Walter Benjamin - La tarea del traductor
a
Cuando
nos hallamos en presencia de una obra de arte o de una forma artística nunca
advertimos que se haya tenido en cuenta al destinatario para facilitarle la
interpretación. No se trata sólo de que la referencia a un público determinado o
a sus representantes contribuya a desorientar, sino de que incluso el concepto
de un destinatario «ideal» es nocivo para todas las explicaciones teóricas sobre
el arte, porque éstas han de limitarse a suponer principalmente la existencia y
la naturaleza del ser humano. De tal suerte, el arte propiamente dicho presupone
el carácter físico y espiritual del hombre; pero no existe ninguna obra de arte
que trate de atraer su atención, porque ningún poema está dedicado al lector,
ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la
escuchan.
Pero
¿se hace acaso una traducción pensando en los lectores que no entienden el
idioma original? Esta pregunta parece explicar suficientemente la diferencia de
categoría entre original y traducción en el reino del arte. Por lo demás, es
esta la única razón posible para repetir «la misma cosa». ¿Qué «dice» una obra
literaria? ¿Qué comunica? Muy poco a aquel que la comprende. Su razón de ser
fundamental no es la comunicación ni la afirmación. Y sin embargo la traducción
que se propusiera desempeñar la función de intermediario sólo podría transmitir
una comunicación, es decir, algo que carece de importancia. Y este es en definitiva el signo
característico de una mala traducción. Ahora bien, lo que hay en una obra
literaria— y hasta el mal traductor reconoce que es lo esencial— ¿no es lo que
se considera en general como intangible, secreto, «poético»? ¿Se trata entonces
de que el traductor sólo puede transmitir algo haciendo a su vez literatura? De
ahí arranca en realidad una segunda característica de la mala traducción que,
según esto, puede definirse diciendo que es una transmisión inexacta de un
contenido no esencial. Y en esto quedará, mientras la traducción no tenga más
propósito que servir al lector. Pero si la traducción estuviera realmente
destinada al lector, también tendría que estarlo el original. Y si no fuera esta
la razón de ser del original, ¿qué sentido debería darse entonces a la
traducción basada en esta dependencia?
La
traducción es ante todo una forma. Para comprenderla de este modo es preciso
volver al original, ya que en él está contenida su ley, así como la posibilidad
de su traducción. El problema de la traducibilidad de una obra tiene una doble
significación. Puede significar en primer término que entre el conjunto de sus
lectores la obra encuentre un traductor adecuado. Y puede significar también
—con mayor propiedad— que la obra, en su esencia, consiente una traducción y,
por consiguiente, la exige, de acuerdo con la significación de su forma. En
principio, la primera cuestión admite sólo una solución problemática y la
segunda una solución apodíctica. Únicamente una mentalidad superficial, que se
niegue a reconocer el sentido independiente de la segunda, las declarará
equivalentes… A este criterio podría oponerse que ciertos conceptos correlativos
conservan su sentido exacto, y tal vez el mejor, si no se aplican exclusivamente
al hombre desde el comienzo. Así podría hablarse de una vida o de un instante
inolvidables, aun cuando toda la humanidad los hubiese olvidado. Si, por
ejemplo, su carácter exigiera que no pasase al olvido, dicho predicado no
representaría un error, sino sólo una exigencia a la que los hombres no
responden, y quizá también la indicación de una esfera capaz de responder a
dicha exigencia: la del pensamiento divino. Del mismo modo podría considerarse
la traducibilidad de ciertas formas idiomáticas, aunque fuesen intraducibies
para los hombres. Y basándose en un concepto riguroso de la traducción ¿no
podrían en cierto modo serlo realmente? Teniendo en cuenta esta diferencia,
cabría preguntar si es conveniente favorecer la traducción de ciertas formas
idiomáticas. Y así es como adquiriría significación la frase: si la traducción
es una forma, la traducibilidad de ciertas obras debería ser esencial. La
traducibilidad conviene particularmente a ciertas obras, pero ello no quiere
decir que su traducción sea esencial para las obras mismas, sino que en su
traducción se manifiesta cierta significación inherente al original. Es evidente
que una traducción, por buena que sea, nunca puede significar nada para el
original; pero gracias a su traducibilidad mantiene una relación íntima con él.
