sin baca: la deambulante. Gran alegría, todos
querían subirse a él: a lo largo de un paisaje poco cargado se disfrutaba a la
vez del panorama, del movimiento, del aire. Ya. hoy no existen ni la deambulante
ni el tranvía, y el viaje a Biarritz es un engorro. Con esto no quiero
embellecer míticamente el pasado, ni expresar una añoranza por una juventud
perdida fingiendo añorar un tranvía. Lo que quiero decir es que el arte de vivir
no tiene historia: no evoluciona: el placer que desaparece, desaparece para
siempre, insustituible. Vienen otros placeres, que no reemplazan nada. No hay
progreso en el placer, sólo mutaciones.
Cuando
yo jugaba al marro.
Cuando
yo jugaba al marro* en el jardín del Luxembourg, mi mayor placer no era provocar
al adversario y ofrecerme temerariamente para que me capturara; era librar a los
prisioneros –lo cual tenía el efecto de poner a circular de nuevo todas las
partidas: el juego volvía a empezar, desde el comienzo.
En
el gran juego de los poderes de la palabra, también se juega al marro: un
lenguaje sólo tiene el poder de meter en cintura a otro temporalmente; basta con
que un tercero salga de las filas para que el asaltante se vea forzado a batir
la retirada: en el conflicto de las retóricas, la victoria la obtiene siempre el
tercer lenguaje. Este lenguaje tiene como tarea librar a los prisioneros:
esparcir los significados, los catecismos. Como en el juego, lenguaje sobre
lenguaje hasta el infinito, tal es la ley que mueve a la logoesfera. De
donde surgen otras imágenes: la del juego
*
El marro (jell de barres) es un juego en el que se enfrentan dos
bandos que se colocan, cada uno, detrás de una línea trazada en el terreno. De
uno de los bandos sale un jugador que se ofrece para que lo capture uno del
bando contrario; este último puede a su vez ser capturado por un tercer jugador
que sale de las filas del primero, y así sucesivamente. Los prisioneros, que se
colocan en cadena detrás de la línea del campo enemigo, pueden ser liberados por
cualquier jugador de su bando, y la partida vuelve a empezar. (N. de la T.)
Nombres
propios
Parte
de su infancia estuvo ocupada en una audición particular: la de los nombres
propios de la vieja burguesía bayonesa, que oía repetir el día entero a su
abuela, prendada de mundanidad provinciana. Estos nombres eran muy franceses y,
aun dentro de ese código, sin embargo, a menudo originales; formaban una
guirnalda de significantes extraños a mis oídos (la prueba es que los recuerdo
muy bien: ¿por qué?): las señoras Leboeuf, Barber–Massin, Delay, Voulgres,
Peques, Léon, Froisse, de Saint–Pastou, Pichoneau, Poymiro, Novion, Puchulu,
Chanral, Lacape, Henriquet, Labrouche, de. Lasbordes, Didon, de Ligneroles,
Garance. ¿Cómo puede tenerse una relación amorosa con unos nombres propios? Ni
la menor sospecha de metonimia: esas señoras no eran nada atractivas, ni
siquiera graciosas. Y, sin embargo, me es imposible leer una novela, una
Memoria, sin esa golosidad particular (leyendo a Mme. de Genlis, acecho con
interés los nombres de la vieja nobleza). No es sólo una lingüística de los
nombres propios lo que hace falta; es también una erótica: el nombre, como la
voz, como el olor, sería el término de una languidez: deseo y muerte: "el último
suspiro que queda de las cosas", dice un autor del siglo pasado.
*
He traducido el juego que en francés se llama la maui chaude por el juego
de la palmada. Es un juego entre varios jugadores: primero se fija una cifra,
por lo general diez, y un jugador coloca la mano sobre la mesa, otro coloca la
suya sobre la mano de éste y un tercer jugador hace lo mismo, etc. Un mismo
jugador no debe colocar sus dos manos seguidas. La mano que toca la mesa se
retira y va a colocarse encima del montón de manos y se cuenta uno y así se va
retirando rápidamente la mano que está más abajo hasta alcanzar la cifra fijada.
(N. de la T.)
De la
estupidez, sólo tengo el derecho..
De
un juego musical escuchado rodas las semanas en F.M. y que le parece "estúpido",
saca lo siguiente: la estupidez podría ser un centro duro e insecable, un
primitivo: nada se puede hacer para descomponerla científicamente
(si fuese posible un análisis científico de la estupidez, toda la TV. se
desmoronaría). ¿Qué es? ¿Un espectáculo, una ficción estética, un fantasma tal
vez? ¿Quizá tenemos ganas de meternos. en el cuadro? Es hermoso, sofocante,
extraño; y de la estupidez sólo tendría el derecho de decir, en suma, lo
siguiente: me fascina. La fascinación podría ser el sentimiento
adecuado que debe inspirarme la estupidez (si se llega a pronunciar su
nombre): me abraza (es intratable, nada la mete en cintura, lo atrapa a
uno en el juego de la palmada).
El
amor por una idea
Durante
un tiempo, se entusiasmó con el binarismo; el binarismo era para él un verdadero
objeto de amor. Le parecía que nunca se .llegaría a explotar hasta el fin esta
idea. Que se pudiese decir todo con una sola diferencia le producía una
especie de dicha, un asombro continuo.
Como
las cosas intelectuales se parecen a las cosas del amor, en el binarismo lo que
le gustaba era una figura. Esta figura, la encontró de nuevo, más tarde,
idéntica, en la oposición de los valores. Lo que habría de desviar (en él) la
semiología, fue primero su principio del goce: una semiología que ha renunciado
al binarismo ya casi no le atañe.
La
joven burguesa
En
plenos disturbios políticos, él toca piano, pinta acuarelas: todas las falsas
ocupaciones de una joven burguesa del siglo XIX.
–Invierto
el problema: ¿en las actividades de la joven burguesa de antes, qué es lo que
excedía su feminidad, su clase? ¿Cuál era la utopía de su conducta? La joven
burguesa producía inútilmente, tontamente, para ella misma, pero producía:
esa era su forma de prodigarse.
El
Amateur
El
Amateur (el que practica la pintura, la música, el deporte, la ciencia, sin
espíritu de maestría o de competencia) conduce una y otra vez su goce
(amator: que ama y ama otra vez); no es para nada un héroe (de la creación,
de la hazaña); se instala graciosamente (por nada) en el significante: en
la materia inmediatamente definitiva de la música, de la pintura; su práctica,
por lo regular, no comporta ningún rubato (ese robo del objeto en
beneficio del atributo); es –será tal vez– el artista contra–burgués.
Reproche
de Brecht a R. B.
R.
B. parece siempre querer limitar la política. ¿Acaso no conoce lo que
Brecht parece haber escrito expresamente para él?
"Quiero,
por ejemplo, vivir con poca política. Esto significa que no quiero ser un sujeto
político. Pero no que quiera ser objeto de mucha política. Ahora bien, en
política se es objeto o sujeto; no hay otra alternativa; no se puede no ser
ninguno de los dos, o ser los dos juntos; parece pues indispensable que yo me
meta en política, y ni siquiera me toca determinar hasta qué punto debo meterme.
