Fernand Braudel - LA DINÁMICA DEL CAPITALISMO

Fernand Braudel
La dinámica del
capitalismo
ÍNDICE1. Reflexionando acerca de la vida material y la vida económica2. Los juegos del intercambio3. El tiempo del mundo.
Este breve volumen reproduce el
texto de tres conferencias que di en la Universidad de Johns Hopkins, Estados
Unidos, en 1977. El texto ha sido traducido al inglés con el título de
Afterthoughts on Material Civilization and Capitalism,
y
más tarde al italiano como La
dinámica del capitalismo. La
presente edición no añade ninguna corrección al texto inicial que, debo
advertirlo al lector, es anterior a la publicación del libro
Civilización material, economía y capitalismo,
publicado en 1979 por la Editorial Armand Colin. Al
encontrarse esta obra casi completamente escrita por aquel entonces, se me pidió
que la presentara en sus líneas generales.
1. REFLEXIONANDO
ACERCA DE LA VIDA MATERIAL
Y LA VIDA ECONÓMICA
Comencé a pensar
en Civilización material, economía y capitalismo,
obra larga y ambiciosa, hace ya muchos años, en 1950. El
tema me había sido propuesto entonces o, mejor dicho, amistosamente impuesto,
por Lucien Febvre, que acababa de sentar las bases de una colección de historia
general, "Destins du Monde", de la cual tuve que asumir la difícil continuación
tras la muerte de su director, en 1956. Lucien Febvre se proponía escribir, por
su parte, Pensées et croyances d'Occident, du XV au XVIII siécles,
libro que debía acompañar y completar el mío, formando
pareja con él, y que desgraciadamente no se publicará nunca. Mi obra se ha visto
definitivamente privada de este acompañamiento.
Sin embargo, pese
a limitarse en general al campo de la economía, esta obra me ha planteado
numerosos problemas, debido a la enorme cantidad de documentos que he tenido que
manejar, a las controversias que suscita el tema tratado –la economía, en sí, es
evidente que no existe– y a las incesantes dificultades que suscita una
historiografía en constante evolución, ya que incorpora necesariamente, aunque
con bastante lentitud, de buen o mal grado, las demás ciencias humanas. A esta
historiografía en estado de perpetuo alumbramiento, que nunca es la misma de un
año para otro, sólo podemos seguirla corriendo y trastornando nuestros trabajos
habituales, adaptándonos mejor o peor a exigencias y ruegos siempre distintos.
Yo, por mi parte, siento siempre un gran placer cuando escucho este canto de
sirenas. Y los años van pasando. Habré consagrado veinticinco años de mi vida a
la historia del Mediterráneo, y casi veinte a la
Civilización material. Sin duda es mucho,
demasiado.
La llamada
historia económica, que se encuentra todavía en proceso de construcción,
tropieza con una serie de prejuicios: no es la historia noble. La historia noble
es el navío que construía Lucien Febvre: no se trataba de Jacob Fugger, sino de
Martín Lutero o de François Rebelais. Sea o no sea noble, o menos noble que
otra, la historia económica no deja por ello de plantear todos los problemas
inherentes a nuestro oficio: es la historia íntegra de los hombres, contemplada
desde cierto punto de vista. Es a la vez la historia de los que son considerados
como sus grandes actores, por ejemplo: Jacques Coeur o John Law; la historia de
los grandes acontecimientos, la historia de la coyuntura y de las crisis y,
finalmente, la historia masiva y estructural que evoluciona lentamente a lo
largo de amplios periodos. Y en esto reside precisamente la dificultad, ya que,
tratándose de cuatro siglos y del conjunto del mundo, ¿cómo podíamos organizar
semejante cúmulo de hechos y explicaciones? Había que escoger. En lo que a mí
respecta, he elegido los equilibrios y desequilibrios profundos que se producen
a largo plazo. Lo que me parece primordial en la economía preindustrial es, en
efecto, la coexistencia de las rigideces, inercias y torpezas de una economía
aún elemental con los movimientos limitados y minoritarios, aunque vivos y
poderosos, de un crecimiento moderno. Por un lado, están los campesinos en sus
pueblos, que viven de forma casi autónoma, prácticamente autárquica; por otro,
una economía de mercado y un capitalismo en expansión que se extienden como una
mancha de aceite, se van forjando poco a poco y prefiguran ya este mismo mundo
en el que vivimos. Hay, por lo tanto, al menos dos universos, dos géneros de
vida que son ajenos uno al otro, y cuyas masas respectivas encuentran su
explicación, sin embargo, una gracias a la otra.
Quise empezar por
las inercias, a primera vista una historia oscura y fuera de la conciencia clara
de los hombres, que en este juego son bastante más pasivos que activos. Es lo
que trato de explicar mejor o peor en el primer volumen de mi obra, que yo había
pensado titular en 1967, con ocasión de su primera edición, Lo posible y lo
imposible: los hombres frente a su vida cotidiana, título que cambié
poco después por el de Las estructuras de lo cotidiano. ¡Pero qué más da
el título! El objeto de la investigación está tan claro como el agua, si bien
esta búsqueda resulta aleatoria, plagada de lagunas, trampas y posibles errores.
En efecto, todos los términos resaltados inconsciente, cotidianeidad,
estructuras, profundidad resultan oscuros por sí mismos. Y no puede tratarse, en
este caso, del inconsciente del psicoanálisis, pese a que éste también entra en
juego, pese a que quizás haya que descubrir un inconsciente colectivo, cuya
realidad tanto atormentó a Carl Gustav Jung. Pero es poco corriente que este
tema tan amplio sea abordado, a no ser en sus aspectos laterales. Aún está
esperando a su historiador.
Me he ceñido, por
mi parte, a unos criterios concretos. He partido de lo cotidiano, de aquello
que, en la vida, se hace cargo de nosotros sin que ni siquiera nos demos cuenta
de ello: la costumbre
–mejor dicho, la rutina–, mil ademanes que prosperan y se
rematan por sí mismos y con respecto a los cuales a nadie le es preciso tomar
una decisión, que suceden sin que seamos plenamente conscientes de ellos. Creo
que la humanidad se halla algo más que semisumergida en lo cotidiano.
Innumerables gestos heredados, acumulados confusamente, repetidos de manera
infinita hasta nuestros días, nos ayudan a vivir, nos encierran y deciden por
nosotros durante toda nuestra existencia. Son incitaciones, pulsiones, modelos,
formas u obligaciones de actuar que se remontan a veces, y más a menudo de lo
que suponemos, a la noche de los tiempos. Un pasado multisecular, muy antiguo y
muy vivo, desemboca en el tiempo presente al igual que el Amazonas vierte en el
Atlántico la enorme masa de sus turbias aguas.
Todo esto es lo
que he tratado de englobar con el cómodo nombre aunque inexacto como todos los
términos de significado demasiado amplio de vida material. No se trata, claro
está, más que de una parte de la vida activa de los hombres, tan congénitamente
inventores como rutinarios. Pero al principio, repito, no me preocupé de
precisar los límites o la naturaleza de esta vida más bien soportada que
protagonizada. He querido ver y mostrar este conjunto de historia generalmente
mal apreciado vivido de forma mediocre, y sumergirme en él, familiarizarme con
él.
Después de esto, y
sólo entonces, habrá llegado el momento de salir del mismo. La impresión
profunda, inmediata, que se obtiene tras esta pesca submarina, es la de que nos
encontramos en unas aguas muy antiguas, en medio de una historia que, en cierto
modo, no tiene edad, que podríamos encontrar tal cual dos, tres o diez siglos
antes y que, en ocasiones, podemos percibir durante un momento aún hoy en día,
con nuestros propios Ojos. Esta vida material, tal como yo la entiendo, es lo
que la humanidad ha incorporado profundamente a su propia vida a lo largo de su
historia anterior, como si formara parte de las mismas entrañas de los hombres,
para quienes estas intoxicaciones y experiencias de antaño se han convertido en
necesidades cotidianas, en banalidades. Y nadie parece prestarles
atención.
2
Tal es el hilo
conductor de mi primer volumen; su objetivo: una exploración. Sus capítulos se
presentan por sí mismos, con tan sólo enunciar sus títulos, que coinciden con la
enumeración de las fuerzas oscuras que trabajan e impulsan hacia adelante al
conjunto de la vida material y, más allá de la misma o por encima de ella, a la
historia entera de los hombres.
Primer capítulo:
"El número de hombres". Es la potencia biológica por excelencia la que empuja al
hombre, como a todos los seres vivos, a reproducirse; el "tropismo de
primavera", como lo llamaba Georges Lefebvre. Pero existen otros tropismos,
otros determinismos. Esta materia humana en perpetuo movimiento rige, sin que
los individuos sean conscientes de ello, buena parte de los destinos de los
distintos grupos de seres vivos. Alternativamente, éstos, según sean las
condiciones generales, son demasiado numerosos o demasiado escasos; el juego
demográfico tiende al equilibrio, pero éste se alcanza en contadas ocasiones. A
partir de 1450, en Europa, el número de hombres aumenta con rapidez, porque
entonces resulta necesario y posible compensar las enormes pérdidas del siglo
anterior, después de la Peste Negra. Se produce una recuperación que dura hasta
el siguiente reflujo. Sucesivos y como si estuvieran previstos de antemano, en
opinión de los historiadores, flujo y reflujo dibujan y revelan una serie de
tendencias generales, de reglas a largo plazo que seguirán presentes hasta el
siglo XVIII. Y sólo en el siglo XVIII se producirá una ruptura de las fronteras
de lo imposible, la superación de un techo hasta entonces infranqueable. A
partir de entonces, el número de hombres no ha cesado de aumentar, no ha habido
ya frenazo ni inversión del movimiento. ¿Podría quizás producirse tal inversión
el día de mañana?
En cualquier caso,
hasta el siglo XVIII el sistema de vida se encuentra encerrado dentro de un
círculo casi intangible. En cuanto se alcanza la circunferencia, se produce casi
inmediatamente una retracción, un retroceso. No faltan las maneras y ocasiones
de restablecer el equilibrio: penurias, escaseces, carestías, duras condiciones
de la vida diaria, guerras y, finalmente, una larga sucesión de enfermedades.
Actualmente aún están presentes; ayer eran auténticas plagas apocalípticas: la
peste con sus epidemias regulares, que no abandonará Europa hasta el siglo XVIII
el tifus que, con la llegada del invierno, bloqueará a Napoleón con su ejército
en pleno corazón de Rusia; la fiebre tifoidea y la viruela, enfermedades
endémicas; la tuberculosis, que pronto hará acto de presencia en el campo y que,
en el siglo XIX, inunda las ciudades y se convierte en el mal romántico por
excelencia; y, finalmente, las enfermedades venéreas, la sífilis que renace o,
mejor dicho, que se propaga debido a la combinación de diferentes especies
microbianas tras el descubrimiento de América. Las deficiencias de la higiene y
la mala calidad del agua potable harán el resto.
¿Cómo podía el
hombre, desde el momento de su frágil nacimiento, escapar a todas estas
agresiones? La mortalidad infantil es enorme, al igual que en ciertos países
subdesarrollados de ayer y de hoy, y la situación sanitaria general precaria.
Contamos con cientos de informes sobre autopsias a partir del siglo xvi. Son
alucinantes: la descripción de las deformaciones, del deterioro de los cuerpos y
de la piel, la anormal población de parásitos alojados en los pulmones y en las
entrañas asombraría a un médico actual. Hasta época reciente, por lo tanto, una
realidad biológica malsana domina implacablemente la historia de los hombres.
Debemos tenerlo en cuenta cuando nos preguntamos: ¿cómo son? ¿de qué males
sufren? ¿pueden acaso conjurar sus males?
Otras preguntas
planteadas en los siguientes capítulos: ¿qué es lo que comen? ¿qué beben? ¿cómo
visten? ¿dónde se alojan? Preguntas incongruentes, que exigen casi una
expedición de descubridores porque, como es sabido, en los libros de historia
tradicional, el hombre ni come ni bebe. Se dijo hace tiempo, no obstante, que
Der Mensch ist
was er isst [el hombre es lo
que come], pero quizás fuera tan sólo por el gusto de hacer juegos de palabras
que la lengua alemana permite. No creo, sin embargo, que debamos relegar al
terreno de lo anecdótico la aparición de tantos productos alimenticios, del
azúcar, del café, del té al alcohol. Constituyen de hecho, en cada ocasión,
interminables e importantes flujos históricos. No insistiremos nunca lo bastante
en la importancia de los cereales, plantas dominantes en la alimentación
antigua. El trigo, el arroz y el maíz son el resultado de selecciones
antiquísimas y de innumerables y sucesivas experiencias que, debido al efecto de
"derivas" multiseculares (adoptando el término empleado por Pierre Gourou, el
más grande de los geógrafos franceses), se han convertido en opciones de
civilización. El trigo, que devora a la tierra, que exige que ésta descanse
regularmente implica y posibilita la ganadería: ¿podríamos acaso imaginarnos la
historia de Europa sin sus animales domésticos, sus arados, sus yuntas, sus
distintos tipos de acarreo? El arroz nace de cierto tipo de jardinería, de un
cultivo intenso en el cual no participan para nada los animales. El maíz es, sin
duda, el más cómodo, el más fácil de obtener de los alimentos cotidianos:
facilita el tiempo libre, y de ahí las faenas campesinas y los enormes
monumentos amerindios. Una fuerza de trabajo no utilizada fue confiscada por la
sociedad. Y podríamos discutir también acerca de las distintas raciones y
calorías que representan los cereales, acerca de las insuficiencias y cambios de
dieta a través de los siglos. ¿Acaso no son temas tan apasionantes como el del
destino del Imperio de Carlos V o el de los esplendores fugaces y discutibles de
lo que llamamos la primacía francesa en tiempos de Luis XIV? Y bien es cierto
que son asimismo temas cargados de consecuencias, la historia de las drogas
antiguas, del alcohol, del tabaco, la manera fulgurante con que el tabaco,
especialmente, le ha dado la vuelta al mundo, ¿no constituye acaso una
advertencia frente a las drogas actuales, mucho más peligrosas?
Consideraciones
análogas se imponen con respecto a las técnicas.
Maravillosa historia en verdad, que atañe al trabajo de
los hombres y a sus lentísimos progresos dentro del marco de su lucha cotidiana
contra el mundo exterior y contra sí mismos. Todo es técnica desde siempre:
tanto el esfuerzo violento como el esfuerzo paciente y monótono de los hombres
modelando una piedra, un trozo de madera o de hierro para fabricar una
herramienta o un arma. ¿Acaso no se trata de una actividad realizada a ras del
suelo, esencialmente conservadora y lenta en transformarse,
y a la que la ciencia (que es su superestructura tardía)
recubre lentamente, si es que llega a cubrirla? Las grandes concentraciones
económicas traen consigo la concentración de medios técnicos y el desarrollo de
una tecnología: así ocurre con el Arsenal de Venecia en el siglo XV con la
Holanda del siglo XVII y con la Inglaterra del XVIII. Y en cada ocasión la
ciencia, por muy en sus comienzos que esté, acudirá a la cita, porque se ve
llevada a ella por la fuerza.
Desde siempre,
todas las técnicas, todos los elementos de la ciencia, se intercambian y viajan
alrededor del mundo; hay una incesante difusión. Pero otra cosa que se difunde,
aunque mal, son las asociaciones, las agrupaciones de técnicas: el timón de
codaste, más el casco de tingladillo, más la artillería naval, más la navegación
de altura así como el capitalismo, suma de artificios, procedimientos,
costumbres y realizaciones. ¿Acaso fueron la navegación de altura y el
capitalismo los que forjaron la supremacía de Europa, por el mero hecho de no
haberse difundido en bloque?
Pero me
preguntarán ustedes: ¿por qué están sus dos últimos capítulos dedicados a la
moneda y a las ciudades? Es verdad que he querido aligerar el volumen siguiente.
Pero esta razón por sí sola, evidentemente, no es ni Podría ser suficiente. La
verdad es que las monedas y las ciudades participan a la vez de la cotidianeidad
inmemorial y de la más reciente modernidad. La moneda es un invento antiquísimo,
si entendemos como tal todo medio que agilita los intercambios. Y sin
intercambios no hay sociedad. En cuanto a las ciudades, existen desde la
Prehistoria. Se trata de estructuras multiseculares que forman parte de la vida
más común. Pero son asimismo multiplicadores capaces de adaptarse al cambio, de
ayudarle poderosamente. Podríamos afirmar que las ciudades y la moneda
fabricaron la modernidad; pero también, siguiendo la regla de reciprocidad tan
cara a Georges Gurvitch, que la modernidad, la masa en movimiento de la vida de
los hombres, impulsó la expansión de la moneda y construyó la creciente tiranía
de las ciudades. Ciudades y monedas son, al mismo tiempo, motores e indicadores;
provocan y señalan el cambio. Y también son su consecuencia.
