Alain (Émile-Auguste Chartier) - La pintura, el dibujo, el artista
La
pintura
La
apariencia. La pura apariencia. El oficio de pintar. El color al óleo. El
jardinero como pintor. El mosaico. El vitral. El fresco.
El
orden que hemos seguido, y que creo natural, me lleva a oponer a la escultura,
la pintura y el dibujo tomados en conjunto; luego deberemos buscar alguna
oposición más oculta entre pintura y dibujo. En el presente me parece útil
reunir y aislar las dos artes de la apariencia pura. La arquitectura y la
escultura no producen apariencias, sino que se dan como objetos reales; y ese
carácter real, macizo, pesante, es quizás el que más importa. Lo que no es masa,
o cosa aprisionada en ella, permanece extraño a esas artes. Lo cual no excluye
la apariencia; pues, propuesto el objeto, monumento o estatua, toca a vosotros
buscar las diversas apariencias y hacerlas pasar unas a través de otras por
vuestros movimientos. Esta exigencia de movimiento es propia de la arquitectura.
Nada hay más dinámico que el monumento. Esos grandes inmóviles mueven sin cesar
a las muchedumbres, las reúnen, las dispersan. La escultura fija un poco mejor
al espectador, pero una estatua ofrece infinidad de aspectos.
La
pintura –y es su carácter más saliente– nos ofrece, por el contrario, una
apariencia –por ejemplo, de un monumento, de un puente, un paisaje, un rostro–,
una apariencia que nuestro movimiento. no, altera. Los troncos, las columnas, no
adquieren, a lo largo de nuestra marcha, esos movimientos y eclipses que nos
permiten notar que el objeto es real. Por ello se hace de inmediato evidente que
la imagen pintada no es más. que una imagen y se da así con la idea –qué tiene
su importancia– de que la pintura no tiene por finalidad engañar la vista o,
cuando menos que ha renunciado a buscar en ese sentido.
En
Cicerón se lee que Zeuxis y Apeles rivalizaban, el uno engañando a los pájaros
con uvas imitadas, y el otro engañando a los hombres con una apariencia de
cortinado. Esta anécdota prueba que a veces la pintura era tornada, aun en aquel
tiempo, corno un arte de ilusión, semejante en ese punto al arte teatral, por el
que se deja uno engañar placenteramente. No creo que la verdadera pintura haya
conservado algo de aquellas afectaciones. El marco mismo lo indica. Por el
marco, separación evidentemente artificial, la pintura dice: "No soy más que
pintura." Todos sabemos que el marco adorna a la pintura y le da valor. Así, el
pintor toma realmente por finalidad una apariencia corno tal; nos la propone y
hasta nos la impone; pero desprecia ese objetivo fácil de engañarnos, aun con
nuestro consentimiento como lo hacen todavía los panoramas y las decoraciones de
teatro. De ahí una seguridad perfecta en el espectador de pintura, que sólo
busca el ángulo desde el cual se ve mejor la apariencia invariable, y que luego
se detiene para una contemplación que podría ser calificada de vehemente, sobre
todo ante los retratos célebres. ¿Qué hay, pues, en ese marco? No ya una
eternidad esencial, sino más bien un momento fijado. El dibujo se limita quizás
al instante; la pintura, no; y se trata. de comprender cómo e! pintor llega a
reunir en una apariencia mucho más que el instante, el momento, y por ese
momento, no la esencia, sino la historia de toda una vida,
No
obstante, deseo insistir primeramente sobre el carácter de la apariencia pura,
que es una manera de ver propia del pintor, y sin pensamiento. El trabajo del
artista –hemos insistido ya lo suficiente sobre el punto– no lo conduce jamás
del concepto a la obra, y lo más bello que hace es siempre lo que no ha previsto
y lo que no sabría nombrar. Es del pintor que corresponde decir que crea sin
concepto, pues el dibujo, por ejemplo, permite aún que el artista nombre aquello
que dibuja, mientras que en la visión pictórica hay una continua negativa a
saber. Courbet pintaba un montón de leña bajo los árboles, ganado por la mera
apariencia, sin saber lo que aquello era. Pintar según el concepto implica dar
al objeto no el color que recibe de la hora y de los reflejos, sino el color que
uno sabe que tiene, el color que debería tener. Dibujar según el concepto es
querer trabar la forma verdadera, por ejemplo, los cinco dedos de la mano o los
dos ojos en un perfil. Un niño que no había dibujado nunca se negaba a
representar el pizarrón por una figura de ángulos desiguales, es decir, tal como
él lo veía, pues, según decía, sabía muy bien que el tablero tenía cuatro
ángulos iguales. Esto es pintar y dibujar inteligentemente, es decir, según el
concepto. Pero aquel que dibuja rechaza la idea, y el pintor, más enérgicamente
aún, se ejercita en ver sin pensar, es decir, que se deshace de esa idea de un
ser que está ahí, en su presencia, que tiene otros aspectos; en fin, de un ser
tal como es verdaderamente. Es que él busca otra verdad, pues es cierto que a
ese ser yo lo veo así, y esta verdad no es abstracta, como la otra; no está
separada de mí, que la conozco; es la verdad de mi propia posición, es la verdad
de la hora; en suma, pues, la verdad del modelo, la verdad del universo, por los
relámpagos y los reflejos y la verdad del pintor.
Porque,
como la forma aparente y las perspectivas no pertenecen al objeto, sino que
expresan una relación entre el objeto y yo, el color no es tampoco inherente a
la cosa; depende de la luz, del medio atravesado, de los colores vecinos
reflejados. He aquí un descubrimiento extraño y una ingenuidad muy sabia.
La
pintura rechazaría, pues, al ser separado; seña naturalmente cósmica. Lejos de
expresar la esencia recogida sobre sí, hallaría la existencia dispersa, al
ataque del mundo y la réplica; pero por lo inmóvil, por lo inmutable y por otro
género de eternidad. Voy a postergar esta idea seductora, que desborda de sí
misma. Prefiero, de acuerdo con el método impuesto por las otras artes, examinar
primero las condiciones inferiores, básicas y, si me fuese posible, los
movimientos del oficio; pero este oficio es el más misterioso de todos.
Puesto
que nos estamos ocupando de la apariencia, que es caza para la pintura y el
dibujo, deseo señalar, entre el hombre que pinta y el hombre que dibuja, una
oposición de gestos que me parece de capital importancia. El dibujo procede de
un gesto que capta, que aprisiona, que reconstruye; aun negándose a serlo y
limitado a la apariencia, es todavía un gesto pensante. El gesto del pintor que
coloca la pincelada es completamente distinto; hasta niega al otro. Deberemos
examinar si la pintura puede llegar a separarse por entero del dibujo; pero es
claro que se esfuerza en conseguirlo. Y me parece digno de señalarse que ese
gesto propio de la pincelada equivale a una negativa a pensar no solamente el
objeto, sino hasta la forma. Porque el pintor, después de haber dibujado la
forma, la borrará; y la borrará de otro modo que por el gesto del plumeado o del
borroneo, en el que encuentro que hay decisión y propósito definido. El pintor
no cesa de decir, por una mímica llena de sentido: "Yo no sé lo que hago; y no
lo sabré hasta que lo haya hecho."
Según
estas consideraciones sobre la apariencia pura, pueden juzgarse mejor ciertos
atrevimientos que podrían ser calificados de temeridad. Porque, ya que se trata
de traducir lo que se ve, puede preguntarse. "¿ Qué es lo que no se ve? O ¿qué
se ve en el primer momento?" Si uno se entrega, en la medida de lo posible, a la
primera mirada; si a fuerza de no pensar se remonta hasta allí, las cosas no
tienen aún ese aplomo y esa distribución que proceden a la vez del concepto y
del uso común. Un pintor representaba cierto día, en la plaza del Panteón, el
cielo visto de costado, con chimeneas que parecían caer en el cielo; de ello
resultaba un efecto de color, de profundidad, de abismo, que no carecía de
fuerza; comprobé que basta con inclinar la cabeza para ver las cosas de aquel
modo. ¿Era entonces menos cierto? En la apariencia todo es verdadero. Es así
como se llegaría a expresar aún el movimiento mismo del pintor, a través de una
especie de pintura fragmentada, quebrada. Pongo los ojos aquí, luego allí; los
cierro, los abro. ¿Qué he visto? Un caos, evidentemente pleno de poder, rico de
ser, y hasta absolutamente suficiente, puesto que en él todo el universo danza.
Instante mío, instante tuyo, que no volverá a ser jamás, mezcla del alma y de
las cosas.