Siendo esto así, es muy posible que mi vida entera tenga que estar dedicada a la
política, tal vez aun sacrificada a ella". (Escritos sobre la política y la
sociedad).
Su
sitio (su medio), es el lenguaje: es allí donde toma o desecha, es allí
donde su cuerpo puede o no puede. ¿Sacrificar su vida de lenguaje
al discurso político? Admite ser sujeto, pero no charlatan
político (el charlatan: el que suelta su discurso, lo cuenta, y, al
mismo tiempo, lo notifica, lo firma). y es porque no logra despegar lo real
político de su discurso general, repetido, que lo político le está
vedado. Sin embargo, de este vedamiento puede al menos sacar el sentido
político de lo que escribe: es como si fuera el testigo histórico de una
contradicción: la de un sujeto político, sensible, ávido y silencioso (no
hay que separar estas palabras).
El
discurso político no es el único que se repite, que se generaliza, que se cansa:
en cuanto aparece en alguna parte una mutación del discurso, surge una vulgata y
su cortejo fatigante de frases inmóviles. Si este fenómeno común le parece
particularmente intolerable en el caso del discurso político, es porque la
repetición asume la forma de un colmo: a la política que quiere
presentarse como ciencia fundamental de lo real, la dotamos fantasmáticamenre de
un poder supremo: el de domar el lenguaje, el de reducir toda charlatanería
hasta dejar su residuo de realidad. ¿Cómo entonces tolerar sin pesar que lo
político integre también las filas de los lenguajes y se convierta en Parloteo?
(Para
que el discurso político no quede atrapado en. la repetición; se necesitan
condiciones inusitadas: o bien que él mismo instituya un nuevo modo de
discursividad: es el caso de Marx o bien, más modestamente, que, a través de una
simple inteligencia del lenguaje –por medio de la ciencia de sus efectos
propios–, un autor produzca un texto político a la vez estricto y libre, que
asuma la marca de su singularidad estética, como si reinventase y variase lo que
ha sido dicho: es el caso de Brecht, en Escritos sobre la política y la
sociedad o también que lo político, a una profundidad oscura y como
inverosímil: arme y transforme la materia misma del lenguaje: es el Texto, el de
las Leyes, por ejemplo).
El
chantaje a la teoría
Muchos
textos de vanguardia (todavía sin publicar) son inciertos: ¿cómo
juzgarlos, retenerlos, cómo predecirles un porvenir, inmediato o lejano?
¿Gustan? ¿Aburren? Su cualidad evidente es de orden intencional: se apresuran a
servir a la teoría. Sin embargo, esta cualidad es también un chantaje (un
chantaje a la teoría): ámenme, consérvenme, defiéndanme, porque yo me conformo a
la teoría que ustedes reclaman ¿acaso no hago lo que hacen Artaud, Cage, etc.?
–Pero Artaud no es solamente "vanguardia"; es también escritura; Cage
tiene también encanto... –Estos son los atributos que, precisamente,
no son reconocidos por la teoría, que aun a veces ésta repudia. Al menos
haga concordar su gusto con sus ideas, etc. (La escena continua, infinita).
Charlot
De
niño, no le gustaban tanto las películas de Charlot; es más tarde cuando, sin
cegarse ante la ideología confusa y lenitiva del personaje (My, 40), encuentra
una especie de deleite en ese arte, a la vez muy popular (lo fue) y muy
alambicado; era un arte muy compuesto, que ensartaba oblicuamente varios
gustos, varios lenguajes. Artistas así provocan una dicha total, porque dan la
imagen de una cultura a la vez diferencial y colectiva: plural. Esta imagen
funciona entonces como un tercer término, el término subversivo de la oposición
en la que estamos encerrados: cultura de masa o cultura superior.
Lo
pleno del cine
Resistencia
ante el cine: el significante mismo es siempre en él, por naturaleza, liso, sea
cual fuere la retórica de los planos; es, sin remisión, un continuum de
imágenes; la película (bien llamada: es una piel sin aberturas) sigue,
como una cinta charlatana: imposibilidad estatutaria del fragmento, del
haiku. Los. imperativos de la representación (análogos a las rúbricas
obligatorias de la lengua) obligan a recibirlo todo: de un hombre que camina por
la nieve, aun antes de que signifique, todo me esta dado; en la escritura, por
el contrario, no se me obliga a ver cómo están hechas las uñas del héroe –pero
si se le antoja, el Texto me dice, y con qué fuerza, lo largo de las uñas de
Holderlin.
(Esto,
apenas escrito, me parece ser una confesión de imaginario, debería haberlo
enunciado como una palabra perpleja que busca saber por que me resisto o deseo;
desgraciadamente estoy condenado a la aserción: falta en francés (y tal vez en
todas las lengua) un modo gramatical que exprese ligeramente (nuestro
condicional es demasiado pesado), no la duda intelectual, sino el valor que
trata de convertirse en teoría).
Cláusulas
A
menudo, en Mitologías, lo político aparece en la puya final (por ejemplo:
Se ve a las claras que las "bellas imágenes" de Continente perdido. no
pueden ser inocentes: no puede ser Inocente perder el continente que se
encontró de nuevo en Bandoeng"). Este tipo de cláusulas tiene sin duda una
triple función: retórica (el cuadro se cierra decorativamente) señalética (se
recuperan análisis temáticos, in extremis, mediante un proyecto de
compromiso ) y económica (se intenta substituir la disertación política por una
elipsis más ligera; a menos que esta elipsis no sea más que el procedimiento
desenfadado mediante el cual se despacha una demostración que ya se da por
sentada) .
En
el Michelet, se despacha la ideología de este autor en una página (la inicial):
R. B. conserva y evacua el sociologismo político: lo conserva como firma, lo
evacua como tedio.
La
coincidencia
Me
grabo a mí mismo tocando piano; al comienzo es por curiosidad de oírme;
pero muy pronto ya no me oigo; lo que oigo es, por más que parezca
presuntuoso decirlo, el estar–allí de Bach y de Schumann, la materialidad
pura de su música; por tratarse de mi enunciación, el predicado pierde toda
pertinencia; en cambio, paradójicamente, si escucho a Richter o a Horowitz, se
me ocurren miles de adjetivos: los oigo a ellos, y no a Bach o a Schumann. ¿Qué
sucede? Cuando me escucho a mí mismo habiendo tocado –después de un
momento de lucidez durante el que percibo, una a una, todas las faltas que
cometí–, se produce una suerte de extraña coincidencia: el pasado de mi
ejecución coincide con el presente de mi audición, y en esta coincidencia se ve
abolido el comentario: no queda ya sino la música (se da por supuesto que lo que
queda, no es en absoluto la "verdad" del texto, como si yo hubiese encontrado el
"verdadero" Schumann o el "verdadero" Bach).