3
Digamos que no es
fácil delimitar el inmenso terreno de lo habitual, de lo rutinario, "ese gran
ausente de la historia". En realidad, lo habitual invade el conjunto de la vida
de los hombres y se difunde en ella al igual que las sombras del atardecer
invaden un paisaje. Pero estas sombras, esta falta de memoria y de lucidez
admiten a la vez zonas menos iluminadas y zonas más iluminadas que otras. Sería
necesario establecer el límite entre sombra y luz, entre rutina y decisión
consciente. Una vez establecido, nos sería posible distinguir lo que está a la
derecha y lo que está a la izquierda del espectador o, mejor dicho, lo que está
por debajo y lo que está por encima de él. Pues bien, imagínense ustedes la
enorme y múltiple capa que representan para una región determinada todos los
mercados elementales con los que cuenta una nube de puntos, para ventas a menudo
mediocres. Por estas múltiples salidas comienza lo que denominamos la economía
de intercambio, tendida entre el enorme campo de la producción y el del consumo,
igualmente enorme. Durante los siglos del Antiguo Régimen, entre 1400 y 1800, se
trata aún de una economía de intercambio llena de imperfecciones. Sin duda, y
debido a sus orígenes, esta economía se pierde en la noche de los tiempos, pero
no logra asociar toda la producción a todo el consumo, ya que una inmensa parte
de aquélla se pierde en el autoconsumo, de la familia o del pueblo, y no entra
en el circuito del mercado.
Una vez
considerada esta imperfección, nos queda que la economía de
mercado se encuentra en vías de desarrollo, y que enlaza ya un
número suficiente de burgos y ciudades como para poder comenzar a organizar ya
la producción, a orientar y a dirigir el consumo. Habrán de pasar siglos, sin
duda, pero entre estos dos universos la producción, en la que todo nace, y el
consumo, en el que todo perece, la economía de mercado constituye el nexo de
unión, el motor, la zona estrecha pero viva en la que surgen las incitaciones,
las fuerzas vivas, las novedades, las iniciativas, las múltiples tomas de
conciencia, los desarrollos e incluso el progreso. Me gusta, aunque no la
comparto totalmente, la observación de Carl Brinkman, para quien la historia
económica se reduce a la historia de la economía de mercado, observada desde sus
orígenes hasta fin. Por eso he observado atentamente, he descrito y he hecho
revivir aquellos mercados elementales que se encontraban a mi alcance. Estos
marcan una frontera, un límite inferior de la economía. Todo lo que queda fuera
del mercado no tiene sino un valor de uso, mientras que todo lo que traspasa su
estrecha puerta adquiere un valor de intercambio. Según se encuentre a uno o a
otro lado del mercado elemental, el individuo, el "agente", se encuentra o no
incluido dentro del intercambio, dentro de lo que he llamado la vida económica,
para contraponerla a la vida material, y
para distinguirlo también pero vamos a dejar esta discusión
para más adelante del capitalismo. El artesano
itinerante que va de pueblo en pueblo ofreciendo sus pobres servicios de
reparador de sillas o de deshollinador, pese a ser un mediocre consumidor,
pertenece, sin embargo, al mundo del mercado; debe recurrir a él para asegurarse
su alimento cotidiano. Si ha conservado unos lazos con su campo natal y, llegado
el momento de la siega o de la vendimia, vuelve a su pueblo para convertirse de
nuevo en un campesino, cruzará entonces la frontera del mercado, pero en el otro
sentido. El campesino que comercializa personalmente con cierta regularidad una
parte de su cosecha y compra regularmente herramientas y ropas formaya parte del
mercado. Aquel que sólo acude al pueblo para vender pequeñas mercancías, unos
huevos o una gallina, con el fin de obtener las monedas necesarias para pagar
sus impuestos o comprar una reja para el arado, roza tan sólo el límite del
mercado. Permanece inmerso en la enorme masa del autoconsumo. El buhonero, que
vende por las calles y por las campiñas unas mercancías en pequeñas cantidades,
se halla situado del lado de los intercambios, del cálculo, del debe y el haber,
por muy modestos que sean tanto sus intercambios como sus cálculos. En cuanto al
tendero, es claramente un agente de la economía de mercado. 0 vende lo que
fabrica, entonces es un tenderoartesano, o bien vende lo que otros han
producido, y pertenece desde ese mismo momento a la escala de los comerciantes.
La tienda, siempre abierta, presenta la ventaja de ofrecer un intercambio
continuo, mientras que el mercado sólo está presente uno o dos días a la semana.
Más aún, la tienda representa el intercambio acompañado del crédito, ya que el
tendero recibe sus mercancías a crédito y las vende a crédito. En este caso, una
larga secuencia de deudas y de créditos se tiende a través del
intercambio.
Por encima de los
mercados y de los agentes elementales del intercambio, las ferias y las bolsas
(abiertas estas últimas todos los días y celebrándose aquéllas sólo en fechas
fijas, durante algunos días, para volver al mismo lugar tras largos intervalos
de tiempo) desempeñan un papel importantísimo. Incluso cuando se da el caso, muy
frecuente, de que están abiertas a los pequeños vendedores y a los comerciantes
medianos, las ferias aparecen dominadas, al igual que las bolsas, por los
grandes mercaderes, aquellos a los que pronto se denominará negociantes
y
que ya apenas se ocupan del comercio detallista.
En los primeros
capítulos del volumen II de mi obra, titulado Los
juegos del intercambio, he descrito
ampliamente estos diversos elementos de la economía de mercado, tratando siempre
de ver las cosas tan de cerca como fuese posible. Quizás lo haya hecho con
excesivo entusiasmo y el lector lo encontrará seguramente demasiado largo. Pero,
¿no es bueno acaso que la historia sea ante todo una descripción, una simple
observación, una clasificación sin excesivas ideas preconcebidas? Ver, mostrar,
en eso consiste la mitad de nuestra tarea. Y ver, si es posible, con nuestros
propios ojos. Porque les puedo asegurar que nada resulta más fácil en Europa en
Estados Unidos es diferente que observar todavía lo que puede ser un mercado en
la calle de una ciudad, o una tienda de antaño, o un buhonero dispuesto a
contarnos sus viajes, o una feria, o una bolsa. Vayan ustedes a Brasil, tierras
adentro de Bahía, a Cabilla o al África negra, y encontrarán mercados arcaicos
que aún viven ante nuestros ojos. Además, si se quiere leerlos, existen mil
documentos que nos hablan de los intercambios del pasado: archivos de ciudades,
registros notariales, documentos policiales, y tantos y tantos relatos de
viajeros, por no hablar ya de los pintores.
Tomemos, por
ejemplo, el caso de Venecia. Al pasearnos por la ciudad, tan milagrosamente
intacta, después de haber vagado por archivos y museos, podemos reconstruir
prácticamente del todo los espectáculos del pasado. En Venecia ya no hay ferias
o, mejor dicho, ya no hay ferias de mercancías. La Sensa,
feria de la Ascensión, es una fiesta que tiene lugar en
la plaza de San Marcos con puestos de mercaderes, máscaras, música y el
espectáculo ritual de los esponsales del Dux y el mar a la altura de San Nicolo.
Algunos mercados se establecen en la plaza de San Marcos, especialmente los de
joyas y pieles no menos valiosas. Pero tanto ayer como hoy, el gran espectáculo
mercantil es el de la plaza de Rialto, frente al puente y al Fondaco del
Tedeschi, que es actualmente la oficina central de Correos de Venecia. Hacia
1530, el Aretino, que tenía una mansión situada sobre el Canal Grande, se
entretenía observando las barcas cargadas de frutas y de montañas de melones
procedentes de las islas de la laguna y que acudían a este 19 vientre" de
Venecia, ya que la doble plaza de Rialto, Rialto Nuovo y Rialto Vecchio, era el
"vientre" y el centro activo de todos los intercambios y de todos los negocios,
grandes y pequeños. A dos pasos de los ruidosos escaparates de la doble plaza se
encuentran los grandes negociantes de la ciudad, en su Loggia construida en
1455, y a la que podríamos llamar su Bolsa, discutiendo discretamente cada
mañana acerca de sus negocios, seguros marítimos y fletes, y comprando,
vendiendo, firmando contratos entre ellos o con comerciantes extranjeros. A dos
pasos están los banchieri, en sus estrechas
tiendas, dispuestos a arreglar transacciones en el acto mediante transferencias
de cuenta a cuenta. Muy cerca también, allí donde se encuentran todavía hoy,
están la Herberia, el mercado de
verduras, la Pescheria, el mercado de
pescado, y, un poco más lejos, en la antigua Ca Quarini, las Beccarie,
las carnicerías, situadas en las cercanías de la iglesia
de San Mateo, la iglesia de los carniceros, que no fue destruida hasta finales
del siglo XIX.
Nos sentiríamos un
poco más desorientados en medio del estruendo de la Bolsa de Ámsterdam, pongamos
en el siglo XVII pero un agente (le Cambio y Bolsa actual que se hubiera
entretenido leyendo el curioso libro de José de la Vega: Confusión de
confusiones (1688), no tendría, me imagino, problemas para desenvolverse en
ella, en el juego ya por aquel entonces complicado y sofisticado de las acciones
que se compran y se venden sin poseerlas, siguiendo los muy modernos
procedimientos de la venta a plazos o con prima. Un viaje a Londres, a los
célebres cafés de Change Alley, revelaría las mismas marrullerías y
acrobacias.
Pero dejemos estas
enumeraciones. Hemos distinguido, para simplificar, dos registros de la economía
de mercado: uno inferior, los mercados, tiendas y buhoneros, y otro superior,
las ferias y las bolsas. Primera pregunta planteada: ¿en qué nos pueden ayudar
estos instrumentos del intercambio para explicar, grosso modo, las vicisitudes
de la economía europea del Antiguo Régimen, del siglo xv al XVIII? Segunda
pregunta: ¿cómo pueden esclarecernos, por semejanza o por contraste, los
mecanismos de la economía no europea, de la que sólo estamos comenzando a saber
algunas cosas? Estas son las dos preguntas a las que quisiéramos responder para'
concluir esta conferencia.
4
En primer lugar,
la evolución de Occidente a lo largo de estos cuatro siglos: XV XVI, XVII y
XVIII.
El siglo XV, sobre
todo a partir de 1450, presencia un resurgir general de la economía en beneficio
de las ciudades que, favorecidas por la subida de los precios "industriales",
mientras que los precios agrícolas se estabilizan o bajan, despegan más
rápidamente que el campo. En ese momento, el papel motor corresponde con toda
seguridad a las tiendas de artesanos o, mejor aún, a los mercados urbanos. Son
estos mercados los que dictan las normas. El resurgir se inicia por lo tanto en
la base de la vida
económica.
En el siglo
siguiente, cuando la máquina reactivada se complica precisamente a causa de su
recobrada velocidad (los siglos xiii y XIV, antes de la Peste Negra, habían sido
épocas de franca aceleración) y debido a la expansión de la economía atlántica,
la fuerza motriz del movimiento se sitúa en las ferias internacionales: ferias
de Amberes, de BergopZoom, de Francfort, de Medina del Campo y de Lyon, que fue
por un instante el centro de Occidente, sobre todo a partir de las llamadas
ferias de "Besancon", sumamente complejas y especializadas en el tráfico de
dinero y créditos, que fueron instrumento de dominación durante al menos
cuarenta años, de 1579 a 1621 de los genoveses, maestros indiscutibles de los
movimientos monetarios internacionales. Raymond de Rooker, poco dado a las
generalizaciones debido a su innata prudencia, no dudaba en definir el siglo XVI
como el del apogeo de las grandes ferias. La expansión característica de este
siglo tan activo correspondería, según un análisis reciente, a la exuberancia de
un último estadio, de una superestructura,
y, de resultas, a la proliferación de esta
superestructura, agrandada entonces por las llegadas de metales preciosos de
América y, más aún, por un sistema de cambios y recambios que permite la
circulación de una gran masa de papel a la venta y de crédito. Esta frágil obra
maestra de los banqueros genoveses se derrumbará en la década de 1620 por mil
razones a la vez.
La vida activa del
siglo XVII, una vez liberada de los sortilegios del Mediterráneo, se desarrolla
a través de la vasta superficie del Océano Atlántico. Se ha descrito a menudo
este siglo como una época de retroceso o de estancamiento económico. Habría, no
obstante, que matizar. Porque si bien el impulso del siglo XVI se ve
indudablemente cortado en Italia y en otras partes, la fantástica subida de
Ámsterdam no se halla situada, sin embargo, bajo el signo del marasmo económico.
En todo caso, con respecto a este punto, los historiadores están todos de
acuerdo: la actividad que persiste se apoya en un decisivo retorno a la
mercancía, a un intercambio de base en definitiva, y todo ello en beneficio de
Holanda, de sus flotas y de la Bolsa de Ámsterdam. Al mismo tiempo, la feria
cede el paso a las Bolsas y a las plazas mercantiles, que son a la feria lo que
la tienda normal es al mercado urbano, es decir, un flujo continuo que sustituye
a unos encuentros intermitentes. Se trata en este caso de una historia
archiconocida y clásica. Pero no sólo entra en juego la Bolsa. Los esplendores
de Ámsterdam corren el peligro de ocultarnos ciertas realizaciones más
corrientes. El siglo xvii, de hecho, es asimismo el del florecimiento masivo de
las tiendas, otro gran triunfo de lo continuo. Éstas se multiplican a lo largo
de Europa, en donde crean apretadas redes de distribución. Es Lope de Vega
(1607) quien dice del Madrid del Siglo de Oro que "todo se ha vuelto
tiendas".
En el XVIII, siglo
de aceleración económica general, todos los instrumentos del intercambio entran
lógicamente en juego: las Bolsas amplían sus actividades; Londres imita y trata
de suplantar a Ámsterdam que tiende a especializarse como la gran plaza de los
préstamos internacionales; Ginebra y Génova participan en este peligroso juego;
París se anima y empieza a ponerse a tono; el dinero y el crédito fluyen así
cada vez más libremente de una plaza a otra. Dentro de este ambiente, es natural
que las ferias salgan perdiendo: hechas para activar los intercambios
tradicionales, gracias, entre otras cosas, a sus privilegios fiscales, pierden
su razón de ser en un periodo de intercambios y de créditos fáciles. No
obstante, si bien comienzan a declinar allí donde la vida se precipita, florecen
y se mantienen allá donde subsisten economías aún tradicionales. Además,
enumerar las ferias activas durante el siglo XVII supone señalar las regiones
marginales de la economía europea: en Francia, la zona de las ferias de
Beaucaise; en Italia, la región de los Alpes (Bolzano) o el Mezziogiorno; más
aún en los Balcanes, Polonia, Rusia y hacia el oeste, al otro lado del
Atlántico, en el Nuevo Mundo.
Resulta superfluo
decirlo, pero en este periodo de consumo y de crecientes intercambios, los
mercados urbanos y las tiendas se hallan más animados que nunca. ¿Acaso no es
entonces cuando éstas llegan a los pueblos? Hasta los buhoneros multiplican por
dos sus actividades. Finalmente, se desarrollará lo que la historiografía
inglesa denomina el private market para oponerlo al
public market, vigilado éste por
las altivas autoridades urbanas y fuera aquél de estos controles. Este
private market, que comenzó a
organizar en toda Inglaterra, bastante antes del siglo xviii, las compras
directas y a menudo anticipadas a los productores y la compra a los campesinos
fuera de los circuitos del mercado de lana, trigo, telas, etc., consiste en el
montaje en contra de la reglamentación tradicional del mercado de cadenas
comerciales autónomas y muy largas, con gran libertad de movimiento y que,
además, se aprovechan sin ningún escrúpulo de dicha libertad. Se impusieron por
su eficacia, aprovechando los grandes suministros necesarios al ejército o a las
grandes capitales. El "vientre" de Londres y el "vientre" de París fueron, en
definitiva, revolucionarios. En resumen, el siglo XVIII lo incrementaría todo en
Europa, incluido el "contramercado".
Todo esto es
verdad por lo que se refiere a Europa. Hasta ahora sólo hemos hablado de ella. Y
no es porque queramos centrarlo todo en su vida particular, siguiendo una visión
eurocentrista demasiado cómoda, sino simplemente porque el oficio de historiador
se ha desarrollado en Europa y los historiadores se han aferrado a su propio
pasado. Desde hace algunos decenios, se ha producido un profundo cambio; las
fuentes documentales en la India, en Japón y en Turquía son explotadas
sistemáticamente, y empezamos a conocer la historia de estos países por otra
vía, que ya no es la de las crónicas de los viajeros o la de los libros de
historiadores europeos. Sabemos ya lo suficiente como para poder plantearnos la
siguiente pregunta: si los engranajes del intercambio que acabamos de describir
para el caso europeo existen fuera de Europa y existen en China, en la India, a
lo largo del Islam y en Japón, ¿podemos acaso utilizarlos para un ensayo de
análisis comparativo? El objetivo sería, en el caso de ser posible, situar en
líneas generales la noEuropa con relación a la misma Europa, ver si el creciente
abismo que entre ellas se abre durante el siglo xix era ya visible antes de la
Revolución industrial, y si Europa se encontraba o no adelantada con respecto al
resto del mundo.
Primera
constatación: en todas partes hay instalados mercados, incluso en aquellas
sociedades apenas esbozadas, como en África negra y en las civilizaciones
amerindias. A fortiori, en las sociedades más densas y evolucionadas, que
aparecen literalmente acribilladas de mercados elementales Haciendo un pequeño
esfuerzo, estos mercados aparecerán ante nuestros Ojos aún vivos y fáciles de
reconstruir. En los países islámicos, las ciudades han despojado prácticamente a
los pueblos de sus mercados, al igual que en Europa los han devorado. Los más
desarrollados de estos mercados se extienden al pie de las puertas monumentales
de las ciudades, en unos espacios que no son, en definitiva, ni campo ni ciudad,
y donde el ciudadano por un lado y el campesino por otro se encuentran en
terreno neutral. En la misma ciudad, de estrechas calles y plazas, algunos
mercados de barrio llegan a esbozarse: el cliente encuentra en ellos el pan
recién hecho, algunas mercancías y, contrariamente a la costumbre europea,
muchos platos cocinados: albóndigas de carne, cabezas de cordero asadas,
buñuelos, pasteles. Los grandes centros comerciales a un mismo tiempo mercados,
agrupaciones de tiendas y lonjas a la europea son los fonduks y los
bazares, como el Besestán
de Estambul.
