Roland Barthes – De la obra al texto
Es
un hecho comprobado que desde hace algunos años se ha operado (o se opera) un
cierto cambio en el interior de la idea que nos hacemos del lenguaje y, en
consecuencia, de la obra (literaria) que debe a este mismo lenguaje al menos su
existencia fenoménica. Este cambio está evidentemente ligado al desarrollo
actual (entre otras disciplinas) de la lingüística, de la antropología, del
marxismo y del psicoanálisis (la palabra «ligazón» se utiliza aquí de forma
voluntariamente neutra: no se decide una determinación, aunque fuera múltiple y
dialéctica). La novedad que tiene incidencia sobre la noción de obra no proviene
forzosamente' de la renovación interior de cada una de estas disciplinas, sino
más bien de su encuentro al nivel de un objeto que por tradición no surge de
ninguna de ellas. Diríamos, en efecto, que lo interdisciplinario, de lo
que hoy hacemos un valor fuerte de la investigación, no puede realizarse con la
simple confrontación de saberes especiales: lo interdisciplinario no es en
absoluto reposo: empieza efectivamente (y no por la simple emisión de
buenos deseos) cuando la solidaridad de las antiguas disciplinas se deshace,
quizás incluso violentamente, a través de las sacudidas de la moda, en favor de
un objeto nuevo, de un lenguaje nuevo, que no están, ni el uno ni el otro, en el
campo de las ciencias que se tendía apaciblemente a confrontar: precisamente
este malestar de clasificación permite diagnosticar una cierta mutación. La
mutación que parece recoger la idea de obra no debe, sin embargo, ser
sobrevalorada; participa de un deslizamiento epistemológico, más que de un
auténtico corte; éste, como se ha dicho a menudo, habría intervenido en el siglo
pasado. con la aparición del marxismo y del freudismo; no se habría producido
ningún corte posteriormente y podemos decir que, en cierto modo, desde hace cien
años estamos en la repetición. Lo que la Historia, nuestra Historia, nos permite
hoy es solamente deslizar, variar, sobrepasar, repudiar. Al igual que la ciencia
einsteniana obliga a incluir en el objeto estudiado la relatividad de sus
señales, por lo mismo la acción conjugada del marxismo, del freudismo y del
estructuralismo obliga, en literatura, a relativizar las relaciones del
escritor, del lector y del conservador (del crítico). Frente a la obra,
noción tradicional, concebida durante mucho tiempo y todavía hoy de una
forma, si se nos permite la expresión, newtoniana, se produce la exigencia de un
objeto nuevo, obtenido por deslizamiento o derribo de las categorías anteriores.
Este objeto es el Texto. Sé que esta palabra está de moda (yo mismo me
veo .arrastrado a emplearla a menudo), y por tanto es sospechosa para algunos;
pero precisamente por ello quisiera de alguna forma recordarme a mí mismo las
principales proposiciones en cuya encrucijada se encuentra el Texto ante mis
ojos: la palabra «proposición» debe entenderse aquí en un sentido más gramatical
que lógico: son enunciaciones, no argumentaciones, «toques», si así lo
prefieren, de los acercamientos que aceptan quedar como metafóricos. Estas son
las proposiciones: conciernen al método, a los géneros, al signo, al plural, a
la filiación, a la lectura, al placer.
1.
El Texto no debe entenderse como un objeto computable. En vano buscaríamos
separar materialmente las obras de los textos. En particular, no debemos
dejarnos arrastrar a decir: la obra es clásica, el texto pertenece a la
vanguardia; no se trata de establecer en nombre de la modernidad un grosero
palmarés y declarar in a algunas producciones literarias y out a
otras, por su situación cronológica: puede existir «texto» en una obra muy
antigua, y muchos productos contemporáneos no tienen, en absoluto, nada en
cuanto texto. La diferencia es la siguiente: la obra es un fragmento de
sustancia, ocupa una porción del espacio de los libros (por ejemplo, en una
biblioteca). El Texto, por su parte, es un campo metodológico. La oposición
podría recordar (pero en ningún caso reproducir palabra por palabra) la
distinción propuesta por Lacan: la «realidad» se muestra, lo «real» se
demuestra; al igual que la obra se ve (en las librerías, en los ficheros, en los
programas de examen), el texto se demuestra, se habla según ciertas reglas (o
contra ciertas reglas); la obra se sostiene en la mano, el texto se sostiene el
lenguaje: sólo existe tomado en un discurso (o mejor: es Texto por lo mismo que
él lo sabe); el Texto no es la descomposición de la obra; la obra es la cola
imaginaria del Texto. O, todavía más: El Texto sólo se experimenta en un
trabajo, una producción. Se deduce de ello que el Texto no puede pararse
(por ejemplo en un estante de biblioteca); su movimiento constitutivo es la
travesía (puede especialmente atravesar la obra, varias obras).
