ROLAND BARTHES - La muerte del autor
Balzac,
en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer,
escribe lo siguiente: «Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos
irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas
y su exquisita delicadeza de sentimientos.» ¿Quién está hablando así? ¿El héroe
de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer?
¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una
filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas
ideas «literarias» sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología
romántica Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la
escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese
lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el
blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la
propia identidad del cuerpo que escribe.
Siempre
ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines
intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es
decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se
produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia
muerte, comienza la escritura. No obstante, el sentimiento sobre este
fenómeno ha sido variable; en las sociedades etnográficas, el relato jamás ha
estado a cargo de una persona, sino de un mediador, chamán o recitador, del que
se puede, en rigor, admirar la «performance» (es decir, el dominio del código
narrativo), pero nunca el «genio». El autor es un personaje moderno,
producido indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al
salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y
la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de
manera más noble, de la «persona humana». Es lógico, por lo tanto, que en
materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología
capitalista, e1 que haya concedido la máxima importancia a la «persona» del
autor. Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las
biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma
conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su
obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible
encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su
persona, su historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la
mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de
Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio:
la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido,
como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la acción, fuera,
en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la
que estaría entregando sus «confidencias».
Aunque
todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva crítica lo único
que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún
tiempo que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido sin
duda Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de
sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su
propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el
que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad
– que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castra- dora
del novelista realista – ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa,
«performa»,* y no «yo», toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir
al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su
sitio al lector). Valéry, completamente enmarañado en una psicología del Yo,
edulcoró mucho la teoría de Mallarmé, pero, al remitir por amor al clasicismo, a
las lecciones de la retórica, no dejó de someter al Autor a la duda y la
irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como «azarosa» de su actividad, y
reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición esencialmente verbal
de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad del
escritor le parecía pura superstición. El mismo Proust, a pesar del carácter
aparentemente psicológico de lo que se suele llamar sus análisis, se
impuso claramente como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a una
extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personajes: al
convertir al narrador no en el que ha visto y sentido, ni siquiera el que está
escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de la novela – pero,
por cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven’? – quiere escribir,
pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura),
Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: realizando una
inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a
menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio
libro, de tal modo que nos resultara evidente que no es Charlus el que imita a
Montesquieu, sino que Montesquieu, en su realidad anecdótica, histórica, no es
sino un fragmento secundario, derivado, de Charlus. Por último, el Surrealismo,
ya que seguimos con la prehistoria de la modernidad, indudablemente, no podía
atribuir al lenguaje una posición soberana, en la medida en que el lenguaje es
un sistema, y en que lo que este movimiento postulaba, románticamente, era una
subversión directa de los códigos – ilusoria, por otra parte, ya que un código
no puede ser destruido, tan sólo es posible «burlarlo>~,- pero al recomendar
incesantemente que se frustraran bruscamente los sentidos esperados (el famoso
«sobresalto» surrealista), al confiar a la mano la tarea de escribir lo más
aprisa posible lo que la misma mente ignoraba (eso era la famosa escritura
automática), al aceptar el principio y la experiencia de una escritura
colectiva, el Surrealismo contribuyó a desacralizar la imagen del Autor. Por
último, fuera de la literatura en sí (a decir verdad, estas distinciones están
quedándose caducas), la lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del
Autor un instrumento analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su
totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario
rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor
nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra
cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una
«persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que
lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje se «mantenga en pie», es
decir, para llegar a agotarlo por completo.