En la India,
señalaremos una particularidad: no hay pueblo que no cuente con su propio
mercado, debido a la necesidad de transformar en él mediante la intervención del
mercader banyan los censos pagados en
especie por la comunidad aldeana en censos en metálico, bien sea para el Gran
Mogol, bien para los señores de su séquito. ¿Hemos de ver, quizá, en esta
nebulosa de mercados rurales, una imperfección del acaparamiento urbano en la
India? ¿0 bien. Por el contrario, debemos imaginar que los mercaderes
banyan practicaban cierto
tipo de private market al acaparar la
producción en su origen, en el mismo pueblo?
La organización
más sorprendente, en el nivel de los mercados elementales, es indudablemente la
de China, hasta el punto de que su caso nos muestra una geografía exacta, casi
matemática. Tomemos un pueblo o una ciudad pequeña Marquen ustedes un punto en
una hoja en blanco. Alrededor de ese punto se sitúan de seis a diez pueblos, a
una distancia tal que el campesino puede ir al pueblo y regresar en un mismo
día. Este conjunto geométrico un punto en el centro y diez alrededor es lo que
podríamos llamar un cantón, la zona de ¡radiación de un mercado de pueblo.
Prácticamente, este mercado se subdivide siguiendo las calles y plazas del
pueblo y engloba las tiendas de los revendedores, usureros, escribanos y
comerciantes detallistas, las casas de té y saké. W. Skinner tenía razón; en
este espacio cantonal es donde se sitúa la matriz de la China campesina, y no en
el pueblo. Admitirán ustedes también sin dificultad que los burgos giran, por su
parte, en torno a una ciudad a la que envuelven a distancia conveniente, a la
que surten y a través de la cual están ligados a los tráficos lejanos y a las
mercancías que no se producen in situ. Que todo ello constituye un sistema, lo
demuestra claramente el hecho de que el calendario de los mercados en los
distintos pueblos y en la ciudad se establecen de forma que no se superpongan
unos y otros. De un mercado a otro, de un pueblo a otro, circulan sin cesar
buhoneros y artesanos, pues en China la tienda M artesano es ambulante, y es en
el mercado donde contratan sus servicios; tanto es así que el herrero o el
barbero trabajan a domicilio En resumen, la masa china se encuentra atravesada y
animada por cadenas de mercados regulares, ligados unos a otros y todos ellos
estrechamente vigilados.
Las tiendas y los
buhoneros también son muy numerosos, proliferan pero las ferias y las Bolsas,
engranajes superiores, se echan de menos, Sí hay algunas ferias, pero
marginales, en las fronteras de Mongolia o en Cantón, para los mercaderes
extranjeros, lo cual es también una manera de vigilarlos,
Por lo tanto, una
de dos: o el gobierno es hostil a estas formas superiores de intercambio, o bien
la circulación capilar de los mercados elementales resulta suficiente para la
economía china: las arterias y venas no les serían, entonces, necesarias. Por
una u otra de estas razones, o por ambas al mismo tiempo, el intercambio en
China se encuentra, en definitiva, yugulado, arrasado, y en otra conferencia
veremos cómo este hecho ha tenido gran importancia para el no desarrollo del
capitalismo chino.
Los estadios
superiores del intercambio aparecen mejor desarrollados en Japón, en donde las
redes de los grandes comerciantes se hallan perfectamente organizadas. También
lo están en Insulindia, vieja encrucijada comercial que cuenta con sus ferias
regulares y sus Bolsas, si entendemos por tales, lo mismo que en la Europa de
los siglos xv y XVI, e incluso más tarde, las reuniones cotidianas de los
grandes mercaderes de una zona determinada. Así en Bantam, en la isla de Java
durante mucho tiempo la ciudad más activa, incluso después de la fundación de
Batavia en 1619, los negociantes se reúnen todos los días en una de las plazas
de la ciudad a la hora en que acaba el mercado.
La India es, por
excelencia, el país de las ferias, vastas reuniones mercantiles y religiosas a
un mismo tiempo, ya que suelen montarse en los lugares de peregrinación. Toda la
península aparece removida por estas reuniones gigantescas. Admiremos su
omnipresencia y su importancia; pero, ¿no constituían, por otra parte, el signo
de una economía tradicional, orientada en cierto modo hacia el pasado? En
cambio, en el mundo islámico, pese a que las ferias existían, no eran ni tan
numerosas ni tan grandes como las de la India. Excepciones como las ferias de La
Meca no hacen más que confirmar la regla. En efecto, las ciudades musulmanas,
superdesarrolladas y superdinámicas, poseían los mecanismos y los instrumentos
de los estadios superiores del intercambio. Los pagarés circulaban con tanta
frecuencia como en la India e iban a la par con la utilización directa del
dinero en metálico. Toda una red de crédito relacionaba las ciudades musulmanas
con el Extremo Oriente. Un viajero inglés, de vuelta de las Indias en 1789, y a
punto de pasar de Basora a Constantinopla, al no querer dejar su dinero en
depósito en la East India Company, pagaba 2 000
piastras en metálico a un banquero de Basora, que le entregó una carta redactada
en lingua franca para un banquero
de Alepo. Debería haber sacado de ello, en teoría, algún beneficio, pero no ganó
tanto como se esperaba. No hay nadie que gane siempre, en todas las
ocasiones.
En resumen, la
economía europea, si la comparamos con las del resto del mundo, parece haber
debido su desarrollo más avanzado a la superioridad de sus instrumentos e
instituciones: las Bolsas y las diversas formas de crédito. Pero, sin excepción
alguna, todos los mecanismos y artificios del intercambio pueden encontrarse
fuera de Europa, desarrollados y utilizados en grados diversos, y podemos
distinguir aquí una jerarquía: en un estadio casi superior, Japón, tal vez
también Insulindia y el Islam, y seguramente la India, con su red de crédito
desarrollada por sus mercaderes banyan,
la práctica de los préstamos monetarios para empresas
arriesgadas y sus seguros marítimos; en un estadio inferior y acostumbrada a
vivir replegada sobre sí misma, la China; y, para terminar, justo por debajo de
ella, miles de economías aún primitivas.
El hecho de
establecer una clasificación de las economías del mundo no deja de tener una
significación. Tendré en cuenta esta jerarquía en el siguiente capítulo, cuando
intente evaluar las posiciones ocupadas por la economía de mercado y el
capitalismo. En efecto, esta ordenación en sentido vertical hará que el análisis
dé sus frutos. Por encima de la enorme masa de la vida material diaria, la
economía de mercado ha tendido sus redes y mantenido vivos sus diversos
entramados. Y fue, de ordinario, por encima de la economía de mercado
propiamente dicha por donde prosperó el capitalismo. Podríamos afirmar que la
economía del mundo entero se hace visible en un auténtico mapa de
relieve.
2. LOS JUEGOS DEL INTERCAMBIO
En mi anterior
conferencia señalé el lugar característico que ocupa, del siglo XV al XVIII, un
enorme sector de autoconsumo que permanece en lo esencial completamente al
margen de la economía de intercambio. Europa, incluso la más desarrollada,
aparece sembrada, hasta el siglo xviii e incluso más adelante, de zonas que
participan poco en la vida general y que, en su aislamiento, se obstinan en
llevar su propia existencia, casi por completo encerrada en sí
misma.
Quisiera abordar
hoy ¡o que concierne propiamente al intercambio y que designaremos a la vez como
economía de mercado y como capitalismo. Este
doble apelativo indica que pensamos diferenciar estos dos sectores que, desde
nuestro punto de vista, no se confunden. Repitamos, no obstante, que estos dos
grupos de actividad economía de mercado y capitalismo minoritarios
hasta el siglo XVIII y que la mayoría de las acciones de los hombres permanece
encerrada, sumergida, en el inmenso campo de la vida material. Si bien la
economía de mercado se encuentra en plena expansión, cubre ya vastísimas
superficies y cosecha éxitos espectaculares, adolece aún, con bastante
frecuencia, de falta de densidad. En cuanto a aquellas realizaciones del Antiguo
Régimen que llamo con razón o sin ella capitalismo, son índice de un nivel
brillante y sofisticado, aunque limitado, que no afecta al conjunto de la vida
económica y no crea la excepción confirma la regla ningún "modo de producción"
propio y tendente, por sí mismo, a generalizarse. Dista mucho, incluso, ese
capitalismo al que denominamos mercantil de dominar y dirigir en su totalidad a
la economía de mercado, aunque ésta sea su condición previa indispensable. Y sin
embargo, el papel nacional, internacional y mundial que desempeña el capitalismo
resulta ya evidente.
1
La economía de
mercado, de la que hablé en el primer capítulo, se nos presenta sin excesiva
ambigüedad. Los historiadores le han otorgado, en verdad, un lugar de favor.
Todas las ensalzan. En comparación, la producción y el consumo son aún
continentes mal investigados por una búsqueda cuantitativa que todavía se
encuentra en sus comienzos. No se entiende este universo con facilidad. La
economía de mercado, por el contrario, no deja de suscitar opiniones en torno a
ella. Llena por sí sola páginas y páginas de documentos de archivos archivos
urbanos, archivos privados de familias de comerciantes, documentos jurídicos y
policiales, deliberaciones de las cámaras de comercio, registros de notarios...
Entonces, ¿cómo no reparar en ella e interesarse por ella? Está siempre
presente.
El peligro reside,
evidentemente, en que sólo nos fijemos en ella, en que la describamos con un
lujo de detalles tal que pueda llegar a sugerir una presencia invasora,
insistente, cuando en realidad sólo es un fragmento de un vasto conjunto, por su
propia naturaleza, que la reduce a un papel de lazo entre la producción y el
consumo; y de hecho, antes del siglo xix es una simple capa más o menos gruesa y
resistente, en ocasiones muy fina, situada entre el océano de la vida cotidiana
que subyace y los procedimientos del capitalismo que, una vez de cada dos, la
dirigen desde arriba.
Pocos
historiadores son claramente conscientes de esta limitación que, al
restringirla, define la economía de mercado y señala su verdadero papel. Witold
Kula es de los pocos que no se dejan llevar demasiado por el movimiento de los
precios del mercado, sus altibajos, sus crisis, sus lejanas correlaciones y sus
tendencias al unísono es decir, todo aquello que torna palpable el aumento
regular del volumen de los intercambios. Para recoger una de sus imágenes, es
importante mirar siempre al fondo del pozo, hasta llegar a la masa profunda del
agua o de la vida material a la que afectan
los precios del mercado, pero no calan en ella ni consiguen arrastrarla siempre.
Por lo tanto, toda historia económica que no sea a doble registro a saber, la
salida del pozo y el pozo en su profundidad corre el peligro de quedar
terriblemente incompleta.
Una vez señalado
esto, resulta evidente que entre los siglos XV y xvi, la zona ocupada por esta
vida rápida que es la economía de mercado no ha cesado de expandirse. La
variación en cadena de los precios de mercado es, a través del espacio, la señal
que lo anuncia y lo demuestra. Estos precios varían en el mundo entero: en
Europa, según demuestran numerosas informaciones, en Japón y en China, en la
India, y a lo largo de los países del Islam (también en el Imperio turco), así
como en América, en donde los metales preciosos juegan un papel precoz es decir,
en Nueva España, en Brasil, en Perú. Y todos estos precios se corresponden mejor
o peor, se suceden con diferencias más o menos acusadas, apenas sensibles a
través de toda Europa, donde las economías aparecen íntimamente conectadas unas
con otras, pero, en cambio, con un retraso de al menos veinte años con respecto
a Europa en la India de fines del siglo xvi y principios del XVII.
Resumiendo, cierta
economía relaciona entre sí, mejor o peor, los distintos mercados del mundo, una
economía que no arrastra tras ella más que algunas mercancías excepcionales,
pero también los metales preciosos, viajeros privilegiados que están dando la
vuelta al mundo. Las piezas de a ocho españolas,
acuñadas con la plata de América, cruzan el Mediterráneo, atraviesan el Imperio
turco y Persia, y llegan a la India y China. A partir de 1572, por el enlace de
Manila, la plata americana cruza también el Pacífico y, al final del viaje,
llega de nuevo a China por esta nueva vía.
Estas conexiones,
estas cadenas, tráficos y transportes esenciales, ¿cómo no iban a llamar la
atención de los historiadores? Estos espectáculos les fascinan, como ya
fascinaron a sus contemporáneos. Incluso los primeros economistas, ¿qué
estudiaban en realidad si no es la oferta y la demanda en el ámbito del mercado?
La política económica de las altivas ciudades, ¿qué era sino la vigilancia de
sus mercados, de sus suministros y de sus precios? Y cuando una política
económica se esboza en la actuación del Príncipe, ¿no es acaso a propósito del
mercado nacional, de la bandera nacional que hay que defender, de la industria
nacional ligada al mercado interior y exterior y a la que interesa promover? En
esta zona estrecha y sensible del mercado es donde resulta posible y lógico
actuar. En ella repercuten las medidas tomadas, como demuestra la práctica
diaria. Tanto es así que se ha llegado a creer, con razón o sin ella, que los
intercambios juegan por sí solos un papel decisivo, equilibrante, que allanan
los desniveles mediante la competencia, ajustan la oferta y la demanda, y que el
mercado es un dios escondido y benévolo, la "mano invisible" de Adam Smith, el
mercado autorregulador del siglo XIX y la piedra angular de la economía, si nos
atenemos al laissez faire, laissez passer.
Hay en esto una
parte de verdad y otra de mala fe, pero también de ilusión. ¿Podemos acaso
olvidar cuántas veces el mercado fue invertido y falseado, arbitrariamente
fijados sus precios por los monopolios de hecho y de derecho? Y sobre todo, si
admitimos las virtudes competidoras del mercado ("el primer ordenador puesto al
servicio de los hombres"), es importante señalar al menos que el mercado no es
sino un nexo imperfecto entre producción y consumo, aunque sólo fuese en la
medida en que sigue siendo parcial. Subrayemos esta última palabra: parcial.
Creo de hecho en las virtudes y en la importancia de una economía de mercado,
pero no en su reinado exclusivo. Esto no impide que, hasta una época
relativamente cercana, los economistas razonasen únicamente a partir de sus
esquemas y de sus lecciones. Para Turgot, la circulación se identifica realmente
con el conjunto de la vida económica. Del mismo modo y mucho después, David
Ricardo no ve más que el río, estrecho pero vivo, de la economía de mercado. Y
si bien los economistas, desde hace más de cincuenta años e instruidos por la
experiencia, ya no defienden las virtudes automáticas del lissez
faire, el mito sigue aún presente en el ámbito de la opinión
pública y de las discusiones políticas actuales.
2
Finalmente, si he
introducido el término capitalismo en el debate, a propósito de una época en la
que no siempre se le reconoce carta de naturaleza, ha sido sobre todo porque
necesitaba otra palabra que no fuera economía de
mercado para designar aquellas actividades que se nos revelan
como diferentes. Mi intención no era ciertamente la de "introducir el lobo en la
majada" Sabía muy bien ¡los historiadores han insistido tantas veces al
respecto! que este término conflictivo es ambiguo, terriblemente cargado de
actualidad y, virtualmente, de anacronismo. Si, con gran imprudencia, le he
abierto la puerta, ha sido por múltiples razones.
En primer lugar,
entre los siglos XV y XVIII, hay ciertos procesos que exigen un apelativo
especial. Cuando los observamos de cerca, resulta casi absurdo incluirlos, sin
más, dentro de la economía de mercado ordinaria. El término que nos viene
entonces espontáneamente a la cabeza es el de capitalismo.
Si
lo expulsamos, molestos, por la puerta, vuelve a entrar
casi inmediatamente por la ventana. ,Porque no le encontramos un sustituto
adecuado, y esto es sintomático. Como dice un economista americano, la mejor
razón para emplear el término capitalismo,
por muy desprestigiado que esté, es, a fin de cuentas,
que no hemos encontrado ningún otro que le sustituya. Es indudable que presenta
el inconveniente de arrastrar tras de sí innumerables querellas y discusiones;
pero estas querellas, las buenas, las menos buenas y las ociosas, son, en
verdad, imposibles de evitar; no se puede actuar y discutir como si no
existieran. Otro inconveniente peor es que el término aparece cargado de
aquellas connotaciones que le presta la vida actual.
Porque el término
capitalismo en su acepción más amplia, data de principios del siglo xx. Observo
por mi parte, de una forma un poco arbitraria, que su verdadero lanzamiento se
produce con la edición, en 1902, del famoso libro de Werner Sombart,
Der modeme Kapitalismus. Este término fue
prácticamente ignorado por Marx. Henos aquí entonces directamente amenazados por
el mayor de los pecados, el de anacronismo. No existe el capitalismo antes de la
Revolución Industrial, gritaba un joven historiador: "¡El capital sí,
pero el capitalismo no!".
No obstante, nunca
se produce entre el pasado, incluso lejano, y el presente ruptura total,
discontinuidad absoluta o si se prefiere, nocontaminación. Las experiencias del
pasado no dejan de prolongarse en la vida actual, no dejan de incrementarla. Así
pues, mucho, historiadores y no de los menores se dan cuenta actualmente de que
la Revolución industrial se anuncia mucho antes del siglo XVIII. Quizás la mejor
razón para persuadirse de ello sea el ejemplo que dan ciertos países
subdesarrollados de hoy en día que intentan realizar su revolución industrial y,
aun teniendo, según dicen, el modelo de éxito ante sus ojos, fracasan en el
intento.