Cuando
finjo escribir sobre lo que he escrito antes se produce de igual modo un
movimiento de abolición, no de verdad. No busco poner mi expresión actual al
servicio de mi verdad anterior (en el régimen clásico, se hubiese sacralizado
este esfuerzo bajo el nombre de autenticidad), renuncio a la persecución
agotadora de un viejo trozo de mí mismo, no busco restaurarme (como se
dice de un monumento). No digo: "Voy a describirme", sino: "Escribo un texto y
lo llamo R. B.". Prescindo de la imitación (de la descripción) y me confío a la
nominación. ¿Acaso no sé que, en el campo del sujeto, no hay referente?
El hecho (biográfico, textual) queda abolido en el significante, porque
coincide inmediatamente con él: al escribirme no hago más que repetir la
operación extrema con la cual Balzac, en Sarrazine, hizo "coincidir" la
castración con la castradura: soy, yo mismo, mi propio símbolo, soy la historia
que me sucede: en rueda libre dentro del lenguaje, no tengo nada con que
compararme; y en ese movimiento, el pronombre del imaginario, "yo", se descubre
impertinente; lo simbólico se hace a la letra inmediato: peligro
esencial para la vida del sujeto; escribir sobre sí mismo puede parecer una idea
pretenciosa; pero es también una idea simple: simple como una idea de suicidio.
Un
día, por ociosidad, consultaba el Yi King sobre mi proyecto. Saqué el
hexagrama 29: Kan, Tbe Perilous Cbasm: ¡peligro! ¡hondura! ¡abismo! (el
trabajo presa de la magia: al peligro).
Comparación
es razón
Hace
una aplicación a la vez estricta y metafórica, literal y vaga, de la lingüística
a algún objeto remoto: la erótica de Sade, por ejemplo (SFL, 34) –lo que lo
autoriza para hablar de una gramática sadiana. Asimismo, aplica el
sistema lingüístico (paradigma/sintagma) al sistema estilístico, y
clasifica las correcciones del autor según los dos ejes del papel (NEC, 138);
igualmente, se complace en plantear una correspondencia entre nociones
fourieristas y géneros medievales (el esquema–resumen y el ars minor,
SFL, 95). No inventa, ni siquiera combina, lo que hace es trasladar: para
él, la comparación es razón: se complace en deportar el objeto, mediante
una suerte de imaginación que es más homológica que metafórica (se comparan
sistemas, no imágenes); por ejemplo, si habla de Michelet, hace con Michelet lo
que él cree que Michelet hace con la materia histórica: opera mediante el
deslizamiento total, acaricia ... (Mi, 28).
El
mismo se traduce a veces, redobla una frase con otra frase (por ejemplo:
“¿Pero si yo amase la exigencia? ¿'Si tuviese algún apetito maternal?,
PIT, 43). Es como si, al querer resumirse, no encontrara salida, y
amontonase resumen sobre resumen por no saber cuál es el mejor.
Verdad
y consistencia
"La
verdad está en la consistencia", dice Poe (Ettreha). Por tanto, el
que no tolera la consistencia se cierra a toda ética de la verdad; abandona
la palabra, la proposición, la idea, en cuanto estas cuajan y pasan al
estado sólido, de estereotipo (stereos quiere decir
sólido) .
¿Contemporáneo
de qué?
Marx:
"Así como los pueblos antiguos vivieron su prehistoria imaginariamente, en la
mitología, nosotros, los alemanes, hemos vivido nuestra post historia en
el pensamiento, en la filosofía. Somos contemporáneos filosóficos del
presente, sin ser sus. contemporáneos históricos". De la misma manera, yo
no soy más que el contemporáneo imaginario de mi propio presente:
contemporáneo de sus lenguajes, de sus utopías, de sus sistemas (o sea, de sus
ficciones), en suma, de su mitología o de su filosofía, pero no de su historia,
de la cual sólo habito el reflejo danzante: fantasmagórico.
Elogio
ambiguo del contrato
La
primera imagen que tiene del contrato (del pacto) es, en resumidas cuentas,
objetiva: el signo, la lengua, el relato, la sociedad funcionan por contrato,
pero como este contrato está a menudo oculto, la operación crítica consiste en
descifrar el estorbo de las razones, de los alibis, de las apariencias, en suma,
todo el natural social, para poner de manifiesto el intercambio regulado
sobre el que se basan la operación semántica y la vida colectiva. Sin embargo,
en otro nivel, el contrato es un objeto malo: es un valor burgués que lo único
que hace es legalizar una suerte de talión económico: dando y dando, dice
el Contrato burgués: tras el elogio de la Contabilidad, de la Rentabilidad, hay
que percibir lo Vil, lo Mezquino. Al mismo tiempo, de nuevo, y en un último
nivel, el contrato es deseado incesantemente, como la justicia de un mundo por
fin "regularizado": gusto por el contrato en las relaciones humanas, gran
seguridaden cuanto es posible establecer un contrato, renuncia a recibir sin
dar, etc. En este punto –por intervenir directamente el cuerpo– el modelo del
buen contrato es el Contrato de Prostitución. Pues este contrato, considerado
inmoral por todas las sociedades y todos los regímenes (salvo las muy arcaicas),
libera de hecho de lo que podríamos llamar los rubores imaginarios del
intercambio: ¿a qué atenerme respecto al deseo del otro, respecto a lo que
soy para él? El contrato suprime este vértigo: es, en suma, la única
posición que puede mantener el sujeto sin caer en dos imágenes inversas aunque
igualmente aborrecidas: la del "egoísta" (que exige sin preocxuparse por dar
nada) y la del "santo" (que da sin permitirse a sí mismo exigir nada): el
discurso del contrato elude así dos plenitudes; permite la observancia de la
regla suprema de toda habitación, descifrada en el corredor de Shikidai:
"Ningún querer–asir y sin embargo ninguna oblación" (EpS, 149).
El
contratiempo
Su
sueño (¿confesable?) sería transportar a una sociedad socialista algunos de los
encantos (no digo valores) del arte de vivir burgués (hay –había–
algunos): es lo que él llama el contratiempo. A este sueño se opone el
espectro de la Totalidad, que exige que el hecho burgués sea condenado en
bloque, y que toda escapada del Significante sea castigada como una carrera
de la que se vuelve manchado.
¡No
sería acaso posible disfrutar de la cultura burguesa (deformada), como de un
exotismo?
Mi
cuerpo sólo me existe
Mi
cuerpo sólo me existe a mí mismo bajo dos formas corrientes: la jaqueca y la
sensualidad. Estos no son estados inusitados, sino por el contrario muy
mesurados, accesibles o remediables, como si en uno y otro caso uno decidiese
remitirse a imágenes gloriosas o malditas del cuerpo. La jaqueca no es el grado
realmente primero del malestar físico, y la sensualidad no es considerada, por
lo regular, más que como una suerte de cenicienta del placer.
