FERNAND BRAUDEL - La civilización Mediterránea
Con
Roma victoriosa, el Mediterráneo sigue siendo él mismo. Diferente en función de
los lugares y las épocas, sigue teniendo todos los colores imaginables, pues
nada, en este mar de antigua riqueza, se borra sin dejar huella o sin volver, un
día u otro, a la superficie. Al mismo tiempo, el Mare Nostrum, en la
medida en que siglos apacibles multiplican los intercambios, tiende a una cierta
unidad de color y de vida. Esta civilización que se está construyendo es el gran
personaje que se distingue entre todos los demás.
Corrientes
y contracorrientes
Esta
civilización es, en primer lugar, el idioma de los vencedores, la religión
latina, la «forma de vida» romana. Ganan fácilmente terreno tras la conquista de
las legiones, por ejemplo en África del Norte hasta la época tardía de Septimio
Severo (193-211); en Dacia, tras las victorias violentas de Trajano; en Galia,
hasta el siglo I d. C, con curiosísimos avatares: «Marte supera a Mercurio en
Narbonense, lo excluye en Aquitania propiamente dicha, mientras que Mercurio
excluye a Marte en el este y lo supera en la zona militarizada de los Campos
Decumates.»
También
existen contracorrientes dictadas por fidelidades tenaces, por negativas a
alinearse, tanto en Siria, con el resurgimiento de cultos prehelénicos, como en
Galia, con el desarrollo de los cultos druídicos, que escapan a la represión
vigilante de Roma. ¡Y qué decir de la intrusión vigorosa del culto de Mitra que
gana Italia y la misma Roma, tras extenderse a través de los campamentos
militares; o de san Pablo que defiende su causa en Atenas ante el Areópago!
Negativa básica a alinearse: Oriente sigue fiel a sus idiomas antiguos y el
griego sigue combatiendo victorioso al latín. Ése es, incluso para el amplio
campo cultural del Mediterráneo, el desequilibrio esencial.
La
civilización comunitaria se insinúa más fácilmente en los detalles de la vida
material. El capuchón de Cisalpina, la poenula, se impone en Roma y en
los países fríos; el vino italiano seduce a los galos; por su parte, las
braies y los tejidos de Galia se exportan al otro lado de los montes; el
pallium griego, un abrigo que sólo es un amplio paño de lana que se pasa
sobre el hombro y se enrolla en la cintura, se convierte en la vestimenta de
muchos romanos, en particular de los filósofos, en todo caso es la ropa que
Tiberio, exiliado en Rodas, no se quería quitar; los cocineros intercambian sus
recetas y sus especias, los jardineros sus semillas, sus esquejes, sus injertos.
El mar había facilitado desde hacía tiempo los viajes de este tipo, pero con la
autoridad sin límites del imperio, las barreras caen y todo va más
deprisa.
El
paisaje tiende a la uniformidad
Lucien
Febvre, en un artículo muy breve y expresivo (1940), imagina las sorpresas de
Herodoto, «el padre de la historia» si se encontrara con los campesinos del
Mediterráneo en nuestros días. Plinio el Viejo, que vivió unos siglos más tarde
(23-79), sería más difícil de asombrar.
Y
sin embargo, no conocía ni el eucalipto venido de Australia ayer, ni los regalos
de América tras el descubrimiento: el pimiento, la berenjena, el tomate, el
prolífico higo chumbo, el maíz, el tabaco y tantas plantas ornamentales. No
obstante, sabía, por haber reflexionado sobre ello, que las plantas, los
injertos habilidosos, están deseando viajar y que el Mediterráneo ha sido una
zona de difusión. Todo ha circulado, en general de este a oeste. Plinio lo
cuenta así: «El cerezo no existía en Italia antes de la victoria de Lúculo sobre
Mitrídates (en el 73 a. C). Este último fue el primero que lo trajo del Ponto y
en ciento veinte años, cruzando el océano, llegó hasta Bretaña.» También en
tiempos de Plinio, el melocotonero y albaricoquero acaban de llegar a Italia, el
primero originario de China, sin duda, a través de Asia Menor; el segundo
llegado desde el Turquestán. Desde Oriente, el nogal y el almendro habían
llegado un poco antes. El membrillo, más antiguo sin duda, viene de Creta. El
castaño es un regalo de Asia Menor, bastante tardío: Catón el Viejo (234-149 a.
C.) no lo conocía.
De
estos viajeros, los más antiguos —difíciles de imaginar, a no ser clavados desde
toda la eternidad en el paisaje mediterráneo— son el trigo omnipresente (y los
demás granos), la vid flexible, el olivo, tan lento en crecer y producir. Nativo
de Arabia y de Asia Menor, el olivo parece haber llegado hacia Occidente a manos
de los fenicios y los griegos y los romanos mejoraron su difusión. «Actualmente
—escribe Plinio— ha cruzado los Alpes y llegado al centro de las Galias y las
Españas», es decir, al avanzar, se sale de su hábitat óptimo. ¡Incluso se
intentó implantarlo en Inglaterra!
También
la vid se instaló por todas partes, contra viento y marea, y contra las heladas,
desde las épocas más remotas en que los hombres se interesaron por la labrusca,
una vid silvestre de frutos apenas azucarados, originaria sin duda de
Transcaucasia. La tenacidad campesina, el gusto de los bebedores, las
transmutaciones oscuras de los suelos, el juego de los microclimas, crearon en
el Mediterráneo centenares de variedades de vid. Hay cien formas de cultivarla,
sobre estacas, abandonadas sobre el suelo como planta rampante, mezclada con los
árboles, escalando los olmos o incluso los altos álamos de Campania. Plinio no
acaba de enumerar las especies de vid y las formas de cultivo, además de la
lista ya larga de vinos gloriosos. Misma prolijidad respecto a los trigos, su
peso específico, la harina que dan, o el valor para el hombre o para los
animales de la cebada, la avena, el centeno, las habas, los guisantes.