El
alejamiento del Autor (se podría hablar, siguiendo a Brecht, de un auténtico
«distanciamiento», en el que el Autor se empequeñece como una estatuilla al
fondo de la escena literaria) no es tan sólo un hecho histórico o un acto de
escritura.’ transforma de cabo a rabo él texto moderno (o – lo que viene a ser
lo mismo – el texto, a partir de entonces, se produce y se lee de tal manera que
el autor se ausenta de él a todos los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es
el mismo. Cuando se cree en el Autor, éste se concibe siempre como el pasado de
su propio libro: el libro y el autor se sitúan por sí mismos en una misma línea,
distribuida en un antes y un después: se supone que el Autor es el
que nutre al libro, es decir, que existe antes que él, que piensa, sufre
y vive para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un
padre respecto a su hijo. Por el contrario, el escritor moderno nace a la vez
que su texto; no está provisto en absoluto de un ser que preceda o exceda su
escritura, no es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería el libro; no existe
otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente
aquí y ahora. Es que (o se sigue que) escribir ya no puede
seguir designando una operación de registro, de constatación, de representación,
de «pintura» (como decían los Clásicos), sino que más bien es lo que los
lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma
verbal extraña (que se da exclusivamente en primera persona y en presente) en la
que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el
cual ella misma se profiere: algo así como el Yo declaro de los reyes o
el Yo canto de los más antiguos poetas; el moderno, después de enterrar
al Autor, no puede ya creer, según la patética visión de sus predecesores, que
su mano es demasiado lenta para su pensamiento o su pasión, y que, en
consecuencia, convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese retraso
y «trabajar» indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la
mano, alejada de toda voz, arrastrada por un mero gesto de
inscripción (y no de expresión), traza un campo sin origen, o que, al menos, no
tiene más origen que el mismo lenguaje, es decir, exactamente eso que no cesa de
poner en cuestión todos los orígenes.
Hoy
en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las
que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el
mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que
se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la
original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la
cultura. Semejante a Bouvard y Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a
la vez, cuya profunda ridiculez designa precisamente la verdad de la
escritura, el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca
original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la
contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de
ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa»
interior que tiene la intención de «traducir» no es en sí misma más que un
diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a
través de otras palabras, y así indefinidamente: aventura que le sucedió de
manera ejemplar a Thomas de Quincey de joven, que iba tan bien en griego que
para traducir a esa lengua ideas e imágenes absolutamente modernas, según nos
cuenta Baudelaire, «había creado para sí mismo un diccionario siempre a punto, y
de muy distinta complejidad y extensión del que resulta de la vulgar paciencia
de los temas puramente literarios» (Los Paraísos Artificiales); como
sucesor del Autor, el escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos,
impresiones, sino ese inmenso diccionario del que extrae una escritura que no
puede pararse jamás: la vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese
libro mismo no es más que un tejido de signos, una imitación perdida, que
retrocede infinitamente.
Una
vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de «descifrar» un texto.
Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado
último, cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que
entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus
hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una
vez hallado el Autor, el texto se «explica», el crítico ha alcanzado la
victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el
imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de
que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el
Autor. En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar,
pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede
reseguir (como un punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos
sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse,
no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre
acaba por evaporarlo: procede a una exención sistemática del sentido. Por
eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de
ahora en adelante), al rehusar la asignación al texto (y al mundo como
texto) de un «secreto», es decir, un sentido último, se entrega a una
actividad que se podría llamar contrateológica, revolucionaria en sentido
propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en definitiva, rechazar a
Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.
Volvamos
a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna «persona») la está
diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura,
sino la lectura. Otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo:
recientes investigaciones (J.-P. Vernant) han sacado a la luz la
naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en ésta, el texto
está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de
manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo
«trágico»); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las
palabras en su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la
sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es,
precisamente, el lector (en este caso el oyente). De esta manera se
desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras
múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un
diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge
toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha
dicho, sino el lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin
que se pierda ni una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad
del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no
puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin
biografía, sin psicología; é! es tan sólo ese alguien que mantiene
reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito. Y ésta
es la razón por la cual nos resulta risible oír cómo se condena la nueva
escritura en nombre de un humanismo que se erige, hipócritamente,
en campeón de los derechos del lector. La crítica clásica no se ha
ocupado nunca del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que el
que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa
especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente
en favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignoran- do,
sofocando o destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura
hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte
del Autor.
1968,
Manteia.
* Es un anglicismo. Lo conservo
como tal, entrecomillado, ya que para aludir a la “performance” de la gramática
chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [T]
Libros Tauro
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