En
otras palabras, mi cuerpo no es un héroe. El carácter ligero, difuso, del
malestar o del placer (la jaqueca, ella también, acaricia algunos de mis
días) se opone a que el cuerpo se constituya en lugar ajeno, alucinado, sede de
transgresiones agudas; la jaqueca (así denomino, con bastante inexactitud, al
simple dolor de cabeza) y el placer sensual, no son más que cenestesias, que se
encargan de individuar mi propio cuerpo, sin que éste pueda sacar gloria de
ningún peligro: mi cuerpo es ligeramente teatral para sí mismo.
El
cuerpo plural
"¿Qué
cuerpo? Tenemos varios" (PIT, 39). Tengo un cuerpo digestivo, tengo un cuerpo
mareado, otro de jaqueca, y muchos más: sensual, muscular (la mano del
escritor), humoral, y sobre todo: emotivo: un cuerpo que se emociona, se
mueve, se adensa o se exalta, o se asusta, sin que se note nada. Por otra parte,
me cautiva hasta la fascinación el cuerpo socializado, el cuerpo mitológico, el
cuerpo artificial (el de los disfraces japoneses) y el cuerpo prostituido (del
actor). y además de esos cuerpos públicos (literarios, escritos), tengo, valga
la expresión, dos cuerpos locales: un cuerpo parisino (alerta, cansado) y un
cuerpo campestre (descansado, pesado).
La
chuleta
Voy
a contar lo que hice una vez con mi cuerpo: En Leysin, en 1945, para hacerme un
pneumotórax extrapleural, me quitaron un pedazo de costilla, que luego me
devolvieron solemnemente envuelto en un pedazo de gasa medicinal (los médicos,
suizos, es verdad, proclamaban así que mi cuerpo me pertenece, sea cual
fuere el estado desmembrado en que me lo devuelvan: soy el dueño de mis huesos,
tanto en vida como muerto). Durante mucho tiempo guardé en una gaveta ese pedazo
de mí mismo, suerte de pene óseo parecido al asa de una chuleta de cordero, sin
saber qué hacer con él, sin atreverme a deshacerme de él por temor de
atentar contra mi persona, pese a que era bastante inútil tenerlo encerrado así
en un escritorio, entre objetos "preciosos" tales como viejas llaves, una
libreta escolar, el carnet de baile de nácar y el porta–tarjetas de tafetán
rosado de mi abuela B. Pero luego, un día, comprendí que la función de toda
gaveta es suavizar, aclimatar la muerte de los objetos haciéndolos pasar por una
suerte de lugar piadoso, de capilla polvorienta donde, con el pretexto de
conservarlos vivos, se les proporciona un tiempo decente de mustia agonía y,
aunque no llegué hasta la osadía de echar ese pedazo de mí mismo en el basurero
colectivo del edificio, arrojé la costilla con su gasa desde lo alto del balcón,
como si dispersase románticamente mis propias cenizas, hacia la calle
Servandoni, donde seguramente vendría algún perro a olfatearía.
La
curva loca de la imago
R.
P., profesor de la Sorbona, me tenía, en su época, por un impostor. T. D., a su
vez, me toma por un profesor de la Sorbona.
(No
es la diversidad de opiniones lo que asombra y excita, sino su exacta oposición;
esto podría hacernos exclamar: ¡es el colmo! Sería un goce propiamente
estructural –o trágico.)
Parejas
de palabras-valores
Algunas
lenguas, según parece, poseen enantiosemas, palabras que tienen la misma forma
pero sentidos contrarios. De la misma manera, para él, una palabra puede ser
buena o mala, sin previo aviso: la "burguesía" es buena cuando se la vuelve a
ver en su ser histórico, ascensional, progresista; es mala cuando está bien
provista. A veces, por azar, la lengua proporciona ella misma la bifurcación de
una palabra doble: la "estructura", valor bueno al comienzo, se desacreditó
cuando se hizo evidente que mucha gente la concebía como una forma inmóvil (un
"plan", un "esquema", un "modelo"); afortunadamente estaba "estructuración",
para tomar el relevo, que implica el valor fuerte por excelencia: el hacer, el
despilfarro perverso ("por nada").
Asimismo,
y más particularmente, no es lo erótico sino la erotización, el
valor bueno. La erotización es una producción de lo erótico: ligera, difusa,
mercurial; circula sin fijarse: un. coqueteo múltiple y móvil liga al sujeto con
lo que pasa, finge retenerlo y luego se afloja para ir a otra cosa (y después a
veces, este paisaje tan cambiante se corta, arrestado por una inmovilidad
brusca: el amor).
La
doble crudeza
La
crudeza remite igualmente a la alimentación y al lenguaje. En esta anfibología
("preciosa"), encuentra el medio para volver a su viejo problema: el de lo
natural.
En
el campo del lenguaje, la denotación no es alcanzada realmente sino por el
lenguaje sexual de Sade (SFL, 137); en otros no es más que un artefacto
lingüístico; sirve entonces para afantasmar lo natural puro, ideal,
creíble, del lenguaje, y corresponde, en el campo de la alimentación, a la
crudeza de las legumbres y de la carne, imagen no menos pura de la Naturaleza.
Pero este estado adánico de los alimentos y de las palabras es insostenible:
la crudeza es recuperada de inmediato como signo de sí misma: el lenguaje
crudo es un lenguaje pornográfico (que mima histéricamente el goce del amor), y
los alimentos crudos no son más que valores mitológicos de la comida civilizada
u ornamentos estéticos del plato japonés. La crudeza entra así en la categoría
aborrecida de lo pseudo–natural: de allí, la gran aversión por la crudeza del
lenguaje y la de la carne.
Descomponer/
destruir
Admitamos
que la tarea histórica del intelectual (o del escritor), sea hoy la de mantener
y acentuar la descomposición de la conciencia burguesa. Entonces, hay que
conservar a la imagen toda su precisión; esto quiere decir que fingimos
voluntariamente quedarnos dentro de esta conciencia y que la vamos a deteriorar,
desplomar, desmoronar, desde dentro, como se haría con un terrón de azúcar que
se sumerge en el agua. La descomposición se opone pues aquí a la
destrucción: para destruir la conciencia burguesa hay que
ausentarse de ella, y esta exterioridad sólo es posible en una situación
revolucionaria: en China, hoy, la conciencia de clase está en vías de
destrucción, no de descomposición; pero en otras partes (aquí y ahora),
destruir, en resumidas cuentas, no sería más que reconstituir un sitio
para la palabra cuyo único carácter fuese la exterioridad: exterior e inmóvil:
tal es el lenguaje dogmático. En suma, para destruir, hay que poder saltar.
¿Pero saltar a donde? ¿En qué lenguaje? ¿En qué lugar de la buena conciencia
y de la mala fe? Mientras que al descomponer, acepto acompañar esta
descomposición, descomponerme yo mismo en la misma medida: desbarro, me aferro y
arrastro conmigo.