Aceite,
vino, cereales, legumbres: ésta es la dieta básica, la mesa cotidiana de los
hombres del Mediterráneo. Si nos imaginamos los rebaños —los ríos de ovejas
trashumantes de Italia del Sur que convierten Tarento en una ciudad de pañeros—,
si tratamos de reconstruir el cuadro añadiendo desordenadamente el boj, el
ciprés piramidal —árbol fúnebre de Plutón—, el tejo de bayas venenosas, «muy
poco verde, endeble, triste», podemos ver con Plinio el paisaje clásico de las
llanuras y laderas del Mediterráneo. Y, ¿por qué no? preferir como él a todos
los perfumes de Egipto o de Arabia el aroma embriagador, en Campania, de los
olivos en flor y las rosas silvestres.
Esta
geografía dirige nuestras explicaciones: el universo romano vive de una economía
agrícola, según principios que serán válidos durante siglos y siglos, hasta la
revolución industrial de ayer. El juego sectorial de las economías deja a
los países pobres el trabajo de producir el grano y a los ricos las ventajas de
la vid, del olivo, de una cierta ganadería. Así se crea la división entre
economías avanzadas como Italia, atrasadas como África del Norte o Panonia,
estas últimas más equilibradas, menos afectadas por la regresión que aquéllas.
No importa que el paisaje, en una zona concreta, se incline hacia uno u otro de
estos polos, ni que se vaya dibujando el límite entre lo que no nos atrevemos a
llamar un desarrollo y un subdesarrollo: este límite sólo se podría ahondar, y
ni siquiera, si la industria, el capitalismo, los hombres en masa lo
favorecieran decididamente. Si se estableciera realmente un régimen de libre
competencia.
Ciudades
y técnicas
Las
ciudades caracterizan el imperio: las que siguen existiendo en sus antiguos
solares y que, como las ciudades griegas, proponen como ejemplo a Roma su
urbanismo y sus perfeccionamientos; o bien las nuevas que nacen sobre todo en
Occidente, a menudo muy lejos del mar Interior. Llamadas a la vida por el poder
romano que las moldea a su imagen, son formas de trasplantar en la lejanía una
serie de bienes culturales, siempre los mismos. Marcan las etapas, en medio de
poblaciones todavía toscas, de una civilización que se reivindica como
promoción, asimilación. Es una de las razones de que estas ciudades se parezcan
tanto, fieles a un modelo que no cambia en absoluto con las épocas y los
lugares: ¿hay ciudades más «romanas» que las ciudades militares y comerciales a
lo largo del eje Rin-Danubio?
Todas
las ciudades romanas viven de carreteras sólidamente empedradas, trazadas para
los animales de carga y para los soldados cargados con su impedimenta.
Cada una, al cabo del camino, surge repentinamente, de golpe, saliendo del campo
que la circunda como el mar rodea a una isla. Ni Pompeya la campana, ni Timgad
la númida conocen los suburbios que serán la regla en las ciudades medievales,
con sus tugurios, sus albergues piojosos, sus tenduchas de ruidosa o maloliente
actividad, sus hangares de vehículos, sus postas. En las carreteras romanas no
hay prácticamente vehículos, ni relevos, salvo para el correo imperial, y
tampoco se desborda sobre el campo la industria urbana. Los oficios se
desarrollan en la ciudad, a veces agrupados en una misma calle: los panaderos,
los barberos, los tejedores, los taberneros... En Pompeya, las tabernas son como
un «snack bar... en el que dan de comer de pie... donde se alquilan
habitaciones a menudo por horas». Ante una panadería de la ciudad, como
visitantes, no nos sentiríamos fuera de lugar: los útiles, los gestos, han
perdurado hasta nosotros. Hasta hace poco, en cada uno de nuestros pueblos se
encontraba una fragua romana, con su fuego, su fuelle, sus tenazas para sujetar
el hierro al rojo, su yunque. La cuba de abatanar o las fuerzas del tundidor de
paño son las mismas en una escultura romana o en una representación
medieval.
Reflexiones
análogas vienen a la mente ante los aparatos elevadores, cabrias o grúas, ante
los procedimientos de extracción de la piedra, o los tornos para el acabado de
columnas cilindricas, o ante los muros de ladrillo construidos como en nuestros
días. No obstante, el ladrillo cocido no se generaliza en Grecia hasta el siglo
III a. C. y, en Roma, dos siglos más tarde. Es un material caro, signo de un
cierto nivel de vida.
La
gran innovación, que comienza en el siglo II a. C, es la técnica del hormigón.
En un principio, mezcla de arena, cal y trozos de piedra, el opus
caementicium pronto empieza a utilizar, en lugar de cal, puzolanas
(ceniza volcánica extraída cerca de Puzol, que da un buen mortero hidráulico), o
ladrillo machacado: se trata del mortero rojizo característico de tantas
construcciones imperiales. Colado en encofrados de madera donde se endurecía,
este hormigón fácil de manejar, incluso bajo el agua, permitió a los romanos
construir deprisa y a bajo coste obras de una arquitectura inédita, con arcos y
bóvedas de una amplitud desconocida hasta entonces. Una vez retirado el
encofrado, un revestimiento de piedra, de mármol, de mosaico, de estuco, o
incluso de ladrillo, bastaba para ennoblecer este material, ya «industrial», que
desempeñó un papel importantísimo en la construcción de innumerables centros
urbanos.
