Guy Debord - EL PLANETA ENFERMO
La
«contaminación» está de moda hoy en día, exactamente de la misma manera que la
revolución: se apodera de toda la vida de la sociedad, y se la representa
ilusoriamente en el espectáculo. Es la palabrería fastidiosa que llena un sinfín
de escritos y discursos descarriados y embaucadores, pero en los hechos agarra
del cuello a todo el mundo. Se expone en todas partes como ideología y gana
terreno como proceso real. Esos dos movimientos antagónicos, el estadio supremo
de la producción mercantil y el proyecto de su negación total, igualmente ricos
en contradicciones en sí mismos, están creciendo juntos. Son los dos lados por
los que se manifiesta un mismo momento histórico largamente esperado y a menudo
previsto en formas parciales e inadecuadas: la imposibilidad de que el
capitalismo continúe funcionando.
La
época que posee todos los medios técnicos para alterar totalmente las
condiciones de vida sobre la tierra es también la época que, en virtud del mismo
desarrollo técnico y científico separado, dispone de todos los medios de control
y previsión matemáticamente indudable para medir por adelantado adonde lleva —y
hacia qué fecha- el crecimiento automático de las fuerzas productivas alienadas
de la sociedad de clases: es decir, para medir el rápido deterioro de las
condiciones mismas de la supervivencia, en el sentido más general y más trivial
de la palabra.
Mientras los imbéciles pasadistas siguen disertando
todavía sobre (y contra) una crítica estética
de
todo eso, creyéndose lúcidos y modernos porque fingen adaptarse a su siglo,
declarando que Sarcelles o las autopistas poseen una belleza peculiar,
preferible a la incomodidad de los «pintorescos» barrios antiguos, u observando
seriamente que el conjunto de la población come mejor que antes, por más que
digan los nostálgicos de la buena cocina, el problema del deterioro de la
totalidad del medio natural y humano ha dejado ya completamente de presentarse
en el plano de la supuesta calidad antigua, estética o no, para convertirse
radicalmente en el problema mismo de la posibilidad material de la
existencia del mundo embarcado en tal movimiento. De hecho, la
imposibilidad ha quedado ya perfectamente demostrada por todo el conocimiento
científico separado, que ya no discute sino el plazo que queda y los paliativos
que, de aplicarse con firmeza, podrían alargarlo un poco. Una ciencia semejante
no puede hacer otra cosa que acompañar en su camino hacia la destrucción al
mundo que la ha producido y a cuyo servicio está; pero ella se ve obligada a
recorrer ese camino con los ojos abiertos: con lo que muestra en grado
caricaturesco la inutilidad del conocimiento sin empleo.
Se
está midiendo y extrapolando con excelente precisión el rápido aumento de la
contaminación química de la atmósfera respirable, del agua de los ríos, los
lagos y los océanos; el aumento irreversible de la radiactividad acumulada por
el desarrollo pacífico de la energía nuclear; de los
efectos del ruido; de la invasión del espacio por productos de materias
plásticas que aspiran a una eternidad de vertedero universal; de la natalidad
demencial; de la falsificación insensata de los alimentos; de la lepra
urbanística que viene ocupando cada vez más el lugar de lo que fueron la ciudad
y el campo, así como de las enfermedades mentales -incluidos los temores
neuróticos y las alucinaciones, que no tardarán en multiplicarse a propósito de
la contaminación misma, cuya imagen alarmante se exhibe en todas partes- y del
suicidio, cuyas tasas de expansión coinciden ya exactamente con la de la
urbanización de semejante ambiente (por no hablar de los efectos de la guerra
nuclear o bacteriológica, para la cual ya están ahí los medios, cual espada de
Damocles, aunque sigue siendo evidentemente evitable).
En
suma, si el alcance y aun la realidad de los «terrores del año mil» son todavía
materia de controversia entre los historiadores, el terror del año dos mil es
tan patente como bien fundado; a partir de ahora, es una certeza
científica. Y, sin embargo, lo que está
pasando no es en el fondo nada nuevo: sólo es el fin forzado
del proceso antiguo. Una sociedad cada vez más enferma
pero cada vez más poderosa ha recreado en todas partes el mundo concretamente
como entorno y decorado de su enfermedad, como planeta enfermo.