Más aun: esta relación es tanto más estrecha en la medida en que para el
original mismo ya carece de significación. Es una relación que puede calificarse
de natural y, más exactamente aun, de vital. Así como las manifestaciones de la
vida están íntimamente relacionadas con todo ser vivo, aunque no representan
nada para éste, también la traducción brota del original, pero no tanto de su
vida como de su «supervivencia», pues la traducción es posterior al original. Y
sin embargo, para las obras importantes que nunca encuentran a sus traductores
adecuados en la época de su creación, indica la fase de su supervivencia. La
idea de la vida y de la supervivencia de las obras debe entenderse con un rigor
totalmente exento de metáforas. Ni siquiera en las épocas de mayor confusión
mental se ha supuesto que sólo el organismo pudiera estar dotado de vida. Pero
ello no es razón para pretender extender el imperio de la vida bajo el frágil
cetro del alma, como lo intentó Fechner; ni tampoco para decir que sería posible
definir la vida basándose en los actos todavía menos decisivos de la animalidad
o en el sentimiento, que sólo la caracteriza ocasionalmente. Este concepto se
justifica mejor cuando se atribuye a aquello que ha hecho historia y no ha sido
únicamente escenario de ella. Porque en último término sólo puede determinarse
el ámbito de la vida partiendo de la historia y no de la naturaleza, y mucho
menosi de cosas tan variables como el sentimiento y el alma. De ahí que
corresponda al filósofo la misión de interpretar toda la vida natural, partiendo
de la existencia más amplia de la historia. Y en todo caso ¿la supervivencia de
las obras no es incomparablemente más fácil de reconocer que la de las
criaturas? La historia de las grandes obras de arte arranca de los orígenes de
la vida, se ha formado durante la vida del artista, y las generaciones
ulteriores son esencialmente las que le confieren una supervivencia duradera.
Cuando se manifiesta esta supervivencia, toma el nombre de fama. Las
traducciones que son algo más que comunicaciones surgen cuando una obra
sobrevive y alcanza la época de su fama. Por consiguiente, las traducciones no
son las que prestan un servicio a la obra, como pretenden los malos traductores,
sino que más bien deben a la obra su existencia. La vida del original alcanza en
ellas su expansión póstuma más vasta y siempre renovada.
Esta
expansión es como la de una vida peculiar y superior y se halla determinada por
un objetivo peculiar y superior. Vida y objetivo: su relación aparentemente
evidente y que sin embargo casi se sustrae al conocimiento, se revela sólo si
esa finalidad para la cual colaboran todos los objetivos singulares de la vida
no es a su vez buscada en la esfera misma de la vida, sino en una esfera
superior. En último término, todos los fenómenos vitales y su objetivo, no sólo
son útiles para la vida, sino también para expresar su esencia y para subrayar
su importancia. La traducción sirve pues para poner de relieve la íntima
relación que guardan los idiomas entre sí. No puede revelar ni crear por si
misma esta relación íntima, pero sí puede representarla, realizándola en una
forma embrionaria e intensiva. Y precisamente esta representación de un hecho
indicado mediante el tanteo, que es el germen de su creación, constituye una
forma de representación muy peculiar que apenas aparece fuera del ámbito de la
vida idiomática, pues ésta encuentra en las analogías y los signos otros medios
de expresión distintos del intensivo, es decir, la realización previa y alusiva.
Pero este vínculo imaginado e íntimo de las lenguas es el que trae consigo una
convergencia particular. Se funda en el hecho de que las lenguas no son extrañas
entre sí, sino a priori, y prescindiendo de todas las relaciones históricas,
mantienen cierta semejanza en la forma de decir lo que se proponen. En todo
caso, como consecuencia de este intento de explicación el análisis parece
desembocar de nuevo en la teoría tradicional de la traducción, después de haber
dado unos rodeos inútiles. Si el parentesco de los idiomas ha de confirmarse en
las traducciones, ¿cómo puede hacerlo, si no es transmitiendo con la mayor
exactitud posible la forma y el sentido del original? Naturalmente, esta teoría
no podría expresar el concepto de dicha exactitud, ya que no lograría justificar
lo que es esencial en una traducción. Ahora bien, el parentesco entre los
idiomas aparece en una traducción de manera más intensa y categórica que en la
semejanza superficial e indefinible de dos obras literarias. Para comprender la
verdadera relación entre el original y la traducción hay que partir de un
supuesto, cuya intención es absolutamente análoga a los razonamientos, en los
que la crítica del conocimiento ha de demostrar la imposibilidad de establecer
una teoría de la copia. Si allí se probara que en el conocimiento no puede
existir la objetividad, ni siquiera la pretensión de ella, si sólo consistiera
en reproducciones de la realidad, aquí puede demostrarse que ninguna traducción
sería posible si su aspiración suprema fuera la semejanza con el original.