La
diosa H
El
poder de goce de una perversión (en este caso la de las dos H: homosexualidad y
hachís) es siempre subestimado. La Ley, la Doxa, la Ciencia no quieren
comprender que la perversión, sencillamente, hace feliz; o, para
precisar, que produce un más: soy más sensible, más perceptivo, más
locuaz, me distraigo mejor, etc., y en este más reside la diferencia (y
de allí el Texto de la vida, la vida como texto). En consecuencia, es una diosa,
una figura invocable, una vía de intercesión.
Los
amigos
Busca
una definición de ese término de "moralidad" que leyó en Nietzsche (la moralidad
del cuerpo en los griegos antiguos), y que opone a la moral; pero no logra
–conceptualizarlo; sólo puede atribuirle una suerte de campo de acción, un
tópico. Este campo es para él, sin lugar a dudas, el de la amistad, o más
bien ("pues esta palabra de tarea de latín es demasiado rígida, demasiado
pudorosa): el de los amigos (al hablar de ellos sólo puedo hacerlo tomándome a
mí mismo, tomándolos a ellos, en una contingencia –una diferencia). En ese
espacio de las afecciones cultivadas, encuentra la práctica de ese nuevo
tema cuya teoría se busca hoy: los amigos forman entre ellos una red en la que
cada uno tiene que aprehenderse como interior/exterior, sometido en cada
conversación a la cuestión de la heterotropía: ¿dónde estoy entre los deseos?
¿dónde estoy en cuanto al deseo? La pregunta se me plantea debido al desarrollo
de múltiples peripecias de amistad. Así se escribe, día a día, un texto
ardiente, un texto mágico, que no terminará nunca, imagen brillante del Libro
liberado.
Así
como se puede descomponer el olor de la violeta o el gusto del té, ambos
aparentemente tan especiales, tan inestimables, tan inefables, en unos
cuantos elementos cuya sutil combinación produce toda la identidad de la
sustancia, asimismo adivinaba que la identidad de cada amigo, lo que lo hacía
amable, dependía de una combinación delicadamente dosificada y, por ello,
absolutamente original, de rasgos menudos reunidos en escenas fugitivas, día a
día. Cada uno desplegaba así ante él la escenificación brillante de su
originalidad.
A
veces, en la literatura antigua, se encuentra esta expresión aparentemente
estúpida: la religión de la amistad (fidelidad, heroísmo, ausencia de
sexualidad). Pero como de la religión sólo subsiste la fascinación del rito, le.
gustaba conservar los pequeños ritos de la amistad: festejar con un amigo la
liberación de una tarea, la desaparición de una preocupación: la celebración
acrecienta el acontecimiento, le añade un suplemento inútil, un goce perverso.
Así, por magia, este fragmento ha sido escrito de último, después de todos los
demás, como una especie de dedicatoria (3 de setiembre de 1974).
Hay
que esforzarse por hablar de la amistad como un puro tópico: esto me
desprende del campo de la afectividad –la cual no puede decirse sin azoramiento,
ya que pertenece al orden del imaginario (o más bien: reconozco a través de mi
azoramiento que el imaginario está muy cerca: me quemo).
La
relación privilegiada
No
buscaba la relación excluyente (posesión, celos, escenas); tampoco buscaba la
relación generalizada, comunitaria: lo que quería era, cada vez, una relación
privilegiada, marcada por una diferencia sensible, llevada al estado de una
suene de inflexión afectiva absolutamente singular, como la de una voz de
textura incomparable; y paradójicamente, no veía obstáculos a la multiplicación
de esta relación privilegiada: nada más que privilegios, en suma; la esfera
amistosa estaba así poblada de relaciones duales (de lo que se desprende una
gran pérdida de tiempo: había que ver a los amigos uno por uno: resistencia ante
el grupo, la handa, el tropel). Lo que se buscaba era un plural sin igualdad,
sin in–diferencia.
Transgresión
de la transgresión
Liberación
política de la sexualidad: es una doble transgresión de lo político por lo
sexual y viceversa. Pero eso no es nada: imaginemos ahora introducir de nuevo en
el campo político-sexual así descubierto, reconocido, recorrido y liberado...
una pizca de sentimentalidad: ¿no sería esto la última de las
transgresiones? ¿la transgresión de la transgresión? Porque a fin de cuentas
esto sería el amor: que regresaría, pero en un lugar distinto.
El
segundo grado y los otros
Escribo:
esto es el primer grado del lenguaje. Luego, escribo que escribo: es el
segundo grado. Ya Pascal: "Pensamiento que se me escapa, yo lo quería escribir;
escribo, en cambio, que se me escapó".)
Hoy
día consumimos en grandes cantidades este segundo grado. Buena parte de nuestro
trabajo intelectual consiste en hacer recaer la sospecha sobre cualquier
enunciado revelando el escalonamiento de sus grados; este escalonamiento es
infinito y ese abismo que se abre ante cada palabra, esa demencia del lenguaje,
lo llamamos científicamente: enunciación (abrimos ese abismo, en
primer lugar, por una razón táctica: deshacer la infatuación de nuestros
enunciados, la arrogancia de nuestra ciencia).
El
segundo grado es también una manera de vivir. Basta con retroceder de un paso
ante una proposición, un espectáculo, un cuerpo, para trastocar completamente el
gusto que sentíamos por él, el sentido que podríamos haberle dado. Hay eróticas,
estéticas del segundo grado (el kitsch, por ejemplo), Hasta podemos convertirnos
en maniáticos del segundo grado: rechazar la denotación, la espontaneidad, el
parloteo, la chatura, la repetición inocente, sólo tolerar lenguajes que den
testimonio, aun tenue, de un poder de dislocación: la parodia, la anfibología,
la cita subrepticia. El lenguaje, en cuanto piensa, se hace corrosivo. Con una
condición, sin embargo: que siga haciéndolo hasta el infinito. Pues si me
quedo en el segundo grado, merezco la acusación de intelectualismo (dirigida por
el budismo contra toda reflexividad simple); pero si quito el dispositivo de
frenaje (de la razón, de la ciencia, de la moral), si pongo la enunciación en
rueda libre, abro entonces el camino a un desprendimiento sin fin,
efectúo la abolición de la buena conciencia del lenguaje.
Todo
discurso está atrapado en el juego de los grados. A este juego podría
denominársele batomología. No sobra aquí el neologismo si lleva a la idea
de una ciencia nueva: la de los escalonamientos de lenguaje. Esta ciencia sería
inusitada, pues quebrantaría las instancias habituales de la expresión, de la
lectura y de la audición ("verdad", "realidad", "sinceridad"); su principio
sería una sacudida: se saltaría, como se salta un peldaño. toda expresión.
La
denotación como verdad del lenguaje
En
casa del farmaceuta de Falaise, Bouvard y Pécuchet someten la pasta de jengibre
a la prueba del agua: "tornó la apariencia de un pellejo de tocino, lo cual
denotaba gelatina".
La
denotación sería pues un mito científico: el de un estado "verdadero" del
lenguaje, como si toda frase llevase dentro un étimon (origen y verdad).