En
estos procedimientos extraños, más naturales de lo que se cree, ocurre que el
dibujo retorne y traiga consigo el propósito deliberado y una especie de orden
en el desorden mismo. Y esto prueba suficientemente que la pintura, análoga al
teatro en este aspecto, debe descubrir procedimientos capaces de reconciliar la
apariencia y el ser. Pero el centro y el alma de la pintura, aun trabajando
sobre un plano dictado por el dibujo, es la búsqueda y el hallazgo de la
apariencia primera, la apariencia joven, algo así como el nacimiento de un
mundo, sin ningún saber entremezclado, sin ningún concepto; tales la mirada y el
aire de un rostro en un bello retrato. Aquí, todavía la idea se compone de sí
misma. Y una vez más, posterguemos.
Puesto
que he subrayado el gesto propio del pintor, llevado a ello por la primera de
las artes, que no es sino gesto; puesto que he querido determinar el arte de la
apariencia pura según una especie de danza del artista, que no puede menos que
cambiar considerablemente sus sentimientos y, finalmente, sus pensamientos,'
debo ahora, siguiendo este camino, pasar revista al oficio de pintor,
considerado como oficio; el pintor luchando como obrero contra una materia
rebelde, difícil de manipular, duradera, en cambio, lo que nos retrotrae a una
especie de arquitectura. Esta revista será sumaria e incompleta, pero bastará
quizá para exponer mi idea.
Conozco,
a través de un buen número de ensayos desdichados, la pintura al óleo; sé cómo
se niega a extenderse, a limitarse, a nivelarse. Si yo fuese un buen pintor no
hablaría de pintura. Pero quiero contar cómo un día me sentí próximo a ser
pintor. Los azares de la guerra me llevaron a ejercitarme sobre un panel de
reloj barnizado por partes, provisto sólo de malos lápices de colores, que
marcaban una vez de cada tres. Yo quería representar a Adán y Eva, el árbol y la
serpiente. No creo que nunca haga nada mejor, y esto no merece una lamentación;
pero pude comprender, al menos lo que significan para nosotros las dificultades,
los retoques penosos y, sobre todo, una especie de reflexión sobre aquello que
se acaba de hacer y que uno no podía prever en modo alguno. Creo, en fin, por la
indigencia misma de los medios, haber comprendido algo aquel día. Compárense la
pintura y la poesía; percibo en el trabajo del pintor, lo mismo que en el del
poeta, una oportunidad solicitada de continuo y súbitamente favorable, lo que
explica la vieja anécdota de la esponja. Un pintor, desesperado de expresar por
el color la baba de un perro rabioso, arrojó, desalentado su esponja sobre el
cuadro, y aquello arregló el asunto.
No
habiendo podido hacer oficio de la buena suerte, me encuentro detenido en el
umbral de un análisis que sería revelador. Me limito, recurriendo a un desvío, a
enumerar los géneros de pintura más difíciles en la ejecución y que pueden ser
llamados la escuela del pintor, lo mismo que la arquitectura es la escuela del
escultor.
Nuevamente
citaré en primer término a los jardines, porque el jardinero es también un
pintor; desea agradar por la yuxtaposición o la mezcla de ciertos colores,
aunque hago notar que no compone sus colores. Las especies y las estaciones se
los componen, así como el tamaño y la forma de la pincelada elemental. Preciso
es decir también que esos colores cambian incesantemente según la hora y la
edad; y que las sombras, en este arte que dispone la naturaleza para reposo del
hombre, no son tanto signo de relieve corno colores siempre, que ejercen, por
contraste, una acción apaciguadora.
En
todas estas situaciones, el jardinero–pintor obedece a la naturaleza sin
imitarla. Ignoro si estas observaciones llevarán muy lejos; mas estoy seguro de
que un pintor hallará mucho que aprender observando ese puro juego de los
colores, que no puede menos que emocionar por el brillo y el contraste. Un
pintor confiesa con frecuencia que el primer carácter de una bella obra
pictórica consiste en que forma una hermosa mancha de color, armoniosa,
equilibrada; SI, hermosa aun cuando e! cuadro esté cabeza abajo y aun cuando no
se haya comprendido todavía nada de lo que el pintor ha querido representar.
Está bien claro que la imagen pintada, escena o retrato, disciplina ese primer
sentimiento; es evidente también que no lo suprime. Esa entrada de color
establece de inmediato esa emoción de salud y de humor, de la que los
sentimientos más elevados extraen su vida. Y sin duda, de ese caos primero para
nuestro espíritu, caos ordenado ya en relación a nuestras fibras vivientes,
deriva un nacimiento milagroso que recomienza con cada mirada.
Nombraré
el segundo término las artes del fuego, que abarcan una pintura aventurera,
estrechamente sujeta, por ejemplo en la alfarería y en los esmaltes, donde a
veces se cuenta con los azares del fuego. Se obedece entonces a la naturaleza,
lo que nos aparta de imitarla. Allí los colores son raros, e impuestos por la
composición misma de la tierra; colores convencionales y puramente ornamentales.
Citaré tan sólo el azul y el amarillo de Quimper, tan conocidos.. Pero hago
notar también. que convenciones y simplificaciones están lejos de significar
perjuicio, y que el artesano se eleva hasta el arte a través de las dificultades
de! oficio. Las tierras trituradas al aceite son algo menos rebeldes y, no
obstante, el pintor sabe que debe desconfiar de los colores nuevos obtenidos
químicamente; que hay que prever los efectos del secado, de absorción de
alteración por los lentos efectos de la luz; cierto; colores se resquebrajan,
como el betún; otros, como el azul de Prusia y el rojo de anilina, se extienden
e invaden; la materia ocupa el pensamiento y retarda la ejecución, En la bella
época de la pintura, los pintores preparaban personalmente sus colores y
tenían sus secretos; también los retenía la preparación de telas y paneles. El
trabajo de pintor abarcaba los cimientos, como en un edificio. La meditación
propia del pintor, que nunca será suficientemente demorada, que jamás es
demasiado lenta, se nutría de aquellas sujeciones, y puede hacerlo todavía hoy.
Cuéntase que el Ticiano, al comenzar un retrato, pintaba sobre un fondo una
mancha clara y casi uniforme, que volvía contra la pared para dejarla dormir
allí durante varios días. Supongo que, por una cierta evocación, buscaba
luego en ello los primeros rasgos de la obra; y es en este sentido que
imaginaba; pero estamos aquí muy lejos de las ensoñaciones inconsistentes, y muy
próximos, me parece, al escultor de raíces. Sólo que ¿quién continuará esa
misma elaboración de una pincelada a otra?
Entre
las artes del fuego destaco la del mosaico, evidentemente arquitectónica
y que aún hoy podría ser todavía una escuela para el pintor. Según una expresión
bien conocida, el poeta debe aprender a hacer, difícilmente, versos fáciles;
pero nunca lo sabe suficientemente. y por terminar demasiado de prisa, por no
esperar lo bastante, pierde otra dicha, más natural aún. Chateaubriand, juzgando
a los chatos poetas del siglo XVIII, dejó una frase que ilustra a todas las
artes, frase que ya hemos citado y que merece ser repetida. No es –dice– que
esos, poetas carezcan de naturalidad; pero carecen de naturaleza. La crítica, a
mi entender, no puede hallar nada más profundo.
El
pintor también debe aprender a pintar difícilmente; y, lo mismo que todos los
artistas, no es por el primer movimiento, sino por la materia por lo que
encuentra la naturaleza. Y así como Miguel Ángel hallaba la naturaleza en
los bloques de mármol de su cantera, es también la naturaleza lo que el pintor
de mosaicos encuentra en esos pequeños trozos de piedra coloreada. ¿Pero cómo?
Se dirá tal vez que la idea está contenida por entero en el proyecto que el
dibujo prepara. Pero una vez más es preciso decir que la ejecución, en tanto es
copia de una idea, es extraña a todas las artes aunque esté mezclada a todas
ellas. El mosaico no es un arte más que en la medida en que las reglas
del oficio dictan las formas. Aquí mismo, en el punto en que la materia colabora
resistiendo, se halla la inspiración; en la punta de la herramienta, diría yo.
Pero, precisamente, ¿qué puede enseñar el mosaico al pintor? En primer lugar, un
tipo de línea que no es el del dibujo. Es cosa digna de ser señalada que una
línea sea todo espíritu precisamente cuando la materia la quiebra; la idea no se
plantea nunca mejor que en las ruinas; y como sea, aquel que haya seguido las
líneas de un mosaico comprenderá mejor el ornamento. Pero sobre todo, el mosaico
impone la pincelada uniforme y aun separada. Un procedimiento como éste, tantas
veces ensayado en nuestro tiempo, no es, sin duda, la última palabra de la
pintura; pero el que se haya vuelto a él prueba, al menos, que el otro
procedimiento, de fusión y degradación de colores, arrastra bien pronto a la
pintura por el camino de la lisonja. Todos hemos visto esas telas robustas,
construidas –según se dice ahora–, que se parecen a un mosaico.