Resumiendo, esta
dialéctica interminable puesta en tela de juicio pasado, presente; presente,
pasado corre el riesgo de ser simplemente el corazón, la razón de ser de la
historia misma.
No podremos
doblegar ni definir el término capitalismo, para ponerlo al servicio exclusivo
de la explicación histórica, a no ser encuadrándolo seriamente entre las dos
palabras que subyacen y le prestan su sentido: capital y capitalista El capital,
como realidad tangible y masa de medios fácilmente identificables, y en
constante actividad; el capitalista, como persona que preside o intenta presidir
la inserción del capital en el proceso incesante de producción al cual se ven
obligadas todas las sociedades; el capitalismo constituye, grosso
modo (y sólo grosso
modo), la forma en que es llevado normalmente con fines poco
altruistas este constante juego de inserción.
La palabra clave
es la de capital. Esta última, en los ensayos de los economistas, ha tomado el
sentido reforzado de bien capital; no sólo designa
las acumulaciones de dinero, sino también los resultados utilizables y
utilizados de todo trabajo previamente ejecutado: una casa es un capital, al
igual que el trigo almacenado en una granja; un navío o una carretera también
constituyen capitales. Pero un bien capital sólo merece ese nombre si participa
en el renovado proceso de la producción: el dinero de un tesoro que permanece
inactivo ya no constituye un capital, al igual que un bosque no explotado, etc.
Una vez sentado esto, ¿existe acaso alguna sociedad conocida que no haya
acumulado o acumule bienes capitales, que no los utilice con regularidad en su
trabajo y que, por medio del trabajo, no los reconstituya y haga fructificar? El
más modesto de los pueblos de Occidente, en el siglo XV, posee sus caminos, sus
campos desempedrados, sus tierras cultivadas, sus bosques organizados, sus setos
vivos, sus huertas, sus ruedas de molino, sus reservas de grano... Ciertos
cálculos realizados con respecto a las economías del Antiguo Régimen arrojan una
relación de uno a tres 0 a cuatro entre el producto bruto de un año de trabajo y
la masa de los bienes capitales (lo que en francés llamamos le patrimoine),
la misma, en suma, que la aceptada por Keynes para la
economía de las sociedades actuales. Cada sociedad llevaría, pues, tras sí el
equivalente a tres o cuatro años de trabajo acumulado, en reserva, que
utilizaría para sacar adelante su producción, y el patrimonio sólo se moviliza
parcialmente con tal fin, nunca en un 100%, desde luego.
Pero dejemos estos
problemas. Los conocen ustedes tan bien como yo. No les debo, en realidad, más
que una sola explicación: ¿cómo puedo distinguir aceptablemente el
capitalismo de la
economía de mercado, y
viceversa?
Supongo, desde
luego, que no esperarán ustedes de mí que lleve a cabo una distinción perentoria
del tipo de "el agua debajo y el aceite encima". La realidad económica no trata
nunca de cuerpos simples. Pero aceptarán sin demasiada dificultad que pueda
haber al menos dos tipos de economía llamada de mercado (A y B), discernibles sí
les prestamos un poco de atención, aunque sólo sea por las relaciones humanas,
económicas y sociales que instauran.
En la primera
categoría (A), incluiría de buen grado los intercambios cotidianos del mercado,
los tráficos locales o a corta distancia, como el trigo y la madera que se
encaminan hacia la ciudad cercana; e incluso los que tienen lugar en un radio
más amplio, siempre que sean regulares, previsibles, rutinarios y abiertos,
tanto a los pequeños, como a los grandes comerciantes: como por ejemplo los
envíos de grano del Báltico desde Dantzig hasta Ámsterdam en el siglo XVII, o el
tráfico del aceite y del vino del sur hacia el norte de Europa, y estoy pensando
en aquellas "flotillas" de carros alemanes que venían a buscar, cada año, el
vino blanco de Istria.
El mercado de un
pueblo podría constituir un buen ejemplo de estos intercambios carentes de
sorpresas, "transparentes", cuyos pormenores conoce todo el mundo de antemano y
cuyos beneficios siempre moderados podemos calcular aproximadamente. Este reúne
ante todo a productores campesinos, campesinas, artesanos y a clientes, unos del
mismo pueblo y otros de los pueblos cercanos. En todo lo demás hay, de vez en
cuando, dos o tres comerciantes; es decir, entre el cliente y el productor
aparece el intermediario, el tercer hombre. Y este comerciante puede, en ciertas
ocasiones, alterar el mercado, dominarlo e influir en los precios por medio de
manejos de almacenamiento; incluso un pequeño revendedor puede, en contra de los
reglamentos, salir al encuentro de los campesinos a la entrada del pueblo,
comprarles a precio reducido sus géneros y ofrecerlos seguidamente él mismo a
los compradores: es un fraude de tipo elemental, que está presente en todos los
pueblos y más aún en todas las ciudades y que es capaz, cuando se extiende, de
hacer subir los precios. Así pues, incluso en el pueblo ideal que nos estamos
imaginando, con su comercio reglamentado, leal y transparente donde los hombres
trabajan "el ojo en el Ojo, la mano con la mano", como dicen los alemanes, el
intercambio perteneciente a la categoría B, que huye de la transparencia y del
control, no se halla por completo ausente. Asimismo, el comercio regular que
anima a los grandes "convoys" de trigo del Báltico es un comercio transparente:
las curvas de precios a la salida de Dantzig y a la llegada a Ámsterdam son
sincrónicas, y el margen de beneficios es a la vez seguro y moderado. Pero si se
produce una carestía en el Mediterráneo, hacia 1590, por ejemplo, veremos a los
mercaderes internacionales, representantes de importantes clientes, desviar de
su ruta habitual a barcos enteros, cuyo cargamento, transportado a Liorna o a
Génova, triplica o cuadruplica entonces sus precios. También en este caso, la
economía A puede cederle el paso a la economía B.
En cuanto nos
elevamos en la jerarquía de los intercambios, es el segundo tipo de economía el
que predomina y dibuja ante nuestros ojos una "esfera de circulación"
evidentemente distinta. Los historiadores ingleses han señalado la creciente
importancia, a partir del siglo xv y junto al mercado público tradicional, el
public market de lo que ellos
llaman private market, o sea, el mercado
privado; yo lo llamaría más bien, para acentuar la diferencia, el
contramercado. ¿Acaso no trata
éste, en efecto, de desembarazarse de las reglas del mercado tradicional, en
exceso paralizadoras a veces? Algunos comerciantes itinerantes, recolectores de
mercancías, van a buscar a los productores en sus propias casas. Compran
directamente al campesino la lana, el cáñamo, los animales vivos, los cueros, la
avena o el trigo, las aves de corral, etc. 0 incluso les compran estos productos
por adelantado: la lana antes de que esquilen a las ovejas, el trigo cuando está
apuntando. Un simple papel firmado en la posada del pueblo o en la misma granja
cierra el trato. Después, encauzarán sus compras, por medio de carros, bestias
de carga o barcos, hacia las grandes ciudades o hacia los puertos exportadores.
Ejemplos como éstos se encuentran en el mundo entero, tanto en París como en
Londres; en Segovia para las lanas, en tomo a Nápoles para el trigo, en Apulía
para el aceite, en Insulindia para la pimienta... Cuando no acude a la misma
explotación agrícola, el comerciante itinerante concierta sus citas junto al
mercado, al margen de la plaza donde éste tiene lugar o bien, con mayor
frecuencia, se reúne en una posada: las posadas son etapas de la circulación
rodada, oficinas de transporte. Que este tipo de intercambios sustituye las
condiciones normales del mercado colectivo por transacciones individuales cuyos
términos varían arbitrariamente según sea la situación respectiva de los
interesados, lo demuestran sin ambigüedad los numerosos procesos que origina en
Inglaterra la interpretación de los pequeños papeles firmados por los
vendedores. Es evidente que se trata de intercambios desiguales en los que la
competencia ley esencial de la llamada economía de mercado no desempeña apenas
ningún papel, y en los que el mercader cuenta con dos ventajas: ha roto las
relaciones entre el productor y el destinatario final de la mercancía (él es el
único que conoce las condiciones del mercado a ambos extremos de la cadena, y,
por lo tanto, el beneficio contable) y dispone de dinero en efectivo, lo que
constituye su argumento principal. De ahí que se tiendan largas cadenas
mercantiles entre la producción y el consumo, y es sin duda su eficacia lo que
las hizo imponerse, especialmente en lo que se refiere al abastecimiento de las
ciudades, y lo que incitó a las autoridades a hacer la vista gorda o, por lo
menos, a relajar sus controles.
Ahora bien, cuanto
más se alargan dichas cadenas, más escapan a las reglas y controles habituales y
más claramente emerge el proceso capitalista. Y lo hace de forma brillante en el
comercio, a larga distancia, el Fernhandel,
en el que los historiadores alemanes no son los únicos en
ver el superlativo de la vida de intercambio. El Fernhandel
es, por excelencia, un campo en el que se maniobra
libremente, opera a unas distancias que le ponen a resguardo de los controles
ordinarios, o que le permiten sortearlos; actuará, según los casos, desde las
costas de Coromandel o las riberas de Bengala hasta Ámsterdam; desde Ámsterdam
hasta cualquier almacén de reventas de Persia, de la China o del Japón. En esta
extensa zona de operaciones, cuenta con la posibilidad de escoger, y escogerá
aquello que le proporcione los máximos beneficios: ¿el comercio en las Antillas
ya sólo produce beneficios modestos? Da lo mismo, ya que, en ese mismo instante,
el comercio de la India y de la China garantiza la obtención de beneficios
dobles. Basta, pues, con cambiar de punto de mira.
De estos grandes
beneficios se derivan considerables acumulaciones de capital, tanto más cuanto
que el comercio a larga distancia sólo se reparte entre unas pocas manos. No
entra cualquiera en él. El comercio local, por el contrario, se esparce entre
multitud de participantes. En el siglo xvi, por ejemplo, el comercio interior de
Portugal, visto en su totalidad y con todo su supuesto valor monetario, es, con
mucho, superior al comercio de pimienta, especias y drogas. Pero este comercio
interior se encuentra a menudo bajo el signo del trueque, del valor
de
uso. El comercio de especias, en cambio, se sitúa
directamente dentro del ámbito de la economía monetaria. Y son sólo los grandes
negociantes los que lo practican y concentran
en sus manos sus anormales beneficios. El mismo
razonamiento valdría para la Inglaterra de tiempos de Defoe.
No es una
casualidad que, en todos los países del mundo, un grupo de grandes negociantes
se destaque claramente por encima de la masa de mercaderes, y que este grupo sea
más limitado, por un lado, y aparezca siempre ligado, por otro, al comercio a
larga distancia, entre otras actividades. Este fenómeno es visible en Alemania
desde el siglo XIV, en París desde el XIII, en las ciudades italianas desde el
XII, e incluso antes. El tayir, en el Islam y
antes ya de la aparición de los primeros negociantes occidentales, es un
exportador-importador que, desde su casa (estamos ya ante el comercio fijo),
dirige a agentes y comisionistas. No tiene nada en común con el hawanli, el tendero del
zoco. En Agra, que, hacia 1640, es aún una enorme ciudad de la India, un viajero
anota que con el nombre de " sogador" se designa a "aquel al que llamaríamos en
España un mercader, pero hay algunos
que se adornan con el nombre particular de katari,
el título más eminente para aquellos que profesan en
estos países el arte mercantil y que significa comerciante riquísimo y de gran
crédito". En Occidente, el vocabulario señala unas diferencias análogas. El
négociant es el
kalarí francés, y esta
palabra aparece en el siglo xvii. En Italia, hay una enorme distancia entre el
mercante a taglio y el
negoziante; lo mismo en
Inglaterra entre el tradesman y el
merchant que, en los
puertos ingleses, se ocupa ante todo de la exportación y del comercio a larga
distancia; y en Alemania, entre los Krämer,
por un lado, y el Kaufmann o
el Kaufherr, por
otro.
¿Hace falta
señalar que estos capitalistas, tanto en el Islam como en la cristiandad, son
los amigos del príncipe, aliados o explotadores del Estado? Muy pronto, desde el
principio, traspasarán los límites nacionales y se entenderán con los mercaderes
de otras plazas extranjeras. Poseen mil medios para falsear el juego a su favor,
mediante la manipulación del crédito y el fructuoso juego de las buenas monedas
contra las falsas: las buenas monedas de oro y plata se destinan a las grandes
transacciones, al Capital; y las de cobre a los pequeños salarios y a los pagos
cotidianos, al Trabajo, en consecuencia. Cuentan con la superioridad de la
información de la inteligencia y de la cultura. Y se apoderan a su alrededor de
lo que es bueno aprehender: la tierra, los edificios, las rentas... ¿Quién
pondría en duda que tienen a su disposición los monopolios, o simplemente el
poder suficiente para anular en un noventa por ciento de los casos a la
competencia? Al escribir a uno de sus agentes de Burdeos, un mercader holandés
le recomendaba que mantuviera secretos sus proyectos; si no, añadía, "le
ocurriría a este negocio lo que a tantos otros en los que, en el momento en que
surge la competencia, ¡ya se acabaron los beneficios! " Finalmente, y gracias a
la masa de los capitales, pueden los capitalistas preservar sus privilegios y
reservarse los grandes negocios internacionales de su tiempo. De una parte,
porque en esta época de lentísimos transportes, el gran comercio impone largos
plazos a la circulación de capitales: son necesarios meses, y a veces años, para
que retornen las sumas invertidas, engrosadas por sus beneficios. De otra parte,
porque generalmente el gran mercader no utiliza sólo capitales: recurre al
crédito, al dinero de los demás. Por último, los capitales se desplazan. Desde
finales del siglo XIV, los archivos de Francesco di Marco Datini, mercader de
Prato, cerca de Florencia, nos señalan las ¡das y venidas de las letras de
cambio entre las ciudades italianas y los puntos álgidos del capitalismo
europeo: Barcelona, Montpellier, Avignon, París, Londres, Brujas... Pero se
trata aquí de juegos tan ajenos al común de los mortales, como son las actuales
deliberaciones ultrasecretas del Banco de Pagos Internacionales, en
Basilea.
Así pues, el mundo
de la mercancía o del intercambio se encuentra estrictamente jerarquizado, desde
los más humildes oficios mozos de cuerda, descargadores, buhoneros, carreteros,
marineros hasta los cajeros, tenderos, agentes de nombres diversos, usureros y,
finalmente, hasta los negociantes. Lo que a primera vista resulta sorprendente
es que la especialización, la división del trabajo, que no hace más que
acentuarse rápidamente al compás de los progresos de la economía de mercado,
afecta a toda esta sociedad mercantil salvo a su cima, la de los negociantes
capitalistas. Así este proceso de parcelación de funciones, esta modernización,
se manifestó ante todo y solamente en la base: los oficios, los tenderos,
incluso los buhoneros, se especializan. No ocurre lo mismo en lo alto de la
pirámide, ya que, hasta el siglo XIX, el mercader de altos vuelos no se limita,
por así decir, a una sola actividad: es comerciante, claro está, pero nunca de
un solo ramo, sino que, según las ocasiones, es a la vez armador, asegurador,
prestamista, prestatario, financiero, banquero e incluso empresario industrial o
explotador agrícola. En Barcelona, en el siglo XVIII, el tendero detallista, el
botiguer, está siempre
especializado: vende telas, o paños, o especias. ... Si algún día se enriquece
lo suficiente como para convertirse en negociante, pasa automáticamente de la
especialización a la noespecialización. A partir de ese momento, cualquier buen
negocio que se encuentre a su alcance pasará a ser de su
competencia.
Esta anomalía ha
sido a menudo señalada, pero la explicación que suele dársele no nos puede
satisfacer: el mercader, nos dicen, divide sus actividades entre diversos
sectores para limitar sus riesgos: perderá con la cochinilla, pero ganará con
las especias; fracasará en una transacción comercial, pero ganará al jugar con
los cambios o al prestarle dinero a un campesino para que pueda constituirse una
renta... Para resumir, seguiría el consejo de un proverbio francés que
recomienda "ne pas mettretoussesoeufsdansle même
panier" ["no jugárselo todo a una sola carta"].
De hecho, yo
pienso: o Que el mercader no se especializa porque ninguno de los ramos que se
encuentran a su alcance está lo suficientemente desarrollado como para absorber
toda su actividad. Se cree con demasiada frecuencia que el capitalismo de antaño
era menor, debido a la falta de capitales, que le fue preciso ir acumulando
durante mucho tiempo para expandirse. Sin embargo, la correspondencia mercantil
o las memorias de las cámaras de comercio nos muestran bastante a menudo el caso
de capitales que buscan inútilmente una forma de inversión. Entonces, el
capitalismo se sentirá tentado por la adquisición de tierras, por su valor
refugio y su valor social, pero también a veces de tierras que pueden explotarse
de forma moderna y ser fuente de beneficios sustanciosos, como sucede, por
ejemplo, en Inglaterra, en Venecia y otros lugares. 0 bien se dejará seducir por
las especulaciones inmobiliarias urbanas; o también por las incursiones,
prudentes pero frecuentes, en el campo de la industria, así como por las
especulaciones mineras (siglos XV y XVI). Pero resulta significativo que, salvo
en casos excepcionales, no se interese por el sistema de producción y se
contente, mediante el sistema de trabajo a domicilio o putting out, con controlar la
producción artesanal para asegurarse mejor su comercialización. Frente al
artesano y al sistema del putting out, las manufacturas
no representarán, hasta el siglo XIX, más que una pequeña parte de la
producción.