Denotación/connotación: este doble concepto sólo tiene valor entonces en
el campo de la verdad. Cada vez que necesito probar un mensaje (desmitificarlo),
lo someto a alguna instancia externa, lo reduzco a una suerte de pellejo
desagraciado que constituye su sustrato verdadero. La oposición, pues, sólo
sirve dentro del cuadro de una operación crítica análoga a un experimento de
análisis químico: cada vez que creo en la verdad, necesito la denotación.
Su voz
(No
se trata de la voz de nadie. ¡Pues claro que sí! Precisamente: se trata, se
trata siempre, de la voz de alguien). Intento poco a poco expresar su
voz. Pruebo con un acercamiento adjetivo: ¿ágil, frágil, juvenil, un poco
quebrada? No, no es eso exactamente; más bien: demasiado cultivada, con
un dejo de inglés. ¿Y ésta: breve? Sí, si lo desarrollo: tendía en esta
brevedad, no a la torsión (la mueca) de un cuerpo que se retoma y se afirma,
sino por el contrario a la caída agotadora del sujeto sin lenguaje y que ofrece
la amenaza de la afasia bajo la cual se debate: a diferencia de la primera, es
una voz sin retórica (pero no sin ternura). Habría que inventar, para
todas estas voces, la metáfora exacta, la que, una vez hallada, lo posee a uno
para siempre; pero es tan grande la ruptura entre las palabras que me vienen de
la cultura y ese ser extraño (¿es sólo sonoro?) que rememoro fugitivamente a mi
oído, que no la encuentro.
Esta
impotencia podría porvenir de lo siguiente: la voz está siempre ya
muerta, y es por una denegación desesperada por lo que la llamamos viva; a
esta pérdida irremediable le damos el nombre de inflexión: la inflexión
es la voz en lo que ésta tiene siempre de pasado, de callada.
De
allí a comprender lo que es la descripción: se agota tratando de expresar
lo mortal propio del objeto, simulando (la ilusión a través de la inversión)
creerlo, quererlo vivo: "darle vida" quiere decir "verlo muerto". El adjetivo es
el instrumento de esta ilusión; diga lo que diga, por su sola cualidad
descriptiva, el adjetivo es fúnebre.
Destacar
Destacar
es el gesto esencial del arte clásico. El pintor "destaca" un rasgo, una sombra,
los agranda si es necesario, los invierte y hace de ellos una obra; y aun en el
caso en que la obra fuese uniforme, insignificante o natural (un objeto de
Duchamp, una superficie monocroma), como está siempre, quiérase que no, situada
fuera del contexto físico (una pared, una calle), queda fatalmente consagrada
como obra. En esto, el arte es lo opuesto a las ciencias sociológicas,
filológicas, políticas, que no se cansan de integrar lo que han
distinguido (distinguen para integrar rnejor ). El arte no sería pues nunca
paranoico, sino siempre perverso, fetichista.
Dialécticas
Todo
parece indicar que su discurso funciona según una dialéctica de dos términos: la
opinión común y su contrario, la Doxa y su paradoja, el estereotipo y su
novación, el cansancio y la frescura, el gusto y el asco: amo/no amo.
Esta dialéctica binaria es la dialéctica misma del sentido (marcado/no
marcado) y del juego freudiano (Fort/Da): la dialéctica del valor.
Sin
embargo, ¿es esto del todo cierto? En él, otra dialéctica se esboza, busca
enunciarse: la contradicción de los términos pierde fuerza en él por el
descubrimiento de un tercer término, que no es un término de síntesis sino de
deportación: todo regresa, pero regresa como Ficción, es decir, en otro
nivel de la espiral.
Plural,
diferencia, conflicto
Recurre
a menudo a una suerte de filosofía, llamada vagamente pluralismo.
¿Quién
sabe si esta insistencia en el plural no es una manera de negar la dualidad
sexual? Es preciso que la oposición de los sexos no sea una ley de la
Naturaleza; hay pues que disolver los enfrentamientos y los paradigmas,
pluralizar a la vez los sentidos y los nexos: el sentido irá hacia su
multiplicación, su dispersión (en la teoría del Texto), y el sexo no quedará
atrapado en ninguna tipología (no habrá, por ejemplo, más que homosexualidades,
cuyo plural burlará todo discurso constituido, centrado, hasta tal punto que
parezca casi inútil hablar de ellos).
Asimismo,
la diferencia, palabra insistente y muy elogiada, vale sobre todo porque
dispensa del conflicto o lo vence. El conflicto es sexual, semántico; la
diferencia es plural, sensual y textual; el sentido, el sexo, son principios de
construcción, de constitución; la diferencia tiene todas las trazas de un
espolvoreo, de una dispersión, de un espejeo; ya no se trata de encontrar, en la
lectura del mundo y del sujeto, oposiciones, sino desbordamientos,
intromisiones, fugas, deslizamientos, desplazamientos, desbarramientos.
Según
Freud (Moisés), un poco de diferencia lleva al racismo. Pero mucha
diferencia, aleja de él, irremediablemente. Igualar, democratizar, masificar,
todos estos esfuerzos no logran expulsar "la más pequeña diferencia", germen de
la intolerancia racial. Lo que habría que hacer, desenfrenadamente, es
pluralizar, sutilizar.
El
gusto por la división
Gusto
por la división: "las parcelas, las miniaturas, los cercos, las precisiones
brillantes (como el efecto producido por el hachís según Baudelaire), la vista
de los campos, las ventanas, el haiku, el rasgo, la escritura, el fragmento, la
fotografía, la escena a la italiana, en suma, según se elija, todo lo articulado
del semántico o todo el material del fetichista. A este gusto se le declara
progresista: el arte de las clases en ascenso procede por encuadramientos
(Brecht, Dideror, Einstein).
En el
plano, la digitación...
En
el piano, "la digitación"* no designa en absoluto un valor de elegancia y de
delicadeza (lo que se llamaría "dedeo"), sino sólo una manera de numerar los
dedos que deben tocar tal o cual nota; la digitación establece en forma
reflexiva lo que habrá de convertirse en automatismo: es, en suma, el programa
de una máquina, una inscripción animal. Ahora bien, si yo toco mal –además de la
carencia de velocidad, que es un puro problema musculares porque no retengo
nunca la digitación escrita: improviso en cada interpretación, más o menos bien,
el lugar de los dedos, y por ello no puedo nunca tocar nada sin equivocarme. La
razón es evidentemente que quiero un goce sonoro inmediato y rehúyo el fastidio
del entrenamiento, pues el entrenamiento impide el goce –aunque en aras, es
verdad, según dicen, de un goce ulterior mayor se le dice al pianista (como los
dioses a Orfeo ) : no se vuelva prematuramente hacia los efectos de su
interpretación. La pieza, en la perfección sonora que imaginamos sin alcanzarla
jamás realmente, actúa entonces como un fantasma: me someto alegremente a la
orden del fantasma: “¡Inmediatamente!”, aun a costa de una pérdida
considerable de realidad.