Destacaré
todavía, de entre las artes del fuego, la de los vitrales. Es la pintura más
brillante y que conquista casi ese colorido puro de la piedra preciosa, del que
Goethe no se cansaba jamás. Es la pintura que participa más directamente del
brillo de la luz cósmica; es la única también que colorea las otras
cosas, mezclando a ellas su propia imagen. Recuérdense los vitrales de Combray,
en Proust. Los colores son uniformes y sin mezcla. Agréguese todavía, por la
doble condición de la arista de plomo que sigue el contorno de los
colores e impone así un género de dibujo, y de la arista de piedra que sigue
la ley del edificio, agréguese, digo, una sujeción continua ejercida por el
artesano sobre el artista. Sujeción a la cual el artista, en todo arte, termina
siempre por someterse. Empezaría por ello si comprendiese que el arte no tiene
ninguna manera por finalidad expresa una idea, sino, muy por lo contrario, la de
hacer surgir, por los medios del oficio, por medios impuestos, una idea que el
espíritu no hubiese podido formar librado a sus propios recursos. Esta
naturaleza según el espíritu, pero que ante todo es naturaleza y sigue siéndolo,
es el milagro del arte. Digamos tan sólo que la lección de los vitrales, que
permanece oscura, es sin embargo grande y hermosa. .
Llego
ahora al fresco; y me detengo siempre que piso los umbrales de este gran tema.
Que la materia sea aquí arquitectónica y esté ligada al edificio es cosa que se
advierte inmediatamente. Que la dificultad que regula la ejecución y aun la
preparación impone una simplicidad heroica –y quizá también épica– es cosa que
puede suponerse asimismo. Pero lo que yo no me atrevería a afirmar es que el
fresco conduce a la verdadera pintura, o que, por lo contrario vuelve a traer el
dibujo, dando así con el movimiento y subordinando el color a la línea. Acaso
lo que tengamos que decir del dibujo aclare un tanto este gran problema. De
todos modos, el oficio produce aquí también la obra, y es seguro que hallamos,
en el fresco, mezcla de grandeza y de servidumbre, y la naturaleza institutriz
que produce esa voluntad infinitesimal común a todas las obras bellas. . Para
terminar digamos que, en cuanto al estilo, la pintura propiamente dicha debe
algo, a todas esas artes arquitectónicas; y de todas, la lección principal. es
la mas oculta: que el verdadero modelo es la obra misma.
La
pintura (Continuación)
La
acuarela. El retrato. Historia de un alma. El pintor, único psicólogo. Celimena.
El vestido y el desnudo. La pintura y el movimiento
Es
preciso que proceda ahora por toques y retoques, como el pintor, si deseo
expresar cuál es el objeto propio de la pintura. Estamos en el punto crítico de
las sutilezas y dificultades. El dibujo, que habrá de ocuparnos en último
término, y que ya nos ha ilustrado indirectamente, puede instruirnos aún; pues
el dibujo es, quizás, entre todas las artes, la menos oculta, la parienta más
próxima de! pensamiento.
El
dibujo, pero denso, materia pesada, arquitectónico, sostiene el color en el
vitral. El dibujo, por las necesidades de una pronta ejecución sin retoques,
circunscribe e! color en el fresco. Y, sin duda, la incorporación del color al
edificio contribuye a prestar una autoridad incomparable a los dibujos
coloreados, sin descuidar por ello la grandeza real impuesta por el arquitecto.
Pero si separamos del edificio el dibujo coloreado, si consideramos, por
ejemplo, la acuarela y el pastel, observamos que estas artes, aun en su más alto
grado de perfección, están muy lejos de la potencia expresiva de la pintura al
óleo.
Todos
hemos notado en la acuarela que el color no puede vencer al dibujo, tal vez
porque es transparente y casi sin materia. Aquí, como en el dibujo, el papel es
rey. El dibujo nos explicará, pues, la estampa, la lámina. En todo caso, es
sabido que la acuarela no puede sobrellevar debidamente el peso del retrato.
En ella el rostro humano puede agradar, pero se halla fácilmente dominado por el
traje; casi podría decirse que reina allí la moda, las gracias puramente
exteriores. En el pastel, que es pintura por la materia –aunque frágil– pero que es dibujo por el gesto
del artista y por la forma de la herramienta, es difícil decir qué es lo que le
falta, pero cada uno de nosotros lo siente. No hay allí ninguna profundidad en
la mirada; todo el ser está afuera. Actitud de sociedad con la preocupación
–pasión casi– de agradar; frivolidad sin interioridad, máscara mundana. Creo que
en esos trazos es el dibujo el que se muestra, el dibujo arrebatado siempre por
algún movimiento. Estos matices, tan sólo propuestos aquí, tienen por objeto
llevarnos a nuestros medios de análisis: la materia, el gesto, el método de
retocar a intervalos; en fin, todo lo que hay de albañilería en el trabajo del
pintor.
Debemos
prestar atención, pues, una vez más, al manipuleo de ese baño más o menos
transparente, que se transforma mediante el secado en un depósito incrustado en
la tela o en el panel, y tan resistente como la madera más dura. El cuadro,
fruto de un largo trabajo de superposición, encierra por ello mismo secretos
impenetrables que constituyen la desesperación del copista y acaso del pintor.
Este lento trabajo, tantas veces retomado, corresponde a una observación
paciente en la que se trata de sorprender y de fijar algo. Pero, ¿qué? El
retrato es la ceniza de la pintura, y el retrato pintado no puede, por la
naturaleza misma del trabajo, fijar una actitud, un instante, un pensamiento
pasajero, y menos todavía una acción. El retrato, a fuerza de paciencia, termina
por fijar a todo un ser; no un episodio, ni tampoco esa imperturbable esencia
encerrada en sí misma, como hace la escultura; antes bien, retomando la fórmula
de Hegel, la subjetividad infinita. Pero, ¿qué significa esto? No la primitiva
naturaleza desnuda, sino la naturaleza hecha de experiencia acumulada y reunida
por entero en un momento precioso que el pintor fija para siempre.
Existe
una correspondencia entre la lenta formación de una naturaleza, llena de sus
recuerdos, enriquecida, modelada y cambiada también por los encuentros, y el
trabajo mismo del pintor, que sin cesar acumula, superpone, cambia, a la vez que
conserva. Aquí está encerrada la memoria, la historia de un alma. Pues, para
volver a nuestras vistas spinozistas, dos son las cosas a considerar en Juan o
Pedro; hay una naturaleza inmutable, una idea eterna, que persevera en el ser; y
hay también lo que podría llamarse las estriberas de la experiencia, los
tropiezos, los frotamientos, las concesiones, las disminuciones de que se hace
acopio, y, en fin, la lenta formación de los sentimientos políticos. Política en
el pleno sentido del vocablo: sentimiento de sociedad, en el que resulta
admirable observar cómo la naturaleza, pulcra , obstinada, invencible, se
reviste, sin embargo, de apariencias ajustadas a ella misma y a los demás, y
parece decir a través de su mirada civilizada: "He aquí cómo he vivido; he aquí
todos los episodios de mi vida, pero incorporados, digeridos,
asimilados."
Claro
está que en estos sentimientos sociales, que me complazco en llamar políticos,
hay que conceder un lugar de primer rango a los sentimientos familiares, porque
entonces el compromiso es eminentemente querido y aun amado. El ser que expresa
esto, expresa, pues, más que él mismo. El retrato lleva así en su seno un
secreto de sociedad y un poder de simpatía que no se advierten jamás en la
estatua. La estatua está sola. La estatua no ve. Stendhal dice de una joven muy
bonita, que sus ojos parecían conversar con las cosas que miraba. Hay aquí algún
exceso, y Stendhal lo reconoce. Pero esta viva pintura de las palabras nos
orienta adecuadamente para comprender lo que es propio del retrato pintado: la
mirada y todo lo que la rodea y completa.
La
estatua no tiene ojos; ciega y sorda, plantea tan sólo su propia ley. Salón dejó
sus leyes solas como estatuas. Ellas no oían, no respondían y de ese modo no
había arreglo ni compromiso. Solón estaba ausente siempre. Había dejado a Creso
glorioso la máxima de que no se puede decir que un hombre es feliz mientras no
está muerto. Más tarde, en la hoguera, Creso clamaba: "¡ Solón! ¡ Solón!", lo
cual sorprendió y, finalmente, suavizó al vencedor. Empero, Solón, rey sobre
aquellos reyes, estaba en otra parte. Tal es la caza del escultor. Ahora bien,
concíbase, por oposición, algún hombre de Estado preocupado en los retoques que
se presta a las conversaciones, que vive de compromisos y que siempre se
reencuentra a sí mismo por un trabajo de presencia y de simpatía; he ahí la caza
del pintor.
