MICHEL DE CERTEAU - Historias de cuerpos (entrevista)
Georges
Vigarello: A menudo presentas la historia, el trabajo del historiador, como
una tarea de reconstrucción del pasado y, al mismo tiempo, como una búsqueda de
cuerpos. La historia sería entonces una recomposición de vestigios que permiten
fabricar un cuerpo (ficticio desde luego) que viene a sustituir la ausencia del
que ya pasó. Esto plantea al menos dos cuestiones: la de un uso muy metafórico
del cuerpo y sobre todo la de la condición de ese objeto, siempre construido,
elaborado.
Michel
de Certeau: Me haces recordar una experiencia extraña, ocurrida durante un
coloquio científico consagrado al cuerpo. Por todas partes buscábamos el cuerpo
y en ningún sitio lo encontrábamos. El análisis no revela sino fragmentos y
acciones. Descubre cabezas, brazos, pies, etcétera, que se articulan en
diferentes maneras de comer, saludar, cuidarse. Se trata de elementos ordenados
en series particulares, pero uno nunca encuentra el cuerpo, El cuerpo es algo
mítico, en el sentido de que el mito es un discurso no experimental que autoriza
y reglamenta unas prácticas. Lo que forma el cuerpo es una simbolización
sociohistórica característica de cada grupo. Hay un cuerpo griego, un cuerpo
indio, un cuerpo occidental moderno (habría todavía muchas subdivisiones). No
son idénticos. Tampoco son estables, pues hay lentas mutaciones de un símbolo al
otro. Cada uno de ellos puede definirse como un teatro de operaciones: dividido
de acuerdo con los marcos de referencia de una sociedad, provee un escenario de
las acciones que esta sociedad privilegia: maneras de mantenerse, hablar,
bañarse, hacer el amor, etcétera. Otras acciones son toleradas, pero se
consideran marginales. Otras más están incluso prohibidas o resultan
desconocidas.
En
primera instancia, un tipo de cuerpo se define por medio de un sistema de
opciones respecto a sus acciones. Pero también está definido por un conjunto de
selecciones y codificaciones relativas a registros aún más fundamentales, como
los límites del cuerpo (¿dónde termina?), las maneras de percibirlo y pensarlo
(¿a través de sus actividades exteriores, su superficie, la apertura de su
interior?), el desarrollo de los sentidos (¿el oído, el olfato, la vista?),
etcétera. Cada “cuerpo” sería la combinación de estas determinantes.
En
una palabra, cada sociedad tiene -su cuerpo-, igual que su lengua, constituida
por un sistema más o menos refinado de opciones entre un conjunto innumerable de
posibilidades fonéticas, léxicas y sintácticas. Al igual que una lengua, este
cuerpo está sometido a una administración social. Obedece a reglas, rituales de
interacción y escenificaciones cotidianas. Tiene igualmente sus desbordamientos
relativos a estas reglas. Como la lengua, el cuerpo es usado unas veces por los
conformistas, otras veces por los poetas. Incluye, pues, mil variantes e
improvisaciones en el interior del marco particular que comparaba yo con un
teatro de operaciones. El conjunto a la vez codificado y móvil que forma este
cuerpo no se puede aprehender, y sucede lo mismo con la lengua. Uno capta
realizaciones particulares, que serían los equivalentes de frases o de
estereotipos: comportamientos, acciones, ritos. Sin embargo, el campo de
posibilidades y prohibiciones que el cuerpo constituye en cada sociedad no puede
representarse. La multiplicidad misma de estas determinaciones sociohistóricas
lo convierte en un objeto evanescente. Este cuerpo, tan estrechamente
controlado, es paradójicamente la zona opaca y la referencia invisible de la
sociedad que lo especifica… Ésta se consagra a codificarlo sin poder conocerlo.
Esta lucha nocturna de una sociedad con su cuerpo está hecha de amor y de odio:
de amor para ese otro que la sustenta, y de odio represivo para imponer el orden
de una identidad.
De
este cuerpo huidizo y diseminado, si bien reglamentado, cada grupo tiene
necesidad de tener marcas e imágenes que posean un valor topográfico y canónico.
Son representaciones sustitutas, “ficciones” de cuerpos, si restituimos al
término “ficción” el sentido de producción. Estos sucedáneos tienen la doble
función de representar el cuerpo por medio de citas (extractos representativos)
y de fijarlo según unas normas con la ayuda de modelos. Tienen una función
análoga a la de los “ejemplos” que, en una gramática, proporcionan asimismo
representaciones fragmentarias de la lengua y modelos para su uso correcto. Aquí
interviene, me parece, lo que decías a propósito de la historia. Como el derecho
o la medicina, pero a su modo, la historia produce simulacros de cuerpos que
poseen al mismo tiempo un valor representativo y un valor normativo. Estos
simulacros corporales exorcizan la perturbadora incógnita del cuerpo y le
reemplazan con imágenes una objetivación ficticia, a la vez que, por la
selección de la que resultan, por la fascinación que ejercen, por la autoridad
“científica” que presentan, adquieren un alcance canónico. Estas producciones de
la historia serían ficciones reguladoras.
Habría
que analizar cómo la historia procede a estas fabricaciones de cuerpos. Estas se
refieren, para empezar, al deseo que tiene la historia de “dar cuerpo” a su
discurso y hacer de su lenguaje un cuerpo, casi un cuerpo. En realidad, lo que
se produce a partir de estos “rastros”, a partir de fragmentos y residuos -los
archivos y los documentos-, son topografías que cotejan, dentro de un mismo
cuadro, conductas típicas. Bajo su forma narrativa, el texto histórico ensarta,
como perlas, una serie de acciones que ha seleccionado y que da valor. Compone
así, de manera más o menos alusiva, una cartografía de esquemas corporales:
maneras de mantenerse, reñir, reunirse, saludar, etcétera. Con sus citas de
cuerpos, el texto histórico no presenta el cuerpo de una sociedad, en el sentido
que proponía yo hace rato, sino el sistema de convenciones que define a esta
misma sociedad. Sustituye el funcionamiento social del cuerpo físico con las
reglas (la “urbanidad”) de un cuerpo social. Trabajo alquímico de la historia:
transforma lo físico en social; toma prestado de lo físico para construir los
modelos de lo social; produce imágenes de la sociedad con fragmentos de
cuerpos.
Para
ser exacto, debería yo agregar que esta operación histórica está organizada en
secreto por la experiencia corporal de su autor. El texto que escenifica modelos
sociales tiene como contrapunto determinante las estructuraciones oscuras
(colectivas e individuales) del cuerpo del historiador. Así, para tomar un
ejemplo célebre y extremo, la obsesión de la sangre femenina, la exorbitancia
visual, la fascinación de la blancura, etcétera, en Michelet. Desde este punto
de vista, la situación se invierte. El cuerpo social presentado por el discurso
se convierte en la metáfora de impulsos y tendencias psicosomáticas. Este cuerpo
es la escena donde éstos reaparecen, como los fantasmas que serían su ley
secreta. Retorno del cuerpo en el texto. Este fenómeno también puede analizarse,
aun si el historiador no es Joyce. Indica al menos que los modelos de cuerpos
sociales están habitados por otro cuerpo, diseminado y por tanto estructurante.
Nos lleva a la lucha nocturna que evocaba yo; pero ésta aparece aquí en el
interior mismo del discurso histórico, como un combate entre la producción de
simbologías sociales organizadoras de formas y las irrupciones disfrazadas con
un cuerpo salvaje y singular que intenta también imponer su ley.
El
problema puede abordarse desde otro punto de vista, a partir de momentos
históricos que han organizado la experiencia occidental del cuerpo. De esta
forma, el cristianismo ha desempeñado un papel decisivo. Éste se ha instalado en
la ausencia de un cuerpo, en la tumba vacía. Esta ausencia tiene una forma de
acaecimiento con la pérdida del cuerpo de Jesús, que debía hacer las veces de
todos los demás. Sin embargo, esta ausencia posee una forma más global con el
alejamiento que separó el cristianismo de su origen étnico y de la realidad
biológica, familiar y hereditaria del cuerpo judío. El discurso evangélico, o
Logos, se instauró a partir de esta pérdida y, a diferencia del habla semítica
antigua, debe hacerse cargo de la producción de cuerpos eclesiales doctrinales o
sacramentales que sirven como sustitutos de este “cuerpo faltante”.[Nota 2]
Infatigablemente se le usa para crear Iglesias con cuerpos simbólicos. A este
respecto, la historia científica sería una variante tardía de este trabajo, que
busca fabricar en lo sucesivo, con el discurso, cuerpos sociales: naciones,
partidos, grupos. Ahí se halla, en la pedagogía, la política, los medios de
comunicación o la historia, una especificidad occidental.
Al
evocarlo, me extravío en generalidades oceánicas, pero no podemos abstraer
nuestros problemas actuales de su arqueología. Escenas primitivas,
caracterizadas por una larga duración, aclaran las imágenes sucesivas del cuerpo
occidental. Uno de estos “momentos” resulta en particular decisivo: la ruptura
que se produjo desde fines del siglo XV hasta principios del siglo XVII. Un
bello mito, antiguo y medieval, permite expresar lo esencial al respecto. Un
árbol invertido representa el cuerpo. Sus raíces son celestes, terrestre su
follaje. Por arriba, este árbol es uno solo, por abajo es plural. Una simbología
celeste mantiene su unidad. La ruptura sería el corte del tronco. La simbología
se aísla, representación abstracta, o se disuelve, creencia dudosa. Reducido a
su porción terrestre, el árbol se derrama por el suelo, cabellera desplegada, en
elementos desunidos y diseminados. En lo sucesivo, con estos fragmentos
expuestos a manera de léxico, con este vocabulario corporal de cabezas,
corazones, de vientres, o de manos, puede formarse un número indefinido de
cuerpos. Son posibles un millar de combinaciones. Son cuerpos barrocos, pero
también los primeros cuerpos científicos, por ejemplo los montajes de la
medicina que, en el siglo XVII, reunían diversos elementos corporales según las
leyes de una física de colisiones. Con piezas separadas, se producen ficciones
de cuerpos de acuerdo con un modelo mecánico que reemplaza la antigua
simbología.
Georges
Vigarello: La máquina sin duda constituye un ejemplo típico de estas nuevas
simbologías. Sin embargo, ¿hay en efecto un sujeto? Pienso en este lento ascenso
del individualismo a partir del siglo XVII precisamente.
Michel
de Certeau: La problematización del sujeto corre pareja con la
especialización del cuerpo. En el siglo XVI, se tiene un punto de focalización
de la primera con la experiencia fundamental, filosófica, literaria y médica de
la “melancolía”. De un millar de formas, el observador se separa de su mundo.
Sufre una privación que lo aleja de las cosas, aunque en lo sucesivo goza con
verlas. Esta relación aísla simultáneamente al sujeto, extranjero del mundo, y
al objeto, hecho de cosas expuestas ante la mirada. Es la Melancholía de Durero.
Esta separación instituye al sujeto corno goce de ver lo que no tiene, y más aún
como deseo nacido de un desposeimiento. Este ojo del deseo hizo posible el
cogito cartesiano. Enfrenta la diseminación indefinida de una “extensión” que es
el léxico sin fin de las cosas. En la misma época aparece la pasión
enciclopédica de cotejar, enumerar y articular todas las cosas dispersas, como
si el sujeto respondiera a la pérdida del lugar que anteriormente tenía en el
mundo por la actividad de producir su representación libresca. Una especie de
cuerpo simbólico, un corpus sustituto del cosmos de antaño. Este trabajo no
tiene fin porque proviene de un sujeto constituido por una pérdida y definido
por un deseo que enajena sin que puedan satisfacerlo cada uno de los objetos que
toma. La pérdida de un cuerpo parece el motor de estas conquistas.
Georges
Vigarello: Además, por otra parte, las codificaciones sociales se hacen muy
marcadas en el siglo XVII, con los comportamientos, las urbanidades, los
modales…
Michel
de Certeau: Sin duda, resulta imposible comprender la intensa politización
de la segunda mitad del siglo XVII independientemente del interrogante que abre
la cuestión del sujeto, y de la diseminación que atomiza los cuerpos. El poder
del Estado se extiende en la misma medida en que se da la dispersión de los
cuerpos. Como prueba, entre un centenar más, tenemos el Leviathan de Hobbes: el
Estado es el nuevo cuerpo cuya cabeza es el rey. La sociedad civil sigue la
misma evolución. Las reglas del decoro, de la urbanidad, de las buenas maneras o
de la disciplina pedagógica se multiplican entonces como si hiciera falta, a
través de éstas, sujetar los cuerpos movedizos, contradictorios y agitados de
pasiones o de “emociones desordenadas”. Como si hiciera falta producir
socialmente, mediante esta reglamentación del cuerpo, un orden que el cosmos ya
no garantiza. La ley se pinta o se graba sobre los cuerpos como tatuajes y
máscaras destinados a rituales sociales: uno “pone cara”, o “cambia de cara”,
según los interlocutores y las circunstancias. Hay que agregar que esta
disciplina encuentra un asentimiento, pues es la garante de certezas que faltan
al sujeto. Esta seguridad social juega con la inseguridad de sus sujetos.
Como
se decía en el siglo XVII, es una “pintura” y un arte social de la
“representación”. Pero ¿qué hay detrás de estas fachadas? Estas “pinturas”
precisas, rígidas, cuidadosamente codificadas, “cubren”, se decía, “índoles”
salvajes, incoherentes y múltiples. Se trata de pesadas vestiduras para cuerpos
cambiantes, poco seguros, hirvientes de “humores” extraños, que la imaginación
científica representa como hornos alimentados con ingredientes opuestos. Puede
surgir de ahí cualquier cosa. Todo es posible. De hecho, de cuando en cuando,
ruidos de cuerpos, gritos, voces desconocidas, movimientos marginales hacen
añicos la codificación social. Alguna cosa del cuerpo habla, que no tiene
lenguaje alguno en la civilización y que ya no tiene marcas dentro de una
simbología. De eso, nada responde. Violencias súbitas, irrupciones fabulosas,
“experiencias” de posesas o de místicos, abren exhibiciones de cuerpos en el
tejido del código. Marcan también la insuficiencia de la disciplina social, que
se refuerza otro tanto.
Olivier
Mongin: Has insistido en la especificidad del cuerpo cristiano, en las
consecuencias del sepulcro vacío. Por otra parte, resulta extraño que el
cristianismo se haya mostrado tan poco carnal, tan poco corporal en su historia
reciente, mientras que encarnación y resurrección riman a las claras con
cuerpo.
Sin
embargo, me sorprende para empezar -basta leer el texto de M.J. Baudinet que
publicamos aquí mismo- el papel asignado a la voz. Sin una voz que vuelva a
darle “aliento”, el cuerpo permanece como un cuerpo muerto. ¡En el cristianismo,
el tema del cuerpo no podría disociarse del de la voz!
Michel
de Certeau: El icono tradicional tiene la misma condición que la Biblia de
los primeros siglos cristianos o de la Edad Media: se supone que habla. El signo
tiene una voz. Durante estos siglos, la gente estaba segura de que hay un
locutor universal, Dios, pero no estaba segura de comprender sus mensajes, que
son “misterios”. La revolución que instauró la modernidad invierte esta
problemática. Se construyen enunciados claros, pero ya no estamos seguros de que
en todas partes haya una elocución divina. Incluso el locutor humano queda
eliminado: se vuelve científica una proposición independiente de quien la
enuncia. La voz ya no cruza el mundo. Como decía Merleau-Ponty, se ha
“desembrujado”. Ya no “habla”; la pintura tampoco, desde la revolución estética
del Renacimiento. La Biblia también se mudó en objeto producido por las técnicas
de la edición crítica. Queda reducida al mutismo, aun si la exégesis la sigue
“haciendo hablar”.
Permanece,
sin embargo, la creencia de que debe haber voces. Se vuelven cada vez más
marginales o ilícitas. En cuanto a la Biblia, este cuerpo que ayer hablaba,
queda parcialmente sustituida por los cuerpos de los místicos. Ahí hablan los
cuerpos. Son en su mayoría cuerpos femeninos. La hermenéutica tradicional se
desplaza entonces, también ella, de la Biblia a estos cuerpos. Las innumerables
biografías de santas, de místicas del siglo XVII están escritas por clérigos que
buscan descifrar el sentido de estas voces. Son exégesis clericales masculinas
de cuerpos femeninos. Transforman estos cuerpos hablantes en modelos
doctrinales. Siguen siendo, como las glosas tradicionales, textos que se apoyan
en la autoridad de una voz.
En
efecto, no hay fe sin audición’ de la voz: fides ex auditu. Pero por no oírla,
estamos obligados a suponer que otros la han oído y que hubo voces en el origen.
Sin embargo, se trata de cualquier otra cosa más fundamental. La voz sería
-hecha de aliento- un fragmento privilegiado que garantiza un cuerpo y que
anuncia que esto tiene sentido. Constituiría la reliquia por excelencia, la que
funda lugares ahí mismo donde el cuerpo permanece desconocido. Sería en fin la
promesa que induce nuestros discursos, y la única cosa del cuerpo que pasa en el
texto. Pero la voz no es ni el cuerpo ni el texto. Habría que encontrarle una
definición angélica: lo que al mismo tiempo llega y se va, va y viene. Al igual
que lo ha sido en la religión, no es sorprendente que la voz viva en la
experiencia cotidiana, a veces erótica y a veces dolorosa, como el tercer
elemento que contradice el positivismo y el idealismo y que constituye el foco
de nuestros frágiles entendimientos del cuerpo, es decir, también, del
otro.
[1]
Fuente: G. Vigarello, “Histoires des corps: entretien avec Michel de Certeau”,
Esprit, 1982, 2, p. 179-90. En Historia y Grafía, Julio-Diciembre de
1997. Traducción: Alejandro Pescador.

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