2.
De la misma forma, el Texto no se reduce a la (buena) literatura; no puede ser
tomado en el interior de una jerarquía, ni siquiera un recortado de los géneros.
Lo que le constituye es, por el contrario (o precisamente) su fuerza de
subversión con respecto a las antiguas clasificaciones. ¿Cómo clasificar a
Georges Bataille? ¿es este escritor un novelista, un poeta, un ensayista, un
economista, un filósofo, un místico? La respuesta es tan poco confortable que se
prefiere generalmente olvidar a Bataille en los manuales de literatura; de
hecho, Bataille ha escrito textos, o, incluso, siempre un solo y mismo texto. Si
el texto presenta problemas de clasificación (por otra parte ésta es una de sus
funciones «sociales»), se debe a que implica siempre una cierta experiencia del
límite (por adoptar una expresión de Phillippe Sollers). Thibaudet hablaba ya
(pero en un sentido muy restringido) de obras-límite (como la Vie de Rance
de Chateaubriand, que, efectivamente, se nos aparece hoy como un «texto»):
el Texto es lo que se sitúa en el límite de las reglas de la enunciación (la
racionalidad, la legibilidad, etc.). Esta idea no es retórica, no recurrimos a
ella para hacer algo «heroico»: el Texto intenta situarse muy exactamente
detrás del límite de la doxa (la opinión corriente, constitutiva
de nuestras sociedades democráticas, ayudada fuertemente por las comunicaciones
de masas, ¿no está definida por sus límites, su energía de exclusión, su
censura?); tomando la palabra al pie de la letra, se podría decir que el
Texto siempre es paradójico.
3.
El Texto se acerca, se prueba, en relación con el signo. La obra se cierra sobre
un significado. Se pueden atribuir a este significado dos modos de
significación: o bien se le pretende aparente, y la obra es, en este caso,
objeto de una ciencia de la letra, que es la filología; o bien este significado
es reputado por secreto, último; hay que buscarlo, y la obra depende entonces
una hermenéutica, de una interpretación (marxista, psicoanalítica, temática,
etc.); en suma, la obra funciona ella misma como un signo general y es normal
que figure una categoría institucional de la civilización del Signo. El Texto,
por el contrario, practica un retroceso infinito del significado, el texto es
dilatorio; su campo es el del significante; el significante no debe ser
imaginado como «la primera parte del sentido», su vestíbulo material, sino. muy
al contrario, como su demasiado tarde; igualmente, el infinito del
significante no remite a idea alguna inefable (de significado innombrable), sino
a la de juego; el engendramiento del significante perpetuo (a la manera
de un calendario del mismo nombre) en el campo del texto (o, mejor: cuyo texto
es el campo) no se produce según una vía orgánica de maduración, o según una vía
hermenéutica de profundización, sino mejor según un movimiento serial de
desenganchamientos, de encabalgamientos, de variaciones; la lógica que regula el
Texto no es comprensiva (definir que quiere decir» la obra), sino metonímica; el
trabajo de las asociaciones, de las contigüidades, de las acumulaciones,
coincide con una liberación de la energía simbólica (si le faltara, el hombre
moriría); la obra (en el mejor de los casos) es mediocremente simbólica
(su simbólica se detiene bruscamente; es decir, se para); el Texto es
radicalmente simbólico: una obra cuya naturaleza íntegramente
simbólica se concibe, percibe y recibe, es un texto. El Texto, de esta
forma, es restituido al lenguaje: como él, está estructurado, pero descentrado,
sin clausura (notemos, para responder a la despectiva sospecha de «moda», bajo
la que se pone algunas veces al estructuralismo, que el privilegio
epistemológico reconocido actualmente al lenguaje se apega precisamente al hecho
de que en él hemos descubierto una idea paradójica de la estructura: un sistema
sin fin ni centro).
4.
El Texto es plural. Esto no solamente quiere decir que tiene varios sentidos,
sino que realiza el plural mismo del sentido: un plural irreductible (y
no solamente aceptable). El Texto no es coexistencia de sentidos, sin paso, sin
travesía: no puede, pues, depender de una interpretación. incluso liberal, sino
de una explosión, de una diseminación. El plural del Texto se apega. en efecto,
no a la ambigüedad de sus contenidos. sino a lo que podríamos llamar la
pluralidad estereográfica de los significantes que lo tejen
(etimológicamente, el texto es un tejido): el lector del Texto podría ser
comparado a un sujeto ocioso (que habría distendido en él toda ficción): este
sujeto pasaderamente vacío se pasea (esto le ha sucedido al autor de estas
líneas y con ello accedió a una idea viva del texto) por el flanco de un valle
en cuyo fondo corre oued (el oued ha sido puesto ahí para
atestiguar un determinado cambio de ambiente ; lo que percibe es múltiple.
irreductible, procedente de sustancias y de planos heterogéneos, despegados:
luces, vegetaciones. calor, aire, explosiones tenues de ruidos. suaves gritos de
pájaros, voces de runos al otro lado del valle, pasos, gestos, vestidos de
habitantes muy cercanos o alejados: todos estos incidentes son
semi-identificables: provienen de códigos conocidos, pero su combinatoria es
única, funde el paseo en una diferencia que sólo podrá repetirse como
diferencia. Así sucede en el texto: no puede ser él mismo más que en su
diferencia (lo que quiere decir: su individualidad); su lectura es semelfactiva
(lo que convierte en ilusoria toda ciencia inductiva-deductiva de los textos: no
hay «gramática» del texto), y, sin embargo, está tejida completamente con citas,
referencias, ecos: lenguajes culturales (¿qué lenguaje no lo es?), antecedentes
o contemporáneos, que lo atraviesan de parte a parte en una vasta estereofonía.
Lo intertextual en que está comprendido todo texto, dado que que él mismo es el
entre-texto de otro texto, no puede confundirse con un origen de texto: buscar
las «fuentes, las «influencias» de una obra, es satisfacer el mito de la
filiación; las citas con las que se construye el texto son anónimas,
ilocalizables, y, sin embargo, ya leídas: son citas sin comillas. La obra
no altera ninguna filosofía monista (ambas, como es sabido, son antagonistas);
para esta filosofía, el plural es el Mal. Así, frente a la obra, el texto podría
adoptar como lema la palabra del hombre frente a los demonios (Marcos, 5, 9):
«Mi nombre es legión, porque somos muchos». La textura plural o demoníaca que
opone el texto a la obra puede implicar modificaciones profundas de lectura,
precisamente donde el monologisrno parece ser la Ley: algunos de los «textos» de
la Sagrada Escritura, recuperados tradicionalmente por el monismo teológico
(histórico o anagógico), se ofrecerán quizás a una disfracción de los sentidos
(es decir, finalmente, a una lectura materialista), mientras que la
interpretación marxista de la obra, hasta aquí resueltamente monista, podrá
materializarse mejor al pluralizarse (en cualquier caso, si lo permiten las
«instituciones» marxistas).
5.
La obra está comprendida en un proceso de filiación. Se postula una
determinación del mundo (de la raza, más tarde de la historia) sobre la
obra, una consecución de las obras entre sí y una apropiación de la obra
por su autor. El autor es reputado por padre y propietario de su obra; la
ciencia literaria enseña, pues, a respetar el manuscrito y las
intenciones declaradas del autor, y la sociedad postula una legalidad de la
relación del autor con su obra (es el «derecho de autor», reciente, a decir
verdad, dado que sólo fue realmente legalizado con la Revolución). El Texto se
lee sin la inscripción del Padre. La metáfora del texto se despega, una vez más,
aquí, de la metáfora de la ésta remite a la imagen un organismo que crece
por expansión vital, por «desarrollo» (palabra significativamente ambigua:
biológica y retórica); la metáfora del Texto es la de la red; si el Texto
se amplía, es por efecto de una combinatoria, de una sistemática (imagen
cercana, por otra parte, a los puntos de vista de la biología actual sobre el
ser vivo); ningún «respeto» vital se debe, pues, al Texto: puede ser roto
(por otra parte, es lo que hacía Edad Media con dos textos, sin embargo,
autoritarios: la Sagrada Escritura y Aristóteles); el Texto puede leerse sin la
garantía de su padre; la restitución del intertexto elimina, paradójicamente, la
herencia. No significa que el autor no pueda «regresar» al Texto, a su texto;
pero, en este caso, lo hace, por así decirlo, a título de invitado; si es
novelista, se inscribe en él como uno de sus personajes. dibujados sobre el
tapete; su inscripción no es ya privilegiada, sino lúdica: se convierte, Dar así
decirlo, en un autor de papel: su vida ya el origen sus fábulas, sino una fábula
concurrente con su obra: hay una reversión de la obra sobre la vida (y no el
caso contrario); es la obra de Proust, de Genet, lo que permite leer su vida
como un texto: la palabra «biografía» alcanza de nuevo un sentido fuerte,
etimológico, y, a la vez, la sinceridad de la enunciación, auténtica «cruz» de
la moral literaria, se convierte en falso problema: el yo que escribe el
texto no es, tampoco, más que un yo de papel.
6.
Ordinariamente, la obra es objeto de un como hago aquí demagogia alguna al
referirme a la cultura llamada de consumo, pero hay que reconocer que hoy, es la
«calidad» de la obra (lo que finalmente supone una apreciación de «gusto») y no
la operación misma de la lectura lo que puede establecer diferencias entre los
libros: la lectura «cultivada» no difiere estructuralmente de la lectura de tren
(en los trenes). El Texto (aunque fuera solamente por su frecuente
«ilegibilidad») decanta a la obra de su consumo y la recoge como juego, trabajo,
producción, práctica. Ello quiere decir que el Texto exige el intento de abolir
(o, al menos, disminuir) la distancia entre la escritura y la lectura, no
intensificando la proyección del lector hacia el interior de la obra, sino
ligando a ambos en una misma práctica significante. distancia que separa la
lectura de la escritura es histórica. En los tiempos de más acentuada división
social (antes de la instauración de las culturas democráticas), leer y escribir
eran, igualmente, privilegios de clase: la Retórica. gran código literario de
esos tiempos, enseñaba a escribir (incluso si lo que se producía
ordinariamente discursos, y no textos); es significativo que la llegada de
democracia invirtiera la consigna: aquello de que se enorgullecía la Escuela
(secundaria) era de enseñar a leer bien, y no a escribir (el sentimiento
de esta carencia vuelve, hoy, a estar de moda: se exige al maestro que enseñe al
estudiante a «expresarse»: lo que, de alguna forma, es reemplazar una censura
por un contrasentido). De hecho, leer, en lugar de consumir, no
significa con el texto. «Jugar» debe ser tomado aquí en toda la polisemia del
vocablo: el texto mismo juega (como una como en el que existe el
«juego»): y el lector juega, a su vez, dos veces: juega al Texto (sentido
lúdico), busca una práctica que lo re-produzca; pero para que esta práctica no
se reduzca a una mimesis pasiva, interior (precisamente es el Texto quien
se resiste a esta reducción), juega el texto; no hay que olvidar que
«jugar» es también un término musical (1); la historia de la música (como
práctica, no como «arte») es, por otra parte, bastante paralela a la del Texto;
hubo una época en la que los aficionados activos eran numerosos (al menos en el
interior de una clase determinada) ; «interpretar» y «escuchar» constituía una
actividad poco diferenciada; más tarde aparecieron sucesivamente dos papeles:
primero, el de intérprete, en quien el público burgués (aunque todavía
supiera interpretar un poco: ésta es toda la historia del piano) delegaba su
interpretación; más tarde el del aficionado (pasivo), que escucha música sin
saber interpretarla (al piano, efectivamente, ha sucedido el disco); es sabido
que hoy la música post-serial ha trastocado el papel del «intérprete», a quien
se ha pedido ser, de alguna forma, co-autor de la partitura, que él completa,
más que «expresarla». El es, más o menos, una partitura de esta nueva clase:
solicita del lector una colaboración práctica. Gran innovación, puesto que, la
obra, ¿quién la ejecuta? (Mallarmé se ha planteado la cuestión: quiere el
auditorio produzca el libro); hoy, sólo el crítico ejecuta la obra
(admito el juego de palabras). La reducción de la lectura a un consumo es
evidentemente responsable del «aburrimiento) muchos experimentan ante el texto
moderno (ce ilegible»), el film o el cuadro de vanguardia: aburrirse decir que
no se puede producir el texto, jugarlo, deshacerlo, hacerlo
partir.
7.
Esto nos lleva a plantear (a proponer) un último acercamiento al Texto: el del
placer. No sé si ha existido alguna vez una estética hedonista (los mismos
filósofos eudemonistas son raros). Ciertamente, existe un placer de la
obra (de algunas obras); puede encarnarme leer y releer a Proust, Flaubert,
Balzac, e incluso, por qué no, a Alexandre Dumas; pero este placer, por vivo que
sea, e incluso aunque estuviera desprovisto de todo prejuicio. queda
parcialmente (salvo un esfuerzo crítico excepcional) como un placer de consumo;
puesto que si puedo leer a estos autores, sé también que no puedo
re-escribirlos (que no es posible escribir hoy de esta forma); y este
saber, bastante triste, es suficiente para separarme de la producción de estas
obras, en el mismo momento en que su alejamiento funda mi modernidad (ser
moderno, ¿no es conocer realmente aquello que no podemos reemprender?). El Texto
está ligado al goce, es decir, al placer sin separación. Orden del significante,
el Texto participa, a su manera, de una utopía social; antes que la Historia
(suponiendo que ésta no escoja la barbarie), el Texto lleva a cabo, si no la
transparencia de las relaciones sociales, al menos la de las relaciones de
lenguaje: es el espacio en el que ningún lenguaje corta el camino a otro, en el
que circulan los lenguajes (manteniendo el sentido circular del vocablo).
Estas
pocas proposiciones no constituyen forzosamente las articulaciones de una Teoría
del Texto. Esto no afecta únicamente a las insuficiencias del presentador (que,
por otra parte, se ha limitado, en muchos puntos, a recoger lo que buscan junto
a él). Esto afecta al hecho de que una Teoría del Texto no puede satisfacerse
con una exposición meta-lingüística: la destrucción del meta-lenguaje, o, al
menos (puesto que puede resultar preciso recurrir provisionalmente a él), su
puesta en sospecha, forman parte de la teoría misma: el discurso sobre el Texto
no debería ser, a su vez, más que texto, búsqueda, trabajo de texto, dado que el
Texto es este espacio social que no deja ningún lenguaje abrigo del
exterior, ni a ningún sujeto de la enunciación en situación de juez, de dueño,
de confesor, de descifrador: la teoría del Texto no puede coincidir más que con
una práctica de la escritura
(1).
Aquí, Barthes utiliza las palabras jeu-jouer, en el doble
sentido que tienen en francés: jugar interpretar (tocar, ejecutar una obra,
representar un dramático). A mismo vocablo francés corresponden, pues, dos
vocablos castellanos (N. del T.).
En
De l’œuvre au texte («Revue d’Esthétique», nº 3, 1971.
De
Barthes, Roland. ¿Por dónde empezar? Tusquets Editores, Barcelona, 1974.
Págs. 71-81. Traducción de Francisco Llinás.

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