Porque en su supervivencia —que no debería llamarse así de no significar la
evolución y la renovación por que pasan todas las cosas vivas— el original se
modifica. Las formas de expresión ya establecidas están igualmente sometidas a
un proceso de maduración. Lo que en vida de un autor ha sido quizás una
tendencia de su lenguaje literario, puede haber caído en desuso, ya que las
formas creadas pueden dar origen a nuevas tendencias inmanentes; lo que en un
tiempo fue joven puede parecer desgastado después; lo que fue de uso corriente
puede resultar arcaico más tarde. Perseguir lo esencial de estos cambios, así
como de las transformaciones constantes del sentido, en la subjetividad de lo
nacido ulteriormente, en vez de buscarlo en la vida misma del lenguaje y de sus
obras —aun admitiendo el psicologismo más riguroso— significaría confundir el
principio y la esencia de una cosa o, dicho con más exactitud, sería negar uno
de los procesos históricos más grandiosos y fecundos de la fuerza primaria del
pensamiento. E incluso, si pretendiéramos convertir el último trazo de pluma del
autor en el golpe de gracia para su obra, no lograría salvarse esa fenecida
teoría de la traducción. Pues así corno el tono y la significación de las
grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos,
también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra
del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada
a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como
consecuencia de esta evolución. La traducción está tan lejos de ser la ecuación
inflexible de dos idiomas muertos que, cualquiera que sea la forma adoptada, ha
de experimentar de manera especial la maduración de la palabra extranjera,
siguiendo los dolores del alumbramiento en la propia lengua. Si es cierto que en
la traducción se hace patente el parentesco de los idiomas, conviene añadir que
no guarda relación alguna con la vaga semejanza que existe entre la copia y el
original. De esto se infiere que el parentesco no implica forzosamente la
semejanza. Y aun así el concepto de la afinidad se halla a este respecto de
acuerdo con su empleo más estricto, ya que no es posible definirlo exactamente
basándose en la igualdad de origen de ambas lenguas, aun cuando, como es
natural, para la determinación de ese empleo más estricto siga siendo
imprescindible la noción de origen. Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe
buscarse el parentesco entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de
las literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de sus
frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se funda más bien en el
hecho de que ninguno de ellos por separado, sin la totalidad de ambos, puede
satisfacer recíprocamente sus intenciones, es decir el propósito de llegar al
lenguaje puro. Precisamente, si por una parte todos los elementos aislados de
los idiomas extranjeros, palabras, frases y concordancias, se excluyen entre sí,
estos mismos idiomas se complementan en sus intenciones. Para expresar
exactamente esta ley, una de las fundamentales de la filosofía del lenguaje, hay
que distinguir en la intención lo entendido y el modo de entender. En las
palabras Brot y pain lo entendido es sin duda idéntico pero el
modo de entenderlo no lo es. Sólo por la forma de pensar constituyen estas
palabras algo distinto para un alemán y para un francés; son inconfundibles y en
último término hasta se esfuerzan por excluirse. Pero en su intención, tomadas
en su sentido absoluto, son idénticas y significan lo mismo. De manera que la
forma de entender estos dos, vocablos es contradictoria, pero se complementa en
las dos lenguas de las que proceden. Y a decir verdad se complementa en ellas
la forma de pensar en relación con lo pensado, Tomadas aisladamente, las lenguas
son incompletas y sus significados nunca aparecen en ellas en una independencia
relativa, como en las palabras aisladas o proposiciones, sino que se encuentran
más bien en una continua transformación, a la espera de aflorar como la pura
lengua de la armonía de todos esos modos de significar. Hasta ese momento ello
permanece oculto en las lenguas. Pero si éstas se desarrollan así hasta el fin
mesiánico de sus historias, la traducción se alumbra en la eterna supervivencia
de las obras y en el infinito renacer de las lenguas, como prueba sin cesar
repetida del sagrado desarrollo de los idiomas, es decir de la distancia que
media entre su misterio y su revelación, y se ve hasta qué punto esa distancia