He
dicho metafísica en la escultura y psicología en la pintura. Psicología,
historia de un alma; sentimiento total, no de aquello que quise ser, de lo que
afirmé y compuse, sino de aquello que he podido ser. Sentimiento compuesto de sí
mismo y de los demás, de amores, de amistades, de encuentros; todo esto reunido
e indivisible. En la experiencia real, en la visión que se tiene de los demás,
se captan relámpagos de esta ensoñación integral; se inventa entonces la novela
de una vida, pero se pierde el rastro. Sólo al pintor corresponde espiar esos
signos, prepararles un lugar, conservarlos y retomarlos, acumulando todos esos
ensayos en un signo, el retrato, que no tiene equivalente y que el modelo no
puede igualar; es en este sentido que el pintor logra más acabadamente el
parecido que la naturaleza misma.
A
fin de hacer esta idea más comprensible, señalemos todavía una relación de
armonía entre ese objeto psicológico y la naturaleza misma de la pintura, la
cual, por decreto, se atiene a la apariencia pura. La más alta conquista del
espíritu consiste en comprender que todas las apariencias son verdaderas,
expresando al ser y sus aledaños, y toda cosa, al propio espectador. Por
ejemplo, el espejismo hace conocer a la vez el aire recalentado, así como el
mecanismo del cuerpo humano y de la memoria. El célebre palo quebrado permite
conocer simultáneamente la superficie del agua y .el índice de refracción.
Pero,. sin buscar en ese sentido y sin esperar las pruebas, es lo cierto que
experimento ese espejismo cuando lo experimento. Ahora bien, el precio de una
vida, o más exactamente, de la novela de una vida, está en esto: en que todo es
verdadero, aun los errores, los artificios, los cambios, los olvidos; aun ese
artificio del olvido, que recuerda. y esa transparencia o semitransparencia, de
sí mismo a sí mismo, lo que se prefiere, lo que se quiere, lo que se rechaza,
todo ese tono del cuadro íntimo, todo eso que el escultor atenúa tan bien, el
pintor lo conserva en una mezcla adecuada, por ese propósito de no pensar y de
atenerse a aquello que ve. Allí donde el novelista obtiene sólo esbozo
simplificado, pues debe juzgar y pesar, el pintor, por su oficio y su paciencia,
capta el alma en la apariencia expresiva, que él compone poco a poco, así como
poco a poco fue haciéndose la vida interior y secreta. El pintor es, quizás, el
único psicólogo.
¿
Cómo observar un alma sobre un rostro cuando la atención misma, el más alarmante
de los signos, pone en fuga a los otros signos y no deja subsistir más que los
de la alarma y la vigilancia? Pues el ojo viviente lanza sin cesar este signo:
"Adivino que quieres adivinarme." Ahora bien, el milagro de la pintura está en
que ese fuego de sociedad, ese reflejo de opinión y de juicio, cosa por
excelencia inmóvil y decepcionante, constituya un objeto duradero y, en lo
sucesivo, inmóvil. Esa alma, por ejemplo, la Gioconda, o la Virgen de
la boda, esa alma tiene que ser captada; no se oculta, pero tampoco se
divide; no se explica, pero se ofrece. Lo que en el mundo es menos objeto se ha
vuelto objeto; se lo posee en una apariencia inmutable y suficiente; toca a
nosotros, por una simpatía que no perturbará esta imagen, por una simpatía que
puede titubear, engañarse, volver; toca a nosotros comprender ese lenguaje sin
palabras. Esta confidencia no tiene fin y despierta en nosotros un desarrollo
paralelo, también sin palabras; no una sucesión de instantes, sino una sucesión
de momentos, en la que toda una vida pasada, presente y por venir, está reunida.
De ahí esa contemplación vehemente dé la que he hablado. Es propio de la
apariencia expresarlo todo y que ella baste, pero sólo la pintura fija la
apariencia; y sólo la gran pintura escoge precisamente la apariencia en la que
hubiésemos deseado retenernos.
Es
así como el verdadero pintor, por negarse a pensar, esto es, a definir, y por
elegir solamente los momentos, descartando los instantes, ha preparado su
precioso objeto para una contemplación sin fin. Ese doble sentimiento, del
pintor y del espectador, se parece bastante al amor; porque espera, se obstina,
toma la apariencia tal como es, la acepta por entero; de ella espera la historia
de un alma. y muy claramente el amor, distinto en esto de la estima, se aferra
al exterior y se promete hallar el interior en él, tomando como culpa propia
aquello que no ha sabido comprender. La estima rechaza la apariencia, y se
dirige a las pruebas verdaderas; se dirige, como suele decirse, al alma, a
través del discurso y de la acción; al alma, no al rostro. Pero el amor ha
jurado salvar al rostro y no elegir. Sin duda Alcestes no comprendería la
pintura, eminencia que jamás engaña. Pero una estatua de Celimena sería también
algo sin sentido. Celimena está revestida de circunstancias y todos esos
reflejos son verdaderos, pero es menester el ojo del pintor para aprehender por
entero y para amar, primero, esa verdad superior.
Esto
equivaldría a decir, en lenguaje spinoziano, que en Dios hay también una verdad
de la existencia; pero esta idea es, sin duda, insalvable para la inteligencia.
Es preciso, pues, que me contente con estas observaciones. No obstante, ellas
habrán de permitirnos, según creo, abordar con eficacia un tema peligroso: el
desnudo.
Todo,
en la pintura, tiende a expresar los sentimientos de sociedad, purificados,
dominados, salvados por el recuerdo, y muy por encima de la emoción del momento,
siempre fuera de medida y destinada, casi por entero, a un olvido total. Lo cual
está expresado por el traje de ceremonia –acompañamiento natural de los bellos
retratos–, que concentra toda la atención en el rostro humano, traducción ya
compuesta y cortés de todos los movimientos animales. Preciso es decir también
que la emoción natural resulta del hecho de estar nosotros sumergidos en la
naturaleza y atacados a cada instante en toda nuestra superficie. Ahora bien, el
traje atenúa evidentemente la mayor parte de esas impresiones, dando ventaja a
las emociones más vecinas al sentimiento, que se obtienen por los ojos. En otros
términos, el desnudo expresa la comunicación del hombre con la naturaleza antes
que las relaciones de sociedad. Se simplificaría mucho un problema
frecuentemente discutido si se recordara que el traje es de ceremonia y
corresponde a lo que la civilización ha aportado en materia de aderezos, al
sentimiento.
Si
bien se mira, tal aderezo es el sentimiento mismo y, en primer lugar, las
pasiones contenidas, por oposición a la emoción pura. Así, la negación del traje
equivale a negar esos aderezos y esa contención. Se comprende perfectamente que
la invencible naturaleza se manifieste en cada cual por un desprecio de la
opinión y del traje. Podría decirse que, para expresar el indomable equilibrio
que prefiere morir a cambiar, conviene que el cuerpo entero acuda a sostener la
excesivamente prudente cabeza. y aun la cabeza sola da a entender que no es más
que una parte del cuerpo. Así, en cierto sentido, la simplicidad de la escultura
nos desnuda. No creo que pueda decirse otro tanto de la pintura, a despecho de
incontables ensayos. Recuérdense los hermosos pensamientos de Hegel, que he
mencionado a propósito de la estatua sin ojos; el alma está como difundida en
todo el cuerpo del atleta y se expresa aun en el menor fragmento. Y, por
oposición, piénsese en la mirada y sus aledaños, que son objeto preferido del
pintor, y del pintor solamente. La mirada, punta del alma, que Goethe observaba
con amor; y vosotros sabéis que tenía horror de las gentes con gafas, que, en
efecto, se ocultan tras reflejos artificiales.
Del
mismo modo que los recuerdos se reúnen en la ensoñación total, todos los
pensamientos se reúnen en la mirada. Por eso puede decirse que el vestido y el
aderezo constituyen el accesorio natural del retrato, y que el retrato desnudo
es imposible. Nuestra naturaleza está desnuda, nuestra estatua está desnuda;
pero nuestro ser, hijo de la historia, está vestido; nuestros sentimientos están
vestidos. Además, no es objeto propio de la pintura representar al atleta y ni
siquiera al pensador.
Igualmente,
y anticipando un poco con respecto al dibujo, que, por otra parte, tan bien
soporta el desnudo, debe reconocerse que la pintura no conviene para representar
el movimiento. Por ejemplo, una asamblea pintada en agitación sólo es un
instante, no un momento. La asamblea pintada será una asamblea de retratos, cada
uno de ellos inmóvil y expresando toda una vida. Entiéndase que no pretendo en
modo alguno legislar, y no está prohibido al pintor realizar una obra maestra
que represente al movimiento. Yo he intentado hallar alguna forma de reflexión
que pueda partir de las obras consagradas y no ser indigna de ellas; y la obra
hace la ley.