Que si el gran
comerciante cambia tan a menudo de actividad, es porque los grandes beneficios
cambian sin cesar de sector. El capitalismo es de naturaleza coyuntural. Incluso
hoy en día, uno de sus grandes valores es su facilidad de adaptación y de
reconversión. O Que una única especialización ha mostrado, en ocasiones,
tendencia a manifestarse dentro de la vida mercantil: el comercio del dinero.
Pero su éxito nunca ha sido de larga duración, como si el edificio económico no
pudiese nutrir suficientemente esta punta culminante de la economía. La banca
florentina, algún tiempo floreciente, se derrumba con los Bardi y los Perucci en
el siglo xiv; y más tarde con los Médicis, en el siglo XV. A partir de 1579, las
ferias genovesas de Piacenza se convierten en el clearing
de casi todos los pagos europeos, pero la extraordinaria
aventura de los banqueros genoveses durará menos de medio siglo, hasta 1621. En
el siglo XVII, Ámsterdam dominará a su vez en forma brillante los circuitos del
crédito europeo, y la experiencia se saldará también esta vez con un fracaso en
el siglo siguiente. El capitalismo financiero no triunfará hasta el siglo xix,
más allá de los años 18301860, cuando la Banca lo acapare todo, industria y
mercancía, y cuando la economía, en general, haya adquirido el suficiente vigor
como para sostener definitivamente esta construcción.
Resumiendo, hay
dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente;
el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni
los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el
primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo. No niego
que pueda haber un capitalismo rural y disfrazado, astuto y cruel. Lenin, según
me dijo el profesor Dalin de Moscú, sostenía incluso que, en un país socialista,
si se le devolvía la libertad a un mercado de pueblo, éste podría reconstruir el
árbol entero del capitalismo. No niego tampoco que pueda existir un
microcapitalismo de los tenderos. Gerschenkron piensa que el verdadero
capitalismo surgió de ahí. La relación de fuerzas que se halla en la base del
capitalismo puede esbozarse y encontrarse en todos los estratos de la vida
social. Pero en definitiva, es en lo alto de la sociedad donde se despliega el
primer capitalismo, donde afirma su fuerza y se nos revela. Y es a la altura de
los Bardi, de los Jacques Coeur, de los Jacob Fugger, de los John Law y de los
Necker donde debemos ir a buscarlo y donde más probabilidades tenemos de
descubrirlo.
Si de ordinario no
se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos
han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días, y porque se ha
presentado a menudo al capitalismo como el motor y la plenitud del desarrollo
económico. En realidad, todo se sostiene sobre los anchos hombros de la vida
material: si ésta crece, todo va hacia adelante; la economía de mercado crece
también a su costa y amplía sus relaciones. Ahora bien, el que se beneficia
siempre de esta expansión es el capitalismo. No creo que Joseph Schumpeter tenga
razón cuando hace del empresario el deus ex machina.
Creo con firmeza que es el movimiento de conjunto el que
resulta determinante, y que todo capitalismo está hecho a la medida, en primer
lugar, de las economías que le son subyacentes.
4
Como privilegio de
una minoría, el capitalismo es impensable sin la complicidad activa de la
sociedad. Constituye forzosamente una realidad de orden social, una realidad de
orden político e incluso una realidad de civilización. Porque hace falta, en
cierto modo, que la sociedad entera acepte, más o menos conscientemente, sus
valores. Pero no siempre es éste el caso.
Toda sociedad
densa se descompone en varios "conjuntos": el económico, el político, el
cultura] y el jerárquico social. El económico sólo podrá comprenderse en unión
de los demás 11 conjuntos", disolviéndose en ellos, pero también abriendo sus
puertas a los próximos a él. Hay acción e interacción. Esta forma particular y
parcial de la economía que es el capitalismo no se explicará plenamente sino a
la luz de estas proximidades e invasiones; acabará adquiriendo gracias a ella su
auténtico rostro.
De ahí que el
Estado moderno, que no ha creado el capitalismo pero sí lo ha heredado, tan
pronto lo favorezca como lo desfavorezca; a veces lo deja expandirse y otras le
corta sus competencias. El capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el
Estado, cuando es el Estado. En su primera gran fase, la de las ciudadesEstado
de Italia, en Venecia, en Génova y en Florencia, la élite del dinero es la que
ejerce el poder. En Holanda, en el siglo xviii, la aristocracia de los Regentes
gobierna siguiendo el interés e incluso las directrices de los hombres de
negocios, negociantes o proveedores de fondos. En Inglaterra, con la revolución
de 1688, se llega asimismo a un compromiso semejante al holandés. Francia
mantiene un retraso de más de un siglo: sólo con la revolución de julio, en
1830, se instalará por fin cómodamente la burguesía de los negocios en el
gobierno.
Así pues, el
Estado se muestra favorable u hostil al mundo del dinero según lo imponga su
propio equilibrio y su propia capacidad de resistencia. Lo mismo ocurre con la
cultura y con la religión. En un principio, la religión fuerza de tipo
tradicional dice no a las novedades del mundo, del dinero, de la especulación y
de la usura. Pero existen acomodos con la Iglesia. Aunque ésta no cesa de decir
no, acabará por decir sí a las imperiosas exigencias del siglo. Para decirlo
brevemente, aceptará un aggiornamento, un modernismo
como hubiéramos dicho antaño. Agustin Renaudet recordaba que Santo Tomás de
Aquino (12251274) formuló el primer modernismo llamado a tener éxito. Pero si la
religión y, por lo tanto, la cultura, barrió bastante pronto sus obstáculos,
mantuvo una fuerte oposición de principio, especialmente en lo que se refiere al
préstamo con interés, condenado como usura. Se ha llegado incluso a sostener, un
poco precipitadamente, es verdad, que estos escrúpulos sólo desaparecieron con
la Reforma y que ésta es la razón profunda de la ascensión del capitalismo en
los países del norte de Europa. Para Max Weber, el capitalismo, en el sentido
moderno de la palabra, no habría sido ni más ni menos que una creación del
protestantismo o, mejor aún, del puritanismo.
Todos los
historiadores se oponen a una tesis sutil, aunque no logran desembarazarse de
ella de una vez por todas: vuelve a resurgir ante ellos sin cesar. Y, sin
embargo, es manifiestamente falsa. Los países del Norte no han hecho más que
tomar el lugar ocupado durante largo tiempo y con brillantez por los viejos
centros capitalistas del Mediterráneo. No inventaron nada, ni en el campo de la
técnica ni en el del manejo de los negocios. Ámsterdam copia a Venecia, al igual
que Londres copiará a Ámsterdam, y Nueva York a Londres. Lo que entra en juego
en cada ocasión es el desplazamiento del centro de gravedad de la economía
mundial, por razones económicas, y esto no afecta a
la naturaleza propia del capitalismo. Este deslizamiento definitivo desde el
Mediterráneo a los mares del Norte, que se produce muy a finales del siglo xvi,
supone el triunfo de un país nuevo sobre otro viejo. Y supone también un amplio
cambio de nivel. Gracias a la nueva ascensión del Atlántico, se produce una
expansión de la economía en general, de los intercambios, del stock monetario y,
nuevamente, el vivo progreso de la economía de mercado es el que, fiel a la cita
de Ámsterdam, llevará sobre sus espaldas, las construcciones ampliadas del
capitalismo. Finalmente, me parece que el error de Max Weber deriva
esencialmente, en su punto de partida, de una exageración del papel desempeñado
por el capitalismo como promotor del mundo moderno.
Pero éste no es el
problema esencial. El verdadero destino del capitalismo se jugó, en efecto, de
cara a las jerarquías sociales. Toda sociedad evolucionada admite varias
jerarquías, digamos varios escalones, que le permiten salir de la planta baja
donde vegeta la masa del pueblo que está en la base el Grundvo1k
de Werner Sombart: jerarquía religiosa, jerarquía
política, jerarquía militar y jerarquías diversas del dinero. Entre unas y
otras, según los distintos siglos o lugares, existen oposiciones, compromisos o
alianzas; a veces, hay incluso confusión. En la Roma del siglo XIII, la
jerarquía política y la religiosa se confunden pero, alrededor de la ciudad, la
tierra y el ganado crean una clase de grandes señores peligrosos, mientras que
los banqueros de la Curia sieneses ascienden ya muy alto. En Florencia, a
finales del siglo XIV, la antigua nobleza feudal y la nueva gran burguesía
mercantil forman ya un mismo cuerpo dentro de una élite del dinero, la cual se
hace también, lógicamente, con el poder político. En otros contextos sociales,
por el contrario, una jerarquía política puede aplastar a las demás: es el caso
de la China de los Ming y de los Manchúes. Es también el caso, aunque de forma
menos nítida y continua, de la Francia monárquica del Antiguo Régimen, que
durante mucho tiempo no deja a los mercaderes, ni siquiera a los ricos, mas que
un papel carente de prestigio, y coloca en primera línea a la decisiva jerarquía
de la nobleza. En la Francia de Luis XIII, el camino del poder pasa por
acercarse al rey y a la Corte. El primer paso de la verdadera carrera de
Richelieu, titular del insignificante obispado de Lugon, fue convertirse en
capellán de la reina madre, María de Médicis, y poder acceder así a la Corte
para introducirse en el estrecho círculo de los gobernantes.
Hay tantos caminos
para la ambición de los individuos como sociedades. Y tantos tipos de éxito. En
Occidente, aunque no escaseen los éxitos de individuos aislados, la historia
repite incesantemente la misma lección, a saber, que los éxitos individuales
deben inscribirse casi siempre en el activo de las familias vigilantes, atentas
y consagradas a incrementar poco a poco su fortuna y su influencia. Su ambición
aparece surtida de paciencia, se desarrolla a largo plazo. Entonces, ¿es preciso
cantar las glorias y méritos de las "largas" familias, de los linajes? Supondría
poner en primer plano, en el caso de Occidente, aquello que llamamos, en líneas
generales y con un término que se ha impuesto tardíamente, la historia de la
burguesía, sustentadora del proceso capitalista, creadora o utilizadora de la
sólida jerarquía que se convertirá en la espina dorsal del capitalismo. Este
último, en efecto, para asentar su fortuna y su poder, se apoya sucesiva o
simultáneamente en el comercio, en la usura, en el comercio a larga distancia,
en el "cargo" administrativo y en la tierra, valor seguro y que, por añadidura,
y mucho más de lo que se piensa, confiere un evidente prestigio de cara a la
misma sociedad. Si atendemos a estas largas cadenas familiares y a la lenta
acumulación de patrimonios y honores, el paso, en Europa, del régimen feudal al
régimen capitalista se hace casi comprensible. El régimen feudal constituye, en
beneficio de las familias señoriales, una forma duradera del reparto de la
riqueza territorial, riqueza de base y por lo tanto un orden estable en su
textura. La "burguesía", a lo largo de los siglos, vivirá como un parásito
dentro de esta clase privilegiada, cerca de ella, contra ella y aprovechándose
de sus errores, de su lujo, de su ociosidad y de su falta de previsión, para
acabar apoderándose de sus bienes con frecuencia a través de la usura y para
infiltrarse finalmente en sus filas y perderse en ellas. Pero hay otros
burgueses para reanudar el asalto, para reemprender la misma lucha. Parasitismo,
en suma, de larga duración: la burguesía no cesa de destruir a la clase
dominante para nutrirse de ella. Pero su ascensión fue lenta, paciente,
traspasándose sin cesar la ambición a hijos y nietos. Y así
sucesivamente.
Una sociedad de
este tipo, derivada de la sociedad feudal y que todavía sigue siendo feudal a
medias, es una sociedad en la cual la propiedad y los privilegios sociales se
encuentran relativamente a salvo, en la cual las familias pueden disfrutar de
aquellos con relativa tranquilidad, al ser la propiedad sacrosanta y desear
ellos que así sea, y en la cual permanecen, por lo general, en su sitio. Ahora
bien, es preciso que estas aguas sociales estén tranquilas o relativamente
tranquilas para que se produzca la acumulación y se mantengan los linajes, y
para que, si la economía monetaria colabora, emerja por fin el capitalismo. Éste
destruye, con este proceso, ciertos bastiones de la alta sociedad, pero
reconstruye, en cambio y para beneficio propio, otros tan sólidos y duraderos
como aquellos.
Estas largas
gestaciones de fortunas familiares, que desembocan un buen día en un éxito
espectacular, nos resultan tan familiares, tanto en el pasado como en el
presente, que nos cuesta darnos cuenta de que estamos aquí, de hecho, ante una
característica esencial de las sociedades de Occidente. No reparamos en ella, en
realidad sino distanciándonos y observando el espectáculo diferente que nos
ofrecen las sociedades extraeuropeas. En estas sociedades, lo que llamamos o
podemos llamar capitalismo tropieza en general con obstáculos sociales nada
fáciles o imposibles de franquear. Son estos obstáculos los que nos sitúan, por
contraste, en el camino de una explicación general.
Dejemos a un lado
la sociedad japonesa, en donde el proceso es el mismo, en líneas generales, que
en Europa: una sociedad feudal se deteriora lentamente y una sociedad
capitalista acaba liberándose de ella; Japón es el país en el que las dinastías
mercantiles han durado más tiempo algunas, nacidas en el siglo XVII, prosperan
todavía hoy en día. Pero la occidental y la japonesa son los únicos ejemplos que
nos puede recordar la historia comparativa de sociedades que pasan casi por sí
mismas del orden feudal al orden del dinero. En otras zonas, las posiciones
respectivas del Estado, del privilegio del rango y del privilegio del dinero son
muy distintas, y es de estas diferencias de donde trataremos de extraer una
enseñanza.
Veamos el caso de
la China y del Islam. En China, las imperfectas estadísticas que se nos ofrecen
parecen indicar que la movilidad social en línea vertical es mayor que en
Europa. No porque el número de privilegiados sea relativamente mayor, sino
porque la sociedad es mucho menos estable. La puerta abierta, la jerarquía
abierta, es la de los concursos de mandarines. Aunque estos concursos no siempre
se llevaron a cabo dentro de un contexto de honestidad absoluta, resultaban, en
principio, asequibles a todos los medios sociales, infinitamente más asequibles
en todo caso que las grandes universidades occidentales del siglo XIX. Los
exámenes que posibilitaban el acceso a las altas funciones del mandarinato eran,
de hecho, redistribuciones de las cartas del juego social, como un constante
New Deal. Pero los, que
logran de esta forma ascender a la cima no permanecen allí más que de modo
precario, con carácter vitalicio si se quiere. Y las fortunas amasadas a menudo
en estas ocasiones no sirven apenas para fundar lo que llamaríamos en Europa una
gran familia. Por otra parte, las familias excesivamente ricas y poderosas
resultan, por regla general, sospechosas al Estado, que es el único en poseer el
derecho sobre la tierra y el único habilitado para recolectar los impuestos que
paga el campesino, el cual vigila muy de cerca las empresas mineras,
industriales y mercantiles. El Estado chino, pese a las complicidades locales de
mercaderes y mandarines corrompidos, siempre fue hostil al florecimiento de un
capitalismo que, cada vez que prospera a favor de las circunstancias, se ve
finalmente frenado por un Estado en cierto modo totalitario (si despojamos a
esta palabra de su sentido peyorativo actual). Sólo encontramos un auténtico
capitalismo chino fuera de China en Insulindia, por ejemplo, donde el mercader
chino actúa y reina con entera libertad.
En los vastos
países del Islam, sobre todo antes del siglo XvIII, la posesión de tierras es
provisional, ya que, también allí, pertenece por derecho al príncipe. Los
historiadores dirían, siguiendo el lenguaje de la Europa del Antiguo Régimen,
que existen beneficios (es decir, bienes
cedidos con carácter vitalicio) y no feudos familiares. Para decirlo con otros
términos, los señoríos, es decir, las tierras, los pueblos y las rentas
territoriales, son distribuidos por el Estado, al igual que antaño lo hacía el
Estado carolingio, y se encuentran de nuevo disponibles cada vez que muere su
beneficiarlo, Esto constituye para el príncipe una forma de pagar los servicios
de soldados y caballeros. Cuando muere el señor, su señorío y todos sus bienes
vuelven al Sultán de Estambul o al Gran Mogol de Delhi. Digamos que estos
grandes príncipes, mientras dura su autoridad, pueden cambiar de sociedad
dominante, de élite, igual que de camisa, y no se privan de ello. La cima de la
sociedad se renueva, por lo tanto, muy a menudo y las familias no tienen la
posibilidad de incrustarse en ella. Un reciente estudio sobre el Cairo en el
siglo XVIII nos señala que los grandes comerciantes no consiguen mantenerse en
su puesto más allá de una sola generación. La sociedad política los devora. Si
en la India la vida mercantil es más sólida, es porque se desarrolla al margen
de la sociedad inestable de la cima, dentro de los marcos protectores
constituidos por las castas de mercaderes y banqueros.
Una vez señalado
esto, podrán ustedes comprender mejor la tesis que sostengo, bastante sencilla y
verosímil: existen unas condiciones sociales en la base del avance y del triunfo
del capitalismo. Éste exige cierta tranquilidad del orden social, así como
cierta neutralidad, debilidad y complacencia del Estado. E incluso en Occidente
encontramos diversos grados de esta complacencia: a razones claramente sociales
e incrustadas en su pasado se debe que Francia haya sido siempre un país menos
favorable al capitalismo que, por ejemplo, Inglaterra.