El
plano de estos conjuntos no variaba demasiado. Primero tenemos, junto al foro,
plaza rectangular empedrada con grandes losas de piedra, el templo de la triada
capitolina —Júpiter, Juno, Minerva—, la curia, como un senado local (los
decuriones son los senadores de la ciudad, los duumviri sus cónsules), la
basílica con o sin columnata donde se imparte justicia y que protege a los
paseantes cuando llueve, a menos que se refugien bajo los soportales que rodean
el foro. Este último siempre es un mercado (aunque exista otro mercado en las
cercanías), invadido periódicamente por los campesinos vendedores de frutas,
verduras, aves, corderos. Encontramos regularmente otros edificios: los teatros,
los anfiteatros, los circos, las letrinas, las termas. Estas últimas ocupan un
lugar desmesurado. Se ha dicho que son, en tiempos del imperio, «los cafés y los
clubes de las ciudades romanas». Allí se va a terminar el día. Podemos añadir
los arcos de triunfo, los acueductos, indispensables para el abastecimiento de
las ciudades, grandes consumidoras de agua, las puertas monumentales, las
bibliotecas: la lista se completa así con los elementos que figuran en todas las
ciudades romanas siguiendo un plano casi inmutable.
Tenemos
algunas anomalías: Leptis Magna cuenta con un foro, pero exterior a ella; Arles
construye un pórtico, pero debajo del foro que se apoya sobre él como sobre un
pilar; Timgad situó su «capitolio» fuera del recinto... Estas excepciones, que
dependen del crecimiento de la ciudad o de las incomodidades del lugar de
asentamiento, no invalidan la regla de un plano preestablecido, que se reproduce
sin descanso. En general, los soldados y una mano de obra indígena, más
abundante que experta, levantaron las ciudades nuevas. Había que hacer las cosas
sin complicaciones y deprisa. Partiendo de un centro, el futuro foro, se trazaba
la línea norte-sur, el cardo, y la línea este-oeste, el decumano,
que se cortan en ángulo recto en el mismo foro y son las medianas del cuadrado
en el que se inscribe la ciudad. En Lutecia, el foro de la pequeña ciudad
abierta en la orilla izquierda, se encontraba bajo la actual Rué Soufflot, el
cardo era la Rué Saint-Jacques, se alzaban unas termas en el actual
emplazamiento del museo de Cluny y del College de France, un semianfiteatro en
lo que ahora se llaman las arenas de Lutecia...
Por
supuesto, estos diversos elementos viajaron mucho antes de irse sumando en el
modelo complejo de ciudad romana. El foro es la réplica del ágora de las
ciudades griegas, y el mismo origen tienen los pórticos. El teatro es griego en
sus orígenes, aunque Roma lo haya modificado mucho. También es griega la
basílica: Catón el Viejo construyó al parecer la primera de Roma, la Basílica
Porcia. Los templos también le deben mucho al arte griego, desde un principio, a
través del templo etrusco. Los anfiteatros (donde se desarrollan los combates de
gladiadores o la venatio contra los animales feroces) podrían ser de
origen campano. También las termas son un préstamo de la Italia prerromana del
sur.
A
fin de cuentas, Roma recibió mucho, lo que no la convierte en inferior en
absoluto. Si tomó a manos llenas, también dio a manos llenas y ése es el destino
de las civilizaciones de largo aliento, empezando por la misma Grecia.
Ciudades
e imperio
Roma
se sitúa pues a la cabeza de una federación de ciudades, cada una de las cuales
se ocupa de sus asuntos, mientras Roma se ocupa de dirigir el conjunto.
Estas
ciudades, prósperas hasta los siglos II o III d. C, pasan después por tiempos
difíciles. Si aceptamos el punto de vista pesimista, probablemente acertado, de
Ferdinand Lot, no estuvieron movidas por poblaciones suficientemente numerosas.
Roma, Alejandría, quizá Antioquía fueron, antes que Constantinopla, las únicas
grandes aglomeraciones del imperio. Las redes de ciudades secundarias brillan a
menudo por su ausencia. Timgad, la única ciudad en muchas millas a la redonda,
cuenta como mucho con quince mil habitantes. Además, si bien la ciudad desempeña
su papel centro político y de mercado rural, la relación ciudad-campo no es
redonda. Es decir, la ciudad no ejerce sobre el campo el choque artesanal que,
más adelante, hará arrancar la economía de la Europa medieval. ¿Es culpa de las
grandes propiedades y sus talleres, movidos por esclavos o por «colonos»,
pequeños granjeros ya encadenados a la gleba? ¿O de la falta de utilización
sistemática de las fuentes conocidas de energía? ¿O de la coyuntura hostil,
responsable, más que las estructuras, de este estancamiento, y después de la
regresión?
La
impresión de que el destino de las ciudades se asimila con bastante exactitud al
del imperio no es errónea: este último permitió durante mucho tiempo el
desarrollo de las primeras. Había creado la unidad de un amplio espacio
económico, o al menos su permeabilidad; había promovido una economía monetaria,
que multiplicó los intercambios, y un capitalismo un tanto limitado, pero ya en
posesión de sus medios, todos ellos heredados por otra parte del mundo
helenístico: asociaciones de comerciantes, bolsas (en Roma, en el foro) y, junto
a los mercatores vemos aparecer banqueros (argentarii) que
practican el crédito, la proscriptio (similar a un cheque), la
permutado (la transferencia). Estas traducciones modernizadas falsean un
poco la imagen de una economía que pronto quedará atrapada en la sombra invasora
y mortal del Estado, antes del repliegue de los últimos siglos del
imperio.
Roma
acoge e incorpora la civilización helenística
Centro
del poder y de la riqueza, Roma capta sin problemas las corrientes móviles del
pensamiento y del arte, mucho antes de Actium y del triunfo de Augusto, en
realidad, desde la llegada a la ciudad victoriosa de los primeros griegos,
comerciantes, artesanos, intelectuales en busca de una prebenda, deportados
políticos e incluso esclavos, más hábiles que sus amos. La helenización de Roma
había empezado hacía siglos y el griego se estaba convirtiendo poco a poco en el
segundo idioma de los hombres cultivados, como el francés en la Europa de la
Ilustración, ¡con la diferencia de que la primacía del griego durará muchos
siglos, y no uno solo!