Como
sea, el retrato es, en el hecho, rey de la pintura; y esto es lo que he
procurado comprender, reflexionando sobre el imperio de las obras. En verdad, la
escultura tampoco se acomoda muy bien al movimiento, y es más bella en el
reposo. No obstante, la esencia de un ser puede mostrarse en el movimiento. Cosa
digna de ser señalada al pasar; el movimiento conviene mejorar al bajo relieve,
movimiento esencial, instituciones, cortejos, danza; y la razón de ello está,
según creo, en que el bajo relieve nos aproxima al dibujo. El dibujo está
alerta: es de un instante. Esto habrá de ser examinado más de cerca.
Para
terminar, propongo una especie de regla, cuyas aplicaciones podréis averiguar.
El color pesa siempre sobre el movimiento; en cambio, el dibujo lleva siempre el
color hacia el artificio decorativo. Los ejemplos de dibujos coloreados o de
danzas pintadas, así como los ensayos de retratos desnudos, se me antojan punto
de discusión entre dos artes vecinas, pero, en el fondo, extrañas la una a la
otra. Una vez más digo que el gesto del pintor me anuncia que va a vencer al
dibujo. Puede sacarse en conclusión que las diversas artes se entremezclan a
veces en sus obras medianas, pero se separan, y aun se oponen, en sus obras
maestras.
El
dibujo
La
línea. Descartes. El geómetra. El movimiento Las sombras. Un grabado de
Rembrandt. El retrato dibujado. Sobre la imaginación. Sobre la
inspiración
El
dibujo es, en todas las artes, desde la arquitectura, como una anticipación o
preparación destinada siempre a ser superada. Pero he aquí que ahora se libera,
presentándose como un arte completo. Nadie desea que un bello dibujo sea
realizado en otra forma; nadie ve en él un proyecto. El dibujo carece casi de
cuerpo, pero así se lo desea. Aunque mezclado a una especie de pintura en el
grabado y en los dibujos sombreados, se advierte que por fin es él mismo cuando
está reducido a una línea casi sin materia y al blanco del papel. Percibimos
entonces un modo de expresión suficiente, que posee su poder propio. El relieve,
la sombra, el color, nada añadirían y aun le quitarían algo. En su estado de
pureza es dispuesto, somero, completo. Piénsese en el contorno del rostro de un
dibujo japonés. Ningún arte es menos declamatorio; el misterio está contenido
por entero en lo que posee de justo, de explícito y de terminado, sin
preparación ni interioridad, sin masa alguna. El dibujo se opone así a la vez a
la arquitectura, a la escultura y a la pintura.
El
dibujo aparece claro, como clara es una idea, por ejemplo, en Spinoza; pero en
uno y otro caso esa transparencia tiene profundidad. ¡Tan pocos medios y tanta
perfección, aun en los más pequeños ensayos, en un fragmento, en una mano! Se
aceptan el tanteo, el retoque, el modelado, pero se siente que una línea
completamente pura y sin espesor bastaría para representar la carne, la fuerza,
la vida, el movimiento y, a través de todo ello, el sentimiento.
¿Qué
significa el dibujo? ¿De dónde procede ese poder? De la invención que le es
propia, de la línea.
Si
se quisiese tratar suficientemente de la línea, preciso sería tratar del
espíritu y remontarse a su fuente, al espíritu viviente, que es una especie de
audacia sin violencia alguna. La línea no está en la naturaleza; la línea no
quiere existir; su trazado, que no es más que su sombra, no le da cuerpo. No
obstante, entre las obras de la imaginación real, la que al fin se halla en las
obras, la línea trazada es lo que más se asemeja a la idea. Y el campo, sin
distinciones, el campo uniforme, el blanco puro, que la línea divide o
circunscribe, representa todo el contenido posible y, en cierto modo, aquello
que la naturaleza quiere, que no altera la línea, que no la toca, que le está
sometido por entero. De todos modos hay en la línea una anticipación atrevida y
un método soberano, que empieza por terminar. La línea corre. Todos nuestros
proyectos de pensamiento y acción son líneas. La línea figura la audacia
pensante. Veo en ella seguridad, indiferencia y una especie de legislación.
Compárese el dibujo con la pintura. El pintor –en eso es hombre–tiembla ante el
sentimiento; en la pintura hay una especie de oración, una esperanza, una
espera; de ahí un manejo prudente y sin anticipación alguna, al menos respecto
de aquello que importa. El dibujo toma posesión, expresa una voluntad, una
elección, un decreto. Cuanto más dispuesto y ligero es, como el ala, tanto más
es él mismo. El milagro propio del dibujo está en que la más tenue línea es
suficiente. Una boca sin color y a través de líneas que no existen, sin ninguna
afectación de vida, es tan viviente, tan parlante, que puede desalentar al
pintor. Apariencia que es pura invención a la que el negro sobre blanco basta; o
el blanco sobre negro, o el negro sobre azul; esto no importa. Piénsese en la
línea de la barbilla, de la mejilla, del cuello, cuando es perfecta; parece
entonces que toda una naturaleza ha sido acogida en la trampa. Ese papel, que
siempre sigue siendo papel, que exhibe su grano propio, su materia extranjera o
intacta, ese papel empieza a vivir.
Un
bello dibujo es ya la imagen de lo que puede hacer el pensamiento sólo con
palabras, sin ningún empeño en imitar por el ruido o por el ritmo la rica tela
del mundo. El dibujo es una postura sublime. Aquí aparece un género de verdad
que sólo depende del hombre. Descartes reconstruye la cosa según el espíritu por
medio de líneas tenues y no se preocupa en probar que las cosas sean así, que
Dios, corno él dice, las haya hecho así. Están cogidas en esa red que no posee
nada de su forma; el arco iris y el imán están prisioneros; que la estofa sea
corno ella quiera. Los espíritus medianos renuncian a saber cómo es, pero los
grandes no quieren saberlo jamás. Eso es lo que dice el blanco del papel y esa
señal de la forma, extraña, que no cuenta.
Me
dejo llevar por ese parentesco, que me parece evidente, entre el dibujo y el
pensamiento. Es que la línea del dibujo no está en las cosas; una cabellera
dibujada es más cabellera por el contorno, que no está en el modelo, que por las
líneas del cabello mismo, que el gran dibujo desprecia. Por eso resulta
imposible tratar de la línea, toda invención, sin pensar en la línea del
geómetra, que no existe y que, en los trazados, existe siempre .en demasía. El
pensamiento no quiere reconocerla en su Imagen aproximada; le deniega ese género
de ser que pertenece a las cosas. Tornemos tres estrellas; pensadas a la vez,
forman triángulo al instante; un triángulo sin líneas, al que no falta nada. Esa
relación inmediata de una estrella a otra, esa distancia, sin partes ni
diferencias, es el alma de la línea, es la idea. Las estrellas son puntos en la
apariencia, pero la variedad de las cosas no toca la línea. La distancia que
media entre mi persona y el fondo de esta sala no es más que una pura relación,
un carnina completamente trazado y sin diferencias; es el proyecto puro. Tal es,
podría decirse, el primer estado de todo dibujo, y, por eso, el trazado mismo se
apresura y aligera. Nada de materia, o casi nada, ningún esfuerzo, ninguna
pasión de conquista. Ni surcos ni agujeros en el papel. La mano es ligera,
imparcial, indiferente, como el pensamiento.
Hay
una gran significación en la línea trazada por el aprendiz de geómetra, todavía
salvaje, todavía asustado por el mundo. Línea gruesa, torcida, apoyada, que
traza las pasiones, la impaciencia, la cólera, o el miedo a esas cosas. En
realidad, una línea fea. Esto no anuncia al politécnico, magro legislador, sino
más bien al enemigo de las leyes, que deja huellas y algo así como una pista por
donde pasa. En cambio, una libertad, una decisión, algo inmaterial, anuncian, no
al hijo de la tierra, sino al hijo del cielo, al Pitágoras, al Platón. Esta
diferencia es clara como un rostro; sensible en la escritura, en las figuras
geométricas y en los signos algebraicos, brilla en el dibujo.
Hay
una belleza propia del trazo, en el dibujo, que representa primero –cualquiera
sea la cosa– una manera de contemplar y de aprehender, donde la presión de las
pasiones, de la posesión, del deseo, no se expresa; hay más bien una negativa a
tomar y una victoria sin violencia alguna. Aquel que rompe su lápiz está lejos
del arte. El dibujo es así –como se lo ha sentido siempre–, la advertencia, la
disciplina previa en todas las artes plásticas. El dibujo adquiere un gran
sentido porque expresa la negativa a morder y el animal vencido. Representa el
espíritu de conjunto y de contemplación en la acción misma; una especie de
atletismo propia del artista. El dibujo más insignificante es un claro retrato
del dibujante.