se halla presente en el conocimiento. En todo caso, esto permite reconocer que
la traducción no es sino un procedimiento transitorio y provisional para
interpretar lo que tiene de singular cada lengua. Para comprender esta
singularidad el hombre no dispone más que de medios transitorios y
provisionales, por no tener a su alcance una solución permanente y definitiva o,
por lo menos, por no poder aspirar a ella inmediatamente. En cambio el
desarrollo de las religiones tiene un carácter mediato, porque hace madurar en
los idiomas la semilla oculta de otro lenguaje más alto. Así resulta que la
traducción, aun cuando no pueda aspirar a la permanencia de sus formas —y en
esto se distingue del arte— no niega su orientación hacia una fase final,
inapelable y decisiva de todas las disciplinas lingüísticas. En ella se exalta
el original hasta una altura del lenguaje que, en cierto modo, podríamos
calificar de superior y pura, en la que, como es natural, no se puede vivir
eternamente, ya que no todas las partes que constituyen su forma pueden ni con
mucho llegar a ella, pero la señalan por lo menos con una insistencia admirable,
como si esa región fuese el ámbito predestinado e inaccesible donde se realiza
la reconciliación y la perfección de las lenguas. No alcanza tal altura en su
totalidad, pero tal altura está relacionada con lo que en la traducción es más
que comunicación. Ese núcleo esencial puede calificarse con más exactitud
diciendo que es lo que hay en una obra de intraducible. Por importante que sea
la parte de comunicación que se extraiga de ella y se traduzca, siempre
permanecerá intangible la parte que persigue el trabajo del auténtico traductor.
Ésta no es transmisible, como sucede con la palabra del autor en el original,
porque la relación entre su esencia y el lenguaje es totalmente distinta en el
original y en la traducción. Si en el primer caso constituyen éstos cierta
unidad, como la de una fruta con su corteza, en cambio el lenguaje de la
traducción envuelve este contenido como si lo ocultara entre los amplios
pliegues de un manto soberano, porque representa un lenguaje más elevado que lo
que en realidad es y, por tal razón, resulta desproporcionado, vehemente y
extraño a su propia esencia.; Esta incongruencia impide toda ulterior
transposición y, al mismo tiempo, la hace superflua, ya que toda traducción de
una obra, a partir de un momento determinado de la historia del lenguaje,
representa, en relación con un aspecto determinado de su contenido, las
traducciones en todos los demás. Es decir que la traducción transplanta el
original a un ámbito lingüístico más definitivo —lo que, por lo menos en este
sentido, resulta irónico—, puesto que desde él ya no es posible trasladarlo,
valiéndose de otra traducción y sólo es posible elevarlo de nuevo a otras
regiones de dicho ámbito, pero sin salir de él. No por azar la palabra «irónico»
puede hacernos recordar aquí ciertas argumentaciones de los románticos. Éstos
fueron los primeros que tuvieron una visión de la vida de las obras, de la cual
la traducción es la prueba suprema. Claro está que apenas la reconocieron como
tal y que dirigieron más bien toda su atención a la crítica, que representa
igualmente, aunque en una proporción menor, una circunstancia importante para la
supervivencia de las obras. Pero aun cuando su teoría se refirió difícilmente a
la traducción, la grandiosa obra de traductores que cumplieron coincidió con un
sentimiento de la esencia y de la dignidad de esta forma de actividad. Este
sentimiento —como todo parece indicarlo— no es forzosamente el más poderoso en
el escritor. Y hasta es posible que éste, en su calidad de autor, lo considere
insignificante. Ni siquiera la historia apoya el prejuicio tradicional según el
cual los traductores eminentes serían poetas y los poetas mediocres pésimos
traductores. Muchos de los mejores, como Lutero, Voss, Schlegel, son
incomparablemente más significativos como traductores que como poetas; otros
entre los máximos, como Hölderlin y George, no se pueden entender, en el ámbito
total de su creación, sólo como poetas, y mucho menos como traductores.
Precisamente por ser la traducción una forma peculiar, la función del traductor
tiene también un carácter peculiar, que permite distinguirla exactamente de la
del escritor. Esta función consiste en,. encontrar en la lengua a la que se
traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua un eco del original.