La
lección de los griegos tenía tanta altura que el alumno no era capaz de superar
al maestro, ni siquiera de alcanzarlo. Es así desgraciadamente para la ciencia,
que se quedará en el punto en que la dejó Grecia. También lo es más o menos para
la filosofía, orgullo del pensamiento griego. Roma asimilará lentamente sus
lecciones, no sin protestar. La Roma oficial incluso expulsará en muchas
ocasiones a los filósofos. Sin embargo, protegidos por algunas grandes familias,
acabarán implantando en Roma algo del pensamiento griego nacido de los años
tormentosos que vinieron tras la muerte de Alejandro (323). Sin embargo, si bien
en Roma el epicureismo inspira a Lucrecio (99-55 a. C), si el estoicismo está
llamado a ocupar una gran posición que culminará con Marco Aurelio, ¿podemos
hablar de una filosofía latina original? Los historiadores de la filosofía lo
niegan todos a una, cazando ferozmente el plagio en la obra de Cicerón o de
Séneca.
El
arte griego, que sólo había llegado a Roma indirectamente, a través de Etruria o
de Campania, es un verdadero descubrimiento en el siglo III, tras la toma de las
ciudades de Sicilia, las campañas de Oriente y la decisiva reducción de Grecia a
la condición de provincia romana (146 a. C). Entonces, con la ayuda de la
riqueza y el lujo, Grecia, donde sólo la filosofía había llegado a las familias
patricias, transforma de golpe el arte mismo de vivir en Roma. Los artistas
griegos o del Oriente griego afluyen y entran al servicio de una clientela rica
bastante mal informada, pero con un esnobismo que la lleva a coleccionar, sin
enterarse mucho, las obras de arte para decorar casas y villas. Con el apetito
de una civilización que está en la infancia, Roma se lo traga todo como viene:
las grandes composiciones históricas de Pérgamo, las chucherías o el barroco
desatado de Alejandría, la frialdad del neoaticismo, e incluso las mejores obras
de arte del antiguo clasicismo griego. Originales y copias (fabricadas en Atenas
para Occidente a un ritmo industrial) afluyen hacia Italia, amontonándose en los
anticuarios. Cicerón pide «bajorrelieves para su villa de Túsculo» a su
riquísimo amigo Ático que, desde Atenas, envía a Pompeya estatuas destinadas a
su teatro, el primer teatro de piedra construido en Roma (55 a. C). Unos años
más tarde, cuando se reconstruye el templo de Apolo a comienzos de la época de
Augusto, se hace sobre un modelo helenístico y las estatuas y pinturas famosas
que se amontonan, todas ellas griegas, lo convierten en un verdadero museo. La
carga de un barco hundido más o menos hacia la misma época y localizado en 1907,
en las costas de Túnez (el pecio de Mahdia), es muy significativa: sesenta
columnas (probablemente nuevas), estatuillas, bajorrelieves, esculturas de
mármol y de bronce, algunas de las cuales son obras maestras auténticas.
Por
supuesto, todo esto sirve de modelo a los artesanos italianos o griegos que
trabajan en la península. Incluso allá donde el arte romano afirma con fuerza su
originalidad —el gusto por el detalle verídico, el retrato realista, el paisaje,
la naturaleza muerta— la primera chispa tuvo que venir del este.
Las
originalidades romanas
No
hay civilización que pueda vivir únicamente del bien ajeno. Cuando se convierte
en la capital de un helenismo dispuesto a propagarse y que imita con pasión,
Roma ya es una sociedad anclada en sus tradiciones. Aunque haya renegado de
ellas para desesperación de Catón, sigue guiada por gustos antiguos que la
dirigen hacia opciones cuyo significado será patente antes o después, cuando su
admiración por Grecia ya no esté teñida con el sentimiento de su propia
inferioridad.
Además,
también hay exigencias. Después de Actium, hay que reconstruir, construir,
ocuparse de lo más urgente, terminar una obra para empezar otra. Roma ve afluir
hacia ella una población creciente, sin proporción alguna con la de las ciudades
griegas, salvo Alejandría. El urbanismo plantea sus problemas. No es de extrañar
que sea en la arquitectura donde Roma afirme antes su personalidad.
Sila,
Pompeyo, César, Augusto, tuvieron que ponerse manos a la obra. Agripa rehace las
canalizaciones de la ciudad; Augusto construye tres o cuatro nuevos acueductos,
añade al foro de César un nuevo foro separado por un muro del barrio de la
Subura, en el Esquilmo, donde viven los mimos, los gladiadores, los ganapanes y
los miserables. Con ello, separa la ciudad oficial, revestida de mármol (novedad
del siglo II a. C, tomada de los griegos, que se desarrolla con la explotación
de las canteras de Carrara) de la ciudad piojosa, construida a la antigua, con
madera y adobe, donde se producen incendios continuamente. Luego vendrán
innumerables construcciones: foros, basílicas, termas, teatros, circos, templos,
palacios, e incluso casas de vecindad de varios pisos.
La
arquitectura romana acepta y adapta todos los medios y elementos conocidos. Las
columnas dóricas, jónicas, corintias, se utilizan modificadas: la dórica,
simplificada y sobre un pedestal, se convierte en el orden llamado
toscano; el orden llamado compuesto combina la hoja de acanto corintia y
las volutas jónicas. Sin embargo, lo más poderoso que tiene la arquitectura
romana se debe al arte funcional de los ingenieros. Favorecido por el uso del
hormigón, crea maravillosos puentes y acueductos, multiplica los arcos, las
cúpulas, las bóvedas de medio punto y las bóvedas de arista, libera al
arquitecto de la esclavitud de las columnas o pilares importantes, permite los
amplios volúmenes interiores que necesita la masa de usuarios. Así se crea, por
su propia necesidad, el estilo grandioso de Roma.