Tal
es, pues, la significación de la línea como trazo, esto es, considerada en su
materia y espesor. Consideremos ahora su significado como línea justa, como
representación del objeto. Entonces es un gesto, un movimiento fijado. Toda
acción diseña algún trazado en el mundo; por ejemplo, una fuga, un arma que
arrastramos, el rastro de una quilla sobre la arena. y este dibujo natural se
parece más bien a la acción que a la cosa. Así, la línea del dibujo es la huella
ligera de ese movimiento de las manos que van a aprehender y que se privan de
hacerlo. Nosotros mismos, espectadores, que percibimos esa línea, esa línea que
no tiene más que una dimensión en tanto lo permita la materia, nosotros mismos
la seguimos, corremos con ella.
Es
posible, como decía, que la escultura, por accidente, exprese el movimiento;
esta representación no conviene a la pintura. La arquitectura es inmóvil,
vigorosamente inmóvil. En cambio, el dibujo va a representar siempre el
movimiento, es decir, un instante; no el momento. La pintura representa, por
excelencia, el momento; esto es, una larga duración reunida, recogida en el
sentimiento total; y de ahí la importancia de la elección de la postura. Todo
conviene en cambio al dibujo: los pies del ángel que vuela por la ventana, en un
grabado de Rembrandt; un perfil perdido, un brazo, un hombro, una mano. Los
bocetos de los grandes artistas ofrecen tesoros; y cada cual sentirá la
diferencia entre esos contornos tenues y perfectos, yesos otros dibujos cargados
de sombras y afectación, que evidentemente preparan la pintura. Se siente
entonces que el dibujo está a punto de perecer y que se va a pasar a otro
arte.
Basta
que una idea esté en su lugar, y no tenemos jamás otras pruebas. Es la ocasión
de repetir que el dibujo rechaza el color; debería decirse más bien que lo
desprecia y anula. Una sanguina no representa mejor el desnudo. Un papel azulado
será tan carne como un papel rosa.
Estas
observaciones son importantes, y queda bien entendido que lo que va a seguir es
tan sólo proposición, o manera de leer estas artes intermediarias que mezclan
pintura y dibujo. Se comprenderá tal vez por qué en la acuarela y, sobre todo,
en la estampa, allí donde el dibujo no cede ante el color, se advierte que el
color toma más o menos valor de ornamento, es decir, cierto carácter arbitrario
y extraño. Por ejemplo, unos árboles vigorosamente dibujados en negro podrán ser
destacados con igual eficacia por un trazo rojo o por uno negro o azul.
Las
sombras darían pie a observaciones del mismo género, también sin pruebas; y de
estas observaciones, como de toda idea, pienso que es más útil seguirlas en la
aplicación que discutirlas. Confieso que me retiro siempre ante los
discutidores; no tengo nada de tirano. Las sombras, según lo he indicado ya, son
como un ensayo, de pintar en negro y blanco, es decir, de borrar la línea. Aquí
se presenta el grabado, que mis gustos personales no me inducen en absoluto a
desmerecer; bien al contrario.
El
grabado permite apreciar el poder de reproducir los retratos pintados, poder que
proviene, en parte, de la pintura. El primer trabajo de interpretación está
hecho; el modelo vivo no cuenta ya. Hay que seguir, pues, al grabado en sus
ensayos para pintar en blanco y negro, según la naturaleza misma, y por los
procedimientos y gestos del dibujo. Consideraremos aquí un ejemplo: la pieza
llamada de los Cien Florines, de Rembrandt, por ser muy conocida y porque
se presta a maravilla para explicar un poco mejor estas proposiciones que, sin
duda, os parecerán. demasiado sutilizadas. Dos sectores hay en esta obra: de un
lado, Jesús cura a los enfermos, ciegos, paralíticos, masa de miseria
intensamente sombreada, trabajada, sobrecargada' del otro los doctores de la ley
discuten el caso. Este ángulo está realizado con los trazos más tenues, sobre
blanca; es un puro dibujo que representa a la maravilla un instante de la
disputa. Una disputa está hecha de instantes. Nada más completo que este liviano
dibujo, nada expresa más que él. En cambio, el rostro de Cristo, obra de
expresión inmóvil, sombreada, que se dijera pintada de blanco y de negro, me
parece inferior al proyecto. El sentimiento carece de profundidad; se requeriría
allí la pintura. Rembrandt podía pintar, por cierto, ese rostro; semejantes
sentimientos profundos y densos no estaban por encima de su genio; pero el
grabado, hijo del dibujo, está aquí fuera de su jurisdicción. Lo intermedio nos
es ofrecido en el grabado mismo, por el movimiento de ese hombre que busca su
camino,
Ciego
de dedos abiertos evitando la esperanza.
Este
movimiento es admirable porque es un movimiento; aquí el dibujo es suficiente y
con poder propio, pero las puras líneas de la parte izquierda expresan mejor aún
el instante, y a aquellos discutidores que escapan a sí mismos.
De
acuerdo con estas observaciones parecería que el dibujo no puede aspirar al
retrato; pero no es posible decir tal cosa. Existe buen número de dibujos que
expresan, sin lugar a dudas, una naturaleza de hombre, en lo que veo, sin
embargo, un matiz que podréis verificar. El dibujo se asemeja entonces más bien
a la escultura, por aquello de que fija en un instante naturalezas que no
cambian ni cambiarán, de ésas que me place llamar cocodrilenses. Son naturalezas
que han resistido a la experiencia, o bien es su parte resistente y escamosa la
que está representada. En lo cual los retratos dibujados se oponen, por una
fuerza afirmativa y en cierto modo tiránica, a la gracia del retrato pintado,
que recuerda, que ha recurrido al artificio, que ha cambiado conservándose, que
nos cuenta una vida de sociedad, una vida de sentimiento, una vida, en fin, de
cortesía, en el sentido más profundo. En resumen, aquello que puede ser
esculpido puede también ser dibujado; pero lo que la pintura expresa por el
trabajo del color no puede alcanzarlo el dibujo. Repito una vez más que las
obras maestras separan los géneros y hasta los oponen entre sí.
Quédame
por exponer, o mejor dicho, por retomar, explicándola algo más detalladamente,
una idea importante respecto de la imaginación y su poder real, El dibujo es una
ocasión excelente, me parece, para comprender cómo pueden copiarse recuerdos.
Aquí, la doctrina clásica –podría decirse, escolar– es muy simple; la desgracia
está en que es extraña a la naturaleza. humana. Un hombre de imaginación, como
lo es el artista, es un hombre capaz de fijar imágenes que desfilan por su
espíritu, de describirlas y copiarlas. Es así como el dramaturgo Curel
describía, hace ya mucho tiempo, el trabajo de creación, Mis personajes –decía–
se pasean a mi alrededor; no tengo más que escucharlos. Un pintor dirá,
igualmente, que hace sentar ante él al modelo imaginado y que lo copla tal como
haría con un modelo verdadero. Cuéntase que Newton tenía el poder de evocar para
sí la imagen del sol. Estas grandes autoridades han puesto fin a la
cuestión.
Pero
es el momento de recalcar que la imaginación, que nos engaña sobre todas las
cosas, nos engaña también sobre sí misma. Según lo he explicado al comienzo de
estas lecciones, no hay que creer demasiado a aquellos que describen sus propios
fantasmas. Por lo que a mi toca, me he sorprendido más de una vez describiendo
aquello que no veía de ningún modo, y he podido comprobar que era la descripción
misma lo que confería consistencia a jirones inaprehensibles. Igualmente, cuando
se dibujan recuerdos, la muy vaga evocación del modelo está acompañada de .un
sentimiento de presencia que es todo en nuestro propio cuerpo y que llama al
gesto, por insuficiencia misma del fantasma visual. Es así como el lápiz esboza
una forma que queda, y que es entonces para nosotros como los huecos, grietas,
humaredas y follajes que tan bien sostienen la imaginación y en los que
entrevemos esbozos que quisiéramos completar. Reconocer en el primer esquicio el
retrato que buscamos, conservar y recalcar mejor aún ese parecido, esto es lo
que, a mi entender, puede ser considerado dibujar de memoria. El dibujo no es,
en tal caso, copia de lo imaginario mas bien hace aparecer lo imaginario. Y esta
idea, vuelta a encontrar aquí es de gran alcance para las bellas artes. porque
la imaginación no es más que un tormento; la Imaginación no nos satisface jamás;
cualquiera sea la fuerza de persuasión del discurso, no llegamos jamás a la
alucinación. Quizá la alucinación se reduzca siempre a un género de elocuencia,
y los médicos lo sospechan ahora.
Como
quiera que sea, el hombre normal busca un objeto para sus ensoñaciones; lo hace.