Una sociedad que no ha llegado aún a hacerse homogénea y
que no se determina a sí misma, sino que está determinada cada vez más
por una parte de sí misma que se sitúa por encima y al
margen de ella, ha desarrollado un movimiento de dominación de la naturaleza que
no se ha dominado a sí mismo. El capitalismo ha aportado finalmente, por su
propio movimiento, la prueba de que ya no es capaz de seguir
desarrollando las fuerzas productivas, y no en un sentido
cuantitativo, como muchos habían creído
entender, sino cualitativo.
Y,
sin embargo, para el pensamiento burgués sólo lo cuantitativo es,
metodológicamente, lo serio, lo medible, lo efectivo; lo cualitativo no es más
que el incierto decorado subjetivo o artístico de lo verdaderamente real tasado
en su verdadero peso. Para el pensamiento dialéctico, por el contrario, y, por
tanto, para la historia y para el proletariado, lo cualitativo es la dimensión
más decisiva del desarrollo real. He aquí lo que el capitalismo y nosotros hemos
acabado por demostrar.
Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar
de la contaminación, tanto para combatirla (pues ellos viven, a fin de cuentas,
en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede
admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta
fusión de las clases) como para disimularla: pues la simple verdad de las
«nocividades» y de los riesgos actuales es suficiente para constituir un inmenso
factor de revuelta, una exigencia materialista
de
los explotados, tan vital como fue en el siglo XIX la lucha de los proletarios
por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado
-que todos aspiraban a la solución definitiva del problema de las clases—, se
está esbozando un nuevo reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los
anteriores: engrasar la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a
las empresas punteras. El sector más moderno de la industria se lanza sobre los
diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más
rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital
monopolizado por el Estado. Pero si ese nuevo reformismo tiene de antemano la
garantía de su fracaso, por exactamente las mismas razones que los reformismos
del pasado, lo separa de éstos la diferencia radical de que
ya
no tiene tiempo por delante.
El
desarrollo de la producción ha demostrado cabalmente, a estas alturas, su
verdadera naturaleza como realización de la economía
política: el
desarrollo de la miseria, que ha invadido y arruinado el medio mismo de la vida.
La sociedad en la que los trabajadores se matan trabajando y sólo pueden
contemplar el resultado, ahora los hace ver —y respirar— con toda franqueza el
resultado general del trabajo alienado, que es resultado mortal. En la sociedad de la economía
superdesarrollada, todo ha entrado a formar parte de la esfera de los
bienes económicos, incluso el agua de las fuentes
y el aire de las ciudades; lo que es decir que todo se ha convertido en el
mal económico, la «negación total del hombre»
que está llegando ahora a su perfecta conclusión material.
El
conflicto entre las fuerzas productivas modernas y las relaciones de producción,
burguesas o burocráticas, de la sociedad capitalista ha entrado en su última
fase. La producción de la no-vida ha seguido con cada vez mayor rapidez su
proceso lineal y cumulativo; ahora ha traspasado un último umbral de
su
progreso y está produciendo directamente la muerte.
La
función última, declarada y esencial de la economía desarrollada de hoy en día,
en todo el mundo en que impera el trabajo-mercancía que asegura todo el poder a
sus patronos, es la producción de empleo.
Bien lejos estamos, pues, de las ideas «progresistas» del
siglo pasado acerca de la posible reducción del trabajo humano gracias a la
multiplicación científica y técnica de la productividad, que, según se creía,
iba a asegurar con cada vez mayor facilidad la satisfacción de las necesidades
hasta entonces reconocidas como reales por todo el mundo,
y eso sin ninguna alteración fundamental
de
la calidad de los bienes disponibles. Ahora, en cambio, se trata de «crear
puestos de trabajo» hasta en el campo huérfano de campesinos, es decir, de usar
el trabajo humano en cuanto trabajo alienado,
en
cuanto trabajo asalariado: para eso se hace todo lo demás;
para eso se está poniendo en peligro estólidmente las
bases de la vida de la especie, actual-mente más frágiles aún que la
inteligencia de un Kennedy o de un Bréznev.