*
He traducido doigté por digitación, término musical, pero en francés
doigté tiene también un sentido figurado: quiere decir destreza,
habilidad, elegancia en el proceder y, de allí la advertencia que hace el autor
al comienzo del fragmento.
(N.
de la T.)
El
objeto malo
La
Doxa (la Opinión) que usa abundantemente en su discurso, no es más que un
"objeto malo"; ninguna definiciónn por el contenido, sólo por la forma, y
esa forma mala es sin duda la repetición. ¿Pero lo que se repite no es a veces
bueno? El tema, que es un buen objeto crítico, ¿no es algo que se repite?
Es buena la repetición que viene del cuerpo. La Doxa es un objeto malo porque es
una repetición muerta, que no viene del cuerpo de nadie, a no ser, tal vez,
precisamente, del de los Muertos.
Doxa/paradoxa
Formaciones
reactivas: una doxa (una opinión común) está establecida, insoportable;
para desprenderme de. ella postulo una paradoja; luego esa paradoja se espesa,
se convierte, a su vez, en una nueva concreción, una nueva doxa, y tengo
que ir mas lejos en busca de una nueva paradoja.
Hagamos
de nuevo este recorrido. En el origen de la obra, la opacidad de las relaciones
sociales, la falsa Naturaleza; la primera sacudida es pues la desmistificación
(Mythologies); luego la desmistificación se inmoviliza en una repetición
y es a ella a quien hay que desplazar: la ciencia semiológica (postulada
entonces) intenta quebrantar, vivificar, armar el gesto, la postura mitológica,
dándole un método; esta ciencia se recarga a su vez de todo un imaginario: a las
aspiraciones de una ciencia semiológica se impone la ciencia (a menudo bastante
triste) de los semiólogos; hay pues que apartarse de ella, que introducir, en
ese imaginario razonable, un grano de deseo, la reivindicación del cuerpo: es
entonces el Texto, la teoría del Texto. Pero de nuevo el Texto corre el peligro
de petrificarse: se repite, se almoneda en textos mates que testimonian una
solicitación de lectura y no un deseo de agradar: el Texto tiende a degenerar en
Parloteo. ¿A dónde ir? En eso estoy.
El
mariposeo
Es
increíble la capacidad de distracción de un hombre a quien su trabajo aburre,
intimida o estorba: cuando estoy en el campo y trabajo (¿en qué? me releo,
¡desafortunadamente!), las distracciones que me suscito cada cinco minutos son
las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir
a mear, comprobar si el agua del grifo sigue saliendo lodosa (hubo un corte en
el agua hoy), ir a la farmacia, bajar al jardín a ver cuántos duraznos maduros
hay en el árbol, hojear el periódico, armarme un artefacto para sostener mis
papeles, etc.: rastreo.
(El
rastreo tiene algo de esa pasión que Fourier llamaba la Variante, la
Alternancia, el Mariposeo).
Anfibologías
La
palabra "inteligencia" puede designar una facultad de intelección o una
complicidad; por lo general, el contexto obliga a escoger uno de los dos
sentidos y a olvidar el Otro. Cada vez que encuentra una de esas palabras
dobles, R.B.,· por el contrario, conserva a la palabra sus dos sentidos, como si
uno de ellos le guiñara el ojo al otro y que el sentido de la palabra estuviese
en ese guiño, que hace que una misma palabra, en una misma frase,
quiera decir al mismo tiempo dos diferentes, y que se goce
semánticamente de la una por la otra. Es por esto que a estas palabras se las
llama en varias ocasiones "preciosamente ambiguas": no por esencia léxica (pues
cualquiera palabra del léxico tiene varios sentidos), sino porque gracias a una
especie de suerte, de buena disposición, no de la lengua sino del
discurso, puedo actualizar su anfibología, decir "inteligencia" y simular
que me estoy refiriendo principalmente ál sentido intelectivo, pero dando a
entender el sentido de "complicidad".
Estas
anfibologías son extremadamente (anormalmente) numerosas: Ausencia
(carencia de la persona y distracción del espíritu), Alibí (coartada
policial y otro lugar), Alienación (buena palabra, a la vez mental y
social), Alimentar (la caldera y la conversación), Quemado
(incendiado y desenmascarado), Causa (lo que provoca y lo que uno
abraza), Citar (llamar y copiar ~, Comprender (contener y captar
intelectualmente), Crudeza (alimenticia y sexual), Desarrollar
(sentido retórico y sentido ciclista), Discreto (discontinuo y
retenido), Ejemplo (de gramática y de libertinaje), Exprimir
(sacar el jugo y expresar su interioridad), Fin (límite y meta),
Función (relación y uso), Frescura (temperatura y novedad),
Indiferencia (ausencia de pasión y de diferencia), fuego
(actividad lúdicra y movimiento de las piezas de una máquina), Viajar
(alejarse y drogarse), Polución (contaminación y masturbación),
Poseer (tener y dominar), Propiedad (de los bienes y de los
términos), Interrogar (preguntar y torturar), Escena (de teatro y
matrimonial), Sentido (dirección y significación), Sujeto (sujeto
de la acción y objeto del discurso), Rasgo (gráfico y lingüístico),
Voz (órgano corporal y diatesis gramatical), etc. *
En
el catálogo de la doble audición: los addad, esas palabras árabes que
tienen dos sentidos absolutamente contrarios (1970, I); la tragedia griega,
espacio de doble sentido, en el cual "el espectador oye siempre más de lo que
cada personaje proclama por cuenta propia o a Cuenta de sus compañeros" (1968,
I); los delirios auditivos de Flaubert (presa de sus "errores" de estilo) y de
Saussure (obsesionado por la audición anagramática de versos antiguos ): Y para
terminar, lo siguiente: no es la polisemia (lo múltiple del sentido) lo que se
elogia y se busca; es muy exactamente la anfibología, la –duplicidad; no es la
ilusión de oírlo todo (cualquier cosa), sino la de oír otra cosa (en esto
soy más clásico que la teoría del texto que defiendo).
* He
tenido que eliminar cuatro palabras por no presentar en español la misma
dualidad que en francés Contenance,.Fiché, Frappe y Subtiliser. (N. de
la T.)
Al
sesgo
Por
una parte, lo que dice de los grandes objetos del conocimiento (el cine, el
lenguaje, la sociedad) no es nunca memorable: la disertación (el artículo
sobre algo) es como una inmensa escoria. La pertinencia menuda (si la
hay), sólo aparece en los márgenes, los incisos, los paréntesis, al
sesgo: es la voz off del sujeto.
Por
otra parte, jamás hace explícitas (jamás define) las nociones que parecen serle
más necesarias y de las que se sirve siempre (siempre subsumidas bajo una
palabra). Constantemente se recurre a la Doxa, pero nunca se la define: ningún
trozo sobre la Doxa. Al Texto no se le aborda nunca sino metafóricamente:
es el campo del arúspice, es un banquillo, un cubo de facetas, un excipiente, un
guiso japonés, una algarabía de decorados, una trenza, un encaje de Valencia, un
estero marroquí, una pantalla de televisión estropeada, un pastel de milhojas,
una cebolla, etc. Y cuando hace una disertación "sobre" el Texto (para una
enciclopedia), sin renegar de ella (nunca renegar de nada: ¿en nombre de qué
presente? ), es una tarea de conocimiento, no de escritura.
La
cámara de ecos
En
relación con los sistemas que lo rodean, ¿qué es? Más bien una cámara de ecos:
reproduce mal los pensamientos, sigue las palabras; hace visitas, o sea, rinde
homenaje a los vocabularios, invoca las nociones, las repite bajo un
nombre; utiliza ese nombre como un emblema (practicando así una suerte de
ideografía filosófica) y este emblema lo exime de profundizar el sistema del
cual es el significante (que sólo le hace señas). "Transferencia", que
proviene del psicoanálisis y, en apariencias, sigue en él, abandona, sin
embargo, alegremente la situación edipiana. "Imaginario", término de
Lacan, se extiende hasta los confines del "amor propio" de los clásicos. La
"mala fe" sale del sistema sartriano para unirse a la crítica mitológica.
"Burgués" recibe toda la carga marxista, pero se desborda continuamente
hacia la estética y la ética. De esta manera, sin duda, las palabras se
transportan, los sistemas se comunican, se prueba la modernidad (como se prueban
todos los botones de una radio de la que se desconoce el funcionamiento), pero
el intertexto que así se crea es a la letra superficial: adherimos a él
liberalmente: el nombre (filosófico, psicoanalítico, político,
científico) conserva con su sistema de origen un cordón que no ha sido cortado y
que permanece: tenaz y flotante. La razón de esto es, sin duda, que no se puede
a la vez profundizar y desear una palabra: en él, el deseo por la palabra es más
fuerte, pero de este placer forma parte una suerte de vibración doctrinaria.
La
escritura comienza por el estilo
El
asíndeton, tan admirado en Chateaubriand bajo el nombre de anacoluto (NEC, 113),
él. trata a veces de practicarlo: ¿qué relación podemos encontrar entre la leche
y los jesuitas? La siguiente: ..... los clics, esos fonemas lácteos que el
maravilloso jesuita Van Ginneken colocaba entre la escritura y el lenguaje"
(PIT, 12). Hay también innumerables antítesis (buscadas, construidas, ceñidas) y
juegos de palabras de los que se saca todo un sistema (placer: precario /
goce: precoz). En suma, innumerables rastros de un trabajo del estilo,
en el sentido más antiguo de la palabra. Ahora bien, ese estilo sirve para
elogiar un valor nuevo, la escritura, que es, por su parte,
desbordamiento, que arrastra al estilo hacia otras regiones del lenguaje y del
sujeto, lejos de un código literario clasificado (código periclitado de una
clase condenada). Tal vez esta contradicción se explica y se justifica así: su
manera de escribir se formó en un momento en que la escritura del ensayo trataba
de renovarse mediante la combinación de intenciones políticas, de nociones
filosóficas y de verdaderas figuras retóricas (Sartre está lleno de ellas). Pero
sobre todo, el estilo es, de alguna manera, el comienzo de la escritura: aun
tímidamente, exponiéndose a grandes riesgos de recuperación, prepara el reino
del significante.
¿Para
qué sirve la utopía?
¿Para
qué sirve la utopía? Para sacar el sentido. Frente al presente, a mi presente,
la utopía es un segundo término que permite hacer funcionar el resorte del
signo: el discurso sobre lo real se hace posible, salgo de la afasia en que me
hunde todo lo que anda mal dentro de mí, en este mundo que es el mío.
La
utopía es familiar al escritor porque el escritor es un dador de sentido: su
tarea (o su goce) es dar sentidos, dar nombres, y sólo puede hacerlo si hay
paradigma, desencadenamiento del sí/no, alternancia de dos valores: para
él el mundo es una medalla, una moneda, una superficie doble de lectura en la
que su propia realidad ocupa el reverso y la utopía el anverso. El Texto, por
ejemplo, es una utopía; su función –semántica– es hacer significar a la
literatura, al arte, al lenguaje presentes, en tanto se los declara
imposibles; otrora, se explicaba la literatura por su pasado; ahora, por
su utopía: el sentido está fundado en el valor: la utopía permite esta nueva
semántica.
Los
escritos revolucionarios siempre representaron precariamente y mal la finalidad
cotidiana de la Revolución, la manera como ésta contempla que vivamos mañana,
ya sea porque esta representación corre el riesgo de edulcorar o futilizar
la lucha presente, ya sea porque, con más justeza, la teoría política tiende
sólo a instaurar la libertad real de la cuestión humana, sin prefigurar ninguna
de sus respuestas. La utopía sería entonces el tabú de la Revolución, y el
escritor estaría encargado de transgredirlo; sólo él podría arriesgarse a
esta representación; como un sacerdote, asumiría el discurso escatológico;
cerraría el broche ético, respondiendo con una visión final de los valores a la
elección revolucionaria inicial (a aquello por lo que uno se hace
revolucionario) .
En
el Grado cero, la utopía (política) tiene la forma (ingenua?) de una
universalidad social, como si la utopía no pudiese ser más que el contrario
estricto del mal presente, como si, a la división, sólo pudiese responder, más
tarde, la indivisión; pero desde entonces ha empezado a salir a la luz, aunque
vaga y llena de dificultades, una filosofía pluralista: hostil a la
masificación, que hace hincapié en la diferencia, en suma, fourierista; la
utopía (que se sigue defendiendo) consiste entonces en imaginar una sociedad
infinitamente parcelada, cuyas divisiones no serían ya sociales y, por ello,
tampoco conflictivas.
El
escritor como fantasma
¡Sin
duda ya no hay un solo adolescente que vive este fantasma: ser escritor.'
De cuál de sus contemporáneos podría querer copiar, no la obra, sino las
prácticas, las posturas, esa manera de pasearse por el mundo con una librera de
notas en el bolsillo y una frase en la cabeza (como yo veía a Gide deambulando
por Rusia o por el Congo, leyendo los clásicos y escribiendo sus carnets en el
vagón–comedor, esperando los platos; tal como lo vi realmente, un día de 1939,
al fondo de la cervecería. Lutétia, comiéndose una pera y leyendo un libro).
Pues lo que esta fantasía impone es el escritor tal como uno puede verlo en su
diario íntimo, es el escritor sin su obra: forma suprema de lo sagrado:
la señal y el vado.
Nuevo
sujeto, nueva ciencia
Se
siente solidario de todo escrito cuyo principio sea que el sujeto no es más
que un efecto de lenguaje. Imagina una ciencia muy vasta en cuyo enunciado
el sabio terminaría por incluirse finalmente, y que sería la ciencia de los
efectos de lenguaje.
Título original: Roland
Barthes par Roland Barthes. Traducción: Julieta Sucre . © by Editions du
Seuil, 1975 y Editorial Kairos, 1978 . Primera edición, junio 1978
No hay comentarios:
Publicar un comentario