Es que la imaginación es incapaz de crear en el espíritu solamente; por eso
existen las bellas artes. La imaginación sólo puede crear cambiando realmente el
mundo, por el movimiento, por el trabajo de las manos, por la voz. La música nos
proporciona la mejor aclaración sobre este punto, lo mismo que la danza, la
elocuencia y, acaso mejor aún la poesía; porque aquí no hay incertidumbre; nadie
imagina una melodía sin cantarla, ni un paso de baile sin bailarlo, ni un
discurso sin pronunciarlo, y menos aún se querría imaginar un verso sin decirlo
en el propio oído.
Estas
observaciones tan simples me han instruido mucho, haciéndome ver la conveniencia
de tratar de todas la artes en un sistema, es decir, según una serie bien
ordenada. Me he preguntado por qué movimiento del cuerpo humano se buscaba
imaginar una forma, un contorno, un color, y he comprobado que no era menos
natural dibujar o esculpir que cantar o bailar. Esto es lo real de la
ensoñación, fuera de lo cual debemos confesar la indigencia extrema de las
imágenes que no son más que tales. Y realmente no puedo decir lo que es una
imagen contemplada solamente en espíritu; descubro en ella algunas percepciones
vagas y unos cuantos recuerdos revoloteantes, que son de retina. Nuestros
espectros no son en modo alguno nuestros modelos. Por lo contrario, las bellas
artes se explican por el hecho de que la ejecución no deja de superar a la
concepción, sobre todo cuando un largo trabajo de artesano ha establecido la
libre comunicación de sentimientos y movimientos.
Se
llama inspiración a ese movimiento de naturaleza que sobrepasa nuestra
esperanza; y el artista es el hombre en quien la realización por el canto, por
la construcción, por la pintura, por el dibujo, lleva ventaja sobre la
imaginación únicamente mental, tan promisoria y que tan mal cumple.
Todo
hombre quiere fijar sus pensamientos e imágenes y los ve derretirse bajo la
mirada directa, como Eurídice ante Orfeo. Y hay una ley admirable, siempre
negada y siempre verificada, según la cual la atención pone en fuga a la
aparición. Por lo demás, está claro que el recuerdo de la obra no reemplaza de
ninguna manera a la obra; aun en el caso de un poema solemnemente releído, esto
nos sorprende. y esta sorpresa no se desgasta.
El
artista
El
artista. La Pitia. El artista salva a los oráculos. El trabajo y la inspiración.
El artista y la opinión. El poema de la primavera. Pensamiento y sentimiento. El
hombre libre
Nuestras
reflexiones se prolongarían indefinidamente: un mundo se abre, los ejemplos se
proponen, las ideas buscan objeto y lo hallan. Pero hemos llegado al término de
estas lecciones, y es preciso terminar. Pregunto ahora: ¿Qué idea debe hacerse
uno del artista? ¿Es un ciudadano? Me parece que la obediencia a los hombres no
es asunto suyo. Miguel Ángel pintó en su infierno un cardenal a quien no quería;
hubo reclamación ante el Pontífice. En estos casos, el ingenio es el recurso de
los poderosos : "Yo lo puedo todo en el cielo –respondió el Papa–, pero en el
infierno no puedo nada." Era una manera de confesar que el doble . Poder,
reunido en un solo hombre, no tiene potestad alguna sobre le genio.
No
es afuera, ni en ningún género de doctrina, donde el artista irá a buscar sus
ideas. Sus ideas son sus obras. Y ahora adivinamos en parte cómo las busca. De
ningún modo en los libros, en la enseñanza, en la discusión, en la tradición; de
todo eso toma más bien la idea exterior; por ejemplo, el Juicio Final no
es más que el tema. En cuanto a la idea interior, la busca a su manera, la más
antigua, la única confirmada por resultados brillantes, la única que hace
posible el acuerdo, la única que domina las discusiones.
Pero
a fin de reunir bajo nuestra mirada, en esta lección final, este extraño método
de pensar, debemos representarnos a la Pitia, y cómo griegos y bárbaros la
interrogaban. ¿La Pitia? Una loca, incapacitada de referir ya nada a sí misma; y
expresando con movimientos y gritos, expresando sin saber qué. Hombres cansados
de razonar sobre el porvenir acudían a ella en busca de alguna luz acerca de la
presente situación cósmica y de lo que habría de sobrevenir. Ahora bien, ¿qué
idea podía llevar a esa gestión y a esa búsqueda? El pensamiento, por cierto (y
los griegos lo supieron mejor que cualquier otro pueblo), tiene su poder propio,
que procede de aquello que divide y ordena –piénsese en nuestro padre
Descartes–, de tal manera que la punta del razonamiento viene a fijarse en un
punto del mundo, y a determinarlo perfectamente. Es así como se mide el eclipse.
y este ejemplo permite ver claramente que dicho método es abstracto hasta en la
experiencia; porque en e! hecho un eclipse puede serlo todo, inclusive una
batalla perdida por el pánico. Ahora bien, los acontecimientos que nos
interesan, invasiones, victorias, cambios de reinado no son separables, y
nuestros análisis se pierden en el todo, Pero el cuerpo humano es una admirable
caja de resonancia, un registrador de universos, un escorzo del mundo. ¿Qué
presión, qué sonido, qué luz no lo modifica un tanto? El inmenso mar de la
existencia bate por todos los flancos a esta envoltura sensible y la envoltura
reacciona; de ahí el humor. melancólico o alegre. Esto es atemperado tan sólo
por la razón y la cortesía; procedemos y elegimos. Porque somos razonables no
emitimos oráculos. La Pitia no elige; no hay una inflexión de su cuerpo o de su
voz que no exprese todas las cosas a la vez. Nótese que la Pitia resume mil
ejemplos de! mismo género. Se ha interrogado a los locos, a los inocentes, a las
bestias, a las entrañas mismas de las bestias. Todo eso es Pitia. En este
espectáculo de un ser cuyo humor es liberado, de un ser que se ha vuelto un
torbellino de naturaleza flexible a todo, en este espectáculo se expresa un gran
secreto, todo un momento del mundo, del que habrán de depender los momentos
venideros. La dificultad estaba en observar, en interpretar todo esto. En
consultas de este género se adopta, casi siempre, algún lenguaje convencional,
pero el lenguaje común puede convenir también, a condición de que la razón
cartesiana no llegue a turbarlo. Se espera entonces que el conocimiento total,
que está seguramente en ese cuerpo librado a la emoción pura, habrá de
traducirse bien o mal por el lenguaje habitual, aunque quebrado, roto,
deformado. Me parece que esas tentativas, siempre conmovedoras, están ahora
juzgadas. Todo es ambiguo y se hace aquello que place.
¿Y
el artista? El artista es aquel que ha salvado los oráculos por un método más
paciente, apoyado en un oficio, en trabajos continuados, en búsquedas de
expresión primero bastante ordinarias, cantar, esculpir, ornamentar, pintar,
pero notables en que superan grandemente al discurso.
He
explicado suficientemente que el cuerpo humano está en juego, que es intimado
para expresar la verdad profunda; por una variedad de movimientos, no
arbitrarios, sino circunscriptos por anticipado; por un estremecimiento y una
ondulación del contorno según el delirio pítico: y aquí como en el oráculo, el
artista busca la idea y la adivina. No obstante, la obra se hace; la obra
inscribe el oráculo, lo conserva y se ofrece como una tableta más sensible, en
la que habrán de inscribirse otros movimientos por venir. El verso se diseña;
algunas palabras aparecen en la canción; un resplandor ilumina e! retrato
pintado.
El
trabajo del artista consiste en reconocer la idea en embrión, liberarla con
precaución, tomando buen cuidado de que la razón no turbe ese misterioso
trabajo, esa respuesta del cuerpo humano en comunicación con todas las cosas. y
que cada cual juzgue según el arte que conoce mejor.
Por
mi parte, es sobre todo en el trabajo del músico y, en particular, del poeta,
donde capto mejor esa paciencia para rechazar aquello que es de industria y para
golpear, en cierto modo, sobre la obra comenzada hasta que ella responda. Se
comprende entonces cómo el trabajo está ligado a la inspiración, cómo la prepara
y la solicita; cómo también es gran arte el no borrar temerariamente y cómo una
plena indulgencia hacia sí mismo se concilia con una severidad inflexible.
Heroica confianza en sí mismo, valerosa confianza en sí sólo. El artista es el
único optimista. La recompensa de cada instante, invisible para los demás, es lo
que lo sostiene. Por ese largo camino halla, en forma de objeto, la idea
inexpresable e inagotable, fuente sin fin de pensamientos, a su vez oráculo,
espejo del alma y respuesta a nuestras pasiones. Así es un hermoso poema, y así
también un bello retrato.
Por
ello comprendo mejor aquello que he adelantado, que la obediencia a los demás, a
las costumbres, a las leyes, al poder, a los intereses y, en fin, a todas las
razones de Estado, no es lo que importa en el artista. Pero ahora, al que sabe
convertirse en Pitia, para sí mismo y para todos, le veo no discutiendo y
negando, sino más bien confiando en el oficio, volviendo a él, pensando en ello.
Desconfiando, pues, respecto de aquello que está razonablemente probado,
explicado y que él llama intelectual; eso es moneda corriente, el pensamiento
abstracto y comunicable, que viene de fuera y que uno aprende de los demás.
¿Aprender de los demás? El oficio sí se lo aprende de los demás; pero el
pensamiento del artista es como un coloquio con su propio genio, a través del
lenguaje de un determinado oficio. El artista teme la opinión; quiero decir que
teme amarla, respetarla. Teme más el elogio que la censura. Teme tachar
temerariamente y por la razón lo que su naturaleza le dicta. Es original en el
sentido de que sus pensamientos, que son sus obras, tienen su origen en él mismo
y no en los demás. Así, el artista está aislado en un sentido dado, pero humano,
universal, hermano de todos en mayor grado, quizá, que ningún otro hombre.
¿Original? Es necesario interpretar debidamente esta palabra.
He
dicho ya que solamente los lugares comunes son verdaderos. No hay que creer que
el artista busca una idea rara. No, sino más bien una manera rara, única que le
es propia, de producir una idea común, de producirla realmente común, hablando a
todo hombre, como hablan las grandes obras. No hemos de agotar esta idea, que
sería posible seguir a través de todas las artes; pero puedo aclararla todavía
por un ejemplo tomado de las estaciones.
Hay
más de una primavera en el poeta. Al presente he de evocar a tres. De Horacio en
primer término:
Deshecho
está el áspero invierno ante el alegre retorno de Primavera y Céfiro,
Y
de la playa se tiran con el cable las carenas….
Otro,
también de Horacio:
¡Huyen
las nieves! Retorna ya el césped a los prados,
y
en los árboles cabelleras . ..
Un
tercero, por fin, de Válery ; y esta primavera no será menos leída que sus
antecesoras:
Mañana,
sobre un suspiro de las bondades consteladas
La
primavera viene a quebrar las fuentes selladas.
El
detalle de la ejecución no me es necesario; y he aquí adonde quiero llegar. La
primavera es conocida de todos sentida por todos. Conocida de todos. Cada cual
puede describirla por los astros, por los pájaros, por las flores y las hojas, y
nada se opone a que todas estas cosas sean puestas en verso, a la manera del
abate Delille. Serán pensamientos formados primeramente según la experiencia
razonable y luego sujetos al número y a la rima. Por otra parte, cada cual
Siente la primavera. Todo nuestro ser lo expresa a la manera .pítica. Los
movimientos, la tez, los ojos, hasta las ondulaciones del cabello; todo lleva un
mensaje, como lo llevan el mirlo, el pinzón, la oropéndola y el cuclillo. Pero
todo eso es apenas balbuceo; es algo inexpresado, La idea no puede salir por ese
camino, que no es más que una alegría, una impaciencia, un gran amor sin
palabra.
Ahora
bien, lo que constituye lo bello en el poema de la primavera no es la idea
expresada, que es ordinaria; no es el sentimiento, experimentado por todos. Lo
bello es ese sentimiento mismo, a través de los movimientos del cuerpo, por una
especie de danza espontánea que el poeta interroga y que produce como por
milagro y con un ruido de naturaleza las palabras que cada cual diría. Cada cual
las diría, pero ahora es el oráculo el que habla. La idea tiene un cuerpo, la
idea es naturaleza, la idea es interior; viene de lo más profundo del ser, como
una sonrisa o una lágrima, desde lo más profundo del ser sibilino. En nosotros
también, que leemos, por el doble humano, por la razón y por la fábrica de
nuestro cuerpo, que concuerdan milagrosamente, la reconciliación está hecha
entre aquello que danza y aquello que piensa. Es como un saludo; es una solución
del problema humano, del problema real. ¡Por fin tengo una idea! Mejor aún
–como los fantasmas de ideas se compran en el mercado– por fin soy la idea. La
idea puede ser completamente común, pero se la posee.
Poseer
una idea es la verdadera riqueza, y riqueza rara. No es rara la idea, sino su
posesión. Pregúntese a alguien su opinión; primero mira a los demás. Lo propio
de las opiniones de respeto, de mercado, de cálculo, es ser prestadas; prestadas
por todos a todos, tal como se vió en la célebre crisis de confianza: cada cual
se ajusta a los demás, lo que comunica al fin a todos una opinión que no es de
nadie. Miseria. Imito, saludo, adulo, me pongo de acuerdo. Acuerdo vacío; falta
el hombre. La idea no tiene raíces; no expresa la naturaleza individual.
Felizmente todos somos un poco artistas, y cada cual, desde el instante en que
se le pregunta seriamente qué piensa, busca su sentimiento. "He aquí mi sentir"
es la palabra de más fuerza porque quiere designar la idea que nace de nuestra
naturaleza y que concuerda con nuestros movimientos más secretos. Tales son los
relámpagos del genio en todo hombre, pero son raros. Como no se tiene el método
del artista, no se los puede volver a encontrar; uno se sorprende de no
encontrarlos; no se atreve a creerlo; más exactamente, uno no se atreve a
haberlo creído. El artista que se pierde a sí mismo no ha osado creer en sí
mismo. Fué a preguntar a los demás lo que pensaban. Prestemos atención. Es
posible que una cierta materia instructiva, aun embriagada de sí misma, haga
desaparecer al hombre bajo el traje. ¡Es tan fácil repetir! Una prueba nos
fuerza. Así todo estaría dicho, pero esa fuerza misma nos inquieta. Pascal había
visto claramente el privilegio de las razones que uno mismo ha hallado. Pero las
gentes, en su mayoría renuncian; se limitan a ser curiosas, dóciles, inquietas
por la opinión, imitadoras, rebaño. El ingobernable, el indomable artista, sería
pues como un centro de reunión y de resistencia; otra especie extraña de rey que
no quiere reinar. Un hombre roca, al que no es posible persuadir, al que es
preciso rodear, como a un monumento, que obstruye. Y veríamos cosas hermosas si
algún agente de bastón blanco impusiese a todos los espíritus el sentido único,
la mano única.
Esto
hace reír. Aquí no hay incertidumbre, ni la hubo jamás. Cada cual espera los
verdaderos valores. El hombre roca tiene tres nombres y tres aspectos. El
artista, el santo; el sabio, ofrecen en todos los tiempos el modelo del hombre
que piensa según él mismo, que no adula, que no busca el elogio, que no funda
una asociación con estatutos. Pero ellos son también los únicos dignos de ser
honrados; entre los tres hacen la humanidad, pues por su enérgica negativa de
sociedad hacen al punto sociedad. El santo y el sabio son raros. A veces, la
modestia los reúne en rebaño: Iglesia o Academia. El artista exhibe otra
modestia inquebrantable: "Yo soy –dice– como soy; expresaré mi yo o no expresaré
nada. Yo no envidio." El artista, por su vocación misma, es el incorruptible.
Por donde puede comprenderse, una vez más, el alto precio de las artes y de las
obras bellas. Ese valor no humilla; levanta. Esa admirable desigualdad produce
en seguida la igualdad, porque despierta
Alain.
Veinte lecciones sobre las bellas artes. Emecé Editores, Buenos Aires,
1955. Págs 48-58. Traducción de Alejandro Ruiz Guiñazú.
Alain
(Émile-Auguste Chartier) Francia 1868-1951 Fue seleccionado para enseñar
filosofía en París y ejerció una influencia considerable entre generaciones de
estudiantes, enseñándoles no en qué pensar sino en cómo pensar. Entre 1914 y
1917, sirvió en el ejército donde escribió Marte o la verdad de la guerra
(1921) y Sistema de las Bellas Artes (1920). Después de la guerra,
reanudó sus escritos y clases en el liceo Enrique IV. Se retiró a una pequeña
casa en Le Vésinet cerca de París, donde recibía las visitas asiduas de sus
discípulos. Entre sus obras más conocidas están: Idées (Ideas, 1932), Los
dioses (1934) y Las aventuras del corazón (1945). En 1951 su amplio
conjunto de obras fue premiado con el primer Gran Premio Nacional de Literatura,
el único honor que estuvo dispuesto a aceptar en vida. Único entre los escritos
filosóficos, Propósitos (1906-1951) es una colección de textos
periodísticos por su contenido, pero satisface los más elevados modelos de rigor
filosófico; reúne la mayor parte de la obra escrita de Alain. Estos 5.000 textos
cortos hablan sobre acontecimientos de la época en la que Alain vivió, pero son,
ante todo, la libre expresión de un gran pensamiento. (mundocitas.com)

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