El
Coliseo, comenzado por Vespasiano y terminado por su hijo Domiciano, es un buen
símbolo de ello. Se trata de un récord no superado: mide 188 m por 156 y 527 de
contorno; la altura del muro exterior es de 48 m y podía añadirse un piso de
madera; 50 a 80.000 espectadores podían acomodarse alrededor de la inmensa arena
de 80 m por 54. Su nombre le venía del Coloso, estatua de Nerón de más de 30 m
de altura, a modo de dios solar. El Coloso se retiró, pero quedó el nombre de
Coliseo, que es otro coloso. En el imperio, los anfiteatros enormes fueron
numerosos: Itálica en España, 156 x 154 m; Autun, 154 x 130; Poitiers, 138 x
115; Limoges, 137 x 113; Arles, 136 x 108; Tours, 135 x 120; Burdeos, 132 x 105;
Nimes, 131 x 100...
En
el campo de la pintura y la escultura, el arte romano se libera lentamente de
sus modas helénicas. Los artistas griegos son demasiado numerosos para que el
gusto local surja con rapidez. Es más fácil advertirlo fuera de Roma.
Efectivamente, existe un arte popular —R. Bianchi Bandinelli lo califica de
«plebeyo»—-, un arte que no es romano, sin más, sino más bien del sur de Italia
y que será uno de los rasgos originales de Roma. Es un arte recio, realista,
cerca de las cosas y de los seres, si quisiéramos forzar las comparaciones; un
poco como el arte francés del Loira cuando se le compara con el ejemplo
prestigioso y culto del Renacimiento italiano. Un arte local irá ocupando su
lugar poco a poco, como si tomara la revancha contra la influencia extranjera,
pero será un proceso lento y comedido.
Así
nacerá un arte compuesto, el primer estilo «romano» del que tenemos un ejemplo
precoz en las esculturas del altar de Domicio Enobarbo (entre el 115 y el 70 a.
C). Combina una composición mitológica de estilo helenístico con una escena
tratada de forma mucho más realista. Sin embargo, el arte oficial de Roma
conservará durante tiempo la huella extranjera. No olvidemos que el
Laoconte del museo Vaticano, obra de escultores de Rodas, suscitó la
inmensa admiración de los romanos, empezando por Plinio el Viejo. El retrato de
Augusto llamado de Porta Prima coloca curiosamente la cabeza y la coraza del
emperador sobre el cuerpo griego del Doriforo de Policleto. Los paneles
del Ara Pacis (decretado en 13 a. C, el altar de la paz se construyó
cuatro años más tarde en el Campo de Marte) son obra en su mayor parte, por no
decir en su totalidad, de artistas griegos.
En
el arte privado del retrato reconocemos el arte romano por excelencia. A menudo
se ha relacionado con los orígenes etruscos de Roma, y es verdad que un cierto
verismo anima las estatuas de terracota o de bronce de la antigua Etruria. Sin
embargo, se relaciona con mayor seguridad con la tradición romana del ius
imaginis, privilegio de las familias patricias. Polibio relató con
detalle el espectáculo, extraño para sus ojos, de los funerales de la
nobilitas y el papel que desempeña la imago, máscara de cera que
las grandes familias conservan de cada uno de sus muertos, de acuerdo con una
tradición relacionada con el culto a los antepasados. «Cuando muere un pariente
ilustre, se llevan estas máscaras en procesión a los funerales y personas que,
por su estatura o su aspecto exterior, se parecen más a los originales, las
aplican sobre su rostro, revistiendo la toga pretexta si el muerto había sido
cónsul o pretor, toga púrpura si había sido censor, y bordadas de oro si había
obtenido un triunfo.» Estas máscaras frágiles de cera, moldeadas sobre el rostro
del difunto, dejarán paso a bustos de piedra o de bronce, cuyo realismo seguirá
siendo extraordinario. La influencia helenística añadirá a veces una nota
pretenciosa, pero el retrato romano, tallado o pintado, conservará de su
tradición más antigua una gran fuerza expresiva, y siempre una relativa
sobriedad. En todo caso, en tiempos de Augusto, la oposición entre su belleza
sencilla y los virtuosismos de un arte oficial, bajo el signo de la imitación,
es flagrante.
Hará
falta tiempo para que el arte imperial deje de ser un «préstamo cultural, para
convertirse en un alimento asimilado y transformado en una nueva cultura». R.
Bianchi Bandinelli enfrenta así al siglo de Augusto un siglo de Trajano (más o
menos de Nerón a Marco Aurelio), apasionado y romántico, donde por primera vez
los préstamos exteriores y el bien propio de Roma se mezclan, se equilibran.
Pérga-mo anunciaba, con mucha anticipación, las esculturas de la Columna
Trajana, pero un estilo, un espíritu y unos temas nuevos ya se pueden observar
en los innumerables detalles del friso que, a lo largo de doscientos metros, se
enrosca sin interrupción alrededor de la columna, largo relato histórico de las
dos campañas victoriosas de Trajano contra los dacios, en el 101-102 y en el
106-107. Las escenas son vividas, realistas, incluso hasta el horror; la guerra
aparece con sus muertos innumerables, sus adversarios dignos de respeto, que
también pueden golpear. Otra novedad: la confesión (¿es una confesión?) de las
atrocidades cometidas, además de la entrada en escena de los pequeños actores de
una inmensa aventura: soldados, cocheros; pontoneros... Por primera vez, se
honra al héroe anónimo.
De
Augusto a Marco Aurelio: los prestigios literarios
El
arte gusta de ser viajero, se traslada con rapidez de un país a otro, de una
civilización a otra. Europa dividida en dos por la Reforma, tendrá un solo arte,
el del barroco. Las literaturas son nacionales y están condenadas a una mayor
originalidad.