Creo que este
punto de vista no suscitará objeciones serias. En cambio, un nuevo problema se
plantea. El capitalismo requiere una jerarquía. Pero, ¿qué es exactamente una
jerarquía para un historiador que ve desfilar ante sí cientos y cientos de
sociedades que poseen todas ellas rematadas en la cima con un puñado de
privilegiados y de responsables? Verdad de ayer para la Venecia del siglo XIII,
para la Europa del Antiguo Régimen y para la Francia de Monsieur Thiers o la de
1936, en la que los eslóganes populares denunciaban el poder de las "doscientas
familias". Pero verdad también en Japón, en la China, en Turquía y en la India.
Y verdad todavía hoy: incluso en los Estados Unidos, el capitalismo no inventa
las jerarquías sino que las utiliza, al igual que tampoco ha inventado el
mercado o el consumo. El es, dentro de la amplia perspectiva de la historia, el
visitante nocturno. Llega cuando ya todo está en su sitio. Dicho de otra forma,
el problema en sí de la jerarquía lo rebasa, lo trasciende, lo domina por
anticipado. Y las sociedades no capitalistas no han suprimido, desgraciadamente,
las jerarquías.
Todo esto abre las
puertas a largas discusiones que he tratado de presentar en mi libro sin aportar
conclusiones. Porque ahí reside, sin duda, el problema clave, el mayor de todos
los problemas: ¿hay que destruir la jerarquía, la dependencia de un hombre con
respecto a otro? Sí, afirmó JeanPaul Sartre en 1968. Pero, ¿es esto realmente
posible?
3. EL TIEMPO DEL MUNDO.
En los dos
capítulos anteriores, las piezas del rompecabezas les han sido presentadas o
bien aisladas, o bien reagrupadas en un orden arbitrario, debido a las
necesidades de la explicación. Se trata ahora de reconstruir el rompecabezas.
Este es el objeto del tercer y último volumen de mi obra, titulado El
tiempo del mundo. El título sugiere,
por sí solo, mi ambición: vincular el capitalismo, su evolución y sus medios a
una historia general del mundo.
Una
historia, es decir, una
sucesión cronológica de formas y experiencias. El conjunto del
mundo, es decir, esa unidad que se dibuja entre los siglos Xv y
XVIII y cuya influencia se va notando progresivamente en la vida entera de los
hombres, en todas las sociedades, economías y civilizaciones del mundo. Ahora
bien, este mundo se asienta bajo el signo de la desigualdad. La imagen actual
países desarrollados por un lado, y países subdesarrollados por otro constituye
ya una auténtica realidad, mutatis mutandis,
entre los siglos XV, y XVIII. Es cierto que, de Jacques
Coeur a Jean Bodin, a Adam Smith y a Keynes, los países ricos y los países
pobres no siempre han sido los mismos; ha girado la rueda. Pero, en lo que
respecta a sus leyes, el mundo no ha cambiado apenas: sigue distribuyéndose,
estructuralmente, entre
privilegiados y no privilegiados. Existe una especie de sociedad mundial, tan
jerarquizada como una sociedad ordinaria y que es como su imagen agrandada, pero
reconocible. Microcosmos y macrocosmos, presentan en definitiva la misma
textura. ¿Por qué? Es lo que trataré de explicar, aunque no estoy seguro de
conseguirlo. El historiador ve con mayor facilidad los cómos
que los porqués, y mejor las
consecuencias que los orígenes de los grandes problemas. Razón de más, claro
está, para que le apasione aún más el descubrimiento de estos orígenes que con
toda regularidad se le escapan y se mofan de él.
1
Una vez más, nos
interesa fijar el vocabulario. Necesitaremos, en efecto, utilizar dos
expresiones: economía mundial y economíamundo, más importante aún
la segunda que la primera. Por economía mundial,
entendemos la economía de] mundo tomada en su totalidad,
el "mercado de todo el universo", como ya decía Sismondi. Por economíamundo,
término que he forjado a partir de la palabra alemana
WeItwirtschaft, entiendo la
economía de sólo una porción de nuestro planeta, en la medida en que éste forma
un todo económico. Escribí, hace mucho tiempo, que el Mediterráneo, en el siglo
XVI, constituía por sí solo una Weltwirtschaft
una economíamundo, y, como también se diría en alemán:
ein Welt für sich, un mundo en
sí.
Una economíamundo
puede definirse como una triple realidad: Ocupa un espacio geográfico
determinado; posee por tanto unos límites que la explican y que varían, aunque
con cierta lentitud. Hay incluso forzosamente, de vez en cuando aunque a largos
intervalos, unas rupturas. Así ocurre tras los grandes descubrimientos de
finales del siglo XV. Así en 1689, cuando Rusia, gracias a Pedro el Grande, se
abre a la economía europea. Imaginemos actualmente una franca, total y
definitiva apertura de las economías de China y de la URSS: se produciría
entonces una ruptura del espacio occidental, tal y como existe en la
actualidad.
Una economíamundo
acepta siempre un polo, un centro representado por una ciudad dominante,
antiguamente una ciudadEstado y hoy en día una capital, entendiéndose por tal
una capital económica (Nueva York y no Washington, en los Estados Unidos). Por
lo demás, pueden existir, incluso de forma prolongada, dos centros simultáneos
en una misma economíamundo: Roma y Alejandría en tiempos de Augusto, Antonio y
Cleopatra; Venecia y Génova en tiempos de la guerra de Chioggia (13781381);
Londres y Ámsterdam en el siglo XVIII, antes de la eliminación definitiva de
Holanda. Porque uno de los dos centros acaba siempre por ser eliminado. En 1929,
el centro del mundo pasó de este modo, con un poco de indecisión pero sin
ambigüedad de Londres a Nueva York.
Toda economíamundo
se divide en zonas sucesivas. El corazón, es decir, la región que se extiende en
torno al centro: las Provincias Unidas (pero no todas las Provincias Unidas)
cuando Ámsterdam domina el mundo en el siglo XVII; Inglaterra (pero no toda
Inglaterra) cuando Londres, a partir de los años 1780, suplantó definitivamente
a Ámsterdam Vienen después las zonas intermedias alrededor del pivote central.
Finalmente, ciertas zonas marginales muy amplias que, dentro de la división del
trabajo que caracteriza a la economía-mundo, son zonas subordinadas y
dependientes, más que participantes. En estas zonas periféricas, la vida de los
hombres evoca a menudo el purgatorio, cuando no el infierno. Y la situación
geográfica es, claramente, una razón suficiente para ello.
Estas
observaciones demasiado apresuradas exigirían evidentemente comentarios y
explicaciones. Las encontrarán ustedes en el tercer volumen de mi obra, pero
pueden hacerse una idea exacta de las mismas en el libro de Immanuel
Wallenstein, The Modern WorldSystem, editado en 1974 en
los Estados Unidos y publicado en Francia con el título de Le Systéme du
Monde du XV siecle a nos jours (Flammiarion). El
hecho de que yo no esté siempre de acuerdo con el autor acerca de tal o cual
punto, incluso acerca de una o dos ideas generales, tiene poca importancia.
Nuestros puntos de vista son, en lo esencial, idénticos, incluso teniendo en
cuenta que, para Immanuel Wallenstein, no hay más economía-mundo que la de
Europa, fundada sólo a partir del siglo xvi, mientras que para mí, mucho antes
de haber sido conocido por el hombre europeo en su totalidad, desde la Edad
Media e incluso desde la Antigüedad, el mundo ha estado dividido en zonas
económicas más o menos centralizadas, más o menos coherentes, es decir, en
diversas economías-mundo que coexisten.
Estas economías
coexistentes, que no mantienen entre si mas que intercambios sumamente
limitados, se reparten el espacio habitado del planeta a una y otra parte de
regiones limítrofes bastante amplias cuya travesía, en general, ofrece pocas
ventajas al comercio, salvo raras excepciones. Hasta Pedro el Grande, Rusia
constituye por sí misma una de estas economías, que vive, en lo esencial, por sí
misma y para sí misma. El inmenso Imperio turco, hasta finales del siglo XVIII,
es también una de estas economíasmundo. Por el contrario, el Imperio de Carlos V
o de Felipe 11 no es una de ellas, pese a su inmensidad: se halla incluido desde
su nacimiento en la vasta red de la economía, antigua y vivaz, constituida a
partir de Europa. Porque antes de 1492, antes del viaje de Cristóbal Colón,
Europa, más el Mediterráneo, con sus antenas dirigidas hacia el Lejano Oriente,
constituye también ella una economíamundo, centrada entonces en las glorias de
Venecia. Se ampliará con los grandes descubrimientos, se anexionará el Atlántico
con sus islas y costas, y después, tras una larga conquista, el interior del
continente americano; multiplicará asimismo sus lazos con las economías-mundo,
aún autónomas, que constituían entonces la India, Insulindia y China. Al mismo
tiempo, en la misma Europa, el centro de gravedad se desplazará de sur a norte,
a Amberes, y después a Ámsterdam y no fíjense bien en ello a los centros del
Imperio hispánico o portugués: Sevilla y Lisboa.
Sería entonces
posible colocar sobre el mapa y la historia del mundo un papel de calco
transparente sobre el que, para una época determinada, un trazo a lápiz
delimitase a grandes rasgos las economíasmundo ya establecidas. Como estas
economías cambian lentamente, tenemos tiempo de sobra para estudiarlas,
observarlas vivir y sopesarlas. Lentas en deformarse, muestran una historia
profunda del mundo. Esta historia profunda, nos limitaremos a evocarla, ya que
el problema que nos ocupa consiste únicamente en mostrar cómo las sucesivas
economíasmundo, edificadas en Europa a partir de la expansión europea, explican
o no los juegos del capitalismo y su propia expansión. Nos permitiremos
anticipar que estas economíasmundo típicas han sido las matrices del capitalismo
europeo y, después, del capitalismo mundial. Al menos esa es la explicación
hacia la cual yo voy a encaminarme con bastante prudencia y también con bastante
lentitud.
2
Una historia
profunda. No la descubrimos nosotros, sino que únicamente la ponemos en
evidencia. Lucien Febvre hubiera dicho: Le otorgamos su dignidad". Y esto ya es
mucho. Se persuadirán ustedes de ello si insisto sucesivamente en los cambios de
centro, en los descentramientos de las
economíasmundo y, más tarde, en la división de toda economíamundo en zonas
concéntricas.
Cada vez que se
produce un descentrarmiento, tiene lugar un recentramiento, como si tina
economíamundo no pudiese vivir sin un centro de gravedad, sin un polo. Pero los
descentramientos y recentramientos son escasos, y por ello, tanto más
importantes. En el caso de Europa y de las zonas anexionadas por ella, se opero
un centramiento hacia 1380, a favor de Venecia. Hacia 1500, se produjo un salto
brusco y gigantesco de Venecia a Amberes y después, hacia 15501560, una vuelta
al Mediterráneo, pero esta vez a favor de Génova; finalmente, hacia 15901610,
una transferencia a Ámsterdam en donde el centro económico de la zona europea se
estabilizará durante casi dos siglos. Entre 1780 y 1815 se desplazará hacia
Londres, y en 1929, atravesará el Atlántico para situarse en Nueva
York.
En el reloj del
mundo europeo, la hora fatídica habrá sonado por lo tanto cinco veces y, en cada
ocasión, estos desplazamientos se realizaron a través de luchas, choques y
fuertes crisis económicas. Por lo general, son los malos tiempos económicos los
que acaban destruyendo el antiguo centro, ya amenazado, y los que confirman el
surgimiento de uno nuevo. Todo esto, evidentemente, sin una regularidad
matemática; una crisis insistente constituye una prueba: los fuertes la superan
y los débiles sucumben en el intento. El centro no se derrumba, pues, a cada
golpe que recibe. Al contrario, las crisis del siglo XVII acabaron normalmente
beneficiando a Ámsterdam Hoy vivimos, desde hace algunos años, una crisis
mundial que se anuncia fuerte y duradera. Si Nueva York sucumbiese ante esta
prueba cosa que no creo, el mundo debería encontrar o inventar un centro nuevo;
si los Estados Unidos resisten, como todo parece anunciar, pueden salir
robustecidos de esta prueba, ya que las restantes economías corren el peligro de
sufrir mucho más que ellos con la conjunción hostil que atravesamos.
En todo caso,
centramiento, descentramiento y recentramiento parecen estar ligados,
normalmente, a crisis prolongadas de la economía general. Es por lo tanto a
través de estas crisis como tenemos que abordar el difícil estudio de los
mecanismos de conjunto debido a los cuales se invierte la historia general. Un
ejemplo, observado de cerca, nos dispensará de la obligación de hacer un
comentario demasiado largo. Tras una serie de avatares, accidentes políticos y
en razón mismo de la no consolidación del centro del mundo en Amberes, el
Mediterráneo entero se desquitó a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. La
plata que, al llegar en grandes cantidades de las minas americanas, pasaba hasta
entonces prioritariamente de España a Flandes por el Atlántico, tomó a partir de
1568 el camino del mar Interior, y Génova se convirtió en su centro
redistribuidor. El Mediterráneo conoció entonces una especie de Renacimiento
económico, desde el estrecho de Gibraltar hasta los mares de Levante. Pero el
"siglo de los genoveses", como se ha llamado a este periodo, duró poco. La
situación se deterioró, y las ferias genovesas de Piacenza que, durante casi
medio siglo, habían sido el gran centro de clearing
de los negocios europeos, pierden desde antes de 1621 su
papel principal. El Mediterráneo vuelve a convertirse, como era lógico suponer
tras los grandes descubrimientos, en un espacio secundario, y permanecerá como
tal a partir de entonces.
Esta decadencia
del Mediterráneo, un siglo después de Cristóbal Colón, y por lo tanto al término
de una enorme y sorprendente tregua, es uno de los problemas cruciales
suscitados por el grueso libro que publiqué, hace ya mucho tiempo, sobre el
espacio mediterráneo. ¿Qué fecha podemos asignarle a este reflujo: 1610, 1620,
1650?; y, sobre todo, ¿qué proceso interviene en ello? Esta segunda pregunta, la
más importante, ha sido resuelta de forma brillante y exacta, desde mi punto de
vista, en un artículo de Richard T. Rapp (The Journal of
Economic History, 1975). Uno de los más hermosos artículos, afirmaría yo
con gusto, que me ha sido dado leer desde hace mucho tiempo. Lo que nos
demuestra es que el mundo mediterráneo, a partir de los años 1570, fue
hostigado, atropellado y saqueado por navíos y mercaderes nórdicos, y que éstos
no construyeron su primera fortuna gracias a las
Compañías de Indias o a sus aventuras por los siete mares del
mundo. Se
volcaron sobre las riquezas existentes en el mar Interior
y se apoderaron de ellas empleando todos los medios mejores o peores. Inundaron
el Mediterráneo de productos baratos, a menudo mercancías de mala calidad, pero
que imitaban a conciencia los excelentes tejidos del Sur, adornándolos incluso
con sellos venecianos universalmente famosos a fin de venderlos con
este label en los mercados
ordinarios de Venecia. A causa de esto, la industria mediterránea perdía
simultáneamente su clientela y su reputación. Imagínense lo que ocurriría si,
durante veinte, treinta o cuarenta años, algunos países nuevos tuvieran la
posibilidad de aprovecharse sistemáticamente y sin escrúpulo de los mercados
exteriores, e incluso interiores, de los Estados Unidos al vender en ellos sus
productos con la etiqueta de made
in USA.
En resumen, el
triunfo de los nórdicos 110 se debió ni a una mejor concepción de los negocios,
ni al juego natural de la Competencia industrial (aunque es cierto que contaron
con la ventaja de sus salarlos inferiores), ni al hecho de su paso a la Reforma.
Su política consistió simplemente en ocupar el lugar de los antiguos ganadores,
recurriendo también a la violencia. ¿Hace falta decir que esta regla sigue
vigente? El reparto violento del mundo que denunció Lenin durante la primera
Guerra Mundial, es menos nuevo de lo que él suponía. ¿Y acaso no sigue siendo
una realidad en e 1 mundo actual? Los que se hallan en el centro, o muy cerca
del centro, poseen todos los derechos sobre los demás.
Y eso nos lleva a
la segunda cuestión anunciada: la partición de toda economíamundo en zonas
concéntricas, cada vez más desfavorecidas a medida que nos alejamos de su polo
triunfante.
El esplendor, la
riqueza y la alegría de vivir se reúnen en el centro de toda economía-mundo, en
su mismo núcleo. Allí es donde el sol de la historia da brillo a los más vivos
colores; allí donde se manifiestan los altos precios, los salarios altos, la
Banca, las mercancías 1 t reales", las industrias provechosas y las agriculturas
capitalistas; allí donde se sitúa el punto de partida y el de llegada de los
largos tráficos, la afluencia de metales preciosos, de monedas sólidas y de
títulos de crédito. Toda una modernidad económica avanzada se concentra en este
núcleo: el viajero se da cuenta de ello cuando contempla Venecia en el siglo xv,
o Ámsterdam en el xvii, o Londres en el XVIII, o Nueva York en la actualidad.
Las técnicas avanzadas también se encuentran, por lo general, allí, y la ciencia
fundamental que las acompaña está con ellas. Las "libertades" residen en él, sin
que sean enteramente mitos o realidades. ¡Recuerden lo que se ha entendido por
libertad de vida en Venecia, o por libertades en Holanda, o por libertades en
Inglaterra!
Este nivel de vida
baja de tono cuando llegamos a los países intermedios,
vecinos, competidores o emuladores del centro.