Esta es una característica de la traducción que marca su completa divergencia
respecto a la obra literaria, porque su actitud nunca pasa al lenguaje como tal,
o sea a su totalidad, sino que se dirige sólo de manera inmediata a
determinadlas relaciones lingüísticas. Porque la traducción, al contrario de la
creación literaria, no considera como quien dice el fondo de la selva
idiomática, sino que la mira desde afuera, mejor dicho, desde en frente y sin
penetrar en ella hace entrar al original en cada uno de los lugares en que
eventualmente el eco puede dar, en el propio idioma, el reflejo de una obra
escrita en una lengua extranjera. La intención de la traducción no persigue
solamente una finalidad distinta de la que tiene la creación literaria, es
decir el conjunto de un idioma a partir de una obra de arte única escrita en una
lengua extranjera, sino que también es diferente ella misma, porque mientras la
intención de un autor es natural, primitiva e intuitiva, la del traductor es
derivada, ideológica y definitiva, debido a que el gran motivo de la integración
de las muchas lenguas en una sola lengua verdadera es el que inspira su tarea.
Una tarea en la que las proposiciones, obras y juicios particulares no llegan
nunca a entenderse, pero en la cual las lenguas diversas concuerdan entre sí,
integradas y reconciliadas en la forma de entender. En cambio, si existe una
lengua de la verdad, en la cual los misterios definitivos que todo pensamiento
se esfuerza por descifrar se hallan recogidos tácitamente y sin violencias,
entonces el lenguaje de la verdad es el auténtico lenguaje. Y justamente este
lenguaje, en cuya intención y en cuya descripción se encuentra la única
perfección a que pueda aspirar el filósofo, permanece latente en el fondo de la
traducción. No existe una musa de la filosofía, como tampoco existe una musa de
la traducción. Pero estas actividades no son triviales, como pretenden algunos
artistas sentimentales, pues hay un genio filosófico cuya peculiaridad es el
afán de encontrar ese lenguaje que se anuncia en la traducción: «Les langues
imparfaites en cela que plusieurs, manque la suprême: penser étant écrire sans
accessoires, ni chuchotement mais tacite encore l'immortelle parole, la
diversité, sur terre, des idiomes empêche personne de proférer les mots qui,
sinon se trouveraient par une frappe unique, elle même matériellement la
vérité.» Si el filósofo es capaz de apreciar exactamente lo que piensa
Mallarmé con estas frases, entonces la traducción se encuentra con los gérmenes
de este lenguaje a mitad de camino entre la teoría y la obra literaria. Su
trabajo tiene menos intensidad, pero no por ello deja de imprimir su cuño en la
historia.
Si
se encara desde este punto de vista la tarea del traductor, los caminos para
darle solución amenazan con convertirse en más impenetrables. Incluso
agregaremos: el problema de hacer madurar en la traducción el germen del
lenguaje puro parece no resolverse probablemente ni determinarse nunca con
ninguna solución. Pues ¿no se quita a ésta todo fundamento cuando la
reproducción del sentido original deja de ser determinante? Pues esto
—interpretado negativamente— es el significado de todo lo que antecede. La
fidelidad y la libertad —libertad de la reproducción en su sentido literal y, a
su servicio, la fidelidad respecto a la palabra— son los conceptos tradicionales
que intervienen en toda discusión acerca de las traducciones. Estos conceptos ya
no parecen servir para una teoría que busque en la traducción otra cosa distinta
de la reproducción del sentido. A decir verdad, su empleo tradicional considera
estos conceptos en discrepancia permanente. Porque, en realidad, ¿qué valor
tiene la fidelidad para la reproducción del sentido? La fidelidad de la
traducción de cada palabra aislada casi nunca puede reflejar por completo el
sentido que tiene el original, ya que la significación literaria de este
sentido, en relación con el original, no se encuentra en lo pensado, sino que es
adquirida precisamente en la misma proporción en que lo pensado se halla
vinculado con la manera de pensar en la palabra determinada. Este hecho suele
expresarse mediante una fórmula que declara que las palabras encierran un tono
sentimental. Y hasta podría decirse que la traducción literal, en lo que atañe a
la sintaxis, impide por completo la reproducción del sentido y amenaza con
desembocar directamente en la incomprensión. En el siglo XIX las traducciones de
Sófocles hechas por Hölderlin eran los ejemplos monstruosos de esta traducción
literal. Se comprende fácilmente hasta qué punto la fidelidad en la reproducción
de la forma acaba complicando la del sentido. De acuerdo con esto, la
conservación del sentido no requiere forzosamente la traducción literal. El
sentido se halla mucho mejor servido por la libertad sin trabas de los malos
traductores, incluso con daño para la literatura, y el lenguaje. De manera que
esta necesidad, cuya razón es evidente y cuya justificación está muy oculta,
debe entenderse forzosamente teniendo en cuenta motivos mejor fundados. Como
sucede cuando se pretende volver a juntar los fragmentos de una vasija rota que
deben adaptarse en los menores detalles, aunque no sea obligada su exactitud,
así también es preferible que la traducción, en vez de identificarse con el
sentido del original, reconstituya hasta en los menores detalles el pensamiento
de aquél en su propio idioma, para que ambos, del mismo modo que los trozos, de
la vasija, puedan reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior. Por esta
razón, la traducción, en su propósito de comunicar algo, debe prescindir en gran
parte del sentido, y el original ya sólo le es indispensable en la medida en que
haya liberado al traductor y a su obra del esfuerzo y de la disciplina. del
comunicante. En el terreno de la traducción puede aplicarse también la sentencia
"en el principio fue el Verbo". En cambio, por lo que se refiere al sentido, no
puede o, mejor dicho, no debe dejar fluir libremente el lenguaje, a fin de
impedir que su intención suene como un reflejo, sino que para que sea una
armonía y un complemento del idioma, en el que éste comunique la forma peculiar
de la intención. Por lo tanto, no es el mejor elogio de una traducción, sobre
todo en el momento de su producción, decir de ella que se lee como un original
escrito en la lengua a la que fue vertido. Es más lisonjero decir que la
significación de la fidelidad, garantizada por la traducción literal, expresa a
través de la obra el deseo vehemente de completar el lenguaje. La verdadera
traducción es transparente, no cubre el original, no le hace sombra, sino que
deja caer en toda su plenitud sobre éste el lenguaje puro, como fortalecido por
su mediación. Esto puede lograrlo sobre todo la fidelidad en la transposición de
la sintaxis, y ella es precisamente la que señala la palabra, y no la frase,
como elemento primordial del traductor. Pues la frase es el muro que se levanta
ante el lenguaje del original, mientras que la fidelidad es el arco que lo
sostiene.. Si la fidelidad y la libertad de la traducción se han considerado en
todo tiempo como tendencias antagónicas, esta interpretación más profunda de una
de ellas no parece reconciliarlas, sino que, por el contrario, niega a la otra
todos sus derechos. Pues ¿a qué se refiere la libertad, si no es a la
reproducción del sentido, que ha de cesar de tener fuerza de ley? Sólo cuando el
sentido de una forma idiomática puede construirse de manera idéntica a la de su
comunicación queda todavía algo terminante y definitivo, muy semejante y sin
embargo infinitamente distinto, oculto debajo de ella o, mejor dicho, debilitado
o fortalecido por ella, pero que va más allá de la comunicación. En todas las
lenguas y en sus formas, además de lo transmisible, queda algo imposible de
transmitir, algo que, según el contexto en que se encuentra, es simbolizante o
simbolizado. Es simbolizante sólo en las formas definitivas de las lenguas, pero
es simbolizado en el devenir de los idiomas mismos. Y lo que se trata de
representar o crear en el devenir de las lenguas es ese mismo núcleo del
lenguaje puro. Pero cuando éste, oculto o fragmentario, continúa a pesar de todo
presente en la vida, como si fuera lo simbolizado, entonces sólo vive
simbolizado en las formas. Por el contrario, en las lenguas, esta última
realidad fundamental que es lenguaje puro, si está sólo ligada a lo lingüístico,
es la riqueza única e inmensa de la traducción. En este lenguaje puro, que ya no
significa ni expresa nada, sino que, como palabra creadora e inexpresiva, es lo
que se piensa en todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo sentido y
de toda intención, a un estrato en el que está destinado a extinguirse. Y
precisamente él confirma un derecho nuevo y superior para la libertad de la
traducción. Su valor no procede del sentido del mensaje, ya que la misión de la
fidelidad es la de emanciparlo. La libertad se hace patente en el idioma propio,
por amor del lenguaje puro. La misión del traductor es rescatar ese lenguaje
puro confinado en el idioma extranjero, para el idioma propio, y liberar el
lenguaje preso en la obra al nacer la adaptación. Para conseguirlo rompe las
trabas caducas del propio idioma: Lutero, Voss, Hölderlin y George han extendido
las fronteras del alemán. De acuerdo con esto, la importancia que conserva el
sentido para la relación entre la traducción y el original puede expresarse con
una comparación. Así como la tangente sólo roza ligeramente al círculo en un
punto, aunque sea este contacto y no el punto el que preside la ley, y después
la tangente sigue su trayectoria recta hasta el infinito, la traducción también
roza ligeramente al original, y sólo en el punto infinitamente pequeño del
sentido, para seguir su propia trayectoria de conformidad con la ley de la
fidelidad, en la libertad del movimiento lingüístico. La verdadera significación
de ésta libertad ha sido expuesta por Rudolf Pannwitz, aunque sin nombrarla ni
fundamentarla, en su Crisis de la cultura europea, que tal vez sea, junto con
las frases de Goethe en las notas para El Diván, lo mejor que se ha escrito en
Alemania sobre la teoría de la traducción. Se dice allí que «nuestras versiones,
incluso las mejores, parten de un principio falso, pues quieren convertir en
alemán lo griego, indio o inglés en vez de dar forma griega, india o inglesa al
alemán. Tienen un mayor respeto por los usos de su propia lengua que por el
espíritu de la obra extranjera... El error fundamental del traductor es que se
aferra al estado fortuito de su lengua, en vez de permitir que la extranjera lo
sacuda con violencia. Además, cuando traduce de un idioma distinto del suyo está
obligado sobre todo a remontarse a los últimos elementos del lenguaje, donde la
palabra, la imagen y el sonido se confunden en una sola cosa; la de ampliar y
profundizar su idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida
en que ello es posible y hasta qué grado un idioma puede transformarse, ya que
una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se distingue poco de
otro; pero esto no se advierte cuando se la toma a la ligera, sino cuando se la
considera con la debida seriedad». El grado de traducibilidad del original
determina hasta qué punto puede una traducción corresponder a la esencia de esta
forma. Cuanto menores sean el valor y la categoría de su lengua, cuanto mayor
sea su carácter de mensaje, tanto menos favorable será para su traducción, hasta
que la preponderancia de dicho sentido, lejos de ser la palanca para una
traducción perfecta, se convierta en su perdición. Cuanto más elevada sea la
categoría de una obra, tanto más conservará el contacto fugitivo con su sentido,
y más asequible será a la traducción. Esta afirmación, naturalmente, sólo es
aplicable a los originales. En cambio las traducciones resultan intraducibles,
no por su dificultad, sino por la excesiva superficialidad del contacto que
mantienen con el sentido. En este aspecto, lo mismo que en cualquier otro
esencial, las traducciones de Hölderlin, especialmente las de las dos tragedias
de Sófocles, son una confirmación de lo que acabamos de decir. La armonía del
lenguaje es tan completa en ellas que el sentido sólo es rozado por el idioma
como un arpa eólica por el viento. Las traducciones de Hölderlin son las
imágenes primigenias de su forma; hasta comparadas con las versiones más
perfectas de sus textos, siguen siendo la imagen original en relación con el
modelo, como se demuestra comparando las traducciones de Hölderlin y de
Borchardt de la tercera oda pítica de Píndaro. Precisamente por esto subsiste en
ellas el peligro inmenso y primordial propio de todas las traducciones: que las
puertas de un lenguaje tan ampliado y perfectamente disciplinado se cierren y
condenen al traductor al silencio. Las traducciones de Sófocles fueron el último
trabajo de Hölderlin. En ellas el sentido salta de abismo en abismo, hasta que
amenaza con hundirse en las simas insondables del lenguaje. Pero todo tiene sus
límites.
Sin
embargo, fuera de los textos sagrados no existe ninguno en que el sentido haya
dejado de ser a la vez la línea divisoria que separa la corriente lingüística de
la corriente de la revelación. Cuando un texto, en su fidelidad al lenguaje
auténtico, corresponde a la verdad o a la teoría, sin la mediación del sentido,
es perfectamente traducible. Claro que esto no es un mérito suyo, sino de los
idiomas. Para esto ha de exigirse una confianza tan ilimitada en la traducción
que forzosamente han de coincidir en ella sin la menor violencia la fidelidad y
la libertad en forma de versión interlineal, como coinciden en los textos
mencionados el lenguaje y la revelación. Pues todas las obras literarias
conservan su traducción virtual entre las líneas, cualquiera que sea su
categoría. Pero las Escrituras sagradas lo hacen en medida muy superior. La
versión interlineal de los textos sagrados es la imagen primigenia o ideal de
toda traducción.
Benjamin,
Walter. “La tarea del traductor” (1923). Angelus Novus. Barcelona:
Edhasa, 1971.

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