Giorgio Agamben – Lo abierto. El hombre y el animal [caps. 1-12]
« S`il
n`existoit point d`animaux, la nature de l`home serait encore plus
incompréhensible ».
Georges-Louis Buffon
Georges-Louis Buffon
«Indigebant
tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturis forum».
Tommaso D`Aquino.
1.
Teratomorfo.
“En
las última tres horas del día, Dios se sienta y juega con el Leviatán, como está
escrito: “tu has hecho al Leviatán para jugar con él”. Talmud, Avoda
zara.
En
la Biblioteca Ambrosiana de Milán se conserva una Biblioteca judía del siglo
XIII que contiene preciosas miniaturas. Las dos últimas páginas del tercer
códice están enteramente ilustradas con escenas de inspiración mística y
mesiánica. La página 135v ofrece la visión de Ezequiel, pero sin la
representación del carro: en el centro están los siete cielos, la luna, el sol y
las estrellas, y, en los ángulos, campeando sobre un fondo azul, los cuatro
animales escatológicos: el gallo, el águila, el buey y el león. La última página
(136r) está dividida en dos mitades; la superior representa los tres animales de
los orígenes: el pájaro Ziz (en forma de grifón alado), el buey Behemot y el
gran pez Leviatán, inmerso en el mar retorcido sobre sí mismo. La escena que nos
interesa en modo particular es, entonos los sentidos, la última, porque con ella
terminan tanto el códice como la historia de la humanidad. Representa el
banquete mesiánico de los justos en el último día. A la sombra de árboles
paradisíacos, y regocijados por la música de dos intérpretes, los justos, con
sus cabezas coronadas, se sientan en una mesa ricamente guarnecida. La idea de
que en los días del Mesías los justos, que han observado durante toda su vida
las prescripciones de la Torá, se reunirán en un banquete con las carnes de
Leviatán y Behemot sin preocupación alguna porque su sacrificio haya sido o no
kosher, es plenamente familiar para la tradición rabínica. Es sorprendente, sin
embargo, un particular al que no nos hemos referido hasta ahora: bajo las
coronas el minitaurista ha representado a los justos no con semblantes humanos,
sino con una cabeza inequívocamente animal. No sólo volvemos a encontrar aquí,
en las tres figuras situadas a la derecha, el pico característico del águila, la
roja cabeza del buey y la testa leonina de los animales escatológicos, sino que
también los otros dos justos que aparecen en la imagen exhiben grotescos rasgos
asnales, el uno, y un perfil de pantera, el otro. Pero también los dos músicos
comparecen con la cabeza animal, en particular el de la derecha, más visible,
que toca una especie de viola con un inspirado hocico simiesco.
¿Por
qué los representantes de esta humanidad llegada a su consumación se configuran
con cabezas de animales? Los estudiosos que se han ocupado del problema no han
encontrado todavía una explicación satisfactoria. Según Sofia Ameisenowa, que ha
dedicado una amplia investigación a este tema, y que intenta aplicar a los
materiales de la tradición judía los métodos de la escuela de Aby Warburg, las
imágenes de los justos con facciones animales deben relacionarse con el tema
gnóstico-astrológico de la representación de los decanos teratomorfos, a través
de la doctrina gnóstica según la cual los cuerpos de los justos ( o mejor, de
los espirituales), en su ascensión después de la muerte a través de los cielos,
se transforman en estrellas y se identifican con las potencias que gobiernan
cada cielo.
Según
la tradición rabínica, sin embargo, los justos en cuestión no están muertos en
absoluto: son, por el contrario, los representantes del resto de Israel, es
decir, de los justos que todavía viven en el momento de la venida del Mesías.
Como puede leerse en el Apocalipsis de Baruc, 29, 4, “Behemont aparecerá desde
su tierra y el Leviatán surgirá del mar: los dos monstruos que he formado en el
quinto día de la creación y he conservado hasta aquel día, servirán entonces de
alimento para todos los que quedan”. Además, el motivo de la representación
teratocéfala de los arcontes gnósticos y de los decanos astrológicos está muy
lejos de haber aquietado a los estudiosos y requiere él mismo una explicación.
En los textos maniqueos, cada uno de los arcontes corresponde así a una de las
partes del reino animal (bípedos, cuadrúpedos, pájaros, peces, reptiles) y a la
vez a las “cinco naturalezas” del cuerpo humano (huesos, nervios, venas, carne,
piel), de modo que el teratomorfismo de los arcontes remite directamente a la
tenebrosa parentela entre el macrocosmos animal y el microcosmos humano (Puech
105). Por otra parte, en el Talmud, el párrafo del tratado en que se menciona al
Leviatán como alimento mesiánico de los justos figura después de una serie de
haggadoth que parecen referirse a un economía diferente de las relaciones entre
lo animal y lo humano. Por lo demás, el que también la naturaleza animal sea
transfigurada en el reino mesiánico, es algo que ya estaba implícito en la
profecía mesiánica de l Isaías 11 ( que tanto le gustaba a Iván Karamázov) en la
que se lee que “serán vecinos el lobo y el cordero / y el leopardo se echará con
el cabrito / el novillo y el cachorro pacerán juntos / y un niño pequeño los
conducirá”.
No
es imposible, por lo tanto, que al atribuir una cabeza animal al resto de
Israel, el artista del manuscrito de la Ambrosiana haya pretendido significar
que, en el último día, las relaciones entre los animales y los hombres se
ordenarán en una forma nueva y que el hombre mismo se reconciliará con su
naturaleza animal.
2.
Acéfalo
Geroges
Bataille había quedado tan impresionado por las efigies gnósticas de arcontes
con cabezas de animal que había tenido ocasión de contemplar en el Cabinet
des medailles de la Biblioteca Nacional de París, que le dedicó en 1930 un
artículo en su revista Document. En la mitología gnóstica, los arcontes
son las entidades demoníacas que crean y gobiernan el mundo material, en el que
los elementos espirituales y luminosos se encuentran mezclados con los oscuros y
corporales, prisioneros de ellos. Las imágenes, reproducidas como documentos de
la tendencia del “bajo materialismo” gnóstico a la confusión de formas humanas y
bestiales, representan, de acuerdo con las enseñanzas de Bataille, “tres
arcontes con cabeza de ánade”, un Iao panmorfo, un “dios con piernas
humanas, cuerpo de serpiente y cabeza de gallo”, y, por último, un dios acéfalo
con dos cabezas de animales superpuestas. Dos años después la cubierta del
primer número de la revista Acéphale, diseñada por André Masson, exhibía como
enseña de la “conjura sagrada” urdida por Bataille con un pequeño grupo de
amigos, una figura humana desnuda y carente de cabeza (“El hombre ha huido de su
cabeza, como el condenado de la prisión”, reza el texto programático: Bataille,
6) no implicaba necesariamente una remisión a la animalidad; las ilustraciones
del numero 3-4 de la revista, donde el mismo desnudo del primer número porta
ahora una majestuosa cabeza de toro, dan testimonio de una aporía que va unida a
la totalidad del proyecto del autor.
Entre
los motivos centrales de la lectura hegeliana de Kojève, de quien Bataille había
sido oyente en la Ecole des Hautes Etudes, figuraba el problema del final de la
historia y de la figura que el hombre y la naturaleza asumirían en el mundo
post-histórico, cuando el paciente proceso del trabajo y de la negación, por
medio del cual el animal de la especie Homo Sapiens deviene humano, alcanzara su
consumación. Según un gesto muy característico en él, Kojève dedica a este
problema capital sólo una nota del curso 1938-39:
“La
desaparición del Hombre al final de la Historia no es, pues, una catástrofe
cósmica: el Mundo natural sigue siendo lo que es desde la eternidad. Y tampoco
es una catástrofe biológica: el Hombre permanece en vida como animal que está en
acuerdo con la Naturaleza o con el Ser dado. Lo que desaparece es el Hombre
propiamente dicho, es decir, la acción negadora de lo dado y del Error o, en
general, el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el final del Tiempo humano o de
la Historia, es decir, la aniquilación definitiva del hombre propiamente dicho o
del individuo libre e histórico, significa sencillamente la cesación de la
Acción en el sentido fuerte del término. Lo que quiere decir prácticamente: la
desaparición de la guerra y de las revoluciones sangrientas. Y además la
desaparición de la Filosofía; porque cuando el Hombre mismo no cambia ya
esencialmente, ya no hay razón para cambiar los principios (verdaderos) que
están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí. Pero todo el resto puede
mantenerse indefinidamente; el arte, el amor, el juego, etc., y, en definitiva,
todo lo que hace al hombre feliz”. (Kojève, 434-435)
El
conflicto entre Bataille y Kojève se refiere propiamente a ese “resto” que
sobrevive a la muerte del hombre que vuelve a ser animal al final de la
historia. Lo que el alumno – que tenía cinco años más que el maestro – no podía
aceptar de ninguna manera era que “el arte, el amor, el juego”, como también la
risa, el éxtasis o el lujo (que, revestidos de un aura de excepcionalidad,
estaban en el centro de las preocupaciones de Acéphale y, dos años mas tarde,
del Collège de Sociologie), dejaran de ser sobrehumanos, negativos y sagrados
para ser simplemente restituidos a la praxis animal. Para el pequeño grupo de
inciados cuarentones, que no temían desafiar el ridículo al escenificar “la
alegría ante la muerte” en los pequeños bosques de la periferia parisina, ni,
algo después, en plena crisis europea, jugar a “aprendices de brujo”, predicando
el regreso de los pueblos europeos a la “vieja casa del mito”, el ser acéfalo
entrevisto por un instante en su experiencia privilegiada podía, quizá, no ser
humano ni divino; animal, empero, no debía serlo en ningún caso.
Por
supuesto, lo que también se ventilaba en este punto era el problema de la
interpretación de Hegel, un terreno donde la autoridad de Kojève era
particularmente amenazadora. Si la historia no es más que el paciente trabajo
dialéctico de la negación, y el hombre es el sujeto y, al tiempo, lo que se pone
en juego en esta acción negadora, la culminación de la historia implicaba
necesariamente el fin del hombre: el rostro del sabio que, alcanzado el límite
del tiempo, contempla satisfecho este final toma necesariamente, como en la
miniatura de la Ambrosiana, la forma de un hocico animal.
Por
eso mismo, como manifiesta en su carta a Kojève del 6 de diciembre de 1937,
Bataille tiene que apostar por la idea de una “negatividad sin empleo”, es
decir, de una negatividad que sobrevive, no se sabe cómo, al final de la
historia y de la que no le es dado proporcionar otra prueba que su propia vida,
“la herida abierta que es mi vida”:
“Admito
(como suposición verosímil) que a partir de ahora la historia se ha acabado
(excepción hecha del epilogo). Sin embargo, yo me represento las cosas de manera
diferente… Si la acción (“el hacer”) es – como dice Hegel – la negatividad, se
plantea entonces el problema de saber si la negatividad de quien no tiene “ya
nada que hacer” desaparece o bien subsiste en el estado de “negatividad sin
empleo”: personalmente, no puedo decidirme más que en una dirección, al ser yo
mismo exactamente esta “negatividad sin empleo” (no podría definirme de manera
más precisa). Reconozco que Hegel ha previsto esta posibilidad, si bien no la ha
situado en el final de los procesos que ha descrito. Imagino que mi vida – o,
mejor todavía, su aborto, la herida abierta que es mi vida – constituye por sí
misma la refutación del sistema cerrado de Hegel”. (Hollier, 170-171)
El
fin de la historia lleva consigo, en consecuencia, un “epilogo” en que la
negatividad humana se conserva como “resto” en las formas del erotismo, de la
risa, del júbilo ante la muerte. En la luz incierta de este epílogo, el sabio,
soberano y consciente de sí, ve pasar antes sus ojos no cabezas animales, sino
las figuras acéfalas de unos hommes farouchement religieux, “amantes” o
“aprendices de brujo”. Pero el epílogo se revelaría frágil. En 1939, cuando la
guerra era ya inevitable, una declaración del Collège de Sociologie traduce su
impotencia al denunciar la pasividad y la ausencia de reacciones frente a la
guerra, como una forma masiva de “desvirilización”, que transforma a los hombres
en una suerte de “ovejas conscientes y resignadas al matadero” (Hollier, 58-59).
Aunque fuera en un sentido diverso de aquel que tenía en mente Kojève, los
hombres habían vuelto a ser verdaderamente animales.
3.
Esnob
“Ningún
animal puede ser esnob”.
Alexandre
Kojève
En
1968, con ocasión de la segunda edición de la Introduction, cuando el
discípulo-rival llevaba seis años muerto, Kojève vuelve al problema del devenir
animal del hombre. Y lo hace, una vez más, en forma de una nota adjunta a la
nota de la primera edición (si el texto de la Introduction está compuesto
esencialmente de los apuntes recogidos por Queneau, las notas son la única parte
del libro que con toda seguridad procede de la mano de Kojève). Esa primera nota
– señala – era ambigua, por que si admite que en el final de la historia el
hombre “propiamente dicho” debe desaparecer, no se puede pretender
coherentemente que “todo el resto” ( el arte, el amor, el juego) pueda
mantenerse indefinidamente.
“Si
el hombre re-deviene un animal, sus artes, sus amores y sus juegos deberán
re-devenir también puramente “naturales”. Así pues, habría que admitir que
después del fin de la Historia, los hombres construirán sus edificios y sus
obras de arte como los pájaros construyen sus nidos y las arañas tejen sus
telas, que ejecutarán conciertos musicales de la misma forma que las ranas y
cigarras, que jugarán como juegan los animales jóvenes y se entregarán a su amor
igual que lo hacen los animales adultos. Pero no se puede decir, entonces, que
todo eso “hace feliz al Hombre”. Habría que decir que los animales
pos-históricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia y en
plena seguridad) estarán contentos en función de su comportamiento artístico,
erótico y lúdico, visto que, por definición, se contentarán con él. (Kojève,
436)
La
aniquilación definitiva del hombre en sentido propio debe implicar también, no
obstante, de manera necesaria la desaparición del lenguaje humano, sustituido
por señales sonoras o mímicas comparables con el lenguaje de las abejas. Pero en
tal caso, argumenta Kojève, lo que desaparecería no sería sólo la filosofía, es
decir, el amor a la sabiduría, sino la propia posibilidad de una sabiduría como
tal.
En
este punto la nota enuncia una serie de tesis sobre la filosofía de la historia
y sobre la situación actual del mundo, en que no es posible distinguir entre la
seriedad absoluta y una ironía no menos absoluta. Así nos enteramos de que, en
los años inmediatamente posteriores a la redacción de la primera nota (1946), el
autor había comprendido que el “final hegeliano-marxista” de la historia no era
un acontecimiento futuro, sino algo que ya se había consumado. Después de la
batalla de Jena, la vanguardia de la humanidad alcanzó virtualmente el término
de la evolución histórica del hombre. Todo lo que ha venido después –
comprendidas de las dos guerras mundiales, el nazismo y la sovietización de
Rusia – no representa más que un proceso de aceleración encaminado a alinear el
resto del mundo con los países más avanzados de Europa. En ese momento, sin
embargo, numerosos viajes a Estado Unidos y la Rusia soviética, realizados entre
1948 y 1958 (es decir, cuando Kojève era ya un alto funcionario del gobierno
francés), le convencieron de que, en la vía que conduce a la realización de la
condición post-histórica, “los rusos y los chinos no son todavía más que
norteamericanos pobres, en vías de rápido enriquecimiento, eso sí”, mientras que
los Estados Unidos han alcanzado ya el “estadio final” del “comunismo marxista”
(Kojève, 436-437) . De aquí la conclusión que “el American way of life (es) el
género de vida propio del período post-histórico, y que la presencia actual de
los Estados Unidos en el mundo prefigura el futuro “presente eterno” de toda la
humanidad. Así, el retorno del Hombre a la animalidad aparece entonces no ya
como una posibilidad todavía por venir, sino como una certeza ya presente”.
(Kojève, 437)
No
obstante, en 1959, un viaje a Japón iba a producir un nuevo cambio de
perspectiva. En Japón Kojève tuvo ocasión de observar directamente una sociedad
que, a pesar de vivir en condiciones post-históricas, no había dejado por ello
de ser “humana”:
“La
civilización japonesa “post-histórica” ha tomado unas vías diametralmente
opuestas a la “vía americana”. Sin duda, en Japón no ha habido nunca una
Religión, una Moral ni una Política en el sentido “europeo” o “histórico” de
estas palabras. Pero el Esnobismo en estado puro ha creado allí unas disciplinas
negadoras del dato “natural” o “animal” que han sobrepasado con mucho en
eficacia a aquellas que nacían, en Japón o en otros lugares, de la Acción
“histórica”, es decir, de las Luchas guerreras o revolucionarias o del Trabajo
forzado. Es verdad que esas cumbres (no igualadas en ninguna otra parte) del
esnobismo específicamente japonés que son el teatro Nô, la ceremonia del té o el
arte de los ramos de flores han sido y siguen siendo todavía patrimonio
exclusivo de los nobles y de los ricos. Pero, a pesar de las desigualdades
económicas y sociales persistentes, todos los japoneses, sin excepción, son
capaces en la actualidad de vivir en función de valores totalmente formalizados,
es decir, vacíos por completo de cualquier contenido “humano” en el sentido de
“histórico”. Así, en última instancia, todo japonés es capaz en principio de
proceder, por puro esnobismo, a un suicidio perfectamente “gratuito” (la clásica
espada del samurai puede ser sustituida por un avión o un torpedo), que no tiene
nada que ver con el arriesgar la vida en una lucha llevada a cabo en función de
valores “históricos” con un contenido social o político. Lo que parece permitir
creer que la interacción recientemente iniciada entre Japón y el Mundo
occidental conducirá a fin de cuentas no a una rebarbarización de los japoneses,
sino a una “japonización” de los occidentales (comprendidos los rusos).
Ahora bien, visto que ningún animal puede ser esnob, cualquier época post-histórica “japonizada” será específicamente humana. No habrá, pues, un “aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho”, mientras que haya animales de la especie Homo sapiens que puedan servir de soporte “natural” a lo que de humano hay entre los hombres”. (Ibid., 437)
Ahora bien, visto que ningún animal puede ser esnob, cualquier época post-histórica “japonizada” será específicamente humana. No habrá, pues, un “aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho”, mientras que haya animales de la especie Homo sapiens que puedan servir de soporte “natural” a lo que de humano hay entre los hombres”. (Ibid., 437)
El
tono de burla que Bataille reprochaba a su maestro cada vez que éste trataba de
describir la condición post-histórica alcanza su cima en esta nota. No sólo el
American way of life es equiparado a una vida animal, sino que el
sobrevivir del hombre a la historia en forma del esnobismo japonés se asemeja a
una versión más elegante (aunque quizá paródica) de esa “negatividad sin empleo”
que Bataille trataba de definir a su manera, ciertamente más ingenua, y que a
Kojève le debía de parecer de mal gusto.
Tratemos
de reflexionar sobre las implicaciones teóricas de esta figura post-histórica de
lo humano. El que la humanidad sobreviva a su drama histórico parece insinuar
sobre todo entre la historia y su final, una franja de ultrahistoria que
recuerda el reino mesiánico de mil años que tanto en la tradición judía como en
la cristiana, se instaurará sobre la tierra entre el último acontecimiento
mesiánico y la vida eterna (lo que no causa asombro en un pensador que había
dedicado su primer trabajo a la filosofía de Soloviev, cuajada de motivos
mesiánicos y escatológicos). Pero es decisivo que, en esa franja ultrahistórica,
el mantenerse humano del hombre supone la supervivencia de los animales de la
especie Homo sapiens que deben servirle de soporte. En efecto, en la lectura
hegeliana que lleva a cabo Kojève, el hombre no es una especie biológicamente
definida ni una sustancia dada de una vez para siempre: es, más bien, un campo
de tensiones dialécticas cortado desde siempre por cesuras que separan en todo
momento en su seno – por lo menos virtualmente – la animalidad “antropófora” y
la humanidad que en ella se encarna. El hombre sólo existe históricamente es
esta tensión: humano sólo puede serlo en la medida en que trasciende y
transforma al animal antropóforo que le sostiene, sólo porque, mediante la
acción negadora, es capaz de dominar y, eventualmente, de destruir su animalidad
misma (es en este sentido en el que Kojève puede escribir que “el hombre es una
enfermedad mortal del animal”: 554).
Pero
¿qué es de la animalidad humana en la post-historia? ¿Qué relación hay entre el
esnob japonés y su cuerpo animal, y entre éste y la criatura acéfala entrevista
por Bataille? Por otra parte, en la conexión entre el hombre y el animal
antropóforo, Kojève privilegia el aspecto de la negación y de la muerte y parece
no ver el proceso en virtud del cual, en la modernidad, el hombre (o el Estado
en su lugar) empieza, por el contrario, a asumir el cuidado de su propia vida
animal y la vida natural pasa a ser el objetivo de lo que Foucault ha denominado
el biopoder. Quizá el cuerpo del animal antropóforo (el cuerpo del siervo) es el
resto no resuelto que el idealismo ha dejado en herencia al pensamiento y las
aporías de la filosofía coinciden en las aporías de este cuerpo irreduciblemente
tenso y dividido entre animalidad y humanidad.
4.
Mysterium disiunctionis
Para
quien lleve a cabo una investigación “genealógica” del concepto de vida en
nuestra cultura, una de las primeras y más instructivas observaciones es que
éste no se define nunca como tal. Pero por indeterminado que quede se articula y
divide, no obstante, en cada momento, mediante una serie de cesuras y de
oposiciones que el confieren una función estratégica decisiva en ámbitos tan
aparentemente alejados como la filosofía, la teología, la política y, ya mas
tarde, la medicina y la biología. Es decir, todo sucede como si, en nuestra
cultura, la vida fuese aquello que no puede ser definido, pero que, precisamente
por ello, tiene que ser incesantemente articulado y dividido.
En
la historia de la filosofía occidental, esta articulación estratégica se produce
en un momento bien definido. Es el momento en que en el De anima, Aristóteles
aísla, entre los varios modos en que se dice el término “vivir” el más general y
separable:
“El
animal se distingue de lo inanimado mediante el vivir. Pero vivir se dice de
muchos modos, y diremos que algo vive cuando subsiste por lo menos uno de ellos:
el pensamiento, la sensación, el movimiento y el reposo según el lugar, el
movimiento según la nutrición, la destrucción y el crecimiento. Por esto todas
las especies vegetales nos parecen también dotadas de vida. Es evidente, en
efecto, que los vegetales tienen en sí mismos un principio y una potencia que
les permite crecer y destruirse en direcciones opuestas… Este principio puede
darse sin que se den los otros, mientras que, en los mortales, los otros no
pueden darse sin él. Esto se hace evidente en los vegetales, en los que no hay
ninguna otra potencia del alma. El vivir pertenece, pues, a los vivientes en
virtud de tal principio… Llamamos potencia nutritiva (threptikón) a esa parte
del alma de la que participan también los vegetales”. (Aristóteles, 413a, 20;
413b, 8)
Es
importante observar que Aristóteles no define en modo alguno qué es la vida: se
limita a descomponerla a partir del aislamiento de la función nutritiva, para
después proceder a rearticularla en una serie de potencias y facultades
distintas y correlacionadas (nutrición, sensación, pensamiento). Vemos aquí en
acción el principio del fundamento que constituye el dispositivo estratégico por
excelencia del pensamiento de Aristóteles. Consiste en reformular toda pregunta
sobre “¿qué es?” como una pregunta sobre “¿En virtud de qué (dia ti) pertenece
algo a algo distinto?”. Preguntar por qué se dice que un cierto ser es viviente,
significa buscar el fundamento en virtud del cual el vivir pertenece a este ser.
Es necesario, pues, que entre los diferentes modos en que el vivir se dice, uno
de ellos se separe de los demás hasta el final, para convertirse en el principio
mediante el cual la vida puede ser atribuida a un ser determinado. En otras
palabras, lo que ha sido separado y dividido (en este caso, la vida nutritiva)
es precisamente lo que permite construir – en una suerte de divide et impera –
la unidad de la vida como articulación jerárquica de una serie de facultades y
oposiciones funcionales.
El
aislamiento de la vida nutritiva ( a la que ya los comentaristas antiguos
denominaban vegetativa) constituye un acontecimiento, en cualquier sentido
fundamental, para la ciencia occidental. Cuando, muchos siglos después, Bichat,
en sus Recherches phsysiologiques sur la vie et sur la mort, distingue de
la “vida animal”, definida por la relación con un mundo exterior, una “vida
orgánica”, que no es más que una “sucesión habitual de asimilaciones y
excreciones” (Bichat, 61), es todavía la vida nutritiva de Aristóteles la que
establece el oscuro fondo sobre el que destaca la vida de los animales
superiores. Según Bichat, es como si en cada organismo superior conviviesen “dos
animales”: l`nimal existant au-dedans[1], cuya vida – “orgánica” en la
definición de Bichat – no es más que la repetición de una serie de funciones
ciegas y privadas de conciencia (circulación de la sangre, respiración,
asimilación, excreción), y l`animal vivant au-dehors[2], cuya vida – la única
que para Bichat merece el nombre de “animal” – se define por medio de la
relación con el mundo exterior. En el hombre estos dos animales cohabitan, pero
no coinciden: la vida orgánica del animal-de-adentro empieza en el feto antes de
la propiamente animal, y, en el envejecimiento y la agonía, sobrevive a la
muerte del animal-de-afuera.
Resulta
superfluo recordar la importancia estratégica que ha tenido en la historia de la
medicina moderna el reconocimiento de esta separación entre funciones de la vida
vegetativa y funciones de la vida de relación. Los éxitos de la cirugía moderna
y de la anestesia se basan precisamente, entre otras cosas, en la posibilidad de
dividir y a la vez, articular los dos animales de Bichat. Y cuando, como ha
puesto de manifiesto Foucault, el Estado moderno, a partir del siglo XVII,
empieza a incluir entre sus tareas esenciales el cuidado de la vida de la
población y transforma así su política en biopolítica, realiza su verdadera
vocación, esencialmente mediante la progresiva generalización y redefinición del
concepto de vida vegetativa (que ahora coincide con el patrimonio biológico de
la nación). Y todavía hoy, en las discusiones sobre la definición ex lege
de los criterios de la muerte clínica, es un reconocimiento ulterior de esta
nuda vida – desconectada de toda actividad cerebral y por así decirlo de todo
sujeto – la que decide si un cuerpo puede considerarse vivo o debe ser entregado
a la peripecia extrema de los transplantes.
La
división de la vida en vegetal y de relación, orgánica y animal, animal y
humana, se desplaza pues al interior del viviente hombre como una frontera
móvil, y, sin esta íntima cesura, la decisión misma sobre lo que es humano y lo
que no lo es sería, probablemente, imposible. La posibilidad de establecer una
oposición entre el hombre y los demás vivientes y, al propio tiempo, de
organizar la compleja – y no siempre edificante – economía de las relaciones
entre los hombres y los animales, sólo se da porque algo como una vida animal se
ha separado en el interior del hombre, sólo porque la distancia y la proximidad
con el animal se han mensurado y reconocido sobre todo en lo más íntimo y
cercano.
Pero
si eso es verdad, si la cesura entre lo humano y lo animal se establece
fundamentalmente en el interior del hombre, lo que debe plantearse de un modo
nuevo es la propia cuestión del hombre, y del “humanismo”. En nuestra cultura,
el hombre ha sido pensado siempre como la articulación y la conjunción de un
cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o
animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Ahora tenemos que
aprender a pensar, muy de otro modo, al hombre como lo que resulta de la
desconexión de esos dos elementos, e investigar no el misterio metafísico de la
conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. ¿Qué es el
hombre, si es siempre el lugar – y a la vez, el resultado – de divisiones y
cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo –
en el hombre- el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano,
es más urgente que tomar posición sobre las grandes cuestiones, sobre los
llamados valores y derechos humanos. Y, quizá, hasta la esfera más luminosa de
las relaciones con lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más
oscura, que nos separa del animal.
[1]
“El animal que existe dentro”.
[2]
“El animal que vive afuera”.
5.
Fisiología de los bienaventurados.
¿Qué
es este Paraíso, sino la taberna de una incesante
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
La
lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los
cuerpos resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva.
El problema que los Padres tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad
entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en
suerte durante su vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la
materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y
recuperar su lugar en propio en el organismo bienaventurado. Pero es
precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón
– más tarde arrepentido y redimido – se le había amputado una mano ¿debía ésta
volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de
Adán – se pregunta Tomás de Aquino – a partir de la cual se formó el cuerpo de
Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia
medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la
digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos
humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se
reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de la uñas? ¿Y
del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si
los intestinos resucitan – argumenta un teólogo – tendrán que hacerlo llenos o
vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si
están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá natural alguna.
El
problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte
así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma
habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para
orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un
paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios
planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad – escribe Scoto
Erigena – es la misma naturaleza humana creada a la imagen de Dios” (Scoto,
822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía
presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta
naturaleza humana. Pero esto implicaba algunas consecuencias que los Padres no
se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado
Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra,
visto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad no de otro modo que las
manos y los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin necesidad de
ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente
más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los
árboles del paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos
sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?
En
efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para
reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de
hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de su
forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían
vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería pues, imposible definir.
Las dos funciones principales de la vida animal – la nutrición y la generación –
están ordenadas a la conservación del individuo y de la especia; pero, después
de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en
ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además,
si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería
suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger
excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París:
maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Así
pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir o conservar la primera
perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección… Y como el
comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están
ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección.
(Tomás de Aquino 1955, 51-52)
El
mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había
cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora
sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida
bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia, tampoco
las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según
el todo y según la parte” (ibid). En el cuerpo de los resucitados, las funciones
animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología
medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de
cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los
bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto
irredimible.
6.
Cognitio Experimentalis
Ahora
nos es ya posible anticipar algunas hipótesis provisionales sobre las razones
que hacen tan enigmática la representación de los justos con cabeza animal en la
miniatura de la Ambrosiana. El final mesiánico de la historia o el cumplimiento
de la oikonomía divina de la salvación definen un umbral crítico, en que la
diferencia entre lo animal y lo humano, tan decisiva para nuestra cultura, está
amenazada de desaparición. Es decir, la relación entre el hombre y el animal
delimita un ámbito esencial, en el que la investigación histórica tiene que
confrontarse necesariamente con esa franja ultrahistórica a la que no se puede
acceder sin apelar a la filosofía primera. Como si la determinación de la
frontera entre lo humano y lo animal no fuera una cuestión más entre las que
debaten filósofos y teólogos, científicos y políticos, sino una operación
metafísico-política fundamental, en la que sólo puede decidirse y producirse
algo como un “hombre”. Si vida animal y vida humana se superpusieran
perfectamente, ni el hombre ni el animal – ni quizá tampoco lo divino – serían
ya pensables. Por eso la llegada a la post-historia implica de modo necesario la
reactualización del umbral prehistórico en que aquella frontera quedó definida.
El Paraíso siembre la duda sobre el Edén.
En un párrafo de la Summa, que lleva el significativo título de Ultrum Adam un statu innocentiae animalibus domesticus dominaretur, santo Tomás parece aproximarse al centro del problema, evocando un “experimento cognitivo” que tendría su lugar propio en la relación entre el hombre y el animal.
En un párrafo de la Summa, que lleva el significativo título de Ultrum Adam un statu innocentiae animalibus domesticus dominaretur, santo Tomás parece aproximarse al centro del problema, evocando un “experimento cognitivo” que tendría su lugar propio en la relación entre el hombre y el animal.
“En
el estado de inocencia – escribe – los hombres no precisaban de los animales por
necesidad física. Ni para cubrirse, porque no se avergonzaban de su desnudez, ya
que no tenían ningún impulso de concupiscencia desordenada; ni para alimentarse,
ya que obtenían su subsistencia de los árboles del paraíso; no como medio de
transporte, por el vigor de sus cuerpos. En realidad sólo los necesitaban para
extraer conocimiento experimental de su naturaleza (indigebant tamen eis ad
experimentalem cognitionem sumendam de naturas forum). Esto se nos muestra
por el hecho de que Dios condujo a los animales ante Adán para que les diera un
nombre que designara su naturaleza.
( Tomás de Aquino 1963, 193)
( Tomás de Aquino 1963, 193)
Lo
que tendremos que tratar de captar es todo lo que está en juego en esta
cognitio experimentalis. Quizá no sólo la teología y la filosofía, sino
también la política, la ética y la jurisprudencia están en tensión y en suspenso
en la diferencia entre el hombre y el animal. El experimento cognitivo que se
cuestiona en esta diferencia concierne en última instancia a la naturaleza del
hombre – más precisamente a la producción y la definición de esta naturaleza -,
es un experimento de hominis natura. Cuando la diferencia se anula y los
dos términos entran en una relación de vaciamiento recíproco – como parece
suceder hoy – también desaparece la diferencia entre el ser y la nada, lo lícito
y lo ilícito, lo divino y lo demoníaco, y, en su lugar, aparece algo para lo que
ni siquiera parecemos disponer de nombres. Quizá también los campos de
concentración y de exterminio son un experimento de este género, un intento
extremo y monstruoso de decidir entre lo humano y lo inhumano, que ha terminado
por arrastrar en su ruina la propia posibilidad de la distinción.
7.
Taxonomías.
“Cartesius
certe non vidit simios”[1].
Carlo Linneo.
Carlo Linneo.
Linneo,
el fundador de la taxonomía científica moderna, tenía debilidad por los monos. Y
es probable que tuviera ocasión de verlos de cerca durante su estancia de
estudios en Amsterdam, que era entonces un centro importante para el comercio de
animales exóticos. Mas tarde, ya de vuelta a Suecia y convertido en protomédico
real, reunió en Upsala un pequeño zoo, que incluía monos de diferentes especies,
entre los que, según se cuenta, tenia predilección por un macaco hembra de
nombre Diana. En cualquier caso, no estaba dispuesto a conceder fácilmente a los
teólogos que los monos, como los restantes bruta, se distinguieran
sustancialmente de los hombres por estar privados de alma. Una nota al
Systema naturae liquida expeditivamente la teoría cartesiana que concebía
a los animales en paridad con los automata mechanica, con una afirmación
que deja ver su enojo: “evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. Y en un
escrito posterior, que lleva por titulo Menniskans Cousiner, primos del
hombre, explica hasta qué punto es arduo señalar, desde el punto de vista de las
ciencias de la naturaleza, la diferencia entre los monos antropomorfos y el
hombre. No se trata, desde luego, de que no advirtiera la clara diferencia que
separa al hombre del animal en el plano moral y religioso:
“El
hombre es el animal al que el Creador ha encontrado digno de honrar con una
mente tan maravillosa y ha querido hacerle su favorito, reservándole una
existencia mas noble; Dios llega incluso a enviar a la tierra a su único hijo
para salvarle.” (Linneo 1955, 4)
Pero
todo esto, concluía,“pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como
el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista,
que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos mas que
el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los
otros dientes.” (Ibíd.)
El
gesto perentorio con que, en el Systema naturae, inscribe al Hombre en el
orden de los Anthropomorpha (que, a partir de la décima edición de 1758,
son llamados Primates) junto a Simia, Lemury Vespertilio (el murciélago) no
puede, pues, sorprendernos. Por otra parte, a pesar de las polémicas que su
gesto no dejó de suscitar, el problema estaba ya en cierto modo en el aire.
Bastante antes John Ray, en 1693, había singularizado entre los cuadrúpedos al
grupo de los Anthropomorpha, “semejantes al hombre”. En general, en el
Antiguo Régimen las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y
fluctuantes de lo que serian en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las
ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después
en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los
órdenes y las clases, porque se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. Un
testigo tan fiable como John Locke refiere como cosa más o menos cierta la
historia del papagayo del príncipe de Nassau, que era capaz de sostener una
conversación y de responder a las preguntas “como una criatura razonable”.
Además, la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas
zonas de indiferencia en las que no era posible asignar identidades ciertas.
Una obra científica seria como la Ichtiologia de Peter Artedi (1738)
mencionaba todavía a las sirenas junto a las focas y los leones marinos, y el
propio Linneo, en su Pan Europaeus, clasifica a la sirena -a la que el
anatomista danés Caspar Bartholin todavía llamaba Homo marinus- al lado
del hombre y el mono. Por otra parte, también el límite entre los monos
antropomorfos y algunas poblaciones primitivas era todo menos claro. La primera
descripción de un orangután por el medico Nicolas Tulp en 1641 subraya los
aspectos humanos de este Homo sylvestris (tal es el significado de la
expresión malaya orang-utan); y seria necesario esperar hasta la
disertación de Edward Tyson “Orang-Outang”, sive Homo Sylvestris, or the
Anatomy of a Pygmie (1699) para que la diferencia física entre el mono y el
hombre se estableciera por primera vez sobre las salidas bases de la anatomía
comparada. Aunque esta obra sea considerada como una suerte de incunable de la
primatología, la criatura a la que Tyson denomina “pigmeo” (a la que distinguen
del hombre desde un punto de vista anatómico cuarenta y ocho caracteres, y
treinta y cuatro del mono) representa aún para él un tipo de “animal intermedio”
entre el mono y el hombre, que se sitúa con respecto a este en una relación
simétricamente opuesta al ángel.
“El
animal cuya anatomía he proporcionado -escribía Tyson a lord Falconer en su
dedicatoria- es el más cercano a la humanidad y parece constituir el nexo entre
lo animal y lo racional, de la misma forma que Su Señoría y las personas de su
rango se aproximan por conocimiento y sabiduría a ese género de criaturas que
están inmediatamente por encima de nosotros.”
Basta
con una simple mirada al título completo de la disertación para darse cuanta de
como las fronteras de lo humano estaban amenazadas entonces no solo por animales
verdaderos, sino también por las criaturas de la mitología: Orang-Outang,
sive Homo Sylvestris, or the Anatomy of a Pygmie Compared with that of a Monkey,
an Ape and a Man, to which is Added a Philological Essay Concerning the Pygmies,
the Cynocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it Will
Appear that They are Either Apes or Monkeys, and not Men, as Formerly
Pretended.
En
verdad, el genio de Linneo no consiste tanto en la resolución con que inscribe
al hombre entre los primates, como en la ironía con que - estableciendo una
diversidad con respecto a las demás especies— se abstiene de añadir al nombre
genérico Homo cualquier contraseña especifica salvo el viejo adagio filosófico:
nosce te ipsum[2]. Y aunque, en la décima edición, la denominación
completa pasa a ser Homo sapiens, el nuevo epíteto no representa, con toda
evidencia, una descripción, sino que es tan solo una trivialización de aquel
adagio que, por lo demás, se mantiene junto al término Homo. Merece la pena
reflexionar sobre esta anomalía taxonómica, que inscribe como diferencia
especifica un imperativo, no un dato.
Un
análisis del Introitus que abre el Systema no deja dudas en cuanto
al sentido que Linneo atribuía a su lema: el hombre no tiene ninguna identidad
especifica, si no es la de poderse reconocer. Pero definir lo humano no
mediante una nota characteristica, sino en virtud del conocimiento de si
mismo, significa que es hombre aquel que se reconozca como tal, que el hombre es
el animal que debe reconocerse como humano para serlo. En el momento del
nacimiento, escribe en efecto Linneo, la naturaleza ha arrojado al hombre
“desnudo sobre la desnuda tierra”, incapaz de conocer, hablar, caminar,
alimentarse, a no ser que todo esto le sea enseñado (Nudus in nuda terra… cui
scire nichil sine doctrina non fari, non ingredi, non vesci, non aliud naturae
sponte). Solo deviene el mismo si se eleva por encima del hombre (o quam
contempta res est homo, nisi supra humana se erexerit: Linneo 1735, 6).
En
una carta a un crítico, Johann Georg Gmelin, que le había objetado que en el
Systema el hombre parece haber sido creado a imagen del mono, Linneo
responde alegando las razones de su lema: “Y, sin embargo, el hombre se reconoce
a si mismo. Quizá debería suprimir estas palabras. Pero le pido, y pido al mundo
entero, que me señale una diferencia genérica entre el mono y el hombre, que
este de acuerdo con la historia natural. Yo no conozco ninguna” (Gmelin, 55).
Las anotaciones para la respuesta a otro critico, Theodor Klein, ponen de
manifiesto hasta qué punto Linneo estaba dispuesto a desarrollar la ironía
implícita en la formula Homo sapiens. Los que, como Klein, no se reconocen en la
posición que el Systema asigna al hombre, deberían aplicarse a si mismos
el nosce te ipsum: al no haberse sabido reconocer como hombres, se han
incluido ellos mismos entre los monos.
Homo
sapiens no es, pues, una sustancia ni una especie claramente definida; es,
antes bien, una maquina o un artificio para producir el reconocimiento de lo
humano. Según el gusto de la época, la maquina antropogénica (o antropológica,
como podemos llamarla sirviéndonos de una expresión de Furio Jesi) es una
maquina óptica (tal es, también, según los estudios mas recientes, el artificio
descrito en el Leviatán, de cuya introducción quizá extrajo Linneo su lema:
nosce te ipsum; read thy self, como Hobbes traduce este saying not of
late understood) constituida por una serie de espejos en los que el hombre,
al mirarse, ve la propia imagen siempre deformada con rasgos de mono. Homo es un
animal constitutivamente “antropomorfo” (es decir, “semejante al hombre” según
el término que Linneo emplea ininterrumpidamente hasta la décima edición del
Systema), que debe, para ser humano, reconocerse en un no-hombre.
En
la iconografía medieval, el mono sostiene un espejo, en el que el hombre pecador
debe reconocerse como simia dei. En la maquina óptica de Linneo, el que
se niega a reconocerse en el simio, en simio se convierte: parafraseando a
Pascal, qui fait l`homme fait le singe. Por esto, al final de la
introducción al Systema, Linneo, que ha definido Homo como el animal que
es solo si se reconoce no ser, tiene que soportar que unos monazos vestidos de
críticos se le echen encima y se burlen de él: ideoque ringentium satyricorum
cachinnos, meisque humeris insilientium cercopithecorum exsultationes
sustinui.
[1]
“Evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. (Nota al pie agregada por
Rodrigo Díaz)
[2]
En Ingles su traducción puede ser: “Know thyself”, lo cual en español se pude
traducir: “Conócete a ti mismo”. Siendo “thyself” una palabra antigua para la
significación “yourself”. En el caso de este capitulo, a mi parecer, la
traducción mas apropiada sería: “Reconócete”. En griego este adagio se escribe
asi: γνώθι σαυτόν. (Nota agregada por Rodrigo Díaz)
8.
Sin rango.
La
máquina antropológica del humanismo es un dispositivo irónico, que verifica la
ausencia en Homo de una naturaleza propia, y le mantiene suspendido entre una
naturaleza celestial y una terrena, entre lo animal y lo humano, y, en
consecuencia, su ser siempre menos y siempre más que él mismo. Esto es algo que
resulta evidente en ese “manifiesto del humanismo” que es la oración de Pico
della Mirandola, a la que se sigue llamando impropiamente De
hominis dignitate, aunque no contiene – ni, por otra parte, habría
podido aplicárselo en modo alguno – el término dignitas, que significa
sencillamente “rango”. El paradigma que presenta está lejos de ser edificante.
La tesis central de la oración es, en rigor, que el hombre, al haber sido
plasmado cuando se habían agotado ya todos los modelos de la creación (iam
plenia omnia {scil. archetipa}; omnia summis, mediis infimisque ordinibus
fuerant distributa), no puede tener ni arquetipo ni lugar propio
(certa sedem) ni rango específico (nec munus ullum
peculiare: Pico della Mirandola, 102). Antes bien, dado que su creación se
ha producido sin ningún modelo definido (indiscretae opus imaginis), no
tiene propiamente ni siquiera una cara (nec propiam faciem; ibid.) y debe
modelarla a su arbitrio en forma animal o divina (tui ipsius quasi
arbitrarius honorariusque plastes et fictor, in quam malueris tute forman
effingas. Potreéis in inferiora quae sunt bruta degenerare; potreéis in
superiora quae sunt divina ex tui animi sentencia regenerari, ibid., 102 –
104). En esta definición por medio de la ausencia de rostro, opera la misma
maquina irónica que, tres siglos después, moverá a Linneo a clasificar al hombre
entre los Anthropomorpha, entre los animales “semejantes al hombre”. En
tanto que no tiene esencia ni vocación específica, Homo es constitutivamente
no-humano; puede recibir todas las naturalezas y todas las caras (Nascenti
homini omnifaria semina et omnigenae vita germina indidit Pater: ibid.,
104), lo que permite a Pico subrayar irónicamente sus inconsistencias y su
inclasificabilidad, y llegar a definirlo como “nuestro camaleón” (Quis hunc
nostrum chamaeleonta non admiretur?: ibid.). El descubrimiento humanístico
del hombre es el descubrimiento de ese faltarse a sí mismo, de su irremediable
ausencia de dignitas.
A
esa labilidad y esa inhumanidad de lo humano corresponde en Linneo la
inscripción en la especie Homo sapiens de la enigmática variante Homo
ferus, que parece desmentir punto por punto las características del más
noble de los primates: es tetrapus (camina a cuatro patas), mutus
(privado de lenguaje), birsutus (cubierto de pelo). El repertorio que
sigue en la edición de 1758 especifica su identidad precisa: se trata de los
enfants sauvages o niños-lobo, de quienes el Sistema recoge cinco
apariciones en menos de quince años: el joven de Hannover (1724), los dos
pueri pyrenaici (1719), la puella transilana (1717), la
puella campanica (1731). En el momento en que las ciencias del hombre
empiezan a establecer los contornos de sus facies, los enfants
sauvages, que aparecen cada vez con mayor frecuencia en las cercanías de
las aldeas europeas, son los mensajeros de la inhumanidad del hombre, los
testigos de su frágil identidad y de su ausencia de un rostro propio. Frente a
estos seres mudos e inciertos, la pasión con que los hombres del Ancien
Régime trataban de reconocerse en ellos y de “humanizarlos” pone de
manifiesto hasta qué punto eran conscientes de la precariedad de lo humano. Como
escribe lord Monboddo en el prefacio de la versión inglesa de la Historie
d`une jeune fille sauvage, trouvée dans le bois à l`age de dix ans, sabían
perfectamente que “la razón y la sensibilidad animal, por muy diferentes que
podamos imaginarlas, se influyen recíprocamente mediante transiciones hasta tal
punto imperceptibles, que es más difícil trazar la línea que las separa que la
que distingue al animal del vegetal” (Hecquet, 6). Los rasgos del rostro humano
son – y serán aún por algún tiempo – tan indecisos y aleatorios que están
siempre deshaciéndose y borrándose como los de un ser momentáneo: “¿Quién puede
decir – escribe Diderot en el Rêve de D`Alembert – si ese bípedo deforme, que
sólo tiene cuatro pies de alto, al que en las cercanías del polo se llama
todavía hombre y que no tardaría en perder este nombre si se deformara aún un
poco más, no es la imagen de una especie que pasa? (Diderot, 130).
9.
Máquina antropológica.
“Homo alalus primigenius
Haeckelii…”.
Hans
Vaihinger.
En
1889, Ernst Haeckel, profesor de la Universidad de Jena, pública para el editor
Corner de Stuttgart Die Welträsel (Los enigmas del Universo), que, frente
a todo dualismo y toda metafísica, se proponía reconciliar la investigación
filosófica de la verdad con los progresos de las ciencias naturales. A pesar de
la tecnicidad y amplitud de los problemas abordados, el libro superó en pocos
años los ciento cincuenta mil ejemplares y se convirtió en una suerte de
evangelio del progresismo científico. El título contenía algo más que una
alusión irónica al discurso que Emil Du Bois-Reymond había pronunciado algunos
años antes en la Academia de Ciencias de Berlín, en el que el célebre hombre de
ciencia había enumerado siete “enigmas del universo”, entre los que tres le
parecían “trascendentes e irresolubles”, tres solubres, pero no resueltos
todavía, y uno incierto. En el quinto capítulo de su libro, Haeckel, que
consideraba liquidados los primeros tres enigmas con su propia doctrina de la
sustancia, se concentra en “ese problema de los problemas” que es el origen del
hombre, y que de alguna manera reúne en él los tres problemas solubles, pero
todavía no resueltos de Du Bois-Reymond. En esta ocasión, consideraba que había
solucionado definitivamente la cuestión por medio de un desarrollo radical y
coherente del evolucionismo darviniano.
Ya
Thomas Huxley, explica, había puesto de manifiesto que la “teoría de que el
hombre desciende del mono era una consecuencia necesaria del darwinismo”
(Haeckel, 37); pero precisamente esta certeza imponía la difícil tarea de
reconstruir la historia de la evolución del hombre sobre la base de los
resultados de la anatomía comparada, por una parte, y de los hallazgos de la
investigación paleontológica, por otra. Haeckel ya había dedicado a este empeño,
en 1874, su Anthropogenie, en que reconstruía la historia del hombre
desde los peces del período Silúrico hasta los monos-hombre o Antropomorfos del
Mioceno. Pero su pretensión científica – de la que se manifiesta razonablemente
orgulloso – es la de haber formulado la hipótesis, como forma de paso de los
monos antropomorfos (o monos-hombre) al hombre, de un ser particular al que
denomina “hombre-mono” (Affenmensch) o, en cuanto privado de lenguaje,
Pithecanthropus alalus:
“De
los Placentados, en los inicios del Terciario (Eoceno) surgieron los primeros
antecesores de los Primates, los prosimios, a partir de los cuales, en el
Mioceno, se desarrollaron los monos en sentido propio; y, más precisamente, de
los Catarrinos salieron primero los monos-perro, los Cinopitecos, y después los
monos-hombre o Antropomorfos. De una rama de estos últimos surge en el Plioceno
el hombre-mono privado de lenguaje; Pithecanthropus alalus, y en fin, de
este último el hombre hablante”. (Ibid)
La
existencia de este pitecántropo u hombre-mono, que, en 1874, no era más que una
hipótesis, se convirtió en realidad cuando, en 1891, Eugen Dubois, un médico
militar holandés, descubrió en la isla de Java un trozo de cráneo y un fémur
similares a los del hombre actual y, con gran contento de Haeckel – del que era,
además, un lector entusiasta -, bautizó al nuevo ser al que pertenecían esos
restos como Pithecanthropus erectus. “Éste es – afirma Haeckel
perentoriamente – el tan buscado missing link, el supuesto eslabón que
faltaba en la cadena evolutiva de los primates, que se desarrolla sin
interrupción desde los monos catarrinos inferiores hasta el hombre altamente
desarrollado”(ibid., 39)
La
idea de este sprachloser Urmensch – como Haeckel lo define también –
implicaba, no obstante, aporías de las que no parece darse cuenta en absoluto.
El paso del animal al hombre, a pesar del énfasis puesto en la anatomía
comparada y en los hallazgos paleontológicos, era en realidad el producto de una
sustracción que no tenía nada que ver ni con una ni con otros, y que, por el
contrario, era presupuesto como signo distintivo de lo humano: el lenguaje. Al
identificarse con él, el hombre hablante poner fuera de sí mismo, como ya y no
todavía humano, el propio mutismo.
Correspondió
a un lingüista, Herman Steinthal – que era asimismo uno de los últimos
representantes de esa Wissenchaft des Judentums que había tratado de
aplicar los métodos de la ciencia moderna al estudio del judaísmo -, pone de
manifiesto las aporías implícitas en la teoría hackeliana del Homo alalus
y, más generalmente, de lo que podemos denominar la máquina antropológica de los
modernos. En sus investigaciones sobre el origen del lenguaje, Steinthal había
anticipado por su cuenta, bastantes años antes de Haeckel, la idea de un estadio
prelingüistico de la humanidad. Había tratado de imaginar una fase de la vida
perceptiva del hombre en la que el lenguaje no había hecho todavía su aparición
y la había comparado con la vida perceptiva del animal, y después se había
empeñado en mostrar en qué forma el lenguaje podría surgir de la vida perceptiva
del hombre y no de la del animal. Pero precisamente aquí se manifestaba un
aporía de la que el autor sólo logró darse cuenta con claridad algunos años
después:
“Comparamos
ese estadio puramente hipotético del almo humana con la animal, y encontramos en
el primero, en general y bajo cualquier aspecto, un exceso de fuerzas. Después
dejamos que el alma humana aplicase ese exceso a la creación del lenguaje. Así
pudimos mostrar el por qué el lenguaje se originaba en el alma humana y en sus
percepciones y no en la del animal… Pero en nuestra descripción del alma humana
y del alma animal tuvimos que prescindir del lenguaje, cuya posibilidad es lo
que se trataba precisamente de probar. Había que mostrar sobre todo de dónde
provenía esa fuerza gracias a la cual el alma forma el lenguaje; y esa fuerza
capaz de crear el lenguaje no podía provenir, obviamente, del lenguaje mismo.
Por eso simulamos un estadio humano anterior al lenguaje. Pero se trata
solamente de una ficción: el lenguaje es tan necesario y natural para el ser
humano que sin él el hombre no podría ni existir ni ser pensado como existente.
O el hombre tiene el lenguaje, o sencillamente no existe. Por otra parte – y es
esto en rigor lo que justifica la ficción – el lenguaje no puede ser considerado
como ya ínsito en el alma humana: es un producción del hombre, si bien no
plenamente consciente todavía. Es un estadio del desarrollo del alma y requiere
una deducción a partir de los estadios precedentes. Con él empieza la auténtica
actividad humana: es el puente que conduce de la animalidad a la humanidad… Pero
hemos querido explicar mediante una comparación del animal con el hombre-animal
por qué sólo el alma humana construye este puente, por qué sólo el hombre y no
el animal progresa por medio del lenguaje desde la animalidad hasta la
humanidad. Esta comparación nos enseña que el hombre, tal como debemos
imaginarlo, es decir, sin lenguaje, es un hombre-animal [Tiermenschen] y no un
animal humano [Menschentier], es ya siempre un tipo de hombre y no un tipo de
animal”. (Steinthal, 355-356)
Lo
que distingue al hombre del animal es el lenguaje, pero éste no es un dato
natural ya ínsito en la estructura psicofísica del hombre, sino una producción
histórica que, como tal, no puede ser asignada en propio ni al animal ni al
hombre. Si se prescinde de este elemento, la diferencia entre el hombre y el
animal desaparece, a menos que se imagine un hombre no hablante –Homo
alalus, precisamente – que serviría de puente de paso de lo animal a lo
humano. Pero esto es, con toda evidencia, sólo una sombra del lenguaje, una
presuposición del hombre hablante, por medio de la cual obtenemos siempre y
solamente una animalización del hombre (un hombre-animal como el hombre-mono de
Haeckel) o una humanización del animal (mono-hombre). El hombre-animal y el
animal-hombre son las dos caras de un mismo hiato, que ni una ni otra parte
pueden colmar.
Al
volver algunos años después sobre su teoría, cuando había llegado a conocer las
tesis de Darwin y Haeckel, ya en el centro del debate científico y filosófico,
Steinthal se cuenta perfectamente de la contradicción que estaba implícita en su
hipótesis. Lo que había tratado de comprender era por qué sólo el hombre y no el
animal crea el lenguaje; pero esto equivale a comprender el modo ñeque el hombre
tiene su origen en él. Y es aquí donde surgía la contradicción:
“El
estadio prelingüístico de la intuición sólo puede ser uno y no doble, y no puede
ser diferente en el animal y en el hombre. Si fuera distinto, es decir, si el
hombre fuera superior por naturaleza al mono, el origen del hombre no
coincidiría entonces con el origen del lenguaje, sino con el origen de su forma
superior de intuición derivada de la inferior del animal. Sin darme cuenta de
esto, estaba presuponiendo ese origen: el hombre con sus características humanas
se me ofrecía, en realidad, por medio de la creación, y después yo trataba de
descubrir el origen del lenguaje del hombre. Pero, de este modo, contradecía mi
premisa, es decir, que el origen del hombre y el del lenguaje eran lo mismo;
ponía al hombre primero y le dejaba que después produjera el lenguaje”.
(Steinthal 1877, 303)
La
contradicción que Steinthal capta aquí es la misma que define a la máquina
antropológica que – en sus dos variantes, antigua y moderna – está presente en
nuestra cultura. Desde el momento en que lo que en ella está en juego es la
producción de lo humano por medio de la oposición hombre/animal,
humano/inhumano, la máquina funciona de modo necesario mediante una exclusión
(que es siempre también una aprehensión) y una inclusión (que es también y ya
siempre una exclusión). Precisamente porque lo humano está ya presupuesto en
todo momento, la máquina produce en realidad una suerte de estado de excepción,
una zona de indeterminación en que el fuera no es más que la exclusión de un
dentro y el dentro, a su vez, no es más que la exclusión de un afuera.
Sea
la máquina antropológica de los modernos. Funciona, como hemos visto, excluyendo
de sí como no humano (todavía) un ya humano, es decir, animalizando lo humano,
aislando lo no humano en el hombre: Homo alalus, o el hombre-mono.
Y basta con adelantar algunas décadas nuestro campo de investigación y, en lugar
de inocuo hallazgo paleontológico, encontramos al judío, es decir, al no-hombre
producto del hombre, o al néomort y el ultracomatoso, es decir, el animal
aislado en el propio cuerpo humano.
El
funcionamiento de la máquina de los antiguos es exactamente simétrico. Si, en la
máquina de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un
dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el dentro se
obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la
humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u
Homo ferus, pero también y sobre todo el esclavo, el bárbaro, el
extranjero como figuras de un animal con forma humana.
Las
dos máquinas no pueden funcionar más que instituyendo en su centro una zona de
indiferencia en que debe producirse – como un missing link que siempre
falta porque está ya virtualmente presente – la articulación entre lo humano y
lo animal, el hombre y el no-hombre, el hablante y el viviente. Como todo
espacio de excepción, esta zona está, en realidad, perfectamente vacía, y lo
verdaderamente humano que debería realizarse en ella es sólo el lugar de una
decisión incesantemente demorada, en que las cesuras y su articulación son
siempre de nuevo dislocadas y desplazadas. Lo que debería ser obtenido así no es
en cualquier caso ni una vida animal ni una vida humana, sino tan sólo una vida
separada y excluida de sí misma, nada más que una nuda vida.
Y
frente a esta figura extrema de lo humano y de lo inhumano, no se trata tanto de
preguntarse cuál de las dos máquinas ( o de las dos variantes de la misma
máquina) es mejor o más eficaz – o más bien menos sangrienta o letal – como de
comprender su funcionamiento para poder, eventualmente, pararlas.
10.
Umwelt
Ningún animal puede entrar en relación con
un
objeto como tal.
Jacob Von Uexküll
Es
una suerte que el barón Jacob Von Uexküll, a quien hoy se considera uno de los
más importantes zoólogos del siglo XX y también uno de los fundadores de la
ecología, se arruinara en la Primera Guerra Mundial. Bien es verdad que ya
antes, primero como investigador libre en Heidelberg y después en la estación
zoológica de Nápoles, se había labrado un discreta reputación científica por sus
investigaciones sobre la fisiología y el sistema nervioso de los invertebrados.
Pero, con la pérdida de su patrimonio familiar, se vio obligado a abandonar el
sol meridional (aunque conservó una villa en Capri, donde moriría en 1944 en la
que Walter Benjamín se alojó durante algunos meses) y a ingresar en la
Universidad de Hamburgo, en la que fundó el Institut für Umweltforschung
que acabaría por otorgarle celebridad.
Las
investigaciones del Uexküll sobre el ambiente animal son coetáneas de la física
cuántica y de las vanguardias artísticas. Al igual que éstas, expresan el
abandono sin reservas del cualquier perspectiva antropocéntrica en las ciencias
de la vida y la deshumanización radical de la imagen de la naturaleza ( no debe
sorprender, pues, que ejercieran una fuerte influencia tanto sobre el filósofo
que más se ha esforzado en el siglo veinte por separar al hombre del viviente –
Heidegger – y sobre otro filósofo – Deleuze – que trato de pensar al animal de
modo absolutamente no antropomórfico). Allí donde la ciencia clásica veía un
mundo único, que incluía dentro de sí todas las especies jerárquicamente
ordenadas, desde las formas más elementales hasta los organismo superiores,
Uexküll parte, por el contrario, de una infinita variedad de mundos perceptivos,
todos perfectos por igual y vinculados entre sí como una gigantesca partitura
musical, aunque no comunicantes y recíprocamente excluyentes, en cuyo centro
están pequeños seres familiares y, a la vez, remotos, que se llaman Echinus
esculentus, Amoeba terrícola, Rhizostoma pulmo, Sipunculus, Anemonia sulfata,
Ixodes ricinos, etc. Ésta es la razón por la que Uexküll denomina “paseos
por mundos incognoscibles” a sus reconstrucciones del ambiente del erizo de mar,
de la ameba, de la medusa, del gusano marino, de la anémona marina, de la
garrapata – que tales son sus nombres ordinarios – y de otros minúsculos
organismos por los que tenía predilección, porque su unidad funcional con el
ambiente parece a primera vista muy alejada a la del hombre y de los denominados
animales superiores.
Imaginamos
demasiado a menudo – sostiene – que las relaciones que mantiene un determinado
sujeto animal con las cosas de su ambiente tienen lugar en el mismo espacio y el
mismo tiempo que aquellas que nos ligan a los objetos de nuestro mundo humano.
Esta ilusión reposa en la creencia en un mundo único en el que estarían situados
todos los seres vivos. Uexküll muestra que no existe un mundo unitario así, de
la misma forma que no existen un tiempo y espacio iguales para todos los
vivientes. La abeja, la libélula o la mosca que vuelan a nuestro alrededor en un
día soleado, no se mueven en el mismo mundo en que las observamos ni comparten
con nosotros – o entre ellas – el mismo tiempo y el mismo espacio.
Uexküll empieza por distinguir cuidadosamente la Umgebung, el espacio objetivo en el que vemos moverse a un ser vivo, de la Umwelt, el mundo-ambiente que está constituido por una serie más o menos dilatada de elementos a los que llama “portadores de significado” (Bedeutungsträger) o de “marcas” (Merkmalträger), que son los únicos que interesan a los animales. La Umbegung es, en realidad, nuestra propia Umwelt, a la que el autor no atribuye ningún privilegio especial y que, como tal, puede variar ella misma según el punto de vista desde el que la observemos. No existe un bosque en cuanto ambiente objetivamente determinado: existe un bosque-para-el guarda-forestal, un bosque-para-el cazador, un bosque-para-el botánico, un bosque-para-el caminante, un bosque-para el amigo de la naturaleza, un bosque-para-el leñador y, en fin, un bosque de fábula en el que se pierde Caperucita Roja. Hasta un detalle mínimo – por ejemplo, el tallo de una flor campestre -, considerado en cuanto portador de significado, constituye en cada caso un elemento diferente de un ambiente diferente, que depende, por ejemplo, de que sea observado en el ambiente de una joven que coge sus flores para hacerse un ramillete y prenderlo en su blusa, en el de la hormiga que lo utiliza como un trayecto ideal para llegar al alimento que se le ofrece en el cáliz de la flor, en el de la larva de la cigarra que agujerea su canal medular y lo utiliza después como una bomba para obtener las partes líquidas de su capullo aéreo, y, en fin, en el de la vaca que se limita a masticarlo y tragárselo para alimentarse.
Uexküll empieza por distinguir cuidadosamente la Umgebung, el espacio objetivo en el que vemos moverse a un ser vivo, de la Umwelt, el mundo-ambiente que está constituido por una serie más o menos dilatada de elementos a los que llama “portadores de significado” (Bedeutungsträger) o de “marcas” (Merkmalträger), que son los únicos que interesan a los animales. La Umbegung es, en realidad, nuestra propia Umwelt, a la que el autor no atribuye ningún privilegio especial y que, como tal, puede variar ella misma según el punto de vista desde el que la observemos. No existe un bosque en cuanto ambiente objetivamente determinado: existe un bosque-para-el guarda-forestal, un bosque-para-el cazador, un bosque-para-el botánico, un bosque-para-el caminante, un bosque-para el amigo de la naturaleza, un bosque-para-el leñador y, en fin, un bosque de fábula en el que se pierde Caperucita Roja. Hasta un detalle mínimo – por ejemplo, el tallo de una flor campestre -, considerado en cuanto portador de significado, constituye en cada caso un elemento diferente de un ambiente diferente, que depende, por ejemplo, de que sea observado en el ambiente de una joven que coge sus flores para hacerse un ramillete y prenderlo en su blusa, en el de la hormiga que lo utiliza como un trayecto ideal para llegar al alimento que se le ofrece en el cáliz de la flor, en el de la larva de la cigarra que agujerea su canal medular y lo utiliza después como una bomba para obtener las partes líquidas de su capullo aéreo, y, en fin, en el de la vaca que se limita a masticarlo y tragárselo para alimentarse.
Cada
ambiente es una unidad cerrada en sí misma, que resulta de la captación
selectiva de una serie de elementos o de “marcas” en la Umbegung, que no
es otra cosa, a su vez, que el ambiente del hombre. La primera tarea del
investigador que observa a un animal es la de reconocer los “portadores de
significados” que constituyen su ambiente. Éstos no están, sin embargo, objetiva
y efectivamente aislados, sino que constituyen un estricta unidad funcional – o,
como Uexküll prefiere decir, musical – como los órganos receptores del animal
encargados de percibir la marca (Merkogan) y de reaccionar ante ella
(Wirkorgan). Todo sucede como si el portador de significado externo y su
receptor en el cuerpo del animal constituyeran dos elementos de una misma
partitura musical, casi dos notas en “el teclado sobre el que la naturaleza
interpreta la sinfonía supratemporal y extraespacial de la significación”, sin
que sea posible decir cómo dos elementos tan heterogéneos han podido llegar a
estar tan íntimamente vinculados.
Consideremos
en esta perspectiva una tela de la araña. La araña no sabe nada de la mosca, ni
le cabe tomar sus medidas como le es dado hacerlo al sastre antes de
confeccionar un traje para su cliente. Sin embargo, determina la amplitud de las
mallas de su tela según las dimensiones del cuerpo de la mosca y conmensura la
resistencia de los hilos en proporción exacta a la fuerza de choque del cuerpo
en vuelo de la mosca. Los hilos radiales son, por otra parte, más sólidos que
los circulares, porque estos últimos – que, a diferencia de los primeros, están
recubiertos por un líquido viscoso – deben tener el grado de elasticidad
suficiente para poder aprisionar a la mosca e impedir su vuelo. Además, los
hilos radiales son tersos y delgados, porque la araña los utiliza para caer
sobre su presa y envolverla definitivamente en su invisible prisión. En
realidad, el hecho más sorprendente es que los hilos de la tela están
exactamente proporcionados a la capacidad visual del ojo de la mosca, que no
puede verlos y vuela, pues, hacia la muerte sin darse cuenta. Los dos mundos
perceptivos, el de la araña y la mosca, no se comunican en absoluto pero están
tan perfectamente acordados que se diría que la partitura original de la mosca,
que puede denominarse también su imagen originaria o su arquetipo, actúa sobre
la de la araña en modo tal que la tela que teje podría ser llamada “moscaria”.
Aunque la araña no pueda ver de ninguna manera la Umwelt de la mosca (Uexküll
afirma, formulando un principio que haría fortuna, que “ningún animal puede
entrar en relación con un objeto como tal” son sólo con los propios portadores
de significado), la tela expresa la paradójica coincidencia de esta ceguera
recíproca.
Estas
investigaciones del fundador de la ecología siguen a pocos años de distancia las
de Paul Vidal de la Blache sobre las relaciones entre las poblaciones y su
ambiente (el Tableu de la géographie de la France es de 1903) y las de
Friedrich Ratzel sobre el Lebensraum, el “espacio vital” de los pueblos
(la Politische Geographie es de 1897), que estaban llamadas a
revolucionar profundamente la geografía humana del siglo veinte. Y no hay que
excluir que la tesis central de Sein und Zeit sobre el ser-en-el-mundo
(in-der-Welt-sein) como estructura humana fundamental, pueda ser leída de
alguna manera como una respuesta a todo este ámbito problemático, que, a
principios de siglo, modificó de manera esencial la relación entre el viviente y
su mundo-ambiente. Como es sabido, la tesis de Ratzel sobre la vinculación
íntima de todo pueblo a su espacio vital, como una de las dimensiones
esenciales, ejercieron una influencia notable sobre la geopolítica del nazismo.
Esta proximidad quedó marcada, en la biografía intelectual de Uexküll, en un
curioso episodio. En 1928, cinco años antes de la llegada al poder del nazismo,
un científico tan sobrio como él escribió un prefacio a los Grundlagen des
neunzehnten Jahrhunderts de Houston Chamberlain, considerado hoy como uno de
los precursores del nazismo.
11.
Garrapata
“El
animal tiene memoria, pero ningún recuerdo”.
Heymann Steinthal
Heymann Steinthal
Los
libros de Uexküll contienen a veces ilustraciones que tratan de sugerir la forma
en que aparecería un segmento del mundo humano visto desde el punto de vista del
erizo, de la abeja, de la mosca o del perro. El experimento es útil por el
efecto de extrañeza que produce en el lector, obligado de golpe a mirar con ojos
no humanos los lugares que le son más familiares. Pero tal extrañeza no ha
adquirido nunca una fuerza expresiva similar a la que Uexküll supo imprimir a su
descripción del ambiente del Ixodes ricinos, conocido vulgarmente como
garrapata, que constituye ciertamente un vértice del antihumanismo moderno,
digno de leerse junto a Ubu roi o Monsieur Teste.
El
exordio tiene tonos idílicos:
“El
habitante del campo que atraviesa a menudo bosques y malezas en compañía de su
perro no puede dejar de encontrarse con un minúsculo animal que, colgado de una
ramilla, espera a su presa, hombre o animal, para dejarse caer sobre la víctima
y saciarse con su sangre… En el momento de salir del huevo, no está todavía
completamente formado: le faltan un par de patas y los órganos genitales. Pero
en este estadio es ya capaz de atacar a los animales de sangre fría, como la
luciérnaga, apostándose en la punta de un hilo de hierba. Después de algunas
mudas sucesivas, adquiere los órganos que le faltaban y puede así dedicarse a la
caza de animales de sangre caliente. Cuando la hembra es fecundada, se arrastra
con sus ocho patas hasta la extremidad de una pequeña rama, para precipitarse
desde la altura justa sobre los pequeños mamíferos de paso o salir al encuentro
de animales de mayor envergadura”. (Uexküll, 85-86)
Tratemos
de imaginar, siguiendo las indicaciones de Uexküll, a la garrapata suspendida en
su arbusto en un bello día de verano, inmersa en la luz solar y envuelta por
todas partes por los colores y los perfumes de la flores del campo, por el
zumbido de las abejas y de los otros insectos, por el canto de los pájaros. Mas,
con todo, el idilio ya ha terminado, porque la garrapata no percibe
absolutamente nada de todo eso.
“Este
animal carece de ojos y sólo puede dar con su lugar de acecho gracias a la
sensibilidad de su piel a la luz. Este salteador de caminos es completamente
ciego y sordo y sólo el olfato le permite percibir la cercanía de su presa. El
olor del ácido butírico, que emana de los folículos sebáceos de todos los
mamíferos, actúa sobre él como una señal que le impulsa a abandonar su posición
y a dejarse caer ciegamente en la dirección de la presa. Si la buena suerte le
hace caer sobre algo caliente (que percibe gracias a un órgano sensible a una
temperatura determinada), eso significa que ha logrado su objetivo, el animal de
sangre caliente, y que ya no tiene necesidad más que del sentido táctil para
encontrar un sitio que esté lo más limpio posible de pelos y hundirse hasta la
cabeza en el tejido cutáneo del animal. Ahora ya puede chupar lentamente un
chorro de sangre caliente”. (Ibid., 86-87)
Sería
lícito suponer, llegados a este punto, que la garrapata ama el gusto de la
sangre o que posee al menos un sentido para percibir su sabor. Pero no es así.
Uexküll nos hace saber que los experimentos llevados a cabo en laboratorios en
los que se utilizaban membranas artificiales llenas de líquidos de todo tipo,
demuestran que la garrapata carece por completo del sentido de gusto: absorbe
ávidamente cualquier líquido que tenga la temperatura justa, es decir, los
treinta y siete grados correspondientes a la temperatura de la sangre de los
mamíferos. Sea como fuere, el banquete de sangre de la garrapata es también su
festín fúnebre, porque ya no le queda otra cosa que hacer que dejarse caer al
suelo, depositar en él los huevos y morir. El ejemplo de la garrapata manifiesta
con claridad la estructura general del ambiente que es propia de todos los
animales. En este caso particular, la Umwelt se reduce a tres únicos portadores
de significado o Merkmalträger: 1) el olor del ácido butírico contenido en el
sudor de todos los mamíferos; 2) la temperatura de treinta y siete grados
correspondiente a la de la sangre de los mamíferos; 3) la tipología de la piel
propia de los mamíferos, provista en general de pelos e irrigada por vasos
sanguíneos. Pero la garrapata está inmediatamente unida a esos tres elementos en
una relación tan intensa y apasionada como acaso no sea posible encontrar en las
relaciones que vinculan al hombre con su mundo, muchísimo más rico en
apariencia. La garrapata es esta relación y no vive más que en ella y para
ella.
Solo
en este punto Uexküll nos hace saber además que en el laboratorio de Rostock se
mantuvo con vida durante dieciocho años sin alimentación a una garrapata, es
decir, en condiciones de absoluto aislamiento con respecto a su medio. El autor
no ofrece ninguna explicación de este hecho singular, y se limita a suponer que
en este “período de espera” la garrapata se encuentra en “una especie de sueño
semejante al que nosotros experimentamos cada noche”, salvo para extraer después
la consecuencia de que “sin un sujeto viviente el tiempo no puede
existir”(Uexküll, 98). Pero ¿qué pasa con la garrapata y su mundo en este estado
de suspensión que dura dieciocho años? ¿Cómo es posible que un ser vivo, que
consiste enteramente en su relación con el medio, pueda sobrevivir cuando se le
priva absolutamente de él? ¿Y qué sentido tiene hablar de “espera” si no hay
tiempo ni mundo?
12.
Pobreza de mundo
El
comportamiento del animal no es nunca un aprender algo como tal algo.
Martín
Heidegger
En
el semestre invernal de 1929-30, Martín Heidegger desarrolló en la Universidad
de Friburgo un curso que llevaba como título Die Grundbegriffe der
Metaphysik. Welt-Endlichkeit-Ein-samkeit. En 1975, un año antes de su
muerte, al autorizar la publicación del curso (que sólo aparecería en 1983, como
volumen XXIX-XXX de la Gesamtausgabe), incluyó una dedicatoria in
limine a Eugen Fink, en la que recordaba que este "había expresado
reiteradamente el deseo de que este curso se publicará antes que todo los
demás". Por parte del autor, es sin duda un modo discreto de subrayar la
importancia que él mismo debía de haber atribuido-y aún seguía atribuyendo- a
aquellas lecciones ¿Qué justifica, en el plano de la teoría, este privilegio
cronológico? ¿Por qué estas elecciones preceden idealmente todas las otras, es
decir, a los 45 volúmenes que, según el proyecto de la
Gesamtausgabe, debían recoger los cursos de Heidegger?
No
hay que dar por supuesta la contestación, sobre todo por el curso, por lo menos
a primera vista, no se corresponde con su título y no se presenta en modo alguno
como una introducción a los conceptos fundamentales de una disciplina a pesar de
ser esta tan especial como la "filosofía primera". Está dedicado en primer lugar
a un amplio análisis, de cerca de 200 páginas, del "aburrimiento profundo" como
tonalidad emotiva fundamental e, inmediatamente después, a una investigación
todavía más amplia de la relación del animal con su medio ambiente y de la del
hombre con su mundo. Heidegger se sirve de la relación entre la "pobreza del
mundo" (Weltarmut) del animal y el hombre "formador de mundo" (weltbildend),
para tratar de situar la propia estructura fundamental del Dasein -el ser-en-el
mundo- en relación con el animal y, de este modo, interrogar el origen y el
sentido de esa apertura que se ha producido lo viviente con el hombre.
Heidegger, como es bien sabido, rechaza constantemente la definición metafísica
del hombre como animal racional, el viviente que posee el lenguaje (o la razón),
como si el ser del hombre fuera determinable por medio de la adición de algo a
lo "simplemente viviente". En los párrafos 10 y12 de Sein und Zeit, pretende
mostrar que la estructura de ser-en-el mundo propia del Dasein está ya siempre
presupuestan cualquier concepción (filosófica o científica) de la vida, de forma
que ésta se obtiene siempre en verdad "por medio de una interpretación
privativa" a partir de aquella.
La
vida es una forma de ser peculiar, pero por esencia accesible sólo en el "ser
ahí". La ontología de la vida se desarrolla sólo por el término de una exégesis
privativa; es decir, determinar lo que necesita ser, para que pueda hacer, lo
que se dice "tan-sólo-vida" [nur-noch-Leben]. Vivir no es ni puro "estar
disponible", ni tampoco "ser ahí". Éste, a su vez, no quedará nunca definido.
Lógicamente, si se empieza por considerarlo como vida (no definida
ontológicamente, por su parte) y como algo más, encima. (Heidegger 1972,
87)
Es
este juego metafísico de presuposición y remisión, privación y suplemento entre
el animal y el hombre, lo que las lecciones de 1929-30 cuestionan temáticamente.
El parangón con la biología – que en Sein und Zeit se había liquidado en pocas
líneas – se recupera ahora, en el intento de pensar de un modo más radical la
relación entre lo simplemente viviente y el Dasein. Pero justamente lo que aquí
se ventila se revela decisivo, hasta el punto de hacer comprensible la exigencia
de que estas lecciones se publicaran antes que todas las demás. Porque en el
abismo ( y a la vez en la singular proximidad) que la sobria prosa del curso
abre entre lo animal y lo humano, no es sólo la animalitas la que pierde toda
familiaridad y se presenta como “lo que es más difícil de pensar”, sino que
también la humanitas aparece como algo inasible y ausente, suspendida como está
entre un “no-poder-permanecer” y un “no-poder-abandonar-el-lugar”.
El
hilo rojo que guía la exposición de Heidegger está constituido por esta triple
tesis: “la piedra es sin mundo[weltlos], el animal es pobre de mundo
[weltbildend]. Puesto que la piedra (lo no viviente) – en cuanto que carece de
cualquier acceso posible a lo que la rodea – se deja aparte de forma expeditiva,
Heidegger puede empezar su indagación con la tesis segunda, y afrontar
inmediatamente el problema de qué hay que entender por “pobreza de mundo”. El
análisis filosófico está orientado por completo en este punto de acuerdo con las
investigaciones de la biología y de la zoología contemporáneas, en particular de
as de Hans Driesch, Kart von Baer, Johannes Müller y, sobre todo, de las del
alumno de éste Jacob von Uexküll. Así, las investigaciones de Uexküll no sólo
son definidas explícitamente como “lo más fructífero que la filosofía puede
obtener de la biología dominante hoy”, sino que su influjo sobre los conceptos y
sobre la terminología de las lecciones es incluso más amplio de lo que el propio
Heidegger reconoce al escribir que las palabras de que se sirve para definir la
pobreza de mundo del animal no expresan nada que sea diferente de lo que Uexküll
caracteriza con los términos Umwelt e Innenwelt(Heidegger 1983, 383). Heidegger
llama das Enthemmende, el desinhibidor, a lo que Uexküll definía como “portador
de significado” (Bedeutungsträger, Merkmalträger) yEnthemmungsring, círculo
desinhibidor, a lo que el zoólogo denominaba Umwelt, medio ambiente.
El Wirkorgan de Uexkülltiene su correspondencia en Heidegger en el Fähigsein zu,
“el-ser-capaz-de”, que define el órgano con relación al simple medio mecánico.
El animal está encerrado en el círculo de sus desinhibidores exactamente igual
que lo está, en Uexküll, en los pocos elementos que definen su mundo perceptivo.
Por esto mismo, como en Uexküll, el animal, “ si entra en relación con otro,
sólo puede encontrar lo que sacude al ser-capaz y le pone así en movimiento.
Todo los demás no está a priori en condiciones de penetrar en el círculo del
animal”. (Heidegger 1983, 369)
Pero
en la interpretación de la relación del animal con su círculo desinhibidor y en
la indagación del modo de ser de esta relación, Heidegger se aleja de su modelo
y elabora una estrategia en que la comprensión de la “pobreza de mundo” y la del
mundo humano proceden al unísono.
El
modo de ser propio del animal, que define su relación con el desinhibidor, es el
aturdimiento (Benommheit). Heidegger juega aquí, con una figura
etimológica reiterada, con el parentesco entre los términos benommen (
aturdido, alelado, pero también privado, impedido), eingenommen ( metido
dentro, absorto, atrapado) y Benehmen (comportamiento), todos los cuales
remiten al verbonehmen, tomar, coger (de la raíz indoeuropea nem, que
significa compartir, repartir, adjudicar). En tanto que está esencialmente
aturdido y totalmente absorto en el propio desinhibidor, el animal no puede
“actuar” (handeln) verdaderamente o “tener conducta” (sich
verhalten) con respecto a él: sólo puede “comportarse” (sich
benehmen).
El
comportamiento como forma de ser sólo es posible en general en virtud del estar
atrapado [Eingenommenheit] en sí mismo del animal. Definimos el
específico estar-ante-sí del animal – que nada tiene de la ipseidad
[Selbsheit] del hombre, que tiene una conducta en tanto que persona -,
esta absorción en sí mismo del animal que hace posible cualquier género de
comportamiento, con el término aturdimiento. El animal sólo puede comportarse en
la medida en que, por su propia esencia, está aturdido… El aturdimiento es la
condición de posibilidad gracias a la cual el animal, por su propia esencia, se
comporta en un medio ambiente, pero nunca en un mundo [in einer Umgebung sich
benimmt, aber nie in einer Welt] (Heidegger 1983, 347-348)
Con
la ilustración del aturdimiento que no puede nunca abrirse a un mundo, Heidegger
se refiere al experimento (ya descrito por Uexküll) en el que una abeja, en el
laboratorio, es colocada ante una taza llena de miel. Si, una vez que la abeja
ha empezado a chupar, se le secciona el abdomen, sigue chupando tranquilamente
mientras se ve cómo le sale la miel por el abdomen abierto.
Esto
muestra de forma convincente que la abeja no advierte en absoluto que hay un
exceso de miel. No advierte este exceso, ni siquiera la falta de su abdomen. De
ningún modo, aunque prosiga con su actividad institual [Treiben], precisamente
porque no se da cuenta de que todavía hay miel. La abeja está sencillamente
atrapada en el alimento. Esta forma de absorción sólo es posible allí donde hay
un “hacia” de carácter instintivo [treibhaftes Hinzu]. Pero, al
mismo tiempo, el estar prendida en esa actividad excluye la posibilidad de una
constatación de lo que tiene ante sí [Vorhandensein]. Es precisamente el
estar atrapado en el alimento lo que impide que el animal se ponga frente
[sich gegenüberstellen] a él. (Ibid., 1983, 352-353)
Es
en este momento cuando Heidegger se interroga sobre el carácter de apertura
propio del aturdimiento, y empieza así al mismo tiempo a perfilar como una forma
en hueco la relación entre el hombre y su mundo. ¿A qué está abierta la abeja?
¿Qué es lo que conoce el animal cuando entra en relación con su
desinhibidor?
Prosiguiendo
su juego con los compuestos del verbo nehmen, escribe que no nos
encontramos aquí ante un percibir (vernehmen), sino ante un
comportamiento instintivo (benehmen), en tanto que al animal le es
sustraída (genommen) “la posibilidad misma de percibir algo en tanto que
algo, y no aquí y ahora, sino sustraída en el sentido de no dada en absoluto”
(Heidegger 1983, 360). Si el animal está aturdido es porque esta posibilidad le
ha sido negada radicalmente:
El
aturdimiento [Benommenheit] del animal significa por tanto: sustracción
esencial [Genommenheit] de toda percepción de algo en tanto que tal algo,
y en consecuencia, un estar atrapado por [Hingenommenheit]…; el
aturdimiento del animal significa pues sobre todo un modo de ser conforme al
cual al animal le es sustraída, o, como también suele decirse, le es impedida
[benommen], en su relación con otra cosa, la posibilidad de relacionarse
con ella, o de referirse a ella, en cuanto tal o tal cosa en general, en cuanto
está presente, en cuanto que es. Y precisamente porque al animal le es sustraída
esta posibilidad de percibir aquello con que se relaciona en tanto que algo,
precisamente por esto, puede ser absorbido por esa otra cosa de modo absoluto.
(Ibid., 360)
Después
de haber introducido de esta manera el ser en negativo – por medio de su
sustracción – en el ambiente del animal, Heidegger, en unas páginas que se
cuentan entre las más densas del curso, trata de precisar ulteriormente la
condición ontológica particular de aquello a lo que el animal se refiere en el
aturdimiento.
En
el aturdimiento el ente no es revelado [offenbar], no es abierto, pero
precisamente por eso no es tampoco cerrado. El aturdimiento está fuera de esta
posibilidad. No podemos decir: el ente está cerrado al animal. Eso sólo podría
ser así en el caso de que hubiera alguna posibilidad, por mínima que fuese, de
apertura. Pero el aturdimiento del animal le pone, por su propia esencia, fuera
de la posibilidad de que el ente le esté abierto o le esté cerrado. El
aturdimiento es la esencia del animal, es decir: el animal, en tanto que tal, no
se encuentra en una desvelabilidad del ente. Ni lo que se llama su medio
ambiente, ni él mismo son revelados en cuanto entes. (Ibid., 361)
La
dificultad procede aquí del hecho de que el modo de ser que hay que aprehender
no está ni abierto ni cerrado, de forma que el estar en contacto con él no es
definible propiamente como una verdadera relación, como una implicación.
Puesto
que a causa de su aturdimiento y del conjunto de sus capacidades el animal se
agita sin tregua en el seno de una multiplicidad institual, carece por principio
de la posibilidad de entrar en relación con el ente que él mismo no es, así como
con el ente que él mismo es. En virtud de este agitarse sin tregua, el animal se
encuentra, por así decirlo, suspendido entre él mismo y el medio ambiente, sin
poder experimentar en cuanto ente ni lo uno ni lo otro. Pero este no tener
posibilidad de que el ente se le manifieste es, al mismo tiempo, en cuanto
sustracción de tal posibilidad, un estar atrapado en … Debemos decir en
consecuencia que el animal está en relación con… , que el aturdimiento y el
comportamiento muestran una apertura a… ¿A qué?¿Cómo hay que caracterizar lo
que, en la apertura específica del estar absorto, va a dar de alguna manera en
la agitación del aturdimiento instintual?
La
definición ulterior del estatuto ontológico del desinhibidor conduce al corazón
mismo de la tesis sobre la “pobreza de mundo” como carácter esencial del animal.
La incapacidad de implicación no es algo puramente negativo: es, en rigor, de
alguna manera una forma de apertura y, más precisamente, una apertura que sin
embargo no desvela nunca al desinhibidor como ente.
Si
el comportamiento no es una relación con el ente, ¿es entonces una relación con
la nada? ¡No! Pero si no es una relación con nada, es una relación con algo, que
debe en consecuencia ser y que es. Por supuesto. Pero el problema es
precisamente saber si el comportamiento no es justamente una relación con… en la
que aquello con lo que el comportamiento se relaciona como un no implicarse
está, para el animal, en cierto modo abierto [offen], lo que no quiere
decir en absoluto desvelado [offenbar] en cuanto ente. (Heidegger 1983,
368)
El
estatuto ontológico del medio animal puede ser definido así: estáoffen
(abierto) pero no offenbar (desvelado, literalmente abrible). El ente,
para el animal, está abierto pero no es accesible; es decir, está abierto en una
inaccesibilidad y una opacidad, o sea, de algún modo, en una no-relación.
Esta apertura sin desvelamiento define la pobreza de mundo del animal con
respecto a la formación de mundo que caracteriza a lo humano. El animal no está
simplemente privado de mundo porque, en tanto que está abierto en el
aturdimiento, debe – a diferencia de la piedra, privada de mundo – prescindir de
él, carecer de él (enthehren); es decir, puede estar determinado en su
ser por una pobreza y una falta: precisamente porque el animal, en su
aturdimiento, tiene relación con todo lo que encuentra en el círculo
desinhibidor, precisamente por esto no se encuentra en el lado de lo humano,
precisamente por esto no tiene mundo. Mas este no tener mundo tampoco confina al
animal – y por una razón esencial – en el lado de la piedra. En efecto, el
instintivo ser-capaz del aturdimiento absorbido, es decir, del estar atrapado en
lo que desinhibe, es un estar abierto a…, aunque sea con la marca de no
relacionarse con ello. La piedra, por el contrario, no tiene ni siquiera esta
posibilidad. En efecto, el no tener una implicación presupone un estar abierto…
El animal, en su esencia, posee este estar abierto. La apertura en el
aturdimiento es un tener esencial del animal. En virtud de este tener el animal
puede carecer [enthehren], ser pobre, estar determinado en su ser por la
pobreza. Este tener, ciertamente, no es tener un mundo, sino un estar atrapado
en el círculo que desinhibe, es tener el desinhibidor. Pero dado que este tener
es el estar abierto a lo que desinhibe, y dado que a esta apertura le es
sustraída, sin embargo, precisamente la posibilidad de que el desinhibidor se le
manifieste en cuanto ente, el tener propio de tal estar abierto es un no tener,
y precisamente un no tener un mundo, si es cierto que al mundo pertenece la
desvelabilidad del ente en cuanto tal. (Ibid., 391-392)
[Extracto
correspondiente a los capítulos del 1 al 12, de los 20 que componen el
ensayo]

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