Encontramos allí pocos campesinos libres, pocos hombres libres, intercambios
imperfectos, organizaciones bancarias o financieras incompletas y manejadas a
menudo desde fuera, así como industrias relativamente tradicionales. Por muy
hermosa que parezca la Francia del siglo XVIII, su nivel de vida no puede
compararse al de Inglaterra. John Bull, "sobrealimentado" y comedor de carne,
usa zapatos; el francés Jacques Bonhomme, enclenque y comedor de pan, macilento
y envejecido antes de tiempo, anda con zuecos.
Pero, ¡qué lejos
estamos de Francia cuando abordamos las regiones marginales! Hacia 1650, para
tomar un punto de referencia, el centro del mundo es la minúscula Holanda o,
mejor dicho, Ámsterdam. Las zonas intermedias, secundarias, son el resto de la
Europa muy activa, es decir, los países del Báltico, del mar del Norte,
Inglaterra, Alemania del Rhin y del Elba, Francia, Portugal, España e Italia al
norte de Roma. Las regiones marginales son, al norte, Escocia, Irlanda y
Escandinavia, toda la Europa situada al este de la línea HamburgoVenecia, y
también la parte de Italia al sur de Roma (Nápoles y Sicilia); finalmente, al
otro lado del Atlántico, la América europeizada, zona marginal por excelencia.
Si exceptuamos Canadá y las colonias inglesas de América del Norte en sus
principios, el Nuevo Mundo se halla, en su totalidad, bajo el signo de la
esclavitud. Del mismo modo, los márgenes de la Europa central, hasta Polonia y
más allá, constituyen la zona de la segunda
servidumbre, es decir, de una servidumbre que, tras haber desaparecido
casi por completo, al igual que en Occidente, fue restablecida en el siglo
XVI.
En resumen, la
economíamundo europea, en 1650, supone la yuxtaposición y la coexistencia de
sociedades que van desde la ya capitalista, como la holandesa, hasta las
sociedades serviles y esclavistas que ocupan los peldaños más bajos de la
escala. Esta simultaneidad, este sincronismo, replantean todos los problemas a
la vez. De hecho, el capitalismo vive de este escalonamiento regular: las zonas
externas nutren a las zonas intermedias y, sobre todo, a las centrales. ¿Y qué
es el centro sino la punta culminante, la superestructura
capitalista del conjunto de la edificación? Como hay
reciprocidad de perspectivas, si el centro
depende de los suministros de la periferia, ésta depende a su vez de las
necesidades del centro que le dicta su ley. Fue, pese a todo, la Europa
occidental la que transfirió y volvió a inventar la esclavitud a la antigua
dentro del marco del Nuevo Mundo y la que, debido a exigencias de su economía,
"indujo" a la segunda servidumbre en la Europa del este. De ahí el peso de la
afirmación de Immanuel Wallenstein: el capitalismo es una creación de la
desigualdad del mundo; necesita, para desarrollarse, la complicidad de la
economía internacional. Es hijo de la organización autoritaria de un espacio
evidentemente desmesurado. No hubiera crecido con semejante fuerza en un espacio
económico limitado. Y quizás no hubiese crecido en absoluto de no haber
recurrido al trabajo ancilar de otros.
Esta tesis supone
una explicación distinta del habitual modelo sucesivo: esclavitud, servidumbre,
capitalismo. Sienta una simultaneidad, un sincronismo demasiado singular como
para no ser una teoría de largo alcance. Pero no lo explica todo, no puede
explicarlo todo. Aunque sólo sea acerca de un punto que me parece esencial en
los orígenes del capitalismo moderno, me refiero a lo que ocurre más allá de las
fronteras de la economíamundo europea.
En efecto, hasta
finales del siglo XVIII, con la aparición de una auténtica economía mundial,
Asia conoció por su parte unas economías-mundo sólidamente organizadas y
explotadas: pienso en la China, en el Japón, en el bloque InsulindiaIndia y en
el Islam. Siempre se dice y es exacto, por lo demás, afirmarlo, que las
relaciones entre estas economías y las europeas son superficiales, que no
implican más que a algunas mercancías de lujo pimientas, especias y seda,
fundamentalmente intercambiadas por otras especies monetarias, y que todo ello
cuenta poco en vista de las masas económicas presentes. Sin duda, pero estos
intercambios estrechos, supuestamente superficiales, son los que se reserva, de
una y otra parte, el gran capital; y esto tampoco es
no puede serlo una casualidad. Llego incluso a pensar que toda economíamundo se
manipula a menudo desde fuera. La larga historia de Europa lo repite con
insistencia, y nadie piensa que se equivoca al destacar la llegada de Vasco de
Gama a Calicut en 1498, la escala de Cornellus Houtman en Bantam, la gran ciudad
de Java, en 1595, la victoria de Robert Clive en Plassey en 1757, que entrega
Bengala a Inglaterra. El destino tiene botas de siete leguas. Golpea desde
lejos.
3
He hablado ya,
para el caso de Europa, de una sucesión de economíasmundo a propósito de los
centros que las han creado y animado alternativamente. Es preciso señalar que,
hasta 1750 aproximadamente, estos centros dominadores fueron siempre ciudades o
ciudades-Estado. Porque bien podemos decir de Ámsterdam, que domina el mundo de
la economía aún a mediados del siglo XVIII, que fue la última de las ciudades
Estado, de las polis de la historia. Las Provincias Unidas, por detrás de ella,
no ejercen más que una sombra de gobierno. Ámsterdam reina sola, como un faro
luminoso que contempla el mundo entero, desde el mar de las Antillas hasta las
costas del Japón. Por el contrario, hacia mediados del Siglo de las Luces,
comienza una era diferente. Londres, nueva soberana, ya no es una ciudad Estado,
sino la capital de las Islas Británicas, que le aportan la fuerza irresistible
de un mercado nacional.
Hay, por lo tanto,
dos fases: la de creaciones y dominaciones urbanas y la de creaciones y
dominaciones "nacionales". Todo esto vamos a verlo muy rápidamente, no sólo
porque están ustedes al corriente de estos hechos tan conocidos, no sólo porque
les he hablado ya de ellos, sino también porque sólo cuenta, a mi entender, el
conjunto de estos hechos conocidos, ya que, a la vista de este conjunto, es
cuando se plantea y se aclara de una forma bastante nueva el problema del
capitalismo.
Europa giró
sucesivamente, hasta 1750, alrededor de ciudades esenciales, transformadas por
su mismo papel en monstruos sagrados: Venecia, Amberes, Génova y Ámsterdam. Sin
embargo, ninguna ciudad de esta categoría domina todavía la vida económica en el
siglo XIII. Y no porque Europa no constituya todavía una economíamundo
estructurada y organizada. El Mediterráneo, conquistado durante una época por el
Islam, volvió a abrirse a la cristiandad, y el comercio de Levante proporcionó a
Occidente esa antena larga y prestigiosa sin la cual no existe seguramente
ninguna economíamundo digna de tal nombre. Dos regiones-piloto se
individualizaron claramente: Italia al sur, y los Países Bajos al norte. Y el
centro de gravedad del conjunto se estabilizó entre estas dos zonas, a mitad de
camino, en las ferias de Champagne y de Brie, ferias éstas que son ciudades
artificiales añadidas a una casi gran ciudad Troyesy a tres ciudades
secundarias: Provins, Barsur Aube y Lagny.
Sería demasiado
afirmar que este centro de gravedad se sitúa en el vacío, tanto más cuanto que
no se halla demasiado alejado de París, por aquel entonces una gran plaza
mercantil en pleno apogeo de la monarquía de San Luis y del excepcional
florecimiento de su Universidad. Giuseppe Toffanin, historiador del humanismo,
no se equivocó en su libro, cuyo título es característico: Il secolo senza Roma,
entendiendo por él el siglo XIII, durante el cual Roma
perdió, en beneficio de Paris, su primacía cultural. Pero es evidente que el
esplendor de París, en aquella época, tiene algo que ver con las ruidosas y
activas ferias de Champagne, lugar de reunión internacional casi continuo. Los
paños y telas del Norte, de los Países Bajos en el sentido amplio vasta nebulosa
de talleres familiares que trabajan la lana, el cáñamo y el lino, desde las
riberas del Marne hasta Suyderzee se intercambian con la pimienta, las especias
y el dinero de los mercaderes y prestamistas italianos. Estos intercambios
restringidos de productos de lujo bastan, sin embargo, para poner en movimiento
un enorme aparato de comercios, industrias, transportes y crédito, y para hacer
de estas ferias el centro económico de la Europa de su tiempo.
El declive de las
ferias de Champagne se acentúa, hacia finales del siglo XIII, por razones
diversas: el establecimiento de una conexión marítima directa entre el
Mediterráneo y Brujas a partir de 1297 el mar vence a la tierra; la
revalorización de la vía nortesur de las ciudades alemanas, por el Simplon y el
SaintGothard, y la industrialización, finalmente, de las ciudades italianas:
éstas se contentaban hasta entonces con teñir los paños de color crudo del Norte
y, a partir de ese momento, los fabrican, desarrollándose en Florencia el
Arte de la lana. Pero, sobre todo,
la grave crisis económica que acompañará pronto a la tragedia de la Peste Negra,
en el siglo XIV, desempeñará su acostumbrado papel: Italia, el socio más
poderoso de los intercambios de Champagne, saldrá triunfante de la prueba. Se
convertirá, o volverá a convertirse, en el innegable centro de la vida europea.
Se hará cargo de todos los intercambios entre el Norte y el Sur, además de que
las mercancías que le llegan del Lejano Oriente por el Golfo Pérsico, el mar
Rojo y las caravanas de Levante le abren a priori todos los mercados de
Europa.
En realidad, la
primacía italiana se dividirá durante mucho tiempo entre cuatro poderosas
ciudades: Venecia, Milán, Florencia y Génova. Hasta la derrota de Génova en
1381, no comienza el reinado, largo pero no siempre tranquilo, de Venecia.
Durará, sin embargo, más de un siglo, mientras Venecia reine sobre las plazas de
Levante, y sea el principal distribuidor, para Europa entera, que acude a ella,
de los codiciados productos de Oriente Medio. En, el siglo xvi, Amberes suplanta
a la ciudad de San Marcos, al convertirse en almacén de la pimienta que Portugal
importa en grandes cantidades por la vía Atlántica; y, en consecuencia, el
puerto del Escaut se transforma en un enorme centro, dueño de los tráficos del
Atlántico y de la Europa del Norte. Después, diversas razones políticas que
sería demasiado largo enumerar aquí, y que van unidas a la guerra de los
españoles en los Países Bajos, darán el puesto dominante a Génova. En cuanto a
la fortuna de la ciudad de San Jorge, no se fundamenta en el comercio del
Levante, sino en el del Nuevo Mundo, en el de Sevilla y en los raudales de plata
de las minas americanas, en cuyo redistribuidor europeo se convierte.
Finalmente, Ámsterdam pone a todos de acuerdo: su larga preponderancia más de
siglo y medio, ejercida desde el Báltico hasta el Levante y las Molucas, depende
en lo esencial de su dominio incontestable sobre las mercancías del Norte por un
lado y, por otro, sobre las especias finas: canela, clavo, etc., cuyas fuentes
en el Lejano Oriente acaparó con bastante rapidez en su totalidad. Estos casi
monopolios le permiten actuar a su antojo prácticamente en todas
partes.
Pero dejemos estas
ciudades-imperio para centrarnos rápidamente en el problema de los mercados y
economías nacionales.
Una economía
nacional es un espacio político transformado por el Estado, en razón de las
necesidades e innovaciones de la vida material, en un espacio económico
coherente, unificado y cuyas actividades pueden dirigirse juntas en
una misma dirección. Sólo Inglaterra pudo realizar tempranamente esta proeza. Se
habla con respecto a ella de revoluciones: agrícola, política, financiera,
industrial. Hay que añadir a esta lista, asignándole el nombre que se quiera, la
revolución que creó su mercado nacional. Otto Hintze, criticando a Sombart, fue
uno de los primeros en señalar la importancia de esta transformación, que se
debió a la relativa abundancia, dentro de un territorio bastante exiguo, de
medios de transporte, sumándose la navegación de cabotaje a la apretada red de
ríos y canales y a los numerosos carros y bestias de carga. Por mediación de
Londres, las provincias inglesas intercambian los productos y los exportan,
además de que el espacio inglés se liberó muy pronto de aduanas y peajes
interiores. Finalmente, Inglaterra se unió con Escocia en 1707, y con Irlanda en
1801.
Esta proeza,
pensarán ustedes, ya fue realizada por las Provincias Unidas, pero su territorio
era minúsculo e incapaz incluso de alimentar a su población. Este mercado
interior no tenía gran importancia para los capitalistas holandeses, enteramente
volcados hacia el mercado exterior. En cuanto a Francia, encontró demasiados
obstáculos: su retraso económico, su relativa inmensidad, su renta
per capita demasiado baja,
sus difíciles comunicaciones interiores y, finalmente, su centramiento
imperfecto. Un país demasiado amplio, por lo tanto, en relación con los
transportes de la época, demasiado diverso y demasiado organizado. A Edward Fox,
en un libro que ha tenido mucha repercusión, no le fue difícil demostrar que
existían al menos dos Francias: una de ellas marítima, viva y ágil, inmersa de
lleno en el desarrollo del siglo XVIII, pero poco conectada con el interior del
país, al estar sus miradas vueltas hacia el mundo exterior; y la otra
continental, rural, conservadora y acostumbrada a los horizontes locales, que
desconocía las ventajas económicas del capitalismo internacional. Y esta segunda
Francia es la que mantuvo con regularidad en sus manos el poder político. Además
de que el centro gubernamental del país, París, situado en el interior de sus
tierras, no es ni siquiera la capital económica de Francia; este papel fue
desempeñado durante mucho tiempo por 1,yon, desde el establecimiento de sus
ferias en 146 1. Se inició un deslizamiento a finales del siglo XVI a favor de
París, pero no hubo continuidad. Hasta 1705, con la "bancarrota" de Samuel
Bernard, París no se convierte en el centro económico del mercado francés, y
hasta 1724, tras la reorganización de la Bolsa de París, no comenzará a
desempeñar su papel. Pero ya es tarde, y el motor, aunque se acelera en tiempos
de Luis XVI, no llegará ni a animar ni a subyugar al conjunto del espacio
francés.
Inglaterra tuvo un
destino mucho más sencillo. No hubo más que un centro económico y político,
Londres, a partir del siglo XV, y éste, al desarrollarse con rapidez, modela al
mismo tiempo el mercado inglés a su conveniencia, es decir, según conviene a los
grandes mercaderes de productos agrícolas.
Por otra parte, su
insularidad ayudó a Inglaterra a separarse de los demás países y a liberarse de
la injerencia del capitalismo extranjero. Esto se consiguió fácilmente frente a
Amberes gracias a Thomas Gresham, con la creación del Stock Exchange
en 1558. Se consiguió también frente a los hanseáticos en
1597, con ocasión del cierre del Stalhof y de la supresión de los privilegios de
sus antiguos huéspedes. También fue fácil con respecto a Ámsterdam, a partir de
la primera Acta de Navegación, en 1651. Por esta época, Ámsterdam domina lo
esencial del comercio europeo. Pero Inglaterra contaba frente a ella con un
medio de presión: los veleros holandeses, debido al régimen de vientos,
necesitaban hacer escala constantemente en los puertos ingleses. Es, sin duda,
esto lo que explica que Holanda haya aceptado de Inglaterra medidas
proteccionistas que no aceptó de nadie más. En todo caso, Inglaterra supo
proteger su mercado nacional y su naciente industria mejor que ningún otro país
de Europa. La victoria inglesa sobre Francia, lenta en afirmarse pero precoz en
iniciarse (en mi opinión, desde el tratado de Utrecht de 1713), se manifiesta
claramente a partir de 1786 (tratado de Eden) y se hace triunfal en
1815.
Con el
advenimiento de Londres se pasó una hoja de la historia económica de Europa y
del mundo, ya que el montaje de la preponderancia económica de Inglaterra,
preponderancia que se extendió también al leadership
político, marca el final de una era multisecular, la de
las economías con dirección urbana, y también la de aquellas economíasmundo que,
pese al desarrollo y la codicia de Europa, habían sido incapaces de dominar
desde el interior al resto del universo. Lo que consigue Inglaterra a costa de
Ámsterdam no es sólo la continuación de sus pasadas hazañas sino su
superación.
Esta conquista del
universo fue difícil y entrecortada de accidentes y dramas, pero la
preponderancia inglesa se mantuvo y superó todos los obstáculos. Por primera
vez, la economía mundial europea, arrollando a las demás, pretenderá dominar la
economía mundial e identificarse con ella a través de un universo en el cual se
borrará todo obstáculo, ante el inglés primero y ante el europeo después. Y todo
esto hasta 1914. André Siegfried, nacido en 1875 y que tenía, por tanto,
veinticinco años a principios de siglo, recordará con deleite, mucho más tarde,
que había dado por entonces la vuelta a un mundo sembrado de fronteras, ¡con tan
sólo una tarjeta de visita como carnet de identidad! Milagro de la
pax britannica por la cual,
evidentemente, cierto número de hombres pagaba un alto precio...
4
La Revolución
industrial inglesa, de la que aún tenemos que hablar, fue, para la
preponderancia de la isla, un baño de juventud, un nuevo contrato con el poder.
