Roland Barthes - Escritores, intelectuales, profesores
Lo
que sigue depende de la idea de que existe una ligazón fundamental entre la
enseñanza y la palabra. Esta constatación es ya muy antigua (¿no ha salido
enteramente nuestra enseñanza de la Retórica?), pero hoy puede ser razonada de
forma distinta a ayer; en primer lugar, porque hay una crisis (política) de la
enseñanza; además, porque el psicoanálisis (lacaniano) ha desmontado bien las
vueltas y revueltas de la palabra vacía; por fin, porque la oposición de la
palabra y de la escritura entra en una evidencia cuyos efectos hay que comenzar
a sacar poco a poco.
Frente
al profesor, que está del lado de la palabra, llamamos escritor a todo
operador del lenguaje que está del lado de la escritura; entre ambos, el
intelectual: aquel que imprime y publica su palabra. No existe apenas
incompatibilidad alguna entre el lenguaje del profesor y el del intelectual
(coexisten a menudo en un mismo individuo); pero el escritor está solo,
separado: la escritura empieza allí donde la palabra se pone imposible
(puede entenderse en el sentido en que se aplica a un niño).
Dos
contrariedades
Sea:
la palabra es irreversible; no puede cogerse de nuevo una palabra, a
menos que se diga precisamente que se la coge de nuevo. Aquí, tachar es añadir;
si quiero borrar lo que acabo de enunciar, sólo puedo hacerlo mostrando la goma
misma (debo decir: «O, mejor... », «me he expresado mal...»);
paradójicamente, la palabra, efímera, es indeleble; no así la escritura, que
es monumental. A la palabra no se le puede añadir más que otra palabra. El
movimiento correctivo y perfectivo de la palabra es el embarullamiento, tejido
que se agota para reanudarse, cadena de correcciones aumentativas donde viene a
alojarse, por predilección, la parte inconsciente de nuestro discurso (no es
fortuito que el psicoanálisis esté ligado a la palabra, no a la escritura: un
sueño no se escribe): la figura epónima del hablador es Penélope.
No
es esto todo: sólo podemos hacernos comprender (bien o mal) si, al hablar,
sostenemos cierta velocidad de enunciación. Somos como un ciclista o un film
condenados a rodar, a dar vueltas, si no ' quiere caer o detenerse: el silencio
o la fluctuación de la palabra me están igualmente prohibidos: la rapidez
articulatoria esclaviza cada punto de la frase a lo que la precede o la sigue
inmediatamente (imposible hacer «partir» el vocablo hacia paradigmas
extranjeros, extraños), el contexto es un dato estructural, no del lenguaje,
sino de la palabra; por tanto, el contexto, como estatuto, es reductor de
sentido, el vocablo hablado es «claro»; el aniquilamiento de la polisemia (la
«claridad») sirve a la Ley: toda palabra está del lado de la Ley.
Cualquiera
que se prepare a hablar (en situación enseñante) debe ser consciente de la
puesta en escena que le impone el uso de la palabra, bajo el simple efecto de
una determinación natural (que depende de la naturaleza física: la de la
respiración articulatoria). Esta puesta en escena se desarrolla de la forma
siguiente. El locutor escoge, con la mejor conciencia, un papel de Autoridad; en
este caso, le basta con «hablar bien»; es decir, hablar conforme a la Ley que
está en toda palabra: sin intervalos, a buena velocidad, o, más aún: claramente
(esto es lo que se pide a una buena palabra profesional: la claridad, la
autoridad); la frase neta es totalmente una sentencia, sententia, una
palabra penal. O bien el locutor se siente molesto por toda esta Ley que su
palabra introducirá en el interior de su conversación; ciertamente, no puede
alterar su facilidad de expresión (que le condena a la «claridad»), pero puede
excusarse por hablar (por exponer la Ley): usa entonces la
irreversibilidad de la palabra para turbar su legalidad: corrige, añade,
farfulla, entra en la infinitud del lenguaje, sobreimprime al mensaje simple que
todo el mundo espera de él un nuevo mensaje que arruina incluso la misma Idea de
mensaje, y, por el reflejo de las rebabas, de los desperdicios con que acompaña
su línea de palabra, nos pide que creamos con él que el lenguaje no se reduce a
la comunicación. Con todas estas operaciones, que traen al Texto
embarullamiento, el orador imperfecto espera atenuar el papel ingrato que
convierte a todo hablador en una especie de policía. Sin embargo, al final de
este esfuerzo por «hablar mal» todavía se le impone un papel: pues el auditorio
(nada tiene que ver con el lector), cogido en su propia ficción, recibe estos
titubeos como otros tantos signos de debilidad y le devuelve la Imagen de un
maestro humano, demasiado humano: liberal.
La
alternativa es oscura: funcionario correcto o artista libre, el profesor no
escapa ni al teatro de la palabra, ni a la Ley que en él se representa: pues la
Ley se produce no en lo que dice, sino en lo que habla. Para subvertir la
Ley (y no, simplemente, darle la vuelta), habría que deshacer la facilidad de
palabra, la rapidez de los vocablos, el ritmo, hasta otra
inteligibilidad, o no hablar en absoluto: pero entonces haría otros papeles:
el de la gran inteligencia silenciosa, llena de experiencia y de mutismo, o el
del militante que, en nombre de la praxis, licencia a todo discurso fútil. Nada
hay que hacer: el lenguaje siempre es la potencia; hablar es ejercer una
voluntad de poder: en el espacio de la palabra, ninguna inocencia, ninguna
seguridad.
El
resumen
Estatutariamente,
el discurso del profesor está marcado por este carácter: que se puede (o se
pueda) resumir (es un privilegio que comparte con el discurso de los
parlamentarios). Como es sabido, en nuestras escuelas hay un ejercicio que se
denomina reducción de texto; esta expresión encierra claramente la
ideología del resumen; por una parte está el «pensamiento», objeto del mensaje.
elemento de la acción, de la ciencia, fuerza transitiva o crítica, y, por otra,
el «estilo». adorno que depende del lujo, la ociosidad y. por tanto lo fútil;
separar el pensamiento del estilo es, de alguna forma, despojar al discurso de
sus hábitos sacerdotales, es laicizar el mensaje (de donde la conjunción
burguesa del profesor y el diputado); la «forma», se cree. es comprensible, y
esta compresión no es considerada esencialmente perjudicial; en efecto, de
lejos, es decir. a partir de nuestro cabo occidental, ¿es realmente tan
importante la diferencia entre una cabeza de Jívaro vivo y una cabeza de Jívaro
reducida?
Para
un profesor, resulta difícil ver las «notas» que se toman en su curso; no lo
intenta apenas, sea por discreción (porque nada tan personal como unas «ilotas»,
a pesar del carácter protocolario de esta práctica), sea, más probablemente, por
miedo a contemplarse en estado reducido, muerto y sustancial a la vez, como un
Jívaro tratado por sus congéneres; no sabe si lo tomado (extraído) del flujo de
la palabra son enunciados erráticos (fórmulas, frases) o la sustancia de un
razonamiento; en ambos casos, lo perdido es el suplemento, donde se hace la
apuesta del lenguaje: el resumen es una denegación de la escritura.
Como
consecuencia contraria, puede ser declarado «escritor» (designando siempre con
esta palabra una práctica, no un valor social), todo remitente cuyo «mensaje»
(destruyendo de esta forma, igualmente, su naturaleza de mensaje) no pueda ser
resumido: condición que el escritor comparte con el loco, el parlanchín y el
matemático, pero que precisamente la escritura (a saber, una cierta práctica del
significante) tiene a su cargo especificar..
La
relación enseñante
¿Cómo
puede asimilarse el profesor al psicoanalista? Lo que sucede es exactamente lo
contrario: él es el psicoanalizado.
Imaginemos
que yo sea profesor: hablo, sin fin, ante y para alguien que no habla. Yo soy
quien dice Yo (qué importan los rodeos del se, del nosotros
o de la frase impersonal), yo soy quien, al abrigo de exponer un
saber, propone un discurso del que jamás sabe cómo ,es recibido,
de forma que jamás puedo tranquilizarme con una imagen definitiva, incluso
ofensiva, que me constituiría; en la exposición más exactamente
nombrada de lo que se cree no se expone el saber, sino el sujeto (se expone a
penosas aventuras). El espejo está vacío: no me devuelve más que la defección de
mi lenguaje a medida que va desarrollándose. Como los Hermanos Marx disfrazados
de aviadores rusos (en Una noche en la ópera –obra que considero
alegórica de más de un problema textual)–, estoy, al principio de mi exposición.
ridículamente disfrazado con una gran barba postiza; pero, inundado poco a poco
por las oleadas de mi propia palabra (sustituto de la garrafa de agua de la que
el Mudo, Harpo abreva golosamente. en la tribuna del alcalde de New
York), siento cómo mi barba se despega en jirones ante todo el mundo: apenas he
hecho sonreír al auditorio con alguna observación «fina», apenas lo he
tranquilizado con algún estereotipo progresista, siento toda la complacencia de
estas provocaciones; deploro la pulsión histérica, quisiera recogerla,
prefiriendo, demasiado tarde, un discurso austero a un discurso coqueto (pero.
en caso contrario, sería la «severidad» del discurso lo que me parecería
histérico); si, en efecto, alguna sonrisa responde a mi observación o algún
asentimiento a mi intimidación. me persuado igualmente de que estas
complicidades manifiestas provienen de imbéciles o de aduladores (describo aquí
un proceso imaginario); a mí, que busco la respuesta y me dejo arrastrar a
provocarla, basta con que desconfíe; y si mantengo un discurso tal que enfríe o
aleje toda respuesta, no por ello me siento más justo (en el sentido
musical); puesto que entonces me es preciso glorificarme por la soledad de mi
palabra, darle la coartada de los discursos misioneros (ciencia, verdad,
etc.).
Así,
conforme a la descripción psicoanalítica (la de Lacan, cuya perspicacia puede
verificar aquí todo hablador), cuando el profesor habla a su auditorio: está
siempre presente el Otro, el que viene a horadar su discurso; y si su
discurso fuera cerrado por una inteligencia, no sería menos horadado: basta con
que yo hable, con que mi palabra fluya, para que se derrame. Naturalmente,
aunque todo profesor esté en la postura del psicoanalizado, ningún auditorio
estudiante puede prevalerse de la situación inversa; primero, porque el silencio
psicoanalítico nada tiene de preeminente; y, además, porque a veces un sujeto se
desata, no puede retenerse y viene a quemarse en la palabra, a mezclarse con la
orgía oratoria (y si el sujeto se calla obstinadamente, no hace más que hablar
de obstinación de su mutismo); pero, para el profesor, el auditorio estudiante
es, de todas formas, el Otro ejemplar, porque tiene el aspecto de no
hablar -y que, desde el seno de su mutismo aparente, habla-un tanto más fuerte;
su palabra implícita, que es la mía, me alcanza tanto más en cuanto que su
discurso no me embaraza.
Esta
es la cruz de toda palabra pública: hable el profesor o reivindique hablar el
auditorio, en los dos casos se trata de ir directamente al diván: la relación
enseñante no es más que la transferencia que instituye; la «ciencia», el
«método», el «saber», la «idea» vienen aparte; son datos de más; son
restos.
El
contrato
«Casi
todo el tiempo, las relaciones entre los humanos sufren a menudo hasta la
destrucción porque el contrato establecido entre ellos no es respetado. A partir
del momento en que dos humanos entran en relación recíproca, su contrato, las
más de las veces tácito, entra en vigor. Regula la forma de sus
relaciones, etc.» (Brecht).
Aunque
la demanda que se enuncia en el espacio comunitario de un curso sea
fundamentalmente intransitiva, como debe ocurrir en toda situación de
transferencia, no está menos sobredeterminada y se ampara tras otras preguntas,
aparentemente transitivas; estas demandas forman las condiciones de un contrato
implícito entre el enseñante y el enseñado. Este contrato es «imaginario». no
contradice en nada la determinación económica que empuja al estudiante a buscar
una carrera y al profesor a honrar un empleo. He aquí, en desorden (dado que no
hay, en el orden imaginario, móvil fundador) lo que el enseñante pide al
enseñado: 1) reconocerle en cualquier papel posible: autoridad, benevolencia,
contestación, saber, etc. (todo visitante en quien no se ve la Imagen que
nos solicita se hace inquietante); 2) relevarlo, ampliarlo, llevar sus ideas, su
estilo, lejos; 3) dejarse seducir, prestarse a una relación amorosa (concedamos
todas las sublimaciones, todas las distancias, todos los respetos conforme a la
realidad social y a la presentida vanidad de esta relación); 4), por fin,
permitirle honrar el contrato que él mismo ha concertado con su contratante, es
decir, con la sociedad: el enseñado es la pieza de una práctica (retribuida), el
objeto de un oficio, la materia de una producción (aunque fuera delicado
definirla). Por su parte, he aquí, en desorden, lo que el enseñado pide al
enseñante: 1) conducirle a una buena integración profesional; 2) desempeñar
todos los papeles tradicionalmente atribuidos al profesor (autoridad científica,
transmisión de un capital de saber, etc.); 3) entregarle los secretos de una
técnica (de investigación, de examen, etc.); 4) bajo la bandera de ese santo
laico, el Método, ser un iniciador de ascesis, un guru; 5) representar un
«movimiento de ideas», una Escuela, una Causa, ser su portavoz; 6) admitirle a
él, enseñado, en la complicidad de un lenguaje particular; 7) para aquellos que
tienen el fantasma de la tesis (práctica tímida de escritura, desfigurada y
protegida a la vez por su finalidad institucional), garantizar la realidad de
este fantasma; 8) se solicita, al profesor, por fin, que sea un arrendador de
servicios: firma inscripciones, certificados, etc.
Esto
es simplemente un Tópico, una reserva de elecciones que no están necesariamente
actualizadas en su totalidad, al mismo tiempo, en un individuo. Sin embargo, es
al nivel de la totalidad contractual donde se juega el confort de una
relación enseñante: el «buen» profesor, el «buen» estudiante, es el que acepta
filosóficamente el plural de sus determinaciones, quizás porque saben que la
verdad de una relación de palabra está en otra parte.
La
investigación
¿Qué
es una «investigación»? Para saberlo, habría que tener alguna idea sobre lo que
es un «resultado». ¿Qué se encuentra? ¿Qué se quiere encontrar? ¿Qué falta?
¿En qué campo axiomático será colocado el hecho liberado, el sentido puesto
al día, el descubrimiento estadístico? Sin duda, todo ello depende en cada caso
de la ciencia solicitada. Pero desde el momento en que una investigación
interesa al texto (y el texto va mucho más lejos que la obra), la investigación
se convierte a sí misma en texto, en producción; todo «resultado» le es, al pie
de la letra, im-pertinente. La investigación es, entonces, el nombre
prudente que, bajo la violencia de determinadas condiciones sociales, damos al
trabajo de escritura: la investigación está de parte de la escritura, es una
aventura del significante, un exceso del canje ; es imposible mantener la
ecuación: un «resultado» contra una «investigación». Por ello, la palabra
a la que debe someterse una investigación (en el enseñante), aparte de su
función parenética «(«Escribid»)tiene como especialidad recordar a la
«investigación» su condición epistemológica: no debe, busque lo que busque,
olvidar su naturaleza de lenguaje ; y. esto hace finalmente inevitable
reencontrar la escritura. En la escritura, la enunciación decepciona al
enunciado bajo el efecto del lenguaje que lo produce: esto define bastante bien
el elemento crítico, progresivo, insatisfecho, productor, que el uso común mismo
reconoce a la «investigación», Ahí reside el papel histórico de la
investigación; enseñar al sabio que habla (pero que, si supiera,
escribiría: y toda idea de la ciencia, toda la cientificidad, cambiarían
con ello).
La
destrucción de los estereotipos
Alguien
me escribe que «un grupo, de estudiantes revolucionarios prepara una destrucción
del mito estructuralista». La expresión me encanta por su consistencia
estereotípica: la destrucción del mito .empieza, desde el enunciado de sus
agentes putativos, con el más bello de los mitos: el «grupo de estudiantes
revolucionarios» es tan fuerte como «las viudas de guerra» o los
«ex-combatientes».
Ordinariamente,
el estereotipo es triste porque está constituido por una necrosis del lenguaje,
una prótesis que viene a cubrir un hueco de escritura; pero, al mismo tiempo,
sólo puede suscitar un inmenso estallido de risas; se toma en sería; se cree más
cercano a la verdad en cuanto es indiferente a su naturaleza de lenguaje; está a
la vez gastado y grave.
Poner
el estereotipo a distancia no es una tarea política, porque el lenguaje político
mismo está hecho de estereotipos; pero sí supone una tarea crítica, es decir,
tiende a poner en crisis al lenguaje. En primer lugar, ello permite aislar ese
poco de ideología que hay en todo discurso político, y unirse a él como un ácido
adecuado para disolver las grasas del lenguaje «natural» (es decir, del lenguaje
que, aparenta ignorar que es lenguaje). Y, además, supone despegarse de la razón
mecanicista, que hace del lenguaje la simple respuesta a estímulos de situación
o de acción, supone oponer la producción del lenguaje a su simple y falaz
utilización. Y, todavía más, supone sacudir el discurso del Otro y constituir,
en suma, una operación permanente de pre-análisis. Finalmente, el estereotipo
es, en el fondo, un oportunismo: no se conforma al lenguaje reinante, o mejor a
aquello que, en el lenguaje, parece regir (una situación, un derecho, un
combate, una institución, un movimiento, una ciencia, una teoría, etc.); hablar
a través de estereotipos es ponerse de parte de la fuerza del lenguaje; este
oportunismo debe ser (hoy) rechazado.
Pero,
¿es posible «sobrepasar» el estereotipo, en lugar de «destruirlo»? Este es un
deseo irreal; los operadores del lenguaje no tienen otra actividad en sus manos
que la de vaciar lo que está lleno; el lenguaje no es dialéctico: sólo permite
una marcha en dos tiempos.
La
cadena de los discursos
Porque
el lenguaje no es dialéctico (al no permitir el tercer término más que como
cláusula, aserción retórica, buenos deseos), el discurso (la discursividad), en
su empuje histórico, se desplaza por intermitencias. Todo discurso nuevo
sólo puede nacer como la paradoja que toma a contrapelo (y a menudo en
parte) la doxa que le rodea o le precede; sólo puede nacer como
diferencia, distinción, despegándose contra lo que se le pega. Por
ejemplo, la teoría chomskiana se edifica contra el behaviorismo bloomfieldiano ;
después del behaviorismo lingüístico, una vez liquidarlo éste por Chomsky, es
contra el mentalismo (o el antropologismo) chomskiano donde se busca una
nueva semiótica, mientras que el mismo Chomsky, para encontrar aliados, se ve
obligado a saltar por encima de sus predecesores inmediatos y remontarse
hasta la Gramática de Port-Royal. Pero sería sin duda en uno de los más grandes
pensadores de la dialéctica, en Marx, donde resultaría más interesante constatar
la naturaleza indialéctica del lenguaje: su discurso es casi enteramente
paradójico, siendo aquí la doxa Proudhon, allí otro, etc. Este
doble movimiento de despego y de recogida desemboca, no en un círculo, sino,
según la bella y gran imagen de Vico, en una espiral, y es en esta inhibición
de la circularidad (de la forma paradójica) donde se articularán las
determinaciones históricas. Por tanto, siempre hay que buscar a qué doxa
se opone un autor (a veces puede ser una doxa muy minoritaria que
reina sobre un grupo restringido). Una enseñanza puede igualmente ser evaluada
en términos de paradoja, siempre que se edifique sobre esta convicción: un
sistema que reclama correcciones, traslaciones, aperturas y denegaciones es más
útil que una ausencia informulada de sistema; se evita en este caso, por suerte,
la inmovilidad de la cháchara, se llega a la cadena histórica de los discursos,
el progreso (progressus) de la discursividad.
El
método
Algunos
hablan del método con gula, con exigencia; en el trabajo, es el método lo que
desean; jamás les parece suficientemente riguroso, suficiente
mente
formal. El método se convierte en una Ley; pero como esta Ley está privada de
todo efecto que le sea heterogéneo (nadie puede decir qué es, en «ciencias
humanas», un «resultado»), se ve infinitamente decepcionada; proponiéndose como
un puro meta-lenguaje, participa de la vanidad de todo metalenguaje. Así, es
habitual que un trabajo que proclama sin cesar su voluntad de método sea
finalmente estéril: todo ha sucedido en el interior del método, nada queda ya
para la escritura; el investigador repite que su texto será metodológico, pero
este texto no llega nunca: nada más seguro, para matar una investigación y
hacerla unirse al gran desperdicio de los trabajos abandonados, nada más seguro
que el Método.
El
peligro del Método (de una fijación en el Método) proviene de esto: el trabajo
de investigación debe responder a dos demandas; la primera es una demanda de
responsabilidad: el trabajo tiene que acrecentar la lucidez, conseguir
desenmascarar las implicaciones de un procedimiento, las coartadas de un
lenguaje; constituir, en suma, una crítica (recordemos una vez más que
criticar quiere decir poner en crisis); aquí el Método es inevitable,
irremplazable, no por sus «resultados», sino precisamente -o por el
contrario-porque realiza el más alto grado de conciencia de un lenguaje que
no se olvida a sí mismo; pero la segunda demanda es de un orden muy
distinto; es la de la escritura, espacio de dispersión del deseo, donde se da
licencia a la ley; por tanto, en un cierto momento, hay que revolverse
contra el Método, o, al menos, tratarlo sin privilegio fundador, como una de las
voces del plural: como una vista; en suma, un espectáculo engastado en el
texto; texto, que, después de todo, es el único resultado «verdadero» de toda
investigación.
Las
preguntas
Preguntar
es desear saber una cosa. Sin embargo, en muchos debates intelectuales, las
preguntas que siguen a la exposición de un conferenciante no son en modo alguno
la expresión de una carencia, sino la aserción de una plenitud. Con el pretexto
de preguntar, monto una agresión contra el orador; entonces preguntar
toma de nuevo su sentido policíaco: preguntar es interpelar. Sin
embargo, aquel que es interpelado debe aparentar responder al pie de la letra a
la pregunta, no a su intención. Si, con cierto tono, me preguntan «¿Para qué
sirve la lingüística?», significándome con ello que la lingüística no sirve
para nada, debo aparentar responder ingenuamente: «sirve para esto y para
aquello», y no, de acuerdo con la verdad del diálogo: «¿De dónde procede
el hecho de que usted me agreda?». Lo que recibo es la connotación; lo que
debo devolver es la denotación. En el espacio de la palabra, la ciencia y la
lógica, el saber y el razonamiento, las preguntas y las respuestas, las
proposiciones y las objeciones son las máscaras de la relación dialéctica.
Nuestros debates intelectuales están tan codificados como las disputas
escolásticas; en ellos se encuentran siempre papeles de servicio (el
«sociologista», el «goldmaniano», el «telqueliano», etc.), pero, a diferencia de
la disputatio, donde estos papeles hubieran sido ceremoniales y hubieran
ostentado el artificio de su función, nuestro «comercio» intelectual adopta
siempre aires «naturales»: pretende cambiar solamente significados, no
significantes.
¿En
nombre de qué?
¿En
nombre de qué hablo? ¿ De una función? ¿De un saber? ¿De una experiencia? ¿Qué
represento yo? ¿Una capacidad científica?, ¿una institución?; ¿un servicio? De
hecho, yo no hablo más que en nombre de un lenguaje: hablo porque he escrito: la
escritura está representada por su contrario, la palabra. Esta distorsión quiere
decir que, escribiendo de la palabra (a propósito de la palabra), estoy
condenado a la aporía siguiente: denunciar lo imaginario de la palabra a través
del irrealismo de la escritura: así, abiertamente, no describo ninguna
experiencia «auténtica», no fotografío ninguna enseñanza «real», no abro ningún
dossier «universitario», Porque la escritura puede decir la verdad sobre
el lenguaje, pero no la verdad sobre lo real (actualmente, intentamos saber qué
es un real sin lenguaje).
Estar
de pie
¿Se
puede imaginar una situación más tenebrosa que hablar para (o delante) de
personas de pie o visiblemente mal sentadas? ¿Qué cambia aquí? ¿De qué es el
precio este inconfort? ¿Qué vale mi palabra? ¿Cómo la incomodidad en que
se encuentra el auditor no le conduciría a interrogarse acerca de la validez de
lo que oye? ¿No es estar de pie eminentemente crítico? ¿No empieza así, a
otra escala, la conciencia política: en el mal-estar? La escucha me envía
la vanidad de mi propia palabra, su precio, porque, quiéralo o no, estoy
colocado en un circuito de cambio; y lo escucho, también me dirijo a ese estar
de pie.
El
tuteo
Sucede
a veces, residuo de Mayo, que un estudiante tutea a un profesor. Es este un
signo fuerte, un signo pleno que remite al más psicológico de los significados:
la voluntad de contestación o de pandilleo: el músculo. Dado que
aquí se ha impuesto una moral del signo, se puede, a su vez, contestarla y
preferir una semántica más sutil: los signos deben ser manejados sobre fondo
neutro, y, en francés, el hablar de usted es este fondo. El tuteo sólo puede
escapar al código en los casos en que constituye una simplificación de la
gramática (si nos dirigimos, por ejemplo, a un extranjero que habla mal
nuestra lengua): se trata entonces de sustituir una práctica transitiva por una
conducta simbólica: en lugar de intentar significar por quién tomo al
otro (y, por tanto, por quién me tomo a mí mismo), intento simplemente hacerme
comprender claramente por él. Pero este recurso, finalmente, es también
retorcido: el tuteo reúne todas las conductas de huida: cuando un signo no me
gusta, cuando me molesta la significación, me desplazo hacia lo operatorio: lo
operatorio deviene censura de lo simbólico, y, en consecuencia, símbolo del
asimbolismo: muchos discursos políticos, muchos discursos científicos están
marcados por este desplazamiento (del que depende especialmente toda la
lingüística de la «comunicación»).
Un
olor a palabra
Una
vez que se ha acabado de hablar, empieza el vértigo de la imagen: se exalta o se
lamenta lo que se ha dicho, la forma como se ha dicho se imagina (se
vuelve uno imagen); la palabra está sujeta a remanencia, huele.
La
escritura no huele: una vez producida (habiendo completado su proceso de
producción), cae, no a manera de un muelle que se aplasta, sino como un
meteorito que desaparece; va a viajar lejos de mi cuerpo y, sin embargo,
no es un fragmento desligado de éste, retenido narcisísticamente, como lo es la
palabra; su desaparición no es decepcionante; pasa, atraviesa, esto es todo. El
tiempo de la palabra excede el acto de la palabra (sólo un jurista podría
hacernos creer que las palabras desaparecen, verba volant). La escritura
no tiene pasado (si la sociedad os obliga a administrar lo que habéis
escrito, sólo podréis hacerlo en el mayor de los tedios, el tedio de un falso
pasado). Por eso, el discurso, cuya escritura vuestra se comenta, impresiona de
forma menos viva que aquél cuya palabra vuestra se comenta (sin embargo, lo que
se juega es menos importante): al primero, puedo objetivamente tenerlo en
cuenta, puesto que «yo» no estoy en él; del segundo, aunque fuera lisonjero,
sólo puedo intentar desembarazarme, puesto que sólo reduce más el callejón sin
salida de mi ficción.
(¿De
dónde procede, entonces, el hecho de que este texto me preocupe, de que, una vez
acabado, corregido, abandonado, quede o regrese a mí en estado de duda, y, para
decirlo todo, de miedo? ¿No está escrito, liberado por la escritura? Sin
embargo, veo claramente que no puedo mejorarlo, he alcanzado la forma
exacta de lo que quería decir: no es una cuestión de estilo. Infiero de
ello que lo que me molesta es su estatuto mismo: lo que me pega a él es
precisamente el hecho de que, tratando de la palabra. no puede, en la
escritura misma. liquidarla completamente. Para escribir de la
palabra -a propósito de la palabra-, sean cuales sean las distancias de la
escritura, estoy obligado a referirme a ilusiones de experiencias, de
recuerdos, de sentimientos acaecidos a propósito de lo que soy cuando hablo, lo
que era cuando hablaba: en esta escritura, todavía hay referente, y es
esto lo que huele ante mis propias narices).
Nuestro
lugar
Al
igual que el psicoanálisis, con Lacan, se está prolongando la topicidad
freudiana en una topología del sujeto (el inconsciente, allí, no está jamás en
su lugar), habría que sustituir el espacio magistral de antes, que, en
suma, era un espacio religioso (la palabra en el púlpito, arriba, los oyentes
abajo; son la grey, las ovejas, el rebaño), por un espacio menos recto, menos
euclidiano, en el que nadie, ni el profesor ni los estudiantes, estaría nunca
en el último lugar. Se vería entonces que lo que hay que hacer reversible
no son los «papeles» sociales (¿por qué disputarse la «autoridad», el «derecho»
a hablar?), sino las regiones de la palabra. ¿Dónde está? ¿En la locución? ¿En
la escucha? ¿En las correspondencias de una y otra? El problema no radica
en abolir la distinción de las funciones (el profesor / el estudiante:
después de todo, el orden es fiador del placer, Sade nos lo ha enseñado),
sino en proteger la inestabilidad, y, si podemos decirlo, la modorra de los
lugares de palabra. En el espacio enseñante, nadie debiera estar en su lugar en
ninguna parte (me tranquilizo por este movimiento constante: si llegara a
ocurrir que yo encontrara mi lugar, no simularía siquiera enseñar,
renunciaría a ello).
Sin
embargo, ¿no tiene el profesor un lugar fijo, el de su retribución, el
lugar que tiene en el interior de la economía, en la producción? Se trata
siempre del mismo problema, el único que, incansablemente, tratamos: el origen
de una palabra no la agota; una vez partida esta palabra, le ocurren mil
aventuras, su origen se hace turbio, todos sus efectos no están en su causa: lo
que interrogamos es este número excesivo.
Dos
críticos
Las
faltas que se pueden cometer al copiar a máquina un manuscrito son otros tantos
incidentes significantes. y, por analogía, estos incidentes permiten aclarar la
conducta que debemos mantener con respecto al sentido, cuando comentamos un
texto.
Si
la palabra producida por la falta (si la desfigura una mala letra) no significa
nada, no reconoce ningún trazado textual, el código está simplemente cortado: se
ha creado una palabra asérnica, un puro significante; por ejemplo, en lugar de
escribir «oficial», escribo «ofivial», que no quiere decir nada. Si la palabra
errónea (mal tecleada), sin ser la palabra que se quería escribir, es un vocablo
que el léxico permite identificar, que quiere decir algo, si escribo ride
en lugar de rude, puesto que este nuevo vocablo existe en francés, la
frase mantiene un sentido, aunque sea excéntrico; es la vía (¿la voz?) del juego
de palabras, del anagrama, de la metátesis significante, del lapsus de
colocación de letras; existe deslizamiento en el interior de los códigos:
el sentido subsiste, pero pluralizado, trampeado. sin ley de contenido. de
mensaje, de verdad.
Cada
uno de los dos tipos de faltas figura (o prefigura) a un tipo de crítico. El
primer tipo da licencia a todo sentido del texto tutor: el texto debe solamente
prestarse a una eflorescencia significante: sólo su fonismo debe ser tratado,
pero no interpretado: asociamos, no desciframos: dando a leer «ofivial», y no
«oficial», la falta me abre el derecho de asociación (puedo hacer
estallar, a mi capricho, «ofivial» hacia «obviar», «vivero», etc.); no sólo la
oreja de este primer crítico oye los chirridos del fono-captador, sino que
solamente quiere oír a éstos y con ellos hace una nueva música. Para el segundo'
crítico, la «cabeza de lectura» no rechaza nada: percibe tanto el sentido (los
sentidos) como sus chirridos. El juego (histórica) de estos dos críticos (me
gustaría poder decir que el campo de la primera es la signifiosis y el de
la segunda, la significancia) es evidentemente diferente.
La
primera tiene para ella el derecho del significante a desplegarse donde quiera
(¿adónde pueda?): ¿qué ley, y qué sentido, procedentes de dónde, vendrían a
contradecirla? Desde el momento en que la ley filológica (monológica) ha sido
aflojada y se ha entreabierto el texto a la pluralidad, ¿por qué pararse? ¿Por
qué rechazar el hecho de empujar la polisemia hasta la asemia? ¿En nombre de
qué? Como todo derecho radical, éste supone una visión utópica de la libertad:
se levanta la ley inmediatamente, fuera de toda historia, despreciando
toda dialéctica (aquello en lo que este estilo de reivindicación puede aparecer
finalmente como pequeño-burgués). Sin embargo, desde el momento en que se
sustrae a toda razón táctica, manteniéndose, sin embargo, implantado en una
sociedad intelectual determinada (y alienada), el desorden del significante se
revuelve en un errar histérico: liberando a la lectura de todo sentido,
finalmente es mi lectura lo que impongo: porque en este momento de
la Historia, la economía del sujeto todavía no está transformada. y el rechazo
del sentido (de los sentidos) se invierte en subjetividad; poniendo las cosas lo
mejor posible, se puede decir que esta crítica radical, definida por una
imposibilidad de volver a comparecer del significado (y no por su huida), es un
anticipo sobre la Historia sobre un estado nuevo e inaudito en el que la
eflorescencia del significante no se pagaría con ninguna contrapartida
idealista, con ninguna clausura de la persona. Sin embargo, criticar
(hacer crítica) es poner en crisis, y no es posible poner en crisis sin
evaluar las condiciones de la crisis (sus límites), sin tener en cuenta su
momento. Igualmente, la segunda crítica, la que se apega a la división de los
sentidos y al «trucaje» de la interpretación, aparece (al menos ante mis ojos)
más justa históricamente: en una sociedad sometida a la guerra de los sentidos,
y, por ello mismo, constreñida a reglas de comunicación que determinan su
eficacia, la liquidación de la antigua crítica no puede progresar más que en
el sentido (en el volumen de los sentidos), y no fuera de él. Dicho de otra
forma, hay que practicar un cierto entrismo semántico. La crítica ideológica, en
efecto, está condenada hoy a las operaciones de hurto: el significado, cuya
exención es la tarea materialista por excelencia, el significado se oculta mejor
en el interior de la ilusión del sentido que en su destrucción.
Dos
discursos
Distingamos
dos discursos:
El
discurso terrorista no se encuentra ligado forzosamente a la aserción perentoria
(o a la defensa oportunista) de una fe, de una verdad, de una justicia; puede,
simplemente, intentar, llevar a cabo la adecuación lúcida de la enunciación a la
violencia auténtica del lenguaje, violencia nativa que está sujeta al hecho de
que ningún enunciado puede expresar directamente la verdad y no tiene a su
disposición otro régimen que el golpe de fuerza de la palabra; así, un discurso
aparentemente terrorista deja de serlo si, leyéndolo, se sigue la indicación que
él mismo os tiende: la de tener que reestablecer en él el blanco o la
dispersión, es decir, el inconsciente; esta lectura no siempre es fácil; algunos
terrorismos a pequeña escala, que funcionan siempre por estereotipos, provocan
por sí mismos, como cualquier discurso de la buena conciencia, la imposibilidad
de comparecencia de la otra escena; en una palabra, aquellos terrorismos
rehúsan escribirse (se les detecta por algo que en ellos no juega: este
olor a seriedad que sube desde el lugar común).
El
discurso represivo no se une a la violencia declarada, sino a la Ley. Entonces,
la Ley pasa en el interior del lenguaje como equilibrio: se postula un
equilibrio entre lo que está prohibido y lo que está permitido, entre el sentido
recomendable y el sentido indigno, entre el constreñimiento del sentido común y
la libertad vigilada de las interpretaciones; de ahí el gusto de este discurso
por las vacilaciones, las contrapartidas verbales, la posición y el
esquivamiento de las antítesis: no estar ni a favor de esto ni a
favor de aquello (sin embargo, si hacen la doble cuenta de los ni,
constatarán que este locutor imparcial, objetivo, humano, está en
favor de esto, contra aquello). Este discurso represivo es el
discurso de la buena conciencia, el discurso liberal.
El
campo axiomático
«Bastará,
dice Brecht, con establecer qué interpretaciones de los hechos, aparecidas en el
interior del proletariado comprometido en la lucha de clases (nacional o
internacional), le permiten utilizar los hechos para su combate. Hay que hacer
su síntesis a fin de crear un campo axiomático». Así, todo hecho posee varios
sentidos (una pluralidad de «interpretaciones»), y entre estos sentidos, existe
uno que es proletario (o que sirve, al menos, al proletariado en su combate);
conectando estos diversos sentidos proletarios, se construye una axiomática
(revolucionaria). Pero. ¿quién establece el sentido? El proletariado mismo,
piensa Brecht («aparecidas en el interior del proletariado»). Este punto
de vista implica que, a la división de las clases, le responde fatalmente una
división de los sentidos, y que, a la lucha de clases, responde no menos
fatalmente una guerra .de sentidos: en tanto que existe lucha de clases
(nacional o internacional), la división del campo axiomático es
inexpiable.
La
dificultad (a pesar de la desenvoltura verbal de Brecht: «bastarás) procede de
que un cierto numero de objetos de discurso no interesan directamente al
proletariado (no aparece ninguna interpretación respecto a ellos en su interior)
y, sin embargo, el proletariado no puede desinteresarse de ellos porque
constituyen, al menos en los Estados avanzados, que han liquidado a la vez la
miseria y. el folklore, la plenitud del otro discurso, en cuyo interior
el proletariado mismo está obligado a vivir, a alimentarse, a distraerse, etc.:
este discurso es el de la cultura (es posible que en la época de Marx la presión
de la cultura sobre el proletariado fuera menos fuerte que hoy: todavía no
existía una («cultura de masas», porque no existían «comunicaciones de masas»).
¿Cómo atribuir un sentido de combate a aquello que no os concierne directamente?
¿Cómo podría el proletariado, en su interior, determinar una
interpretación de Zola, de Poussin, del Pop, de Sport-Dimanche o del
último suceso? Para «interpretar» todas estas paradas intelectuales le son
necesarios representantes: los que Brecht denomina los «artistas» o los
«trabajadores del intelecto» (la expresión es realmente maliciosa, al menos en
francés: el intelecto está tan cerca del sombrero), todos aquellos que tienen a
su disposición el lenguaje del indirecto, el indirecto como lenguaje; en una
palabra, oblatos que se consagran a la interpretación proletaria de los
hechos culturales.
Pero
en este momento empieza, para estos procuradores del sentido proletario, un
auténtico rompecabezas, porque su situación de clase no es la del proletariado:
no son productores, situación negativa que comparten con la juventud
(estudiante), clase igualmente improductiva con la que forman de ordinario una
alianza de lenguaje. De ello resulta que la cultura, cuyo sentido proletario
deben desprender, les remite a sí mismos, no al proletariado: ¿cómo evaluar
la cultura? ¿Según su origen? Es burguesa. ¿Según su finalidad? Todavía
burguesa. ¿Según la dialéctica? Aunque burguesa, contendría elementos
progresistas; pero, al nivel del discurso, ¿qué distingue a la dialéctica
del compromiso? Y, además, ¿con qué instrumentos? ¿Historicismo, sociologismo,
positivismo, formalismo, psicoanálisis? Todos ellos aburguesados. Algunos
prefieren, finalmente, romper el rompecabezas: dar licencia a toda «cultura», lo
que obliga a destruir todo discurso.
De
hecho, incluso en el interior de un campo axiomático clarificado, según se cree,
por la lucha de clases, las tareas son diversas, a veces contradictorias, y,
sobre todo, establecidas sobre tiempos diferentes. El campo axiomático
está constituido por diversas axiomáticas particulares: la crítica cultural se
mueve sucesiva, diversa y simultáneamente oponiendo lo Nuevo a lo Viejo,
el sociologismo al historicismo, el economismo al formalismo, el
lógico-positivismo al psicoanálisis, después, de nuevo, según otro giro,
la historia monumental a la sociología empírica, lo extraño (extranjero) a
lo Nuevo, el formalismo al historicismo, el psicoanálisis al cientifismo, etc.
Aplicado a la cultura, el discurso crítico no puede ser más que un muaré de
tácticas, un tejido de elementos, ora pasados, ora circunstanciales (ligados a
contingencias de moda), ora, finalmente, francamente utópicos: a las necesidades
tácticas de la guerra de sentidos, se añade el pensamiento estratégico de las
condiciones nuevas que serán construidas para el significante cuando cese esta
guerra: le corresponde, en efecto, a la crítica cultural ser impaciente,
porque no puede llevarse a cabo sin deseo. Por tanto, todos los discursos
del marxismo están presentes en su escritura: el discurso apologético (exaltar
la ciencia revolucionaria), el discurso apocalíptico (destruir la cultura
burguesa) y el discurso escatológico (desear, apelar a la indivisión del
sentido, concomitante con la indivisión de las clases).
Nuestro
inconsciente
El
problema que nos planteamos es el siguiente: ¿Qué hacer para que los dos grandes
epistemés de la modernidad, a saber, la dialéctica materialista y la
dialéctica freudiana, se reúnan, se conjunten y produzcan una nueva relación
humana (no debemos excluir que un tercer término se agazape en el entredicho de
los dos primeros)? Es decir: ¿cómo ayudar a la ínter-acción de estos dos deseos:
cambiar la economía de las relaciones de producción y cambiar la economía del
sujeto? (El psicoanálisis nos parece, de momento. la fuerza mejor adaptada a la
segunda de estas tareas; pero son imaginables otras tópicas, las del Oriente,
por ejemplo).
Este
trabajo de conjunto pasa por la siguiente cuestión: ¿qué relación existe entre
la determinación de clase y el inconsciente? ¿,Según qué desplazamiento viene a
deslizarse esta determinación entre los sujetos? No ciertamente por la
«psicología» (como si existieran contenidos mentales: burgueses / proletarios /
intelectuales, etc.), sino, muy evidentemente, por el lenguaje, por el discurso:
el Otro, que habla, que es toda palabra, el Otro es social. Por una parte, por
muy separado que esté el proletariado, el suyo es el lenguaje burgués en
su forma degradada, pequeño-burguesa, que habla inconscientemente en su discurso
cultural; y por otra, por muy mudo que esté, habla en el discurso del
intelectual; no como voz canónica, fundadora, sino como inconsciente: es
suficiente ver cómo golpea a todos nuestros discursos (la referencia
explícita del intelectual al proletario no impide en modo alguno que éste tenga
en el interior de nuestros discursos el lugar del inconsciente: el inconsciente
no es la in-consciencia); sólo el discurso burgués de la burguesía es
tautológico: el inconsciente del discurso burgués es claramente el Otro, pero
este Otro es otro discurso burgués.
La
escritura como valor
La
evaluación precede a la crítica. No es posible poner en crisis sin evaluar.
Nuestro valor es la escritura. Esta referencia obstinada, aparte del hecho de
que muy a menudo debe irritar, parece comportar a los ojos de algunos un riesgo:
el de desarrollar una cierta mística. El reproche es malicioso, puesto
que invierte punto por punto el alcance que atribuimos a la escritura : la de
ser, en este pequeño cantón intelectual de nuestro mundo occidental, el campo
materialista por excelencia. Aunque procedente del marxismo y del
psicoanálisis, la teoría de la escritura intenta desplazar, sin romper, su lugar
de origen; por una parte, rechaza la tentación del significado, es decir, la
sordera al lenguaje, al giro y al excesivo número de sus efectos; por otra, se
opone a la palabra en el hecho de que no es transferencial y desbarata
-ciertamente de forma parcial, en límites sociales muy estrechos,
particularistas incluso-las trampas del «diálogo»; hay en ella el esbozo de un
gesto de masa; contra todos los discursos (palabras, escribancias, rituales,
protocolos, simbólicas sociales), sólo ella, actualmente, aunque sea bajo la
forma de un lujo, hace del lenguaje algo atópico: sin lugar; esta
dispersión, esta insinuación es lo materialista.
La
palabra apacible
Una
de las cosas que podemos esperar de una reunión regular de interlocutores es
simplemente ésta: la benevolencia: que esta reunión suponga un espacio de
palabra despojado de agresividad.
Este
despojamiento no puede funcionar sin resistencias. La primera es de orden
cultural: el rechazo de la violencia pasa por una mentira humanista, la cortesía
(moda menor de este rechazo) por un valor de clase y la afabilidad por una
mistificación emparentada con el diálogo liberal. La segunda resistencia es de
orden imaginario: muchos desean una palabra conflictiva por rechazo, al tener la
retirada del enfrentamiento, se dice, algo de frustrante. La tercera resistencia
es de orden político: la polémica es un arma esencial de la lucha: todo espacio
de palabra debe ser fraccionado para hacer aparecer sus contradicciones; debe
ser sometido a vigilancia.
Sin
embargo, en estas tres resistencias, lo preservado es finalmente la unidad del
sujeto neurótico, que se reúne en las formas del conflicto. Es bien
sabido, sin embargo, la violencia siempre está ahí (en el lenguaje), y por esto
mismo podemos decidirnos a poner sus signos entre paréntesis y hacer así la
economía de una retórica: no es preciso que la violencia sea absorbida por el
código de la violencia.
La
primera ventaja sería suspender, o al menos retrasar, las funciones de la
palabra: que, escuchando, respondiendo, hablando, yo no sea nunca el actor de un
juicio, de una sujeción, de una intimidación, el procurador de una Causa. Sin
duda, la palabra apacible acabará por segregar su propia función puesto que, por
mucho que yo diga, el otro me lee siempre como una imagen; pero en el tiempo que
utilizaría para eludir esta función, en el trabajo de lenguaje que la comunidad
realizará, semana tras semana, para expulsar de su discurso toda esticomitia,
podrá ser alcanzada una cierta expropiación de la palabra (cercana a partir de
este momento a la escritura), o mejor: una cierta generalización del
sujeto.
Quizás
es lo que se encuentra en ciertas experiencias de drogas (en la experiencia de
ciertas drogas). Sin fumar uno mismo (aunque sea por la incapacidad bronquítica
de tragar el humo), ¿cómo ser insensible a la benevolencia general que
impregna algunos locales extranjeros en los que se fuma kif? Los gestos, las
palabras (raras), toda la relación de los cuerpos (relación sin embargo inmóvil
y distante) está distendida, desarmada (nada tiene que ver, pues, con la
embriaguez alcohólica, forma legal de la violencia en Occidente): el espacio
parece producido, más bien, por una ascesis sutil (se aprecia en ella, a veces,
cierta ironía). La reunión de palabra debería, me parece, buscar este
suspense (poco importa de qué: lo deseado es una forma), intentar
alcanzar un arte de vivir. la mayor de las artes, como decía Brecht (este
punto de vista sería más dialéctico de lo que se cree, por el hecho de que
obligaría a distinguir y evaluar los usos de la violencia). En suma, en los
límites mismos del espacio enseñante, tal y como es dado, se trataría de
trabajar para trazar pacientemente una forma pura, la del flotamiento
(que es la forma misma del significante); este flotamiento no destruiría
nada; se contentaría con desorientar a la Ley: las necesidades de promoción, las
obligaciones del oficio (que nada prohíbe, desde este momento, honrar
escrupulosamente), los imperativos del saber: el prestigio del método, la
crítica ideológica; todo está ahí, pero flotando.
Barthes,
Roland. ¿Por dónde empezar? – Tusquets Editor. Barcelona 1974. Págs.
83-109. Traducción de Francisco Llinás.

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