El
viejo océano es en sí mismo indiferente a la contaminación; pero no así la
historia. La historia no se puede salvar más que por la abolición del
trabajo-mercancía. Y nunca antes la conciencia histórica había tenido tan
urgente necesidad de dominar su mundo, porque el enemigo que está ante las
puertas ya no es la ilusión sino su muerte.
Cuando los pobres amos de la sociedad cuyo penoso
resultado estamos presenciando — resultado mucho peor que cualquier condena que
antaño pudiera fulminar a los más radicales utopistas- se ven ahora forzados a
admitir que nuestro entorno se ha hecho social y que la gestión de
todo se ha convertido en un asunto
directamente político, hasta la hierba de los campos y la posibilidad de beber,
de dormir sin demasiados somníferos o de lavarse sin sufrir demasiadas alergias,
en un momento como éste se está viendo a las claras que también la vieja
política tiene que confesar que está del todo acabada.
Está acabada en la forma suprema de su voluntarismo, el
poder burocrático totalitario de los regímenes llamados socialistas, porque los
burócratas que ostentan el poder no se han mostrado capaces ni siquiera de
gestionar el estadio anterior de la economía capitalista. Si contaminan mucho
menos (Estados Unidos produce él solo el 50% de la contaminación mundial) es
porque son mucho más pobres. No pueden sino desviar, como en China, por ejemplo,
una parte desproporcionada de sus míseros presupuestos para regalarse la parte
de contaminación de prestigio de las potencias pobres: algunos
perfeccionamientos o descubrimientos de segunda mano en el terreno de las
técnicas de la guerra termonuclear, o más exactamente de su espectáculo
amenazador. Tanta pobreza material y mental, sostenida por tanto terrorismo,
condena a las burocracias que ostentan el poder. Al poder burgués más
modernizado lo condena el resultado insoportable de tanta riqueza
efectivamente envenenada. La gestión llamada democrática
del capitalismo, sea en el país que sea, no ofrece más que sus
elecciones-dimisiones que, como se ha visto siempre, no han cambiado nunca nada
en el conjunto —y muy poca cosa en los detalles— de una sociedad de clases que
se imaginaba que iba a durar indefinidamente. Tampoco van a cambiar mucho más
cuando esa misma gestión pier-de la cabeza, y
finge esperar de su electorado alienado e idiotizado
algunas vagas directrices para resolver ciertos problemas secundarios aunque
urgentes (como sucede en Estados Unidos, Italia, Inglaterra o Francia). Todos
los observadores especializados han señalado siempre —aunque sin tomarse la
molestia de explicarlo— el hecho de que el elector no cambia casi nunca de
«opinión»: pues para eso justamente es elector, esto es, aquel que asume, por un
breve instante, el papel abstracto que está destinado precisamente a impedirle
que sea por sí mismo y que cambie (el mecanismo ha sido desmontado mil veces,
tanto por el análisis político desengañado como por las explicaciones del
psicoanálisis revolucionario). El elector tampoco cambia cuando el mundo a su
alrededor está cambiando cada vez más precipitadamente; y,
en
cuanto elector, no
cambiará ni en vísperas del fin del mundo. Todo sistema representativo es
esencialmente conservador, aunque las condiciones de
existencia de lasociedad capitalista no han podido conservarse nunca: se
modifican sin interrupción y cada vez más deprisa, aunque la decisión —que viene
a ser siempre, a fin de cuentas, la decisión de dejar hacer al proceso mismo de
la producción mercantil- se deja enteramente en manos de los especialistas
publicitarios, ya sea que se presenten a la carrera solos o en competición con
quienes quieren hacer lo mismo y además lo declaran abiertamente. Aun así, el
hombre que acaba de votar «libremente» a los gaullistas o el PCF, lo mismo que
el que acaba de votar, a la fuerza y obligado, a Gomulka, es capaz
de dar muestra de lo que verdaderamente es participando, la semana siguiente, en
una huelga salvaje o una insurrección.
La
sedicente «lucha contra la contaminación», en su vertiente estatal
y
reglamentaria, va a crear ante todo nuevas
especializaciones, servicios ministeriales, puestos de trabajo y ascensos
burocráticos. Su eficacia será exactamente la que a tales medios corresponde. No
puede convertirse en voluntad real sino transformando el sistema productivo
actual en sus raíces mismas, ni puede llevarse a cabo con firmeza sino en el
intante en que todas las decisiones, tomadas democráticamente y con pleno
conocimiento de causa por los productores, sean en todo momento controladas y
ejecutadas por los productores mismos (los buques petroleros, por
ejemplo, seguirán infaliblemente vertiendo el petróleo en los mares hasta que no
manden en ellos unos verdaderos soviets de marineros).
Para decidir y ejecutar todo eso, hace falta que los
productores se hagan adultos: hace falta que se hagan con el poder entre todos.
El
optimismo científico del siglo XIX se ha desmoronado en tres puntos esenciales.
En primer lugar, la pretensión de garantizar
la
revolución como solución feliz de los conflictos existentes (la ilusión
hegeliano-izquierdista y marxista; la menos compartida por la intelectualidad
burguesa, pero la más rica y, después de todo, la me-nos ilusoria); segundo, la
visión coherente del universo y aun sencillamente de la materia; y tercero, el
sentimiento eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas. Si
llegamos a dominar el primer punto, habremos resuelto el tercero; más adelante
sabremos hacer del segundo nuestro asunto y nuestro juego. No hay que curar los
síntomas, sino la enfermedad misma. Hoy en día el miedo está en todas partes, y
no vamos a salir de él más que confiándonos a nuestras propias fuerzas, a
nuestra capacidad de destruir toda alienación existente y toda imagen del poder
que se nos haya escapado, sometiéndolo todo, excepto a nosotros
mismos, al
único poder de los consejos de trabajadores que posean y reconstruyan a cada
instante la totalidad del mundo; es decir, a la racionalidad verdadera, a una
nueva legitimidad.
En
materia de medio ambiente «natural» y construido, de natalidad, de biología, de
producción, de «locura», etc., no habrá que elegir entre la fiesta y la
desgracia sino, conscientemente y a cada paso, entre mil posibilidades felices o
desastrosas, pero relativamente corregibles, y, por otro lado, la nada. Las
terribles decisiones del próximo futuro
sólo dejan esta alternativa: o la democracia total o la burocracia total.
Quienes tengan dudas acerca de la democracia total deben hacer el esfuerzo de
convencerse por sí mismos, dándole ocasión de que los
convenza con los hechos; de lo contrario, sólo les queda
comprarse la tumba que más les agrade, pues «lo que es la autoridad, la hemos
visto en acción, y sus obras la condenan» (Joseph Déjacque).
«Revolución o muerte»: esa consigna ya no es la expresión
lírica de la conciencia rebelde, sino la última palabra del
pensamiento científico de nuestro siglo. Y eso vale
tanto para los peligros que corre la especie como para la imposibilidad de
adhesión para los individuos. El suicidio, que en esta sociedad progresa como es
sabido, había descendido en Francia a casi nada durante el mes de mayo de 1968,
según admitieron, con cierto pesar, los especialistas. Aquella primavera
consiguió también un cielo limpio y hermoso, sin haberse lanzado precisamente a
su asalto, porque se habían quemado algunos automóviles y a los otros les
faltaba combustible para contaminar. Cuando llueva, cuando haya falsas nubes
sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno. La producción
industrial alienada trae la lluvia. La revolución trae el buen tiempo.
Guy Debord, El planeta
enfermo..
Traducción de Luis Andrés Bredlow. Editorial Anagrama, Barcelona. Título de la
edición original:
La planète malade ©
Editions Gallimard París, 2004. Publicado con la ayuda del
Ministerio francés de Cultura-Centro Nacional del Libro. Publicado originalmente
en 1971 en el número trece de la revista de la Internacional
Situacionista.
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