Roma
tiene su literatura, desde antes de Augusto. Parece florecer bruscamente, pero
si miramos de cerca, escribe Pierre Grimal, «la maduración literaria del siglo
de Augusto» data más bien de la crisis que lo precedió. En cualquier caso,
Augusto, y en primer plano el caballero Mecenas, modificaron profundamente la
vida literaria de su tiempo, por política o por gusto personal: el propio
Mecenas es un poeta tentado por el hermetismo y el preciosismo; en Augusto, la
pasión intelectual es innegable. ¿No existe además una identificación de las
conciencias con lo que representa el nuevo régimen: el fin de las guerras
civiles, una seguridad, una confianza nueva en la «virtud» romana? En aquellos
años se desarrolla en Roma una revolución de las mentalidades que podemos llamar
«nacionalista», a pesar del anacronismo de la palabra, algo que se asemeja,
mutatis mutandis, con una fuerza mayor, al Renacimiento francés desde la
óptica de Joachim du Bellay o de Ronsard. Frente al Oriente helenístico,
atractivo, también inquietante, que seguía siendo el modelo de los jóvenes
poetas del círculo de los Neoteroi, en tiempos de Catulo (87-54 a. O), los
valores de Occidente, de Roma, de la Italia tradicional se exaltan por ellos
mismos. También ayuda un inteligente trabajo de la opinión: Roma posee la
supremacía material, pero aspira a otros orgullos.
Augusto,
como los soberanos helenísticos, es un «príncipe salvador». Quizá pretenda
además rivalizar con Pericles y Atenas, en nombre de un sentimiento casi
religioso de la grandeza y la misión de Roma. Este sentimiento, más que la
influencia de Mecenas, imprime su carácter a la obra de Virgilio, de Tito Livio,
de Horacio, incluso de Propercio. El primero, «cesariano» desde siempre, sigue
naturalmente la estela del joven Octavio. No es por servilismo, está dentro de
su línea, si empieza, en 29 a. C. a escribir la Eneida, que dejará
inacabada, diez años más tarde, considerándola imperfecta: pide en vano que se
destruya a su muerte. Roma ya dispone de una gesta «homérica», de un monumento a
su gloria y a la gloria de Augusto que, descendiente por la gens Julia
del propio Eneas y de Venus, estaba marcado por los hados para presidir los
destinos del imperio. Pronto dispondrá de una historia de Roma, en la que el
patriotismo sin fisuras de Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.) dio mucho más de lo
que se le pedía: su obra, a pesar de un intento de crítica honrada de las
fuentes, no deja de ser un himno a la grandeza de Roma. Sin embargo, la
enseñanza en las escuelas del imperio se empeñará durante mucho tiempo en
preferir estas estampas a la prosa seca e incisiva de Salustio (85-35 a. C), su
Guerra de Yugurta y la Conjuración de Catilina.
Por
supuesto, los otros escritores no se comprometen tan claramente. Como Catulo o
Tibulo, Propercio canta sobre todo su pasión por Cintia. Sin embargo, al final
de su vida, sus Elegías se abren a las antiguas leyendas de Roma; en
ellas aparecen Tarpeya y los antepasados troyanos de la gens Julia, y
jóvenes romanas más partidarias que Cintia de la reforma de las costumbres que
quisiera imponer Augusto. Horacio avanza también con prudencia. Acomplejado por
sus orígenes (es el hijo de un liberto), también lo está por su pasado: en
Macedonia, en el 42 a. C, se encontraba entre las tropas de Bruto y Casio, las
del partido republicano. Además, ama su independencia, su propiedad de Sabina,
cerca de Tíbur, y huye de las alabanzas, y también de las recompensas del poder.
No obstante, también acepta pedidos oficiales, escribe la letra del himno
cantado en la celebración de los Juegos Seculares, en el 17 a. C. Cuando muere a
los cincuenta y siete años, unas semanas después de Mecenas (8. a. C), le
entierran junto a su amigo.
Otros
serán francamente reticentes con el poder. Por ejemplo, Tibulo, poeta puramente
elegiaco, o más todavía Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) que conscientemente vuelve a
la inspiración alejandrina del círculo de los Neoteroi. Su poesía demasiado
libre, su sentido del humor, su erotismo, que le convierten en el poeta favorito
de las cortesanas y los ociosos de Roma, le valdrán el exilio de Augusto. En
Mesia, en las lejanas costas del mar Negro, en Tomis, compondrá las
Tristes y las Pónticas. Allí morirá.
Sería
difícil aplicar a la literatura el juicio de R. Bianchi Bandinelli sobre el arte
y destacar el siglo de Trajano. Habría que preferir a los nombres gloriosos de
la época augusta los del siglo siguiente: Quintiliano, Lucano, Persio, Marcial
—¡qué paradoja!—, pero también Tácito, Séneca, Petronio, lo que ya resulta más
defendible. Si escuchamos al brillante ensayista Emil Ludwig, «todo lo que
constituye la grandeza de los romanos lo había producido la República». Es como
volver a Cicerón, a Terencio o a Plauto, que Horacio detestaba. ¡Cada cual juzga
la historia según sus gustos!
De
Commodo (180-192) a Septimio Severo (193-211)
Las
horas difíciles se anuncian mucho antes de la muerte de Marco Aurelio, acompasan
el largo y belicoso reinado del más filósofo de los emperadores. Lo que cambia,
es la seguridad exterior, la paz interior, el equilibrio de las diferentes
provincias entre ellas. En medio de regresiones económicas, de desórdenes
monetarios, Roma deja de ser el centro del universo. Oriente se libera; sus
religiones, sus formas de pensar se infiltran violentamente en la tradición
romana. El principado, tal y como lo concibieron Augusto y los Antoninos,
resulta ser una prudencia ya superada. Las dependencias administrativas crecen y
el poder imperial se desliza «hacia las prácticas del despotismo oriental»: en
sus locuras crueles, Commodo pretende hacerse honrar como el dios Hércules. Fue
el primer emperador «que se consideró rey del mundo y servidor de la divinidad».
Septimio Severo, un africano, quizá de raíces cartaginesas, agudiza más todavía
esta transformación.
Al
final del gobierno de los Antoninos, el arte lleva la marca de esta mutación de
la sociedad y de la civilización. El cambio es claro, aunque difícil de
interpretar. Tenemos la desaparición brutal, prácticamente total de la pintura
mural. Tenemos el contraste fulminante entre los bajorrelieves de la columna
Trajana, cuya concepción unitaria y desarrollo cronológico son evidentes, y la
columna de Marco Aurelio, en la que los acontecimientos se presentan en
desorden, donde se advierten talleres y artistas diferentes, donde la lucha
contra los marcomanos, los dacios, los cotienses, los quades, está salpicada de
milagros: milagro del rayo, milagro de la lluvia providencial que salva a los
legionarios de la sed y ahoga al enemigo en torrentes de agua... Es un arte que
trata de llamar la atención más que de representar, y que por ello se hace
popular. Amedeo Maiuri, historiador del arte, se entretiene en buscar en la
libertad de un cierto género pictórico, en Pompeya y en otros lugares, en esa
misma época, los procedimientos del pintor de carteles publicitarios.
Otra
ruptura: las artes provinciales recuperan una cierta autonomía. En Leptis Magna,
el arco del triunfo de Septimio Severo evoca ya un arte bizantino. En Palmira,
en Doura, un arte marginal se afirma como grecomesopotámico y se relaciona, por
su gusto por lo abstracto, con un cierto primitivismo. Se trata de indicaciones
todavía fugitivas, llaman la atención en la medida en que conocemos
anticipadamente el futuro inexorable. Aunque existe una ruptura respecto al arte
de conjunto, que se ha convertido en una vulgata, en beneficio de las
originalidades locales, este arte es lo bastante fuerte para reaparecer aquí y
allá. Por ejemplo, con Galiano (253-268), el amigo de Plotino; con Diocleciano
(284-313), en las termas que construye en Roma, o en el palacio que levanta en
Spalato. Todo ello revela torsiones múltiples, pero estamos lejos todavía de
Bizancio o de la Europa barbarizada de la alta Edad Media
Los
triunfos del derecho
Roma
sigue creando, desarrollando ciudades, convirtiéndolas en capitales, Tréveris,
Milán, Salónica, Nicomedia. Y las letras siguen floreciendo. Nos atreveremos a
decir que Amiano Marcelino (320-390) puede equipararse con Tito Livio, que
Ausonio de Burdeos es un poeta auténtico, que la literatura cristiana es muy
importante, que el fortalecimiento de la enseñanza, tan claro en estos siglos
difíciles, tiene su influencia. Sobre todo, está el triunfo extraordinario del
derecho romano, cuyo testimonio perdura todavía.
Nos
perderíamos en explicaciones difíciles si abriéramos los actuales y admirables
manuales de derecho romano en busca del sentido de palabras sencillas: el
consentimiento, las obligaciones, los contratos, la propiedad; o si tratáramos
de comprender la forma en que el derecho ha seguido la historia múltiple de una
sociedad, adaptándose a ella y adaptándola a sus propias exigencias. En
Institutions de l’Antiquité (1967), Jean Gaudemet estudia, a la luz de
esta dialéctica sociedad-derecho, la evolución de la vida romana, de la que
establece tres balances sucesivos, para la Roma republicana, para la Roma del
Alto Imperio y para la Roma del Bajo Imperio, que es la decisiva. El derecho
romano del Código Teodosiano (438) o del Código Justiniano (529) que irá seguido
por el Digeste, los Institutes y los Novelles, es la
culminación de una elaboración muy larga, de una superposición de herencias. El
derecho romano se construyó lentamente, día a día, a partir de las costumbres,
de los senadoconsultos, de los edictos de los magistrados, de las
«constituciones» imperiales, de la jurisprudencia, de la doctrina que elaboran
los jurisconsultos.
El
papel de los jurisconsultos, asesores jurídicos y abogados, es el rasgo más
original de esta obra compleja. Con seguridad, en este terreno podemos ver la
inteligencia y el genio de Roma. La metrópoli no podía vivir en relación con su
imperio —Italia, las provincias, las ciudades— sin unas reglas jurídicas
indispensables para el orden político, social y económico. La masa del derecho
fue aumentando con los siglos. Los grandes jurisconsultos capaces de manejar
esta masa aparecen tardíamente, Sabino y Próculo son de la era de Tiberio, Gayo,
cuyos Institutes fueron encontrados en 1816 por Niebuhr en un palimpsesto
de Verona, es de la época de Adriano o de Marco Aurelio, y Pomponio, otro famoso
jurisconsulto, es su contemporáneo. En cuanto a la enseñanza del derecho,
aparece con el Bajo Imperio, en Roma, en Constantinopla, en Beirut, cuyo papel
en el siglo v será considerable: su escuela salvará lo que, en el futuro,
permitirá el renacimiento justiniano.
El
derecho afirma pues su riqueza hasta las últimas horas de Roma, e incluso
después. Si hacemos depender «la supervivencia del derecho y de las
instituciones de Roma de su poder político», escribe Jean Gaudemet, «la ruina o
la decadencia del imperio pierden todo su sentido». No cabe duda de que Roma no
morirá totalmente. Su supervivencia formará parte de la sustancia de
Occidente.
La
fundación de Constantinopla y la irrupción del cristianismo
Sobre
estos temas tan antiguos: la decadencia, la muerte de Roma, la discusión podría
ser interminable. El imperio que se dice agonizante sobrevive a sus disputas y a
las extravagancias de sus amos. Ya no queda oro, ni metal blanco, la economía
retrocede por debajo de la moneda, pero la vida continúa. Ya no hay ejército
disciplinado, las fronteras revientan una tras otra, los bárbaros penetran
profundamente en la tierra romana. No obstante, sigue habiendo soldados
dispuestos a morir por Roma, en el Rin, frente a Milán, en el Danubio o en el
Eufrates, frente a los persas Sasánidas, los nuevos y temibles enemigos, a
partir del 227. Tampoco se detiene la construcción: Aureliano levanta en el 272
las murallas colosales de Roma. A partir del 324, Constantino construye su nueva
capital en Constantinopla, y la inaugura en el 330. Si queremos un
acontecimiento simbólico, nos podemos quedar con éste: una antorcha gigantesca
que iluminará los siglos venideros.
No
se trata de una ciudad construida de forma apresurada, sino de una segunda Roma,
acto de alcance incalculable, sobre todo porque está relacionado con la
conversión del emperador al cristianismo. Con este acto, el destino del mundo
mediterráneo y del imperio se orientan por el camino que desembocará en la
supervivencia y la longevidad del Imperio Bizantino. Es algo que Constantino, al
hilo de sus actos, no adivinó probablemente, ni deseó de forma anticipada,
porque no eligió la capital nueva para escapar de los marcos de la Roma pagana.
Desde Diocleciano y la tetrarquía, los emperadores no habían tenido tiempo de
residir en Roma. Constantino, en su nueva capital, tiene a su alcance el Danubio
y el Eufrates, puertas frágiles a las que llaman los bárbaros
incesantemente.
No
obstante, lo que nos fascina es el futuro de Constantinopla, a nosotros, hombres
de Occidente que tenemos nuestro lugar marcado anticipadamente. ¿Quién podría
desinteresarse de este cambio prodigioso, el éxito del cristianismo? En
realidad, triunfa tras siglos de malestar profundo. Lo llevan las aguas
violentas de una revolución subyacente —y no sólo espiritual— que se desarrolla
lentamente, a partir del siglo II.
Entre
el 162 y el 168, desde el comienzo del principado de Marco Aurelio (161-180), la
situación exterior se deteriora de forma absoluta. La crisis intelectual, moral,
religiosa del imperio aparece de forma casi inmediata. Por muy presente, vivido
que siga siendo en el universo romano, un paganismo tolerante en el que
cohabitan millares de dioses, por muy fuerte que sea el culto del emperador que
corresponde, más o menos, a una especie de patriotismo, está claro que este
paganismo no da satisfacción ni a las masas ni a las élites. Éstas piden a la
filosofía una puerta de salida. Aquéllas buscan dioses accesibles, consuelos
tangibles. ¿Hay algún consuelo superior a la creencia en una vida después de la
muerte? No deja de tener su importancia que «la inhumación en el siglo segundo
se haga más frecuente que la cremación, mientras que en siglos anteriores la
proporción era la inversa [...]. Esta forma de sepultura, que deja al muerto la
forma del vivo, no deja de tener relación con las creencias que se vulgarizan
sobre la vida futura, sobre la salvación eterna y sobre una posible resurrección
de los cuerpos» (E. Albertini).
Aquí
todo está relacionado. Aunque una sociología, una geografía diferenciales
muestran la multiplicidad de las respuestas según las clases y según las
regiones, existe una unidad de la pregunta que se plantea. Ricos y pobres están
asaltados por una misma angustia. El resurgir de las filosofías griegas en Roma
es significativo. Los cínicos (Demetrio, Oinomao), estos filósofos extraños que
pretenden ser mensajeros de Zeus, se convierten en predicadores ambulantes. Un
neopla-tonicismo ocupa el lugar del epicureismo y del estoicismo. Uno de sus
intérpretes, el más importante de todos, será Plotino (205-270). Griego, nacido
en Egipto, tiene cuarenta años cuando se establece en Roma y abre una escuela
cuyo éxito será inmenso. Su filosofía parte de Platón, pero trata de conciliar
todos los diferentes pensamientos en un mismo impulso místico.
Movimientos
más turbios señalan esta crisis de las profundidades. Por ejemplo, la
multiplicación de los taumaturgos y milagreros, como Apolonio de Tiana, muerto
en Roma hacia el 97, pero cuya vida y prodigios ofrecen a Filóstrato (muerto
hacia el 275), material para una verdadera novela. Su protagonista predica el
culto al sol, hace milagros, detiene las epidemias, cura a los enfermos. El
éxito de este libro es un ejemplo. Luego se llegará más lejos. Actuar sobre los
mortales está bien; sobre los dioses, está indudablemente mejor. Es lo que
pretende la teúrgia, rama que cultivarán con fruición los charlatanes e
iluminados.
Este
clima explica el prestigio creciente en Occidente de los cultos de Oriente: los
cultos de Isis, de Cibeles y Atis, de Mitra, y pronto las creencias cristianas,
ganan rápidamente terreno. En esta extensión, los soldados que circulan por el
imperio desempeñan un papel, como también los mercaderes de Oriente, los Siri
que encontramos por todas partes, judíos o sirios. En este debate, el peso del
emperador y de su entorno sigue siendo no obstante inmenso. Ni Cibeles, ni Mitra
y sus bautismos sangrientos habrían ganado tanto terreno sin la aquiescencia de
algunos emperadores.
También
vale esta observación para el cristianismo, perseguido durante mucho tiempo. Sin
la decisión de Constantino, ¿cuál hubiera sido su suerte? «Imaginemos que el rey
de Francia —escribe Ferdinand Lot— quiere convertirse al protestantismo,
religión de una pequeña parte de sus subditos, armado con un celo piadoso contra
la «idolatría», destruyendo o dejando que se conviertan en ruinas los santuarios
más venerados de su reino, la abadía de Saint-Denis, la catedral de Reims, la
corona de espinas, santificación de la Sainte-Chapelle, y tendremos una pequeña
idea de la demencia que se apoderó de los emperadores del siglo IV.
Sin
embargo, la religión cristiana no se convierte en religión de Estado sin haber
pactado antes con la política, la sociedad, la civilización misma de Roma. Esta
civilización del Mediterráneo romano es asumida por la juventud del
cristianismo. El resultado para él son transacciones múltiples, fundamentales,
estructurales. Éste es el rostro, este mensaje que trae hasta nosotros la
civilización antigua.
Capítulo 3
de Fernand Braudel, Memorias del Mediterráneo, Prehistoria y antigüedad.
Traducción de Alicia Martorell. Ediciones Cátedra, Madrid 1998

No hay comentarios:
Publicar un comentario