Pero no teman, no voy a meterme de lleno en este enorme problema histórico que,
en realidad, llega hasta nosotros y nos asedia. La industria sigue a nuestro
alrededor, siempre revolucionaria y amenazadora. Tranquilícense: no voy a
exponerles más que los comienzos de este enorme movimiento y evitaré sumirme en
las brillantes controversias en las que caen los historiadores anglosajones,
ellos los primeros y también los demás. Además, el problema que se me plantea es
más bien limitado: quiero señalar en qué medida la industrialización inglesa
sigue los esquemas y modelos que yo he dibujado y en qué medida se integra en la
historia general del capitalismo, tan rica ya en lances imprevistos.
Precisemos bien
que el término revolución se emplea aquí, como siempre, en sentido contrario.
Una revolución, según su etimología, es el movimiento de una rueda, de un astro
que gira, y es un movimiento rápido: desde el momento en que se inicia sabemos
que está destinado a acabar muy pronto, Ahora bien, la Revolución Industrial
fue, por excelencia, un movimiento lento y poco discernible en sus comienzos. El
propio Adam Smith vivió rodeado de las señales precusoras de esta Revolución sin
darse cuenta de ello.
El que la
Revolución fuese muy lenta y, por lo tanto, difícil y compleja, ¿no nos lo
explica acaso el ejemplo que vemos en el tiempo presenté? Ante nuestros ojos,
una parte del Tercer Mundo se industrializa, pero a través de un inusitado
esfuerzo y tras innumerables fracasos y retrasos que nos parecen, a priori,
anormales. Unas veces es el sector agrícola el que no ha llegado a modernizarse;
otras, falta mano de obra calificada o bien la demanda del mercado se revela
insuficiente; en otras ocasiones, los capitalistas agrícolas han preferido las
inversiones exteriores a las locales; o bien el Estado resulta ser dilapidador o
prevaricador; o la técnica importada es inadecuada, o se paga demasiado cara, lo
que encarece los precios de coste; o las necesarias importaciones no se
compensan con las exportaciones: el mercado internacional, por tal o cual
motivo, ha resultado hostil, y dicha hostilidad se ha salido con la suya. Ahora
bien, todos estos avatares se producen cuando ya no es necesario inventar la
Revolución, cuando ya los modelos se encuentran a disposición de todo el mundo.
Todo debería por lo tanto, ser fácil a priori. Pero nada funciona
fácilmente.
De hecho, la
situación de todos estos países, ¿no nos recuerda más bien a lo que sucedió
antes de la experiencia inglesa, es decir, el fracaso de tantas revoluciones
antiguas virtualmente posibles en el plano técnico? El Egipto ptolemeico conoció
la fuerza del vapor de agua, pero sólo la utilizó para divertirse. El mundo
romano dispone de una gran herencia técnica y tecnológica que, en más de una
ocasión, atravesaría, sin que nos diéramos cuenta de ello, los siglos de la alta
Edad Media, para revivir en los siglos XII y XIII. Durante estos siglos de
renacimiento, Europa aumenta en forma fantástica sus fuentes de energía al
multiplicar los molinos de agua, que Roma ya había conocido, y los de viento:
esto ya supone una revolución industrial. Parece ser que China descubrió en el
siglo XIV la fundición con carbón de coque, pero esta virtual revolución no tuvo
ninguna continuidad. En el siglo xvi, todo un sistema de extracción y
achicamiento de agua se instala en las profundas minas, pero estas primeras
fábricas modernas, industrias antes de tiempo, tras haber seducido al capital,
serán rápidamente víctimas de la ley de rendimientos decrecientes. En el siglo
XVII, el empleo del carbón mineral se extiende por Inglaterra, y John U. Nef
tenía razón cuando hablaba, a propósito de esto, de una primera Revolución
inglesa, pero incapaz de extenderse y de traer consigo amplias transformaciones.
En cuanto a Francia, las señales que anuncian un progreso industrial son ya muy
claras en el siglo XVIII: los inventos técnicos se suceden y la ciencia
fundamental es allí tan brillante al menos como al otro lado del Canal de la
Mancha. Pero sin embargo, es en Inglaterra donde se dan los pasos decisivos.
Parece como si todo se hubiera desarrollado por sí mismo, de forma natural, y
éste es el problema apasionante que nos plantea la primera Revolución industrial
del mundo, la mayor ruptura de la historia moderna. Pero, ¿por qué
Inglaterra?
Los historiadores
ingleses han estudiado tanto estos problemas que el historiador extranjero se
pierde fácilmente en medio de disputas que comprende cuando las analiza una por
una, pero cuya suma no simplifica la explicación. Lo único seguro es que las
explicaciones fáciles y tradicionales han sido desechadas. La tendencia general
es, cada vez más, la de considerar la Revolución Industrial como un fenómeno de
conjunto, y un fenómeno lento, que implica en consecuencia unos orígenes lejanos
y profundos.
Si los comparamos
con los crecimientos difíciles y caóticos de los que hablaba hace un instante,
en las zonas poco desarrolladas del mundo actual, ¿no es extraño que el
boom de la Revolución
maquinista inglesa, de la primera producción masiva, haya podido desarrollarse a
finales del siglo XVIII y a comienzos del siglo xix como un fantástico
crecimiento nacional sin que, en ninguna parte, el motor se agarrote, sin que,
en ningún sitio, se produzcan estrangulamientos? Los campos ingleses se vaciaron
de hombres al mismo tiempo que mantenían su capacidad de producción; los nuevos
industriales encontraron la mano de obra, cualificada y no cualificada, que
necesitaban; el mercado interior continuó incrementándose pese a la subida de
los precios; la técnica continuó proponiendo con regularidad sus servicios
cuando eran necesarios; los mercados exteriores se abrieron en cadena, uno tras
otro. E incluso las ganancias decrecientes, la fuerte caída, por ejemplo, de los
beneficios de la industria del algodón tras el primer boom, no provocaron
crisis alguna: los enormes capitales acumulados se invirtieron en otras partes y
los ferrocarriles sucedieron al algodón.
En definitiva,
todos los sectores de la economía inglesa respondieron a las exigencias de esta
repentina aceleración de la producción: no hubo bloqueos ni averías. Entonces,
¿no habría que considerar a toda la economía nacional? Además, en Inglaterra la
revolución del algodón surgió del suelo, de la vida ordinaria. Los
descubrimientos fueron hechos, normalmente, por artesanos. Los industriales son,
con bastante frecuencia, de origen humilde. Los capitales invertidos, cuyo
préstamo era fácil de obtener, fueron al principio de pequeño volumen. No fue la
riqueza adquirida, no fue Londres ni su capitalismo mercantil y financiero lo
que provocó la sorprendente mutación. Londres no asumirá el control de la
industria hasta después de 1830. Observamos así perfectamente, con un amplio
ejemplo, cómo la fuerza, la vida de la economía de mercado e incluso de la
economía de base, de la pequeña industria innovadora y, en no menor grado, del
funcionamiento global de la producción y de los intercambios, son las que
soportan sobre sus espaldas lo que pronto se llamará capitalismo industrial.
Éste no pudo crecer, tomar forma y fuerza sino al compás
de la economía subyacente.
No obstante, la
Revolución industrial inglesa seguramente no hubiera sido lo que fue sin las
circunstancias que hicieron entonces de Inglaterra, prácticamente, la dueña
incontestada del vasto mundo. La Revolución francesa y las guerras napoleónicas,
como ya sabemos, contribuyeron ampliamente a ello. Y si el boom del algodón se
fue desarrollando en forma intensa y duradera, fue porque el motor fue relanzado
sin cesar gracias a la apertura de nuevos mercados: la América portuguesa y
española, el Imperio turco, las Indias, etc. El mundo fue, sin quererlo, el
cómplice eficaz de la Revolución inglesa.
De forma que la
polémica tan exacerbada entre los que no aceptan más que una explicación
interna del capitalismo y
de la Revolución industrial, debida a una transformación de las estructuras
socioeconómicas, y los que no quieren ver más que una explicación
externa (la explotación
imperialista del mundo, concretamente), me parece superflua. Al mundo no lo
explota cualquiera. Es necesaria una potencia previa lentamente madurada. Pero
seguro que esta potencia, si bien se forma mediante un lento trabajo sobre sí
misma, se refuerza con la explotación del prójimo y, a lo largo de este doble
proceso, la distancia que la separa de las demás aumenta. Las dos explicaciones
(interna y externa) van, pues, inextricablemente unidas.
Ha llegado ya el
momento de concluir. No estoy seguro, hasta aquí, de haberles convencido. Pero
dudo todavía más de poder convencerles ahora, al confiarles, para finalizar mis
explicaciones, lo que opino del mundo y del capitalismo de hoy a la luz del
mundo y del capitalismo de ayer, tales como yo los veo y tales como he tratado
de describirlos. Pero, ¿no es necesario acaso que la explicación histórica
llegue hasta los tiempos presentes y se justifique a través de este encuentro?
Cierto es que el capitalismo actual ha cambiado de talla y de proporciones de
una forma fantástica. Se ha puesto a la altura de los intercambios básicos y de
los medios actuales, también ellos fantásticamente agrandados. Pero
mutatis mutandis, dudo que la
naturaleza del capitalismo haya cambiado de arriba abajo.
Tres pruebas me
sirven de apoyo:
El capitalismo
sigue basado en la explotación de los recursos y posibilidades internacionales
o, dicho de otra forma, existe dentro de los límites del mundo, o al menos
tiende a abarcar al mundo entero. Su gran proyecto actual es el de reconstruir
este universalismo.
Sigue apoyándose,
obstinadamente, en monopolios de hecho y de derecho, pese a las violencias
desencadenadas a este respecto en contra suya. La organización,
como decimos hoy, continúa sorteando el mercado.
Pero es erróneo considerar que esto constituya un hecho
verdaderamente nuevo.
Más aún, pese a lo
que se afirma normalmente, el capitalismo no engloba a toda la economía, a
toda la sociedad que
trabaja; nunca las encierra a ambas dentro de un sistema, el suyo, que sería
entonces perfecto: la tripartición de la que he hablado vida material, economía
de mercado, economía capitalista (esta última con enormes añadidos) conserva un
sorprendente valor actual de discriminación y de explicación. Basta, para
convencerse de ello, conocer por dentro algunas actividades presentes
características, situadas a niveles distintos. En el nivel inferior, incluso en
Europa, donde aún existen tantos autoconsumos, tantos servicios que la
contabilidad nacional no integra, tantos puestos artesanales. En el nivel medio,
veamos el ejemplo de un fabricante de ropa hecha: se encuentra sometido, tanto
en su producción como en la venta de su producción, a la estricta e incluso
feroz ley de la competencia; un momento de descuido o de debilidad por su parte,
y le supone la ruina. Pero yo podría citarles para el último nivel, entre otras,
a dos enormes firmas comerciales que conozco, supuestamente competidoras y
únicas competidoras en el mercado europeo, una de ellas francesa y la otra
alemana. Ahora bien, les es perfectamente indiferente que los encargos vayan a
una u otra, ya que hay una fusión de sus intereses, cualquiera que sea la vía
adoptada con este fin.
Me reafirmo, por
consiguiente, en mi opinión, a la cual me he ido adhiriendo personalmente poco a
poco: a saber, que el capitalismo deriva Por antonomasia de las actividades
económicas realizadas en la cumbre o que tienden hacia la cumbre. En
consecuencia, este capitalismo de altos vuelos flota sobre la doble capa
subyacente de la vida material y de la economía coherente de mercado, representa
la zona de las grandes ganancias. He hecho, pues, de él, un superlativo. Pueden
ustedes reprochármelo, pero no soy el único que mantiene esta opinión. En su
folleto escrito en 1917, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin
afirma en dos ocasiones: "El capitalismo es la producción mercantil en su más
alto nivel de desarrollo: decenas de miles de grandes empresas lo son todo, y
millones de pequeñas empresas no son nada". Pero esta verdad, evidente en 1917,
es una vieja, una viejísima verdad.
El defecto de los
ensayos de periodistas, economistas y sociólogos, suele consistir en no tener en
cuenta las dimensiones y perspectivas históricas. ¿No hacen acaso muchos
historiadores lo mismo, como si el periodo que están estudiando existiera de por
sí, como si fuera un principio y un fin? Lenin, que tenía una mente perspicaz,
escribe lo siguiente en el mismo folleto de 1917: "Lo que caracterizaba al
antiguo capitalismo, en el que reinaba la libre competencia, era la exportación
de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo actual, en el que reinan los
monopolios, es la exportación de capitales". Estas afirmaciones son más que
discutibles: el capitalismo ha sido siempre monopolista, y mercancías y
capitales no han cesado nunca de viajar simultáneamente, al haber sido siempre
los capitales y el crédito el medio más seguro de lograr y forzar un mercado
exterior. Mucho antes del siglo XX, la exportación de capitales fue una realidad
cotidiana; en Florencia desde el siglo XII y en Augsburgo, Amberes y Génova en
el XVI. En el siglo XVIII, los capitales recorren Europa y el mundo. ¿Es
necesario decir que no todos los medios, procedimientos y astucias del dinero
nacen en 1900 o en 1914? El capitalismo los conoce todos y, tanto ayer como hoy,
su característica principal y su fuerza consisten en poder pasar de un ardid a
otro, de una manera de actuar a otra, en recargar diez veces sus baterías según
las circunstancias coyunturales y en seguir permaneciendo al mismo tiempo
suficientemente fiel y semejante a sí mismo.
Lo que, por mi
parte, siento, no como historiador sino como hombre de mi tiempo, es que tanto
en el mundo capitalista como en el mundo socialista no se quiera distinguir
capitalismo de economía de mercado. A aquellos que, en Occidente, critican los
defectos de¡ capitalismo, los políticos y economistas responden que es un mal
menor, el reverso inevitable de la libre empresa y de la economía de mercado. No
lo creo en absoluto. A los que, por el contrario, siguiendo una tendencia
sensible incluso en la URSS, les preocupa la pesadez de la economía socialista y
quisieran facilitarle un poco más de "espontaneidad" (yo traduciría: un poco más
de libertad), se les responde que es éste un mal menor, el reverso obligatorio
de la destrucción del azote capitalista. Tampoco lo creo. Pero, ¿acaso es
posible la sociedad que yo considero ideal? ¡En cualquier caso, no creo que
cuente con muchos partidarios en este mundo!
Me gustaría
concluir mis explicaciones con esta afirmación general si no tuviera una última
confidencia de historiador que hacerles.
La historia es el
cuento de nunca acabar, siempre está haciéndose, superándose. Su destino no es
otro que el de todas las ciencias humanas. No creo, por lo tanto, que los libros
de historia que escribimos sean válidos durante decenios y decenios. No hay
ningún libro escrito de una vez por todas, como ya sabemos.
Mi interpretación
del capitalismo y de la economía se basa en muchas horas pasadas en archivos y
en numerosas lecturas, pero, finalmente, en unas cifras que no son
suficientemente numerosas ni están bastante ligadas unas con otras; se basa en
lo cualitativo más que en lo cuantitativo. Las monografías que nos ofrecen
curvas de producción, tasas de beneficios y tasas de ahorro, que elaboran serios
balances de empresas, aunque nada más sea una estimación aproximada del desgaste
del capital fijo, son escasísimas. He buscado en vano, acudiendo a colegas y
amigos, informaciones más precisas para estos distintos campos. Pero he
cosechado muy pocos éxitos.
Ahora bien,
siguiendo esta dirección es como podemos, desde mi punto de vista, encontrar una
vía de salida fuera de las explicaciones a las que me he ceñido a falta de otra
cosa mejor. Dividir para comprender mejor, dividir en tres planos o tres etapas,
supone mutilar y forzar la realidad económica y social, mucho más compleja. En
realidad, es el conjunto lo que habrá que tomar para comprender a un mismo
tiempo las razones del cambio de las tasas de crecimiento que se produce a la
vez que el maquinismo. Una historia totalizadora, globalizadora sería posible si
lográsemos incorporar al campo de la economía del pasado los métodos modernos de
cierta contabilidad nacional, de cierta
macroeconomía. Seguir la evolución de la renta nacional y de la renta nacional
per capita, reconsiderar una
obra histórica pionera como es la de René Baehrel sobre la Provenza de los
siglos XVII y XVIII, tratar de establecer correlaciones entre "presupuesto y
renta nacional", tratar de medir la distancia diferente según las épocas entre
producto bruto y producto neto siguiendo los consejos de Simon Kuznets, cuyas
hipótesis al respecto me parecen fundamentales para comprender el desarrollo
moderno tales son las tareas que quisiera proponer a los jóvenes historiadores.
En mis libros he abierto de cuando en cuando una ventana a esos panoramas que
únicamente se adivinan; pero una ventana no es suficiente. Sería indispensable
realizar entonces una investigación, si no colectiva, al menos
coordinada.
Lo cual no quiere
decir, claro está, que esta historia de mañana vaya a ser la historia económica
ne
varietur. La contabilidad es, como mucho, un estudio del flujo, de
las variaciones de la renta nacional, y no la medición de la masa de los
patrimonios y de las fortunas nacionales. Ahora bien, esa masa, también
asequible, debe ser estudiada. Siempre quedará, para los historiadores, para
todas las demás ciencias humanas y para todas las ciencias objetivas, una
América que descubrir.
Breviarios del Fondo de Cultura Económica - 427. Fernand
Braudel, La dinámica del capitalismo.
Traducción de Rafael Tusón
Calatayud. Fondo de Cultura Económica. México. Primera edición en francés 1985.
Primera edición en español, 1986. Título original: La Dynamique du capitalisme
©1985, Les Éditions Arthaud,
París. D. R. ©1986,
Fondo de Cultura Económica,
S. A. DE C V. Carretera Picacho
Ajusco 227;
14